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AMBLIOPÍA

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Lee lo que ves. Pero tenía que esperar a que se disiparan las nubes y no había tiempo. Una por una. Las letras estaban fijas y sólo veía manchas flotando en el espacio entre la pantalla y mi silla, no dejaban de moverse. Primero hay una E. La letra era grande, las manchas no alcanzaban a taparla del todo. Abajo es F y creo que P. T–mancha–Z. L–mancha–mancha, tal vez E y luego mancha. El oftalmólogo movía los aumentos, iba y venía de uno a otro. Todo parecía igual. Peor, lo que recordaba como una P ahora era un borrón y las letras tapadas bajo las manchas sobresalieron en una escritura manuscrita y vaporosa que tardaba demasiado en tomar forma. Pensé que si esperaba suficiente lograría estabilizarlas, separarlas, hacer un ejercicio de deducción, mentir, pero no funcionó. Mi madre me miraba desde el otro lado del consultorio, sentada en una pequeña silla, con cara de preocupación. Al parecer la situación calificaba para desgracia familiar.

Siempre tuve la impresión de que el oculista era un farsante: por más que cambiaba las lentes y sacaba extrañas herramientas, mi ojo parecía inmutable. Ves mejor con este o... con este. Nada. A ver... aquí o... aquí. La variación era mínima. Creo que es mejor el segundo. En realidad, me parecían idénticos. Sólo había manchas movién-dose tan despacio como una mezcla de cemento a punto de cuajar. Mi ojo derecho seguía un camino errante e indescifrable, como si no fuera mío, como si no fuera yo quien lo controlaba. Más que una lente para corregir, necesitaba un ventilador que se llevara los cúmulos emborronados. Lo que veía era tan inestable, tan desigual, que terminó por asustarme. No tenía idea de que había un extraño alojado en mi córnea. Nací con un solo ojo y lo había ignorado por completo. Cómo saber qué es ver bien si siempre has visto igual, si no hay referente alguno ni punto de comparación. En esa visita al consultorio descubrí que al tapar mi ojo izquierdo podía ver como a través de un calidoscopio, pero obstruido y monocromático, defectuoso.

Finalmente, el doctor diagnosticó ambliopía: el síndrome del ojo flojo. Aunque no había mostrado déficit de atención, ni mi desempeño escolar se había visto mermado, mi madre se dio cuenta de que, cuando más concentraba la mirada, cuando el esfuerzo visual era importante, uno de mis ojos miraba justo al lado contrario, hacía lo que le venía en gana. Era bizca, aunque no de forma constante: mi ojo paseaba repentinamente y nunca me llevó con él. Un individuo aparte, un desconocido. Un ojo vagabundo que se quedó en algún punto antes de alcanzar la madurez visual; es decir, tengo un ojo que mira como una niña de entre dos y siete años. Cumplí nueve poco antes de la primera consulta y a esa edad no queda mucho por hacer, pues el sentido de la vista se ha fijado por completo. El único camino habría sido forzar al ojo vago para no cansar al otro que había asumido la responsabilidad –que debió ser compartida– de ver por los dos.

Cuando la imagen que produce cada ojo no se refleja en el mismo eje, es decir, cuando esas dos imágenes no coinciden en el vértice visual o no se encuentran, se produce visión doble. Antes que mostrarme ese mecanismo irreal que hace posible una imagen, mi cerebro decidió ignorar uno de mis ojos, dejó la potestad de mi visión en el izquierdo. El derecho quedó a su suerte, con absoluta libertad de hacer cualquier cosa, sin obligación alguna, se perdió en un grave autismo. La ambliopía es la ley del hielo.

El ambliope es monocular. El ojo no sufre lesiones orgánicas, por lo que el padecimiento es casi invisible, indetectable. El ojo bueno terminará por cansarse y dejar de ver. Si no es tratada, la vista del ambliope está destinada al deterioro o a una pausa indefinida por intervención de anteojos. Aunque la metáfora de mirar de un lado como lo haría un niño me sonríe, detrás de ella se esconde el pánico, supongo que ese era también el susto de mi madre: el único tratamiento real para la ambliopía es usar un parche en la primera infancia que obligue al ojo perezoso a ver. No hay operaciones. No hay medicinas.

Uso lentes no porque me ayuden a ver mejor, sino porque el aumento obliga al ojo derecho a esforzarse y alivia la doble carga en el izquierdo. Uso lentes para defender a mi ojo dominante del contagio del ocio, para detener el desgaste y la posible ceguera. Es paradójico que la mejora, en caso que hubiera, es directamente proporcional al aumento de dioptrías, pues querría decir que mi ojo flojo está dispuesto a trabajar un poco más. Tengo diecisiete años usando la misma receta.

Hace poco leí que muchos ambliopes, al tratar de explicar cómo ven, dicen que el ojo mira como a través del efecto que produce la ondulación prolongada de aire caliente, las imágenes se enfocan y se vuelven difusas de modo continuo: espejismo del desierto, que desaparece al acercarnos; camino que ondula en el vaho evaporado, paisaje que tirita por entre el humo de una combustión.

Si no los hubiera usado tal vez nunca habría sido atacada por la extraña imantación de algunos balones de futbol sobre mi rostro, ni habría sufrido los interminables calificativos que están asociados al uso de dicho aditamento. Habría perdido completamente la visión del lado derecho, reduciendo mi campo visual de ciento ochenta a noventa grados. Pero, sin anteojos, tal vez habría podido seguir a ese intruso errante a los confines de lo desconocido y, sin planearlo, hacerle escolta en su deambular oscilatorio. No ese deambular pausado casi estático de los paseantes que utilizan toda su ropa, suéter sobre suéter, pantalón sobre pantalón y morada a cuestas, metida en bolsas de plástico y cajas de cartón para moverse apenas unos metros mes con mes; sino el de los peatones perpetuos, esos que esperan una cita a las tres de la tarde con una maleta entre las manos, y le hablan al aire seriamente, sin dejar duda de que el asunto es importante. Esos que son perseguidos inexplicablemente y que, como pocos, se dirigen seguros a su destino aunque nunca consigan llegar a ninguna parte. Esos que caminan en medio de nubarrones, que van y vienen del aquí a un lugar lejanamente imaginario, los que enfocan y desenfocan. Los que caminan y se pierden. Los que nunca son atropellados. Los que tienen esa extraña facilidad para habitar un espacio que no podemos ver ni entender. Los que han logrado escapar. Los que han sido abandonados. Los que ven en la forma de un edificio a un dragón, los que recogen piedras del suelo como si fueran tesoros. Los que desvían la mirada.

Cuántas veces al día consideramos dejarlo todo para seguir el trayecto de un disparate; cómo encontrar esa ínfima molécula en nuestro flujo sanguíneo y hacerla explotar. Cuántas veces al día el mundo ha intentado desistir de nosotros. ¿No son esas las situaciones que suceden solamente en los libros? Escribir es habitar un paralelo, leer es merodearlo. Cuántas veces hemos releído un texto en busca del escape. Más de la mitad de lo que leemos es un embuste y aún a sabiendas de ello, lo creemos. Pensamos que un hecho real lo inspiró. Pero es siempre una mentira. Un engaño, como la cita del paseante a las tres. Un enredo, como las órdenes que recibe desde quién sabe dónde. Micas con aumento. Falsificaciones que conectan asombrosamente una serie de ocurrencias. Acciones envidiablemente concretas que nunca suceden aquí.

Nunca me abandoné a la contemplación de mi ojo ambliope. Nunca, como los errantes, he podido seguir los signos abstractos de esta mirada intermitente y su alfabeto deformado. Nunca acepté que el mundo desistiera de mí ni desistí de él. Tal vez por cobardía. Tal vez porque no se trata de una decisión. Tal vez porque un día te descubres afuera sin forma de volver y ni siquiera recuerdas que había un lugar a donde regresar. A cambio, he buscado personajes con destinos ambliopes, aquellos que, en una demencia consciente, deciden renunciar, abandonarse a la contingencia para poner su vida, cuerpo y trabajo en el mismo espacio de indeterminación. Paseantes que susurran historias ridículas desde un lugar aparentemente inexistente, pero que vuelven a casa a lamentarse porque es imposible alcanzar la deriva permanente y volver para contar algo de ella: el que regresa nunca llegó, nunca estuvo ahí del todo. Los errantes se detienen justo antes de emborronarse, justo antes de perderse.

Ya no basta con ver, la retina es sólo un tamiz. El suceso estético está en otra parte, el artista cuelga un cartel frente a su casa con la leyenda “Se renta, trato directo”. Y en ese traslado todavía hay objetos que no encuentran su lugar, muebles que estorban, cajas repletas de cosas con las que no se sabe qué hacer, covachas colmadas de documentos que nadie quiere revisar, regalos envueltos que no se pueden tirar a la basura.

No es la palabra lo que pesa en la imagen sino el concepto, que en ocasiones la eclipsa. Muchas veces el concepto es solamente una frase argumental que no se sostiene. La búsqueda de la página en blanco no es otra cosa que una guerra contra el imperio del lenguaje, una contienda para comunicar sin tener que usar una sola palabra, para que el concepto deje de ser una justificación. Pero el lenguaje es ineludible. Desconfiamos de las personas y nos cuesta trabajo dudar de las palabras. No sospechamos de las palabras sino de las versiones de un hecho que se enciman sin corresponderse. No tememos de las palabras sino de cómo se acomodan en los enunciados, de lo que podrían estar diciendo en realidad. No desconfiamos del silencio sino de la ambigüedad que implica.

Los ensayos de este libro son la constatación de un mensaje que no llega, de una palabra que ya no suena, que no puede leerse. Este libro es, sobre todo, la confirmación de una imposibilidad. El campo extendido para una literatura sin palabras, una literatura de acciones; la documentación de ese intento, tal vez fallido. La crónica de una mudanza. Del texto a la acción. De la página al cuerpo, de la palabra al espacio, al lugar; de la frase al suceso, a la acción; de la novela a la vida escenificada.

Hay una parte que se deforma sin quererlo y una parte que procuramos deformar cuando contamos algo. Desconozco los recorridos de mi ojo derecho pues, para funcionar en el mundo, he usado toda mi vida el izquierdo. Tal es mi inconciencia que debo haber perdido alrededor de quince pares de anteojos en toda mi vida. Siendo tan pequeño, uno no puede cuidar de un objeto con el que no tiene una relación de necesidad. Fue fácil olvidar repetidamente los lentes porque en cierto sentido no los necesito. La única razón que me obliga a usarlos es un monstruoso dolor de cabeza que aparece de vez en cuando detrás de ese ojo encerrado en divagaciones imperceptibles. Envidio a los paseantes porque todo su cuerpo se adapta a la eventualidad, porque las cosas que piensan vienen de un sitio que está muy lejos o que ellos mismos fabrican sospechosamente. Envidio a los errantes porque van por ahí con la sola responsabilidad de deambular, porque la holgazanería no les pesa, porque su mudanza es constante, porque nunca permanecen, porque andan por el mundo conectando imágenes e historias invisibles para la mayoría, relatos que muy pocos lograrían escribir. Los envidio porque miran el mundo desde su catalejo y ordenan las manchas, mueven los nubarrones para dibujar figuras inexistentes, saltan minas sin objetivo, hacen bizcos y pierden el tiempo... porque intentan decir sin palabras lo que sólo la palabra puede decir. Los envidio porque renuncian, porque son olvidados, porque son expulsados, porque se amparan en un devenir paralelo al del mundo o simplemente desisten de él y nunca usan anteojos.

Mudanza

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