Читать книгу ¿Entiendes más de cine? - Verónica Gómez Torres - Страница 6
RELATO BASADO EN LA PELÍCULA
"EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES" Versión de Amelia Molina Burgos “Donde quiera que ella estuviese, allí estaba el Paraíso”.
Mark Twain.
ОглавлениеEl frenazo de la camioneta me despertó del sueño más profundo que había logrado conciliar desde hacía tres semanas. Di un tirón a la lona que dejaba al descubierto uno de mis pies. Pasar la noche sobre sacos de patatas no resultaba nada confortable y me dolía todo el cuerpo.
El hombre que conducía se bajó y la emprendió a patadas contra la puerta.
—¡Maldita sea!
—¿Qué ocurre, Jim? —preguntó el tipo que lo acompañaba.
—Este cacharro se ha vuelto a calentar.
Aproveché el jaleo que estaban montando para saltar por la parte trasera de la camioneta. El sol apretaba con fuerza y mi estómago me recordó que llevaba vacío desde la tarde anterior. Tijuana ofrecía demasiados entretenimientos como para gastar el tiempo en comer.
Me eché a andar por el camino a la vez que la camioneta volvía a ponerse en marcha. Unos pasos más allá estaba la fonda. Era una de tantas, California estaba plagada de ellas. Nick’s house, se leía en un destartalado cartel que colgaba, suelto por uno de sus extremos. Mi aspecto no debía de ser mucho mejor que el del cartel. Y mi cartera, en el fondo de mi bolsa, estaba tan vacía como mi estómago.
Junto a la fonda había un surtidor de gasolina. Un hombre le sacaba brillo a uno de los grifos. Tarareaba una canción.
—¿Busca algo de comer? —me preguntó pasándome revista de pies a cabeza. Tenía un bigote oscuro y una cara más oscura aún. Brillaba como si la tuviera bañada en aceite.
—Bueno, más o menos… en realidad sí, los tipos con los que vengo tienen que hacer algo en el pueblo y volverán a buscarme en un rato.
—Ya supongo —volvió a recorrerme con los ojos—. Algo podremos hacer. Pase.
—Me gustaría tomar un café bien cargado, un bistec, si puede ser medio hecho, tostadas y un zumo de naranja.
—¿Y no quiere unas tortitas de maíz? Cora las prepara como nadie —miró hacia su derecha.
Cora estaba apoyada en el quicio de la puerta que comunicaba con la cocina, secándose las manos en un trapo. Sus manos, sus uñas cuidadas, me recordaron el brillo de las amapolas en mitad de un campo desolado. Un mechón de pelo rubio le tapaba el ojo izquierdo. Se lo apartó y me miró de frente.
—Sí, Cora prepara las mejores tortitas de California —pronunció ella, despacio, con un deje amargo en la voz —, podría hacerle unas dobles.
—Claro, cómo no, si son su especialidad…
—Ya lo has oído, Cora. ¿Un cigarrillo? —. El hombre me tendió la cajetilla arrugada y encendió uno que colgaba, apagado, de su labio inferior.
—Gracias.
La habitación estaba muy limpia y el delicioso olor del café puso mis sentidos en alerta.
—Tenga, aquí tiene su zumo, ya viene lo demás. Parece que sus amigos se retrasan…
—No son mis amigos, solo viajaba con ellos. Y por lo que tardan me temo que se han largado con mi dinero —. Estaba acostumbrada a mentir, de manera que improvisé la respuesta.
—Todos se largan —soltó Cora, con sorna, desde la cocina.
—Entonces supongo que tendré que fiarle o… tal vez me lo pueda pagar con su trabajo. Tiene un aspecto fuerte. Me vendría muy bien un poco de ayuda en la gasolinera. Y también le podría echar una mano en la cocina a mi mujer.
—¿Su mujer?
—Mi princesita —remarcó la “r”, mostrando un diente de oro.
Cora volvió a apoyarse en el quicio de la puerta. Esta vez tenía el mechón recogido y era ella la que me miraba de arriba abajo.
—Sí, cómo no; aunque aquí el trabajo es duro y no sé si usted podrá hacerlo —me mostró una sonrisa opaca que traicionaba unos labios alegres y apetitosos como la mermelada.
—¿Cuánto paga? —pregunté al hombre sin dejar de mirarla a ella.
—Ocho dólares al día. El último solo duró dos —contestó Cora sin apartarme los ojos.
—Estoy pendiente de un par de ofertas en el pueblo, pero entretanto… Este sitio me gusta. Trato hecho.
—Nick Papadakis —me tendió una mano el marido de Cora.
—Frankie Chambers.
—¡Caramba, Frankie, sí que aprieta para ser una mujer!
*********
—¡El “nión” ha quedado perfecto! —Nick Papadakis sonreía como un niño bobalicón, delante del cartel nuevo que acabábamos de colgar.
—Siempre me han gustado las mujeres con ideas, y la de poner un “nión” ha sido excelente ¡Vaya si te manejas bien con una llave inglesa, Frankie! Deberías enseñarle a Cora —se rio con esa risa suya, tan pegajosa, que me levantaba el estómago.
—Bueno, Nick, no es tan complicado. El cartel luminoso atraerá a más clientela. Y está de moda en la ciudad. Es justo lo que le hace falta a este negocio.
Cora nos miraba desde arriba, asomada a la ventana, con su bata de seda roja. Se la había regalado el asqueroso de Nick la noche anterior. Tuve que soportar estar delante de los dos cuando le hizo ponérsela, baboseándole encima, completamente borracho.
—Cora, enséñale a Frankie cómo te mueves. Baila un poco...
Nick Papadakis llenaba una y otra vez la copa de ese licor griego del que daba buena cuenta desde que se levantaba. Le hubiera cortado las manos cuando las puso sobre los pechos de Cora, amasándolos por encima de la bata.
—¡Frankie, Vamos! Ahora tú, no tengo muchas oportunidades de contemplar unas caderas tan poderosas. Sí, “sinior”, dos bonitas mujeres bailando para mí. Me gustan las mujeres morenas, me recuerdan a mi tierra. Cora es delicada como un pajarito. ¿Verdad, princesita?
Estuve a punto de vomitar.
—¿No tenéis ganas de fiesta? ¡Vamos, chicas!
—Ya está bien, Nick, estoy cansada ¿No te parece que Frankie ya ha trabajado bastante con lo de ese cartel?
—Mi “nión”, sí, mi “nión” —canturreo con la voz pastosa. El griego siempre cantaba, sobre todo cuando estaba borracho—. ¡Tenemos que celebrarlo! El sábado, cuando regrese del pueblo, iremos a Santa Bárbara con mis amigos griegos. Quiero que vean cómo me cuidan mis mujercitas.
Cora y yo intercambiamos una mirada rápida.
—¿Al pueblo, Nick?
—Voy a comprar más material para mi cartel: quiero que sea el más grande de la zona. Y tengo que ultimar otros asuntos. Antes de una semana me tenéis de vuelta.
Nick Papadakis estaba tan ciego que era incapaz de ver el asco que desbordaba a Cora.
*********
Cora miraba de frente, sin tapujos. No quiero decir con esto que fuera simple. Tenía esa mezcla que la hacía explosiva, directa pero sin un pelo de tonta.
Nick Papadakis hablaba con un agente de la Compañía de los Estados del Pacífico acerca de una póliza de seguros. Cora y yo estábamos en la cocina.
—“Cora prepara las mejores tortitas de California. Si quiere le hago unas dobles” —pronunció, ahogando una risa.
—Ahora me las comería con mucho gusto...
—Ya te lo dijo Nick, soy una experta —Jugó con su mechón de pelo, otra vez suelto.
—¿Qué haces aquí, Cora? ¿Qué hace una mujer como tú aquí con un individuo que podría ser su padre?
—¿Y tú? Andas como una vagabunda de un lado para otro —se defendió.
—Yo soy un alma perdida, pero siempre me salvo del naufragio. Tú eres demasiado bonita para vivir encerrada en este tugurio fregando cacharros.
Me acerqué a ella, a un palmo de su cara y le recogí el mechón rebelde tras la oreja, casi sin rozarla.
—A una bailarina del montón y algo pendenciera no le va bien estar entre cisnes; claro que las cosas se arreglan un poco si aparece un griego borrachín y la recoge...
—No te va en absoluto el papel de víctima.
—No te puedes imaginar el asco que me da aguantarlo —toqué donde dolía, lo noté enseguida—, alguien como tú no lo puede ni imaginar.
—¿Y cómo soy yo?
—Valiente. Y con un cuerpo para pasarse muchas horas descubriendo sus recovecos —volvió a jugar con su pelo.
—¡σkαTά! ¡Tengo suficiente! Ya pago bastante, no trate de convencerme. —La voz de Nick Papadakis resonó de fondo contra las paredes de la cafetería.
—¿Lo escuchas? ¡Es repugnante!
—¿Qué dice?
—Anda todo el día así; para él todo es una mierda salvo su maldito dinero.
—Siempre hay un camino, Cora, y tú has elegido éste.
—Cualquier camino puede llevarte hacia varias direcciones. Éste solo ha sido un atajo. ¿No crees, Frankie?
Era la primera vez que pronunciaba mi nombre. Se resistía a hacerlo y me torturaba, medio en broma, llamándome novata. Lo hizo apoyando la lengua entre los dientes, despacio, con la boca entreabierta. Sus ojos azules, entornados.
—¿Qué quieres decir?
—Que siempre puede uno dejarlo todo y mandarlo al diablo…
Sentía su pulso latiendo en las sienes a una cuarta de mi boca. Respiraba su aliento.
—Y este lunar —puso su dedo índice junto a mi boca—, ¿es tuyo o te lo dibujas para sacarme de mis casillas?
La agarré por la cintura, detrás de su delantal. Tenía un cuchillo en la mano. Primero lo aferró con fuerza hasta que su puño se abrió y el cuchillo cayó clavándose en el suelo. Entonces, echó el cuello hacia atrás y se tumbó en la mesa sobre restos de harina. Yo me dejé caer, apretujándome sobre ella. Era una criatura salvaje que se movía debajo de mí cómo un animal moribundo. O tal vez como un animal que estuviera naciendo. Había besado muchas bocas antes, mis treinta y cinco años no habían sido precisamente los de una timorata, pero ningún sabor se podía comparar al de la suya. Los labios de Cora no tenían prisa y sabían a azúcar tostado.
—¿Crees que a Nick le doy esto? —me dijo mientras se desabrochaba su camisa celeste.
—Sé que Nick lo toma cada vez que quiere.
—¡Bah! Él es un bruto que cree que es mi dueño. Es un bruto que está de sobra. Tú sabes que hay otro camino...
—Y tú sabes que a las personas las cuelgan por eso…
—¡Cora! Mi amigo quiere café —vociferó el griego desde la otra habitación. ¿Traes dos tazas, gatita?
Cora me apartó de un manotazo y se levantó.
—La oferta está hecha. A lo mejor no soy tan cobarde como tú crees, Frankie.
Su expresión había cambiado por completo. Aunque persistía esa fiera, agazapada detrás de sus pupilas.
*********
Aquellos cinco días fueron los mejores de mi vida. El primer día tuvimos la suerte de que un autocar de excursionistas se detuviera. Acabaron con todas las existencias y llenaron la caja, de manera que Cora y yo cerramos la puerta y echamos las persianas, quedándonos a nuestras anchas. Nos pasábamos la mañana en su cama. Yo ahora no tenía que dormir en la cabaña de afuera. Luego, tomábamos un baño juntas. Cora me preparaba tortitas y yo a ella, enchiladas. El último día, nos acercamos a la playa y retozamos como dos niñas pequeñas saltando las olas.
—¿Eres de Méjico, cariño? —me preguntó—. Sus mejillas estaban sonrosadas.
—¿Quién, yo? —me reí—. Soy tan blanca como tú aunque mi piel sea oscura. He vivido en muchos lugares así que podría ser de cualquier parte. Es una larga historia.
—Frankie…
—Dime, cariño —Noté un ligero temblor en su voz.
—Creo que ha llegado el momento. La noche de Santa Bárbara es nuestra ocasión. Tenemos que hacerlo.
—Quiero hacerlo, Cora, pero no es tan fácil.
—¿Y quién dijo que fuera fácil? ¿Acaso es más fácil que sigamos así? ¿No te querrás largar ahora?
—No sin ti. ¡Huyamos! Vente conmigo a San Francisco.
—¿A San Francisco? ¡Estás loca! Ahora no te puedes echar atrás. Tenemos que hacerlo.
—San Francisco es un buen lugar para empezar; allí las cosas están lo suficientemente revueltas como para que nadie le preste atención a dos chicas enamoradas. Ya empiezo a cansarme de andar de un sitio para otro.
—¿Crees que quiero vivir como una trotamundos, Frankie? ¿De dónde sacaríamos el dinero?
—Podríamos coger algo de la cafetería, te deslomas trabajando para ese gusano, el dinero es más tuyo que de él. No sabes cómo les enloquece a los hombres ver a una mujer tirando los dados, siempre me las he arreglado muy bien con ese juego; sería solo por un tiempo y con lo que consiguiéramos podríamos montar un pequeño negocio lejos de aquí. No tendríamos que hacer nada. Solo eso, Cora.
—¿Como en Méjico, Frankie? —. Su tono sonó entre provocativo e inocente. ¿Acaso no tuviste que salir huyendo de allí?
—Te lo acabo de decir, cariño, eso ya pasó. Tijuana queda muy atrás. Ya no quiero ser la Frankie de antes.
—Estoy segura de que no es tu primera vez... ¿No estarías dispuesta a hacerlo por mí? ¿Te asusta?
Cora me abrazó por la espalda. Sentía su bañador mojado contra mi cuerpo. Podía pedirme lo que quisiera.
—De acuerdo, cariño. El sábado será la noche. Todo va a salir bien, ya lo verás.
*********
Aquella noche pasó lenta y tortuosa. Tuvimos que bailar con los amigos del griego, contonearnos delante de Nick Papadakis, que nos mostraba como un trofeo de caza. Cora estaba especialmente bonita. Se había puesto un vestido que parecía estar hecho para quitárselo. Desempeñó perfectamente su papel riéndole a su marido todos sus chistes repugnantes. Bien entrada la madrugada, el griego no se tenía en pie y se dejó arrastrar hacia su viejo Ford. Cora tomó el volante y yo me puse en el asiento trasero, tal y como habíamos previsto. El griego canturreaba a su lado con la cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla. Yo sostenía una botella de licor que pasé al griego tras fingir que le daba un trago.
—Sigamos con la fiesta, Nick.
—Mujeres como tú hacen perder la cabeza a cualquier hombre, Frankie —arrastraba las palabras con trabajo—. Sí, “sinior”... Cora, pajarito, bebe un poco tú también. —La manaza del griego se interponía delante de los ojos de Cora.
Más allá de las ventanillas del coche la oscuridad era casi absoluta. Solo los faros iluminaban el camino y rompían ese túnel siniestro que nos llevaba montaña arriba.
—Sí señor, sí señor… —imitó la voz de su marido. Esa era la señal, esa frase que él repetía constantemente y que ahora Cora pronunciaba como si se hubiera tragado el veneno de una
serpiente.
—¡Ahora, Fankie!
Entonces cogí la llave inglesa que tenía entre los pies y golpeé el cráneo del griego con tanta fuerza que noté cómo se ablandaba debajo del hierro. Cora frenó de golpe y el cuerpo de Nick Papadakis rebotó, como un pelele, contra el salpicadero del coche. Un grito salió de la garganta de Cora. Y tras el grito, el silencio.
No dijimos ni una palabra. Las dos sabíamos lo que teníamos que hacer.
*********
Cora había salido fuera del coche y me miraba, quieta.
—¡Lo hemos hecho, cariño!
Respiraba deprisa y el pelo le caía revuelto encima de los ojos.
—Aún nos queda una parte, Cora, ya casi lo tenemos.
Cogí la botella y eché parte de su contenido sobre la llave inglesa hasta que la sangre fue perdiendo su color. La sequé con un trozo de la camisa del griego y la solté debajo del asiento. Eché el resto del licor sobre su cuerpo.
—Vamos, Cora, cariño, vuelve a entrar en el coche, con cuidado...
No podíamos dejar el cadáver del griego en el asiento del coche con la cabeza abierta por la mitad. Ahora Cora tenía que ponerse al volante de nuevo. Y lo hizo con movimientos pausados, como a cámara lenta. Puso la segunda marcha y avanzó un poco.
—¡Cuidado! ¡Frena!
Una de las ruedas delanteras del coche quedó suspendida sobre el barranco. Cora había parado justo a tiempo. Se movía con seguridad, como si hubiera estado haciendo esto toda su vida. Soltó el freno y salió del coche con sigilo, como una gata. Apoyamos las manos y empujamos con todas nuestras fuerzas hasta que el coche cayó.
El estruendo podría haberse oído hasta en el fin del mundo.
*********
Ahora el silencio era total. Solo el ladrido lejano de un perro nos llegaba, como un augurio oscuro.
Cora miró la botella que yo le tendía. Habíamos planeado que ella me la rompiera en la cabeza.
—Tú primero, Frankie —. La sentí temblar por primera vez desde que todo aquello había empezado.
—Está bien —traté de que mi voz sonara segura.
—Espera… —agarró con una mano el escote de su vestido de flores y tiró hacia abajo. Sus pechos quedaron desnudos frente a mí.
—Parecerá más real. Ahora puedes hacerlo, Frankie —Apretó los ojos.
¡Estaba tan hermosa! Y tenía que golpearla. Tenía que golpearla aunque ese puñetazo me doliera más que a ella.
—Vamos, Frankie. ¡Hazlo!
Cerré el puño y lo detuve a la altura de su frente.
—Cora, Cora...—. Mi voz sonó como un gemido por más que tratara de mantenerme fuerte frente a ella. Abrió los ojos. Se había mordido el labio inferior y tenía sangre en la boca. De repente parecía una niña. En realidad creo que no me había dado cuenta hasta ese momento de lo joven que era.
—¿Me quieres, Frankie? ¿Me quieres? ¡Vamos, dímelo! Si nos queremos, no puede pasarnos nada—. Sus ojos azules ahora parecían negros.
Di un paso hacia ella y le lamí la gota de sangre que se deslizaba hasta el filo de su barbilla. Y nos besamos, con furia, al borde del precipicio en el que estaba el cuerpo de aquel mal nacido.
Entonces, fue cuando perdió el equilibrio.
Sonó una explosión y una llamarada ascendió desde el fondo del barranco. Desde el fondo del maldito barranco que se tragó a mi Cora.
El eco de la noche me devolvió mi grito, desgarrado, una y otra vez.
*********
Yo era una eficiente empleada del matrimonio Papadakis. Además, Cora y yo nos habíamos hecho buenas amigas. Así lo atestiguaron los amigos del griego, de manera que nadie puso en duda mi versión. Había saltado del coche justo antes de que éste cayera. Ni siquiera sospecharon que las heridas que tenía por todo el cuerpo me las había hecho yo misma mientras aullaba, rota de dolor.
Cora se fue sin saber que llevaba un hijo de ese bastardo en sus entrañas. Me queda ese pequeño consuelo; para ella habría sido un golpe terrible. No creo que hubiera sido capaz de deshacerse de él. Ella tenía esa clase de detalles que me enternecían. Era una chica dura con principios. Y yo estaba loca por ella.
Tampoco supo que la Compañía de los Estados del Pacífico le habría pagado 10.000 dólares de una póliza de seguros que había contratado el griego en una de sus borracheras. Ninguna cantidad podía compensarle el tiempo pasado junto al griego, aunque ese dinero tal vez le hubiera ayudado a salir de aquel agujero.
Si yo tuviera el valor para confesar la verdad…O para rociarlo todo con gasolina y hacerlo saltar por los aires. ¡Maldita vida sin Cora! ¡Ojalá se abriera la tierra y me llevara al infierno! Volvería a matar a Nick Papadakis cien veces antes de que se pudra su sucio corazón.
Si yo fuera tan valiente como creía Cora, no estaría otra vez parada en mitad de la carretera, esperando que alguien se detenga a recogerme.
Si de verdad fuera valiente saltaría debajo de las ruedas de ese coche que se acerca.