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14 DE FEBRERO DE 1992

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El amor es una bellísima flor, pero hay que tener el coraje de ir a recogerla al borde de un precipicio.

Stendhal

Echo la vista atrás y parece que fue ayer cuando conocí a Fran, mi ex marido. Alto, guapo, con el pelo muy corto, a lo militar. Estaba delgado, pero era muy fuerte. De él, me enamoraron sus ojos marrones y oscuros. En ellos, podía perderme fácilmente mientras me contaba cualquier tontería, y recuerdo que decía “Chiquilla, ¿me estás escuchando o pasas de mí?”. Yo le sonreía cada vez que me pillaba en Babia, ¡no podía evitarlo! Enamorada estaba hasta las trancas.

Y fue en la época de instituto cuando comencé a explorar esas mariposas revoloteando en el estómago o esos nervios que, sin ningún motivo, surgían nada más verle pasar por la puerta de clase. Sí, yo también he estado enamorada del compañero del pupitre de al lado.

El primer amor, tan platónico como siempre al principio. Solo en mis pensamientos podía suponer qué sería besarle y qué sentiría al tenerle entre mis brazos sin dejarle escapar. Susurrándole al oído si me daba la oportunidad de ser su novia y estar con él para el resto de su vida.

Recuerdo la cantidad de hojas que malgastaba con juegos tontos para ver si congeniábamos. La de veces que dibujaba un corazón con nuestras iniciales, pero rápidamente lo borraba para que nadie lo viera… Así estaba yo, suspiraba por todos los rincones, a escondidas, por el amor de Fran.

Hasta que un precioso catorce de febrero, cuando estaba en 2º de la ESO, recibí de una compañera de clase una sospechosa carta común. No tenía nada dibujado. Blanca impoluta. En el verso del sobre, estaba escrito mi nombre: “Para Vicky”.

Yo la cogí sin ningún entusiasmo, porque todos los catorce de febrero se hacía en el instituto una pequeña fiesta de San Valentín. Se regalaban cartas entre unos y otros, ya fueran amigas o a amigos. Algunos hacían siempre la broma de hacerse pasar por un chico o una chica para engañar al compañero. Hubo algunos que se demostraban de ese modo la amistad que había entre ellos.

También estaban los escasos que realmente desde el corazón escribían una declaración de amor a su amado o amada, y no se atrevían a entregar ese mensaje por el temor de no ser correspondido. Yo fui una de aquellos poquitos.

Pues, cuando tuve esa carta en las manos, lo único que hacía era fijarme en la letra que escribía mi nombre para ver si la reconocía. Pero no me sonaba de nada. De Fran no era, porque tenía grabado en la retina su tipo de letra. Le tenía fichado. Y, claro, mi curiosidad creció al no tener ni idea de quién era el remitente.

Cuando llegué a casa ese mismo día, mi madre estaba en la cocina preparando el almuerzo cuando me preguntó que qué tal me había ido el día, pero no le contesté. Me fui directa a mi habitación para abrir esa carta.

Me tumbé en la cama con los brazos en alza y la carta en mano. Me quedé mirándola fijamente. En mi cabeza solo se escuchaba “Para Vicky”, pero volví a la realidad cuando mi madre llamó a la puerta, preocupada.

—Nena, ¿estás bien? —me preguntó mientras abría la puerta para entrar al cuarto.

—Sí, mamá. Estoy bien.

—Es que como has entrado a la casa sin decir nada… pensé que te había pasado algo.

—No, de verdad, mamá, estoy muy bien —le contesté con una gran sonrisa de oreja a oreja. Así se quedaba tranquila.

—Vale, Vicky. En unos minutos te llamo para comer, que estará lista la comida.

—¡Qué sí, mamá!

Nada más cerró la puerta, rápidamente me incorporé en la cama para abrir el sobre. Tengo que reconocer que estaba algo nerviosa, pero no me temblaba el pulso. La abrí cuidadosamente, sin que se rompiera la solapa. En ese instante, saqué con la mano derecha el folio donde, al trasluz, se veían varias líneas escritas con bolígrafo negro:

“Hola Vicky.

Me imagino que te extrañará mucho esta carta. Lo primero es pedirte perdón por no ser valiente y entregarte a ti, en persona, este mensaje. Perdóname.

Y créeme cuando digo que es el miedo quien no me deja decirte a la cara todo lo que siento por ti. Vicky, hace tiempo que tú iluminas mi vida.

No sé cómo explicarlo. Cada mañana, al entrar en clase, tu fina voz dándome los buenos días que luego se termina con tu maravillosa sonrisa… no hay día que no se me escape en mi mente un “buenos días, cariño” intentando salir de mis labios.

Detrás de ti llevo desde el primer año de Instituto.

Ahora mismo te preguntarás quién soy yo o si esto es una broma por ser el día de San Valentín… Pues no. Déjame demostrártelo.

Vente a la plaza que está al lado de la estación esta misma tarde sobre las ocho. Yo estaré allí, esperándote. Y, con todo el valor del mundo, declararé mi amor por ti.

Te quiero.”

Aún sigo conservando la carta en el cajón de mi escritorio. Ahora se ve el papel más amarillento por el paso del tiempo. Fue la primera declaración de amor que me hicieron y le tengo mucho cariño.

Me quedé en shock cuando terminé de leerla. No tenía ni idea de quién era. Ni si quiera imaginaba que podría ser Fran, ya que su letra no era. Con los ojos como platos, repasé cada renglón en busca de cualquier indicio para saber a quién pertenecía la carta. Pero nada, no me quedó otra que ir a la plaza para conocer a mi admirador secreto.

Pasé el día con nervios de acero. No tenía mucho interés por averiguar quién se escondía detrás de la carta. Yo solo podía pensar en Fran. Él era quien me mantenía la mente despejada del tema. Pero claro, también estaba la curiosidad. ¿Quién será? Si os soy sincera, me sentí alguien importante cuando me di cuenta de que tenía un admirador secreto.

¿De verdad le podía gustar a alguien?

Llegaron las siete y media de la tarde y cogí el abrigo porque hacía algo de frío. Muy decidida, me acerqué a la plaza donde se me citaba en la carta. La llevaba en el bolso, guardada entre el monedero y las llaves, por si acaso me la pedía.

Iba tranquila, paseando entre árboles desnudos, con el viento acariciando las ramas. La luz del sol se apagaba dando paso a la luminosidad de las estrellas y a una preciosa luna que predominaba en el cielo.

No tardé mucho en llegar desde casa a la plaza. Me encontré con la fuente que está en el corazón de aquel lugar y allí no había nadie.

Miré a mi alrededor y solo las pequeñas casas blancas me hacían compañía mientras esperaba a la persona misteriosa. Al momento, sentí delicadamente un eclipse ante mis ojos. Unas manos suaves y grandes me taparon la mirada.

—¿Quién soy? —oí levemente por mi lado izquierdo e incluso noté su respiración un tanto nerviosa.

—¡Yo qué sé! Déjame que te vea.

—¡No, no! Jajaja.

En ese instante, sí noté en mis entrañas esa inquietud por saber quién me tapaba los ojos. Peregriné mis manos sobre las suyas, rastreando, pero sin ningún resultado.

—¿Quién soy? —me volvió a preguntar.

Cogí fuerzas para retirar esas atractivas manos y, por fin, pude ver la claridad de las farolas que alumbraban la plaza. Me giré ciento ochenta grados a mi izquierda y… ¡ahí estaba él con su inconfundible sonrisa y esos maravillosos ojos que me tenían cautiva!

—Fran, ¿eres tú? —le dije con voz temblorosa de la emoción y con una risita un poco tonta.

—¡Pues claro! Quién voy a ser si no. Te veo muy sola por aquí, ¿estás esperando a alguien?

—Eh… pues sí —le dije muy ruborizada—. Supuestamente me habías citado a las ocho aquí, ¿no?

—¿Yo? ¡Qué va, mujer! Si he quedado con mis colegas para tomarnos algo. Desconectar un poco de tantos deberes y estudio, que estoy un poco saturado. Ya sabes, ¡a pasarlo bien!

—¡Ups! Vaya…

Agaché la mirada al suelo, decepcionada, meditando lo ocurrido. En ese instante, solo podía pensar en qué tonta había sido creyendo que realmente era Fran el autor de esa situación. Qué ingenua que fui.

Delicadamente, como si estuviera cogiendo una flor, agarró mi mentón para que le mirase a los ojos.

—Vicky, no te pongas así. Si te han dado plantón es porque realmente no merece la pena. Si quieres, vente conmigo y con mis amigos, de esta forma seguro que te lo pasarás genial.

—Pues mira, sí, tienes razón.

Nos sonreímos mutuamente. Creo que en ese momento mi corazón se llenó por completo si en algún lugar quedaba algo vacío. Era lógico. Me fui con él, mejor dicho, con ellos.

Entre tantas risas, refrescos, cruces de miradas de Fran y yo, no podía estar en ningún lugar mejor. Se me olvidó por completo el tema de la carta y desatendí al misterioso admirador secreto. Pero me dio igual.

En el mundo, en ese preciso momento, existían el príncipe platónico y la princesa enamorada.

Estaba tan a gusto, me sentía tan feliz en ese momento que hubiera pactado con el tiempo para prolongar las horas y, de ese modo, seguir disfrutando de la compañía de Fran. El resto me sobraba. El día, tan singular, estaba a punto de acabar y la hora de ir a casa se fue acercando.

—Bueno, chicos, ha sido un placer estar con todos vosotros, pero tengo que irme ya —le dije al grupo en general.

—¿Ya te vas?

—¡No, no te vayas! Quédate un ratito más —dijeron los compañeros.

—Lo siento de verdad. Me tengo que ir.

—Pues espera, que pago lo mío y te acompaño. No voy a dejar que vayas sola.

—Vale Fran, te espero fuera.

Salí de aquel bar despidiéndome de los cuatros colegas que nos hacían compañía. Cuando abrí la puerta, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. ¡Qué gélida estaba la noche! Mientras tiritaba por el frío, fuera del antro, ansiaba que Fran saliera.

De espaldas a la puerta, noté cómo un abrigo abrazaba mi espalda protegiéndome de esas bajas temperaturas. Asustada, me volteé, cogiendo la chaqueta para que no se cayera al suelo, que estaba mojado de tanta humedad.

—Póntelo, niña, que te vas a enfriar —refiriéndose al abrigo.

—Pero ¿y tú? Vas a coger frío.

—¡Yo soy un machote! Yo no cojo frío, no te preocupes —terminó guiñándome el ojo izquierdo.

Mientras íbamos caminando, pensaba que era la noche perfecta. Yo y Fran, el frío, las estrellas mirándonos desde lo alto. La oportunidad que tanto anhelaba; estar a solas con la persona que deseo. Pensaba que era el momento exacto para decir, de una dichosa vez, lo que sentía por él. Así que agarré el toro por los cuernos y…

—Vicky, ¿puedo preguntarte una cosa? —me dijo Fran antes de que yo dijera nada.

—Claro, dime —dije un tanto inquieta.

—¿Tú qué eres del Barça o del Madrid?

Me quedé muerta con la pregunta. Patidifusa. No supe qué contestarle, porque mis pensamientos describían a otra situación muy distinta.

—Del Madrid —lo primero que se me ocurrió le contesté—, pero no lo sigo mucho que digamos.

—Jajaja. Pues ya tenemos algo en común. También soy del Madrid.

Se hizo el silencio entre nosotros. Me concentré muchísimo en lo que tenía que contarle. Era algo muy importante para mí. Sabía que, si no lo hacía esa misma noche, seguramente no hubiera otra ocasión para declarar mis sentimientos a Fran.

Me armé de valor y, como quién no quisiera la cosa, rocé tímidamente mi mano derecha con su izquierda. Él captó enseguida el mensaje. Dejamos de andar y nos miramos tiernamente. No hubo palabras. Lentamente, acercó sus labios carnosos a los míos, que estaban helados por el frío. Nos dimos un cariñoso pico simplemente, con mucho sentimiento. Y él deseó un poco más. Unió de nuevo nuestras bocas desencadenándonos en otro espléndido y apasionado beso.

Nuestras lenguas se conocieron y no dejaban de jugar. Sus brazos, rodeando mi cintura, me ceñían fuertemente a su cuerpo, pudiendo notar sus manos acariciando cada centímetro de mi trasero. Yo solo podía dejarme llevar.

De repente, en ese instante, la voz de mi conciencia me traicionó: “Tienes que volver a casa, es muy tarde.” En mitad de nuestro arrebato de carantoñas, abrí los ojos para volver a la realidad. Me sentí como Cenicienta que, al llegar la media noche, tenía que volver a su morada porque el hechizo concluía.

Sin ganas, terminé con aquel beso que tanto tiempo había idealizado platónicamente. Fran se extrañó al sentir que me despegaba de él.

—¿Te pasa algo? ¿Estás bien?

—Sí, sí. No te preocupes. Es que me están esperando en casa y no quiero llegar muy tarde. Mis padres podrían preocuparse —le dije algo triste.

—Antes de que lleguemos a tu casa, quiero decirte una cosa. Pero esta vez es en serio.

—Dime.

Fran me cogió las manos con fuerza y me miró fijamente a los ojos:

—Me gustas mucho, Vicky. No eres como las demás. Eres diferente. Tenía tantas ganas de contarte que cada noche sueño contigo y quería preguntarte si quieres salir conmigo, que seamos novios.

—¡Sí! ¡Sí! —le contesté muy entusiasmada por sus palabras, con una grandísima sonrisa en mi rostro—. Tú también me gustas mucho, Fran. Llevo enamorada de ti desde primero y nunca he tenido el valor de decirte nada por miedo. Te quiero, Fran.

Retomamos de nuevo aquel beso que tanto deseé desde el primer día en que le vi sentado en la mesa de al lado en clase. Esta vez, nos abrazamos con más entusiasmo que antes, porque ya éramos novios. No podía creerme que el príncipe platónico se declarara a la princesa enamorada y que el cuento que tanto tiempo idealizaba en mis sueños se hiciera por fin realidad, cuando menos lo esperaba.

Y todo gracias a la misteriosa carta de San Valentín.

Predestinadas

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