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1 SEFARAD, IDA Y VUELTA
Оглавление—Mi madre fue la primera judía que nació en Barcelona desde tiempos de los Reyes Católicos.
No sé si la madre de Luis Bassat, Yolanda Coen Romano, fue la primera judía nacida en Barcelona desde la expulsión de los judíos en 1492. Si no la primera, sí de las primeras. Explícitamente como judía. Nació el 26 de junio de 1917, mientras Europa estaba en guerra: los lugares de donde habían llegado sus padres y sus abuelos. También Luis Bassat fue el primero en muchas otras cosas. Celebré la primera bar mitzvá en la primera sinagoga construida para serlo, después de quinientos años: la de Barcelona, en la calle Porvenir, que se acababa de inaugurar.
Hay en Luis Bassat un orgullo de principio y de retorno. No es el del explorador que ha encontrado un territorio nuevo. Es el de quien fue echado de malos modos y regresa más fuerte. El indiano que se fue pobre a hacer las Américas y que cuando vuelve se compra la mejor casa a orillas del mar. En un bestiario medieval, que Ausiàs March recoge en uno de sus poemas, cuando el toro es vencido por otro, se va al desierto, solo, hasta que recupera la fuerza necesaria «per destruir aquell qui l’ha desert», para destruir al que le ha vencido. Entonces regresa triunfante. Se supone que el sefardí parece añorar una patria, muy vieja y perdida, mientras da tumbos por los confines del Mediterráneo, hasta que por fin vuelve a poner los pies en ella. Quizá no siempre fueran así las cosas, no exactamente. No importa. No es la historia, sino la memoria: la historia cocinada y especiada, endulzada y con un toque amargo.
Ida y vuelta. En las raíces de la familia de los Bassat y de los Coen hay una historia trenzada que recorre todos los confines del Mediterráneo, oriente y occidente, norte y sur. Un paisaje sefardí de islas claras y mares de color turquesa y platos de vigilia del sabbat con especias y memoria de la madre. Una historia mediterránea de huidas y de regresos. No sabemos de dónde salimos, hace quinientos años, quizá de la misma Barcelona. El regreso es a Barcelona, a principios de un siglo convulso: ser judío en la España de los años treinta, de los cuarenta, judíos clandestinos, noticias de muertos que llegan de Salónica y de Polonia, de Trieste y de París. Barcelona, puerto de regreso, refugio precario, en tiempos de tormenta.
Le pido a Luis Bassat que me deje acompañarlo por esta trenza de viajes de ida y vuelta, compartir el orgullo del regreso. En 1917, cuando Yolanda Coen Romano nació en Barcelona, hacía casi quinientos años que no nacía ningún judío en la ciudad; ellos eran los primeros en regresar. El gran viaje de regreso. Se lo pido y me responde Hagámoslo juntos, cada uno pondrá su memoria y sus palabras. Pues vamos allá.
¿Qué es ser judío? En mi casa, de pequeño, tenía más que ver con la comida que con la oración. Era más una cocina que una religión. Luis Bassat dejó de creer cuando se le murió un hijo, pese a todo lo que rezó para que viviera. Le falló el Dios de Israel. (Pero no dejó de ser judío.)
—¿Y cómo se llamará el libro?
—Los títulos se ponen al final...
Aunque solo sea para poner la empresa en marcha, a modo provisional, empezamos a pensar en posibles títulos. En un primer momento, Luis propone Sefarad, ida y vuelta. A mí me gusta. Funciona en cualquier lengua. En todas las estaciones de tren del mundo se puede pedir un billete de ida y vuelta. Se nota que Luis es publicista. Sabe que es necesaria una idea con fuerza, un concepto claro, vinculado a una emoción. Lleva encontrándolas toda la vida. Para la sopa de caldo y para hojas de afeitar, para la Cataluña de los hijos de los inmigrantes y para la Barcelona de los Juegos Olímpicos. No siempre para sí mismo. Aunque también, a veces.
Me gusta el título, pero quizá el libro acabe hablando más de la vuelta que de la lejanísima ida. Quizá por eso, yo propondría Un hombre que vuelve. Porque mi último libro, sobre mi abuelo, se llamaba Un home que se’n va. Porque siempre, cuando escribimos, proyectamos sobre las historias, propias o ajenas, nuestras obsesiones, nuestros miedos y nuestras euforias. Todas son propias, tanto las suyas como las mías. Porque quiero escribir sobre ir y volver y quedarse. Pero ya sé que no puede ser, es un juego demasiado en clave.
Al final ni tuyas ni mías, y tanto tuyas como mías: será El regreso de los Bassat.
¿Por qué nos ponemos a caminar juntos, Luis y yo, por los papeles y las fotografías, por la historia de las familias y las ciudades que acaban encontrándose en su interior, que lo preceden y que lo explican a lo largo de todo un siglo? Él, supongo, lo hace para saber de dónde viene. La obsesión por ubicar las raíces para recordar a los muertos, por deporte genealógico, a partir de una cierta edad. Él sabe que proviene de muchos lugares. Sabe que su historia es la de una gente que viene y va, que atraviesa desiertos, que muere en las catástrofes. Yo, porque quiero hablar de los errantes (judíos errantes, humanos errantes), de mí mismo, que querría ser errante y no lo soy. O quizá lo soy, sin salir de casa o saliendo siempre para acabar volviendo. Porque quiero hablar de irse y de regresar. De las barcas que reman para escapar del pasado, de las corrientes que siempre nos devuelven a él, de los que nos alejan, de ir a contracorriente. Porque explicar una familia errante es explicarlas todas. El tiempo de la familia Bassat. Mi tiempo. Mi familia.
(Pero es él quien tiene todos los papeles, todas las fotos, todos los pasaportes.)
¿El regreso a Sefarad? Es todo un mito, bellísimo, acreditado. La nostalgia de las viejas casas de piedra de Toledo, las enormes llaves de hierro conservadas en Salónica, la lengua de los padres y de los abuelos, la voluntad de volver al lugar del que venimos y en el que dicen que, por un tiempo, nuestros antepasados fueron felices y respetados, señores del mundo... Pero los que regresan no vuelven a Toledo. Van a Barcelona, durante aquel cambio de siglo de exposiciones universales y un puerto efervescente, como van a Barcelona otros judíos que no vienen de Sefarad, o tantos europeos que no son judíos: como llegó desde Pfaffenhoffen el joven Louis Moritz a mediados de siglo para poner una fábrica de cerveza junto a las murallas; o unos años más tarde, también de Alsacia, August Kuentzmann Damm y su sobrino Joseph Damm para construir otra un poco más allá, en la calle Viladomat. O como los Carasso, estos sí judíos, de Salónica, que elaboraron el primer yogur en la calle dels Àngels. Y así también los Coen y los Bassat. Entre muchos otros.
Cinco siglos sin judíos en Sefarad. El tiempo de los Reyes Católicos, la Inquisición, las hogueras donde arden los conversos, marranos, anusim, criptojudíos reales o imaginarios hasta finales del siglo XVII (en la plaza Gomila de Mallorca, donde ahora hay tantas discotecas). No hay judíos en Sefarad porque los expulsaron y no les dejan volver, los matan si vuelven. Cuando por fin pueden volver, van a Barcelona, sobre todo a Barcelona. Quizá hasta entonces volver no era posible, pero quizá tampoco lo desearan mucho. España estaba fuera del mundo, de la Europa moderna. Vuelve a recuperarse hacia finales del XIX. Y Barcelona se pone en marcha y atrae gente y está en efervescencia. Ha vivido la revolución de las chimeneas. Es Europa, quiere serlo, acelera para serlo. Y entonces es cuando vuelven los judíos.
Quizá el regreso sea sobre todo una búsqueda. Quizá no sea el viaje de la nostalgia, sino de la esperanza. Quizá no busquen en Barcelona el pasado, sino el futuro.
Las cosas casi nunca son lo que parecen. Los mitos no son exactamente la narración de la historia. Son mucho más importantes. Los mitos mueven más la vida y mueven más a la gente que los datos de los registros. La historia de la familia Bassat se vive como la historia del regreso a Sefarad. Es su mito fundacional, la narración sobre la que construyen lo que son y lo que quieren ser. Lo que explicarían primero, antes de pasar otra cosa, en el prólogo.
Primera paradoja: la mitad de las raíces de Luis Bassat no estuvieron nunca en Sefarad. No regresan porque nunca habían estado en Sefarad. Los Bassat, sí. El conjunto de las raíces paternas de Luis pueden haber salido de España, hablan su español en casa, es su lengua de relación, de cultura, de vida. Pero la otra mitad de las raíces, las de la madre, Yolanda Coen, no han pasado nunca por Sefarad. No son sefardíes, en este sentido. Su lengua no es el judeoespañol, el ladino, como sí lo es la de la familia Bassat, que viene de Bulgaria, de Salónica, de Estambul. Los Coen, judíos de Corfú, hablan un dialecto del veneciano transmutado con el tiempo en el italiano culto moderno.
La línea materna de Luis, los Coen, es romaniota. Al igual que la mayoría de los judíos de Corfú de finales del siglo XIX. Como la práctica totalidad de los de la localidad griega de Ioánina, muy cerca de allí, que es de donde salieron los Coen a mediados del XIX para irse a Corfú. La familia materna de Luis Bassat procede de la vieja, antiquísima comunidad de judíos de Grecia, que muchos años atrás hablaban un viejo dialecto del griego, el yevánico, un judeogriego (por así decirlo, la versión griega del yidis o del ladino), y que llevaban allí, según algunas fuentes, desde la destrucción del Segundo Templo o desde la destrucción del Primer Templo y del exilio de Babilonia, según otras. Más de dos mil años en Grecia. Y desde allí vieron, en el siglo XV, la llegada de los expulsados de España, aunque casi no se mezclaron con ellos. Al contrario, se evitaban. Capuletos y Montescos.
Cuando los Bassat y los Coen llegan a Barcelona, cada uno por su cuenta, vienen de lugares muy próximos: el antiguo Imperio Otomano de los Balcanes, que se extendía desde Constantinopla hasta el Danubio, y la isla de Corfú, a poca distancia de su frontera. Pero, si retrocedemos aún más en el tiempo, las raíces de unos y otros están muy alejadas entre sí. En el lugar de donde venían quizá no se hubieran encontrado nunca, no se habrían querido mezclar, sefardíes y romaniotas. Pero en la Barcelona de principios del siglo XX, al fin y al cabo todos son judíos, sin más. O, para ser más precisos, como no venían ni de Alemania ni de Rusia, sefardíes. Sin más matices. Y de aquí, a pesar de la paradoja, el mito. El mito del regreso a Sefarad. Ida y vuelta.
Segunda paradoja: para los judíos medievales que vivían en la ciudad, Barcelona no era Sefarad. No eran de Sefarad, en todo caso iban a Sefarad. A ver a sus hermanos de Sefarad. Es lo que explican Eduard Feliu o Manuel Forcano o Jaume Riera, los expertos que hablan de ello actualmente. En la Edad Media, antes de los Reyes Católicos, Sefarad era el nombre hebreo de Al-Ándalus. Los de Barcelona eran los judíos de Aragón, o de Cataluña, o de Provenza...
Pero cuando los judíos son expulsados de los reinos de la Península, en su memoria la palabra «Sefarad» ya sirve, y servirá para siempre, para hablar de todos estos reinos. También de Barcelona. Y en la memoria culta de los que se quedan, también. Sefarad, la piel de toro. Cuando Salvador Espriu copia la Shemá, el «Escucha, Israel», para dirigirse a la España del siglo XX, la llama Sefarad:
Escolta, Sefarad: els homes no poden ser si no són lliures. Que sàpiga Sefarad que no podrem mai ser si no som lliures.1
Las palabras no significan lo que significaban en su origen, sino lo que entendemos en el presente. Para Mossé ben Nahman, ni su Girona del siglo XIII ni Barcelona son Sefarad. Para Luis Bassat, para sus ancestros de los Balcanes, para Espriu, sí que lo son. Las palabras son lo que decidimos que sean. La voluntad es más fuerte que la historia.
Tercera paradoja: a pesar de la memoria mítica de la Inquisición y de la expulsión, de la reina Isabel y de los actos de fe, la familia de Luis Bassat vuelve a Sefarad precisamente porque es un país católico. Una cosa es el mito. Otra es tener que ganarse la vida.
—Mi abuelo materno, Manuel Coen, se fue de Corfú a finales del XIX, después de unas revueltas que hubo contra los judíos. Primero estudió en Turín y luego fue a parar a Trieste, y allí trabajó en una empresa que comercializaba parafina, que se vendía sobre todo para hacer velas. Y los mejores clientes de las velas eran las iglesias. La empresa de Trieste tenía un gran mercado en Italia (en aquel entonces la ciudad formaba parte del Imperio Austrohúngaro, pero ha sido siempre una ciudad a caballo entre Austria, Italia y Eslovenia), que le había permitido expandirse y consolidarse. Entonces lo enviaron a España basándose en la idea de que es un país católico, lleno de iglesias, y que aquí también habría un mercado importante. Llega a Barcelona en 1905, en busca de las empresas que suministran velas de iglesia para venderles parafina...
La historia del viajante judío de Trieste es como la de los viajantes de Terrassa que iban por la España de principios de siglo XX a vender tejidos: el vendedor ambulante, el viajante de comercio con su muestrario. Judíos, catalanes, pueblos de mercaderes errantes por caminos polvorientos, como si fuera un western, el carromato del doctor Dulcamara con su elixir o lo que fuera, perfumes, tejidos, velas...
—Cuando yo estudiaba bachillerato me hicieron aprender los pueblos de España, provincia por provincia, y recuerdo que los recitaba en casa. Había incluso un método mnemotécnico para recordarlos, una cuarteta en la que se hacían rimar los principales pueblos de cada provincia: Almansa, Villarrobledo / Hellín, La Roda, Albacete... Bien, pues cuando los recitaba en voz alta, mi abuelo se los sabía todos. Todos. No es que se supiera los nombres; sabía dónde estaban, cómo se llegaba, recordaba cómo había cogido el tren o el carro para hacer los últimos kilómetros. Para él, cada pueblo era una iglesia. O muchas. Porque detrás había una tienda, una pequeña empresa que le suministraba las velas y que por tanto era un cliente potencial para sus parafinas. Un judío de Corfú buscando iglesias por Sefarad.
El mito del regreso a Sefarad. Un mito de proporciones bíblicas, una historia de exilios y de sueños de retorno; el año siguiente a Jerusalén. Una historia de expulsiones y de añoranzas. Los judíos vuelven a una España que los había expulsado quinientos años antes, cuando se casó para siempre con el catolicismo. Cuando decidió —con los Reyes Católicos, después con Trento; contra el espíritu del Renacimiento, después contra el de la Ilustración— que ser unánimemente católico, vigía de Occidente y reserva espiritual de la cristiandad, formaba parte de su esencia nacional. Que era lo que quería ser, lo que era como país. No hay judíos porque este es un país católico. Pues, bien, Manuel Coen vuelve como judío a Sefarad, buscando iglesias para venderles velas. En 1912 se establecerá ya definitivamente en Barcelona, donde aún no hay comunidad judía ni nada que se le parezca.
GALERÍA FAMILIAR. MANUEL COEN ISRAEL
Una vez acabada la guerra, durante los veranos pasados en Caldetes, Manuel Coen Israel paseaba vestido de blanco de arriba abajo, con un sombrero de paja, una americana de hilo y unos zapatos de dos colores tostados, impecable, un señor entre los chalés modernistas a la orilla del mar. Como un personaje secundario, pero significativo, de una película de Visconti.
No sé si, en aquella época y así ataviado, Manuel Coen parecía un arquetípico veraneante de casa bien —el veraneo burgués en Caldetes del que hablan Barral o Gil de Biedma—, como tantos otros barceloneses acomodados con chalé propio o con habitación en el hotel Colón. Dos estaciones más allá en la línea ferroviaria de la costa, hacia el norte, los veraneantes que encontrábamos en Canet no eran exactamente así. En cualquier caso, si Manuel Coen parecía un veraneante burgués convencional, no lo era en absoluto. Las apariencias engañaban. Inquieto, vital, podía evocar la guerra que había pasado allí mismo para huir de los bombardeos de Barcelona, también su paso por la prisión de Burgos ya en tiempos de Franco, el proceso por haber pertenecido fugazmente a la masonería, la persecución sufrida dos veces (durante la revolución al inicio de la guerra, en las prisiones franquistas al acabar esta), no exactamente por ser judío, pero en el fondo por cosas que podían tener que ver indirectamente. No es la biografía del veraneante típico.
En una foto de mayor, sentado a la mesa, con una mirada pícara en los ojos, no sé por qué me recuerda a Josep Pla en alguna foto, con una pajarita oscura en el cuello, camisa blanca, las gafas sobre el mantel, al lado de la copa. La foto de un burgués vestido de domingo en la Barcelona del año 60. Un burgués diferente. Sus únicos deportes eran mentales: los juegos de cartas, las damas, los juegos de mesa y de memoria. Quizá el hambre pasada en el penal de Burgos lo convirtiera en buen comedor: cuentan que un día comía en el Set Portes y, cuando ya se había tomado el postre y el café, vio a un camarero pasando con una sopa humeante que era el primer plato de la mesa de al lado. Preguntó qué era, lo olió e hizo que le sirvieran una ración, a modo de colofón de la comida.
Manuel Coen, el menor de una familia de dieciocho hijos de Corfú al que la jabonería familiar ya no podía dar trabajo, griego de nacionalidad, italiano de formación, hablante de numerosas lenguas aprendidas o vividas, era un hombre moderno y liberal, abierto a los cambios del mundo y de la ciencia. Aquel hombre de su tiempo, avanzado, progresista, tenía coche cuando casi nadie lo tenía, y cuando tampoco parecía la prioridad de su economía familiar, más bien modesta. Era un Ford muy pequeño, con una luz exterior en la ventanilla del conductor que permitía iluminar la calle y buscar, por ejemplo, el número de una casa en una calle muy oscura, algo que fascinaba a su nieto Luis. Del mismo modo que le fascinaba la manera que tenía de escribir a máquina, a toda pastilla, prueba de lo mucho que había tenido que mecanografiar en su vida, sin secretaria: la correspon dencia con la casa Luzzato de Trieste, cuya representación llevaba en España bajo el nombre de Comercial Luz. Le interesaban los cambios técnicos, el olor de los nuevos tiempos, la luz de la Ilustración.
Este mismo Manuel Coen era una persona profundamente religiosa, el más practicante de la familia de Luis Bassat. Luis lo había visto de pequeño recitando todas las oraciones, en casa, poniéndose las filacterias, la compleja liturgia personal del judío creyente. Fue uno de los fundadores de la primera Comunidad Israelita de Barcelona, de la que fue tesorero durante muchos años. Pero nunca recitó las oraciones reservadas únicamente a los Coen, la antigua casta sacerdotal, que le correspondían por apellido y por linaje. No se consideraba digno de ello.
Explica Carmen Orellana que cuando, ya siendo novia de Luis o recién casados, ella cruzaba los dedos de las manos en un gesto instintivo, el señor Manuel le golpeaba ligeramente las manos entrelazadas y se las hacía separar: decía que era como si se pusiera a rezar como los cristianos. Severo, pero comprensivo; riguroso, pero bondadoso; si ahora pudiera ver los ojos de Manuel Coen cuando le decía aquello a la prometida de su nieto y adivinar en su mirada qué porcentaje había de serio y qué de irónico en aquella admonición religiosa, quizá acabaría de entender del todo el personaje y entendería también un poco más al nieto, a Luis Bassat Coen.
Cuando a principios del siglo XX Manuel Coen llega a Barcelona y empieza a visitar pueblos para vender parafina para hacer velas, la mayoría de la gente que se encuentra no ha visto un judío en su vida. Y si lo hubiera visto —algo muy improbable— no lo habría reconocido como judío. No habían visto ninguno, pero se habían hecho una idea. Los judíos, para ellos —no solo en los pueblos remotos, también en Barcelona— eran una sombra lejana, antigua, de los tiempos de Jesús, de época medieval como mucho. Seguramente estaban convencidos de que habrían reconocido a uno, si se lo encontraran, a partir de las caricaturas de la Pasión: nariz aguileña, vestidos exóticos, rasgos exagerados. Los judíos eran cosa de la historia. De la historia sagrada, sobre todo. Un mito, no una realidad tangible.
Un mito, pero muy vivo, aunque no hubiera judíos. Los niños —sobre todo en los pueblos, pero también en la ciudad— salían a «matar judíos» cada Semana Santa. A veces se empezaba ya el Domingo de Ramos. Lo más habitual era que se hiciera a partir del Jueves Santo, todo el Viernes Santo y hasta el sábado. Al terminar el oficio de tinieblas, nocturno, los días correspondientes a la muerte de Jesús, antes de la resurrección, en las iglesias y a la salida de las iglesias la gente iba a matar judíos. Sobre todo los niños: era una distracción ruidosa en medio de días de silencio absoluto. Se trataba de hacer el mayor jaleo posible con matracas, carracones y hasta mazas y cazuelas, botellas y cántaros. Se repetía al acabar el oficio del sábado, por las calles. En Barcelona, hasta la década de 1930, la calle Aragó, atravesada por el tren, era el lugar donde más gente se concentraba para matar judíos. Hasta dos décadas más tarde, ya en tiempos de Franco, matar judíos era una de las costumbres de la Semana Santa.
No era un nombre metafórico. No era hacer ruido y decir un nombre cualquiera, como en algunos lugares de Castilla, que dicen que van a matar judíos cuando van a beber chatos de vino. Era una acción metafórica, pero consciente. El pedagogo Antoni Bori i Fontestà, en su popularísima obra El trobador català, publicada en 1892 con gran éxito entre el público infantil y reeditada repetidamente hasta los años treinta, tiene un poema titulado precisamente «Anem a matar jueus», muy explícito, en este sentido: «Anem a matar jueus, aquesta raça traïdora...». No se trataba solo de hacer ruido por hacer ruido. Había instrucciones precisas: «per ‘llà on es vegi que un jueu passa, braços enlaire, bons cops de maça, cops de martells...».2 Desde luego, era improbable que al salir de la iglesia con las mazas y las carracas se encontraran algún judío sobre el cual aplicar las instrucciones. Pero podía pasar Manuel Coen, con su maleta de vendedor de parafinas. Simplemente, no lo habrían reconocido.
En aquel inicio de siglo, cuando empiezan a llegar sefardíes de Bulgaria, Grecia y Turquía, Barcelona es una ciudad sin judíos, pero con una memoria y una imagen de los judíos. Un país antisemita sin judíos. Antisemita respecto a un arquetipo, a una idea, que no tiene cuerpo ni rostro, fuera del tiempo. En 1907, cuando Manuel Coen ya había aterrizado en Barcelona, un historiador sacerdote, estudioso de la vieja aljama de judíos de Vic, escribió:
Ya hace casi setecientos años que una colonia de gente extraña adquirió la carta de vecindad en la ciudad de Vic, entre cuyos habitantes pasó buena parte de dos siglos en correctas relaciones y hablando la misma lengua; profesando, no obstante, religión y costumbres diferentes, y viviendo siempre separados como el agua y el aceite. Era una aljama de judíos que, espoloneada por su instinto de raza, venía a ejercer aquí su comercio y su usura, para dar cumplimiento a su fatídico destino y llenar de sueldos sus logreras arcas. Es público y notorio que los judíos son activos e insidiosos, despiertos y agudos de ingenio, de natural astutos y cicateros, con pocos escrúpulos y sin entrañas; condiciones unas y otras muy a propósito para dedicarse al oficio de la banca.
Hablaba de los judíos del siglo XII. Pero aquel arquetipo también servía para el presente. No había habido ocasión, ni voluntad, de retocarlo.
Pues bien, resulta que aquella gente extraña, activa e insidiosa, con pocos escrúpulos y sin entrañas, iba volviendo poco a poco al lugar que habían tenido que abandonar quinientos años atrás. Pero la gente aún no lo sabía. Perduraba aquel antiguo antisemitismo de carracas y de mazas, ingenuo porque no tenía víctima reconocible. ¿Qué pasaría si decidían volver, como ya habían hecho los Coen, como harían los Bassat? Pues que sin duda vendrían a ganar dinero con la banca y la usura (¡y el pobre Manuel Coen vendiendo parafina por los pueblos para las velas de las iglesias!) y destinados, como antes, como siempre, a la vieja maldición, a vivir entre nosotros, pero no mezclados con nosotros. Agua y aceite.
GALERÍA FAMILIAR. PEPPINA ROMANO COEN
Peppina Romano Coen tenía veinticuatro años cuando se casó con su tío, Manuel Coen Romano, hermano de su madre. Él no era mucho mayor, tenía treinta años. Manuel y Pazzina, el marido y la madre de Peppina, eran dos de dieciocho hermanos, y se llevaban entre ellos dieciocho años. Pazzina era una de las hermanas mayores y sus hijos —tuvo siete, entre ellos Peppina, del matrimonio con Mandolino Romano Besso— eran prácticamente de la misma generación que sus hermanos más pequeños, como Manuel, que era el menor.
Peppina y Manuel, al igual que sus padres y sus abuelos, habían nacido en Corfú, y habían llegado a Italia muy jóvenes. Peppina, como el resto de su familia, a Trieste: allí se quedaron, hasta que las emigraciones, la guerra y el Holocausto los desperdigaron por el mundo, pero en Trieste aún quedaban muchos de ellos. En Trieste, los alemanes atraparon a Pazzina Coen Israel, la madre de Peppina, y la deportaron a Auschwitz, donde murió. La infancia y la juventud de Peppina es, por tanto, completamente italiana. En Italia se casó con su tío, en 1916, en la sinagoga de Via Guastella de Milán. Y cuando se fueron a vivir a Barcelona, donde antes de casarse ya trabajaba Manuel para una empresa italiana, se llevaron consigo un mundo de referencia italiano, aunque ambos tuvieran pasaporte griego. En Barcelona, vivieron en un mundo judío por una parte, y en un mundo italiano, por otra.
De hecho, cuando vivían en la isla, los judíos de Corfú ya tenían un idioma y unas costumbres italianizados: eran judíos más a la italiana que a la griega. Después, para Peppina, vinieron Trieste y Milán. Para Manuel, también Turín. Peppina hablaba en italiano con su marido; el italiano era también la lengua del hogar en los tiempos de Barcelona, la que hablaban con su hija y su hijo Mauricio. Para los nietos y, por extensión, para toda la familia, Peppina Romano acabó convirtiéndose en la nonna o, para mayor precisión, la nonnina. Y su marido, en el nonnino. Y para Luis Bassat y para sus padres la nonnina se convirtió en el vínculo más vivo con el pasado, con la tradición de la que procedían.
Existe una foto de boda de Peppina y Manuel que debió de hacerse en plena Guerra del 14, antes de que naciera su hija Yolanda, una de esas fotos que se enmarcaban y se ponían en los comedores. Están uno al lado del otro, superpuestos. Si fuera actual, diría que se nota el Photoshop, parecen retocados a lápiz. Manuel queda detrás, con un bigotito escaso. Peppina, más en primer plano, sonríe, con un rostro redondeado y suave bajo unos cabellos con unas ondulaciones excesivas. Lleva un vestido muy cerrado, de cuello alto, y una sarta de perlitas o de pequeñas cuentas blancas de tres vueltas. Tiene un punto de inocencia en la mirada, pero diría también que de picardía. Quizá aquella joven de poco más de veinte años ya mostrara las primeras señales de la elegancia sofisticada que iría creciendo con el paso de los años, ya en Barcelona. La sofisticación de una mujer que a finales de los años treinta fumaba con boquilla, como una actriz de Hollywood, una Greta Garbo barcelonesa. Empezó a fumar por prescripción facultativa: el médico se lo recomendó cuando sufrió una ciática muy dolorosa, hacia los cuarenta años. Cuando otro médico, ya casi a los noventa, poco antes de morir, le dijo que dejara el tabaco, se lo quedó mirando con ironía y le preguntó «¿Para qué?», a aquellas alturas.
El marido de Peppina, Manuel, representaba mejor que nadie la tradición religiosa, en las raíces familiares, pero su presencia se fue haciendo menor con el paso de los años, diluyéndose cada vez más. En cambio, la nonnina era la tradición cotidiana, viva, la de los juegos de los niños, las canciones y, sobre todo, la cocina. Pasó recetarios precisos y variados a su hija y después a Carmen, la esposa del nieto, que venían de un mundo antiguo en el otro extremo del Mediterráneo, de viñedos y olivos, de vino blanco y aceite de oliva, de almendras y miel y limón. La cocina casera, para los Bassat, cuando se emparentaron con los Coen, fue por encima de todo la cocina de la nonnina, una cocina con lejanas resonancias griegas, teñida por contacto con la sefardí, pero por encima de todo era una cocina italiana. La pasta di mandorla que le enseñó a hacer a su hija Yolanda era insuperable. Era la cocina que Luis Bassat comió de pequeño y añoró de mayor, de la manera en que solo se añoran los sabores dulces de la infancia. (Yo he visto a Luis comiendo con los ojos humedecidos unos gnocchi al gorgonzola en Trieste, como los de su madre, como los de la nonnina.)
«Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera». La frase, tan repetida, con la que Tolstói empieza Anna Karénina es muy cierta, pero tiene un inconveniente práctico: ninguna familia es eternamente feliz; ninguna es constantemente infeliz. Las familias son a la vez felices e infelices, a ratos, a fragmentos, a veces ambas cosas en un mismo momento. Dentro de las familias se encuentra todo. Todos los mundos. Por eso las novelas hablan, sobre todo, de las familias.
Este es un libro de familia. O de familias, si se prefiere. Felices e infelices, y ninguna de ellas está permanentemente en un grupo o en otro, se van trenzando los infortunios y las euforias. Bien y mal avenidas, el espacio del amor y el de la contienda. Familias dentro de una comunidad, con la que comparten las reglas del juego: dos judíos, tres sinagogas. Cada uno en la suya, a veces todos a una y a veces unos contra otros. Nacimientos y bodas, disputas por las herencias o en los consejos de administración; conflictos sentimentales, inmobiliarios y financieros; protección y ayuda en tiempos de dificultad. Gente que se cae bien y gente que no se habla; reencuentros y separaciones, entre matrimonios, entre hermanos, entre padres e hijos. Hay de todo. Como en todas partes.
Este es el libro de familia de los Bassat y de los Coen. ¿Dónde los pondría Tolstói?, ¿en el grupo de las familias felices que se parecen todas o en el de las infelices, cada una a su manera? Las tendría que poner en los dos grupos. En un siglo, en un momento u otro, en uno u otro sitio, han estado a un lado y en el otro. Han compartido las similitudes de las historias felices y las diversidades de las historias tristes. En definitiva, de eso va la literatura. Es eso lo que la hace posible. Que se parece a la vida.
Samuel Bassat Strumza, abuelo de Luis Bassat, llegó a Barcelona para la Exposición Internacional del año 1929. Venía a ver las novedades en maquinaria que se exponían en Montjuïc, en una muestra centrada en los nuevos usos de la electricidad, para aplicarlos al negocio familiar de fabricación de hojas de afeitar de acero. Llegó a Barcelona por trabajo, pero al parecer se enamoró de la ciudad, y decidió quedarse.
—En casa siempre se ha dicho que un factor fue la lengua —recuerda Luis Bassat, que no llegó a conocer a su abuelo—. El abuelo Samuel, yo tenía que haberme llamado como él, era de Bulgaria y hablaba ladino. Cuando oyó hablar a la gente por la calle en Barcelona, dijo: «¡Aquí todo el mundo habla ladino! ¡Aquí todo el mundo habla como yo!».
El abuelo Samuel llegó a Barcelona casi con sesenta años. Había nacido en Bulgaria, en Shumla, en una familia sefardí como las que explica Elias Canetti en sus memorias de infancia: la aristocracia comercial judía de los Balcanes, los descendientes de los judíos españoles. Era el mayor de una familia con muchos hermanos. De joven, y ya casado con Matilde Cuenca, una joven aún más sefardí, también de Bulgaria, de Varna, se fue a Estambul. Tenían una hija pequeña, de dos años, Regina Bassat Cuenca. Matilde tuvo un segundo hijo al llegar a Estambul, pero cogió el tifus cuando el niño tenía un mes y murieron los dos, madre e hijo. Ella tenía veinte años. En aquella época, contra el tifus no había nada que hacer. Samuel Bassat se volvió a casar poco después con Estrella Jerusalmi, una joven de muy buena familia de Hasköy, el gran barrio de los sefardíes de Constantinopla, dieciséis años más joven que él. En 1911 tuvieron un hijo: José Bassat Jerusalmi, el padre de Luis.
Cuando el abuelo Samuel viajó a Barcelona, en 1929, no llegaba a una ciudad del todo extraña. Desde Estambul, durante los años veinte, los hermanos Bassat Strumza fueron repartiéndose por el mundo. Samuel debió de pasar por Viena, no es seguro. La hija del primer matrimonio, Regina, vivía allí con sus abuelos paternos, Lázaro Bassat y Malka Strumza. Después, Regina se fue a vivir a casa de otro de los hermanos Bassat, un tío suyo, Enrique (o Heinrich, o Haim, según en qué lengua estén escritos los papeles), que se fue a Hamburgo, donde fundó una empresa de hojas de afeitar que después trasladaría a Solingen. Allí vivía también Moisés Bassat, un hermano más pequeño. Otro de los hermanos, Alberto (o Albert, en alemán) ya estaba en Barcelona, desde hacía tiempo, en la rambla de Catalunya. Más tarde también llegaría allí el más pequeño de los hermanos varones, Jacques... Otro, Aquiles, se fue a México...
El abuelo Samuel no fue, pues, el primer Bassat que emprendía el regreso a Sefarad. Ya tenía a su hermano Alberto en Barcelona. La ciudad le gustó por el clima, por el impulso creado por la Exposición Internacional —mientras el mundo ya empezaba a tambalearse por efecto del crac del 29—, porque hablaban una lengua (unas lenguas) que no les eran extrañas después de haberse criado con el ladino en Constantinopla y en Bulgaria. Llegó con su esposa y con la hija de su primer matrimonio, mientras que su hijo muy pronto se iría a estudiar a Alemania, con el tío Enrique, que dirigía la fábrica de Solingen.
Una familia desperdigada por Europa, y después por el mundo. Viniendo de Bulgaria, pasando por Turquía, recordando —mitificadas— unas antiguas raíces de Sefarad, conservadas en la lengua y en la cocina. Pasados por Constantinopla. Repartidos por Austria, por Alemania, después por México y Brasil. Y, a partir de la llegada del abuelo Samuel, del tío Alberto, del tío Jacques, con uno de sus centros en Barcelona. Un centro desde el que la familia Bassat vio cómo el mundo —en los años treinta, los cuarenta— entraba en ebullición, estallaba, se volvía oscuro e incomprensible, y volvía a nacer después de otra manera.
Las preguntas sencillas no tienen respuestas sencillas. A veces ni tienen respuesta. ¿Por qué volvieron los Bassat a Sefarad? Ellos creían que volvían a Sefarad. Sabemos por qué vino el abuelo de Luis. Pero el primero que llegó a Barcelona fue su hermano, el tío Alberto Bassat Strumza. Y arrastró consigo a todos los que vinieron después.
Así que ¿por qué vino Alberto? Sabemos lo que, ya de mayor, recordaba su esposa, Nurié, de lo que él le había contado. Ella no vivió eso, se casaron más tarde. Alberto Bassat, pese a haber nacido en Bulgaria, estudió en Viena. En 1910 entró a trabajar en una empresa de Praga, en aquel momento en el Imperio Austrohúngaro, donde ejercía de viajante: Industrias Waldes, fundada por el judío checo Jindřich Waldes y dedicada a artículos de mercería. Estaba en expansión por Europa y a Alberto Bassat le tocó España. En 1911 se instaló en Barcelona, para abrir la sucursal desde la que trabajaría para toda la península, y diría que también para Francia. Cuando en 1914 estalla la Gran Guerra y ya no puede viajar por Europa occidental, vuelve a la oficina de Viena. Barcelona, hasta entonces, había sido un puesto de trabajo provisional, un destino. Es en ese momento cuando solicita y obtiene la nacionalidad española, como sefardí, como juif de Levant, tal como decía su esposa Nurié. Vuelve a casa, a Viena y a Praga, pero no se encuentra a gusto. Es viajante. No sabe permanecer quieto en un despacho. Lo deja. Solo cuando acaba la guerra y la empresa intenta resituarse lo vuelven a llamar y le dicen que había en Barcelona una especie de depósito que no saben muy bien cómo ha quedado tras la guerra. Lo envían, solo por un tiempo, para que haga un seguimiento y, como hay un conflicto con alguien que se había quedado una parte que no le correspondía, le piden que lo resuelva. Lo hace y entonces le ofrecen quedarse con la representación fija en Barcelona, en buena parte porque ya tiene la nacionalidad española. Así pues, el primer Bassat que vuelve definitivamente a Barcelona —digamos que a Sefarad—, aunque ocho o nueve años atrás ya hubiera puesto el pie allí, es Alberto Bassat Strumza, en torno a 1919. Para trabajar.
Eso es lo que recuerda la tía Nurié, su esposa. Lo confirman los documentos. En 1917, Alberto tenía un pasaporte expedido por el consulado español en Viena: el último sello es de 1919. Es un documento bellísimo, estético. Lo tengo en las manos: una sábana de papel amarillento que tiene pegada, en la esquina superior derecha, la fotografía de un hombre encorbatado, medio sonriente, con un mostacho antiguo que se eleva por las puntas, y un rostro y un cuerpo macizos, rellenos. Un sello del consulado y la firma del titular del pasaporte cabalgan entre la foto pegada y el papel de fondo. Al lado de un escudo con el castillo y el león bajo una corona, nos informa de que es el «Pasaporte Registrado» número 20. Y que:
el Cónsul de España en Viena concede libre y seguro pasaporte a Don Alberto E. Bassat y Strumza, de estado soltero, natural de Chumla, viajante de comercio, para Austria-Hungría. Por tanto encargo a las Autoridades civiles y militares de la Nación, le dejen transitar libremente y ruego a los de los países extranjeros a donde se dirija, no le pongan impedimento alguno en su viaje, antes bien le dispensen todo el favor y auxilio que necesitase. Dado en Viena a 29 de Marzo de 1917. Vale por un año. Va sin enmienda. Pago 10/2 pesetas (Art. 6.8 de los Aranceles).
Todo ello, escrito en una caligrafía redonda y perfilada, perfecta, que no es la de la firma del cónsul, no muy buena, y en la que leo Karlfraus Schaller, aunque no pondría la mano en el fuego. La otra caligrafía, la buena, apunta en un lado del pasaporte las «señas» del beneficiario: «Edad 38 años. Estatura 1.76 mt. Pelo negro. Ojos negros. Nariz regular. Barba bigote. Cara normal. Color moreno». Y la misma letra escribe en la esquina inferior izquierda, en alemán, que este documento sustituye al pasaporte ya caducado que emitiera el consulado español en Constantinopla con fecha 7 de octubre de 1915, que queda retenido en esta oficina. Todo ello ocupa la mitad, por delante, del enorme documento, y todo el resto, anverso y reverso, está lleno de sellos de todos colores y formas, en todos los idiomas, anotaciones a mano de funcionarios: ciudad de Praga, puerto de Génova, consulado de Viena, legación de Italia en Praga, Comando Supremo del Regio Esercito Italiano, Missione Italiana per l’Armistizio, Bureau du Ministre Plenipotencière de la République Txecoslovaque a Vienne... Todos datados entre 1917 y diciembre de 1919. Explicando los viajes que acreditan estos sellos por una Europa en guerra, superando los frentes, atravesando controles y fronteras, tendríamos una novela de aventuras, y quizá entenderíamos de una manera diferente lo que fue aquel tiempo, el caos absoluto y el orden oculto de una guerra en el centro del continente. Y entenderíamos el viaje de Alberto Bassat a Barcelona, el regreso a Sefarad, el primer Bassat que vuelve. Los otros vendrán después.
Escribe Josep Maria Esquirol que la expresión «volver a casa» es en realidad una redundancia, porque de hecho la casa, la casa de uno, se puede definir precisamente como el lugar al que se regresa. A casa no se va, el hogar es el lugar del que se sale y al que se vuelve. Solo se va a lugares ajenos. Con esta definición, no creo que la expresión «regreso a Sefarad» sea una redundancia. Sería, en todo caso, una complicada paradoja.
Cuando se les pregunta a los judíos sefardíes u orientales por qué vinieron —o por qué volvieron— a Barcelona durante la primera mitad del siglo XX, surgen respuestas de todo tipo. Aparentemente anecdóticas, en la mayoría de los casos. Las dos ramas de la familia de Luis Bassat, los Bassat y los Coen, llegan a Barcelona a vender. Para hacer de viajantes por toda la Península. ¿Por qué precisamente a Barcelona? Por razones mercantiles, por dinamismo económico, porque está cerca de la frontera, por el clima. Gran parte de estas migraciones tienen que ver con las guerras, con las balcánicas primero, con la Gran Guerra sobre todo, también con la Greco-Turca. Salen de Constantinopla o Salónica, pero también de París o de Viena. Huyen de lugares en guerra y buscan lugares, como Barcelona, donde la guerra no ha llegado como tragedia, pero sí como oportunidad. Barcelona es la tierra de la gran promesa. Una de muchas.
—¿Por qué vino a Barcelona?
—Porque en Barcelona estaba un primo mío, y me llamó... Y me gustó.
—¿Le parecía especial, emocionante, volver a la tierra de sus antepasados?
—No, la verdad... No nos acordábamos de ese detalle. No se hablaba de ello. Lo sabíamos, claro. Quien era más intelectual, quien había leído, sabía que habíamos sido expulsados de España, pero era algo que no se comentaba. En absoluto, en absoluto.
Cuando se lo preguntan a los que llegaron en aquella época, hay quien dice eso y quien dice lo contrario. Hay quien viene porque cree que es Sefarad. Hay quien viene a pesar de que cree que es Sefarad. Hay quien viene sin pensar si es o no es Sefarad, sin que le importe.
—¡No lo entiendo, señor Nahum! Usted que es tan religioso... ¡¿Cómo se puede ir a España, un país que nos expulsó?!
Algunos vinieron como turistas o se encargaban de una representación comercial que los trajo aquí y se quedaron. Otros escucharon los consejos de alguien que había llegado antes: siempre funcionan así, las migraciones, como coger cerezas, una lleva a otra. Algunos hablan del tiempo. Otros de los precios. «Vivíamos en París y lo pasábamos muy mal. Nos dijeron que en España todo era más económico. Que con lo que necesitabas para vivir un mes en París vivías tres meses en Barcelona». (Cuando le
preguntaron a Robert Graves por qué había ido a parar a Deià, antes de la guerra, respondió: «Me dijeron que el pescado estaba muy bien de precio...».) Algunos dicen que se quedaron en Barcelona porque llegaron en barco, y ya no se movieron de allí. (A lo mejor si Madrid hubiera tenido puerto...)
El clima, el trabajo, el mar, los precios... Pero cuando van a un sitio, cuando escogemos un sitio entre todos los demás, siempre hay una especie de sueño. Un mito. El regreso a Sefarad, o lo que sea. Una casa blanca junto al mar. Un lugar que hemos imaginado. Un lugar del que tenemos recuerdos, a veces heredados. Quizá sea demasiado solemne para contarlo. Quizá parezca ridículo. Así que mejor hablar del precio del pescado, de las primaveras y los otoños, tan benévolos.
Algunos venían por el idioma. Convencidos de que su ladino era calcado a la lengua que se hablaba aquí, que les serviría para vivir. Me lo explica Luis:
—Debió de ser en los ochenta cuando vino a visitarnos a Barcelona una prima de mi padre, Regine Jerusalmi, Malka en hebreo. Estaba casada en Francia con Nissim Gueron, que también venía de Estambul. La tía Regine era francesa del todo, pero había nacido en Edirne, entonces Adrianópolis, a principios de siglo, hija de un hermano de mi abuela, Estrella Jerusalmi, que se llamaba Bohor. Venía, pues, de una familia sefardí cuyos miembros hablaban ladino entre ellos, desde siempre. Cuando llegó a Barcelona estaba absolutamente convencida de que hablaba español, que su «españolico» era la lengua que se usaba aquí por la calle. Se fue a El Corte Inglés y le pidió al dependiente: «Querría mercar un paltó para mi hijico...». Ya puedes imaginarte cómo la miraron. Quería comprar, claro, un abrigo para su hijo. Y al final diría que consiguió hacerse entender, y lo compró.
Decía Nurié Frances que el ladino era más un inconveniente que una ventaja. Que era más fácil aprender una lengua nueva del todo que tener que ir retocando una que ya creías saber.
Alberto Bassat Stroumza solicitó la nacionalidad española en una instancia dirigida al cónsul de España en Constantinopla el 19 de agosto de 1915. Le fue concedida el día 7 de octubre del mismo año, solo un mes y medio después de la solicitud. Entre una fecha y la otra, en ese mes y medio, habían pasado un montón de cosas en aquel pedazo de Europa en guerra. Bulgaria, el país de Alberto Bassat, había firmado el 24 de agosto un tratado de alianza con los imperios, después de todo un año de negociaciones secretas y de dudas aparentes sobre con cuál de las dos partes le convenía pactar. El 28 de septiembre, Bulgaria entraba en guerra, uniéndose a la ofensiva de austríacos y alemanes contra Serbia que había empezado pocos días antes. Al mismo tiempo, algunas unidades del ejército búlgaro se enfrentaban aquel mes de octubre en Macedonia a las tropas inglesas y francesas que defendían Salónica. No era un mes y medio normal. Era un mes y medio de guerra.
Alberto Bassat había presentado el «19 de Augusto 1915» una especie de instancia escrita a máquina al «Ilmo. Senor Consul de Espana en Constantinopla», en la que le comunicaba:
El que suscribe Albert Aliezer Bassat y Stroumza, natural de Choumla (Bulgaria) nacido el 28. Juni 1878, soltero, comerciante con domicilio en Praga (Austria) a V. S. tengo el honor de exponer.
PRIMERO: Que soy Israelita de origen Espanol y que he gozado de la nacionalidad búlgara hasta en estos ultimos
tiempos.
SEGUNDO: Que a mi gran asombro las autoridades consulares de Bulgaria no queriendo mas reconeocerme como subdito me han retirado toda proteccion. Quedo por lo tanto sin ningouna nacionalidad. Dado mi origen Espanol i conservando aun el idioma espanol en el seno de mi familia mi mayor deseo seria adquirir la proteccion espanola. Por todo cuando acabo de exponer a V. S. le suplico se digne acoger favorablemente la presente instancia y atorgarme la proteccion espayola por el conducto de ese consulado de su muy digno cargo. Es gracia que espera alcanzar del recto proceeir de V. S. cuya vida guarde Dios muchos anos.
He conservado la ortografía de la instancia, escrita con una máquina sin la letra eñe, con dudas entre el español oficial y solemne del consulado y las formas y las grafías del españolico que se hablaba en casa. Alberto Bassat presenta el aval de dos judíos de Constantinopla, aportados por escrito (en francés) y en comparecencia personal: B. N. Jerusalmi (¿quizá su cuñado, Bohor Jerusalmi?) y Fresco & Benbachat, que atestiguan que Alberto «me es muy conocido como un comerciante honrado y poseyendo una buena posición social» o «me es muy conocido, goza de una posición muy conveniente y es de una moralidad ejemplar». Con estos testimonios favorables, el cónsul Mariano Fábregas Sotelo toma juramento a don Alberto Aliezer Bassat y Stroumza: «Juro solemne y fielmente que desde este momento renuncio a toda otra nacionalidad que no sea la española y declaro solemnemente que prometo observar fielmente obediencia, fidelidad y respeto a las leyes de España». Oído aquello, le otorga la protección española, lo inscribe con el número noventa de aquel año y le avisa de que tiene que renovar anualmente su patente de protección; si no, corre el riesgo de perderla. Ya es español.
De hecho, Alberto ha seguido al dedillo los pasos de su hermano Aquiles Bassat Stroumza, que hizo exactamente lo mismo el 26 de junio de 1915 y que recibió la protección solicitada solo tres días después. Antes había escrito una carta al cónsul, el 20 de junio, en francés, quizá preguntando qué tenía que hacer. Su instancia es prácticamente igual a la que presentará su hermano: una diferencia es que Aquiles tiene residencia en Constantinopla, mientras que Alberto la tiene ya en Praga. Uno y otro hacen el juramento en Constantinopla, presencialmente. «Por motivos que ignoro el Consulado General de Bulgaria en esta me ha retirado toda protección y me encuentro sin ninguna nacionalidad definida. No pudiendo quedar asi me vuelvo hacia mi antigua madre Patria implorando me conceda la protección española». Y da también dos firmas comerciales judías como avaladoras: Abraham Frères y Moisé & Mordo Zara, que también envían sus comentarios en francés.
A pesar de las proclamadas ganas de volver a la «Madre Patria», Aquiles acabará marchándose a México. Alberto, que no decía nada de volver y solo hablaba de protección, es quien acabará quedándose en Barcelona, después de pasar por Praga y por Viena. En aquel tiempo todo iba muy deprisa. Aquiles marca el camino. Su hermano le sigue dos meses más tarde. Protección española. ¿Protección de qué? En una Europa en guerra, protección de todo. En aquel verano de 1915, muy cerca de allí, ya han empezado los asesinatos masivos de armenios. Aún más cerca, en Galípoli, aquel mismo verano los hombres mueren como moscas en una de las batallas más sangrientas de la Gran Guerra, en la que los turcos intentan resistir con grandes pérdidas el desembarco de franceses y británicos, que cuentan con miles de soldados llegados de Australia y de Nueva Zelanda. No es de extrañar que los hermanos Bassat quisieran protección, si Bulgaria se la negaba. Había muchas cosas de las que protegerse, en aquel lugar y en aquel momento, cerca de Constantinopla, de Shumla o de Praga.
Las palabras. El Consulado de España en Constantinopla abre y resuelve un expediente de protección a favor de Alberto Bassat. No sale la palabra nacionalidad ni ciudadanía. No sé si hay diferencias jurídicas entre todos estos términos. Pero lo que pide Alberto Bassat a España es protección, porque Bulgaria no se la da. El Estado lo que te da es protección. No te nacionaliza, no te vuelves nacional, no te cambia la nación. Tampoco te hace jurar que has adoptado una nación nueva, que te apuntas a la nación. Solo te hace jurar que renuncias a cualquier otra protección y que obedecerás y respetarás las leyes del Estado. Una relación contractual, casi feudal: tú obedeces las leyes y yo te protejo. El lenguaje de la época y de los imperios. La nación es cosa de cada uno, allá él. El idioma, la religión, un problema particular. Lo que tiene el imperio son súbditos a quien protege, si estos respetan las leyes. Oh, los viejos tiempos de los imperios, de Viena y Constantinopla, donde los emperadores y los califas extendían su manto protector sobre unos súbditos que hablaban lenguas diferentes, que tenían diferentes dioses, que amaban diferentes patrias. Después llegó el presidente estadounidense Wilson, de muy buena fe, eso no hay que dudarlo, y lo enredó todo. Por lo menos allí abajo, en aquel rincón de mundo abigarrado y explosivo, un avispero, el Mediterráneo oriental. El mundo de 1915 es aún el de los viejos imperios que protegen. Y Alberto Bassat, siguiendo el camino de su hermano Aquiles, navega por este mar, como puede, para no naufragar.
(Mientras escribo sobre los expedientes caligrafiados a mano de Alberto Bassat solicitando la protección del consulado español de Constantinopla, con las fotocopias de los documentos consulares sobre la mesa, con el original del pasaporte cargado de sellos en las manos, hablo con una chica de Barcelona, de padre sirio y madre catalana. La hermana de su padre es de Alepo. Son cristianos. Ayer, allí cayó una bomba, en la casa de al lado, y la metralla llegó al comedor. Si Alepo cae en manos del Estado Islámico, pueden temerse lo peor. No quieren salir por las fronteras de Turquía o de Jordania, a menudo controladas por mafias, ni lanzarse al mar para llegar a Grecia, como han hecho otros refugiados. Hace unos meses, una familia amiga consiguió llegar a Beirut; podían comprar un billete a Barcelona, tenían el visado de salida sirio. Pero les faltaba el visado de entrada español, aunque fuera de turista. Una vez aquí ya se espabilarían. La embajada española de Beirut no se lo concedió. Ahora lo volverán a intentar. El visado. El pasaporte. La protección consular. Los papeles. Tener los papeles que te permiten cruzar las fronteras, huir del mal absoluto de la guerra en las ciudades, llegar a un lugar donde se pueda volver a empezar. ¿Podemos hacer algo? Después de hablar con esta chica, miro otra vez los papeles de Alberto Bassat, solicitados y otorgados en una Europa en guerra, y me parece que los entiendo. Pienso en lo bien que los entenderían en Alepo, en cómo los envidiarían.)
El caso es que las dos ramas de la familia de Luis Bassat, la paterna y la materna, llegan a Barcelona en la segunda década del siglo XX, cuando Barcelona es o parece ser o hemos quedado en que era la ciudad de los prodigios, en la feliz definición de Eduardo Mendoza. En la época en que se sitúa la novela de Mendoza, ya hace cuatro años que Europa está en guerra. Es el tiempo de la llegada de los abuelos de Luis Bassat. Europa está en guerra, los hombres movilizados, las fábricas paradas y los campos abandonados.
De esta situación aciaga se refocilaban muchos en Barcelona. Ahora todo el que tuviera algo que vender podía llegar a millonario en un abrir y cerrar de ojos. La ciudad era un hervidero: del amanecer de un día hasta que despuntaba el sol del siguiente, sin cesar en la Lonja y en el Borne, en los consulados y legaciones, en las oficinas comerciales y en los bancos, en los clubs y en los restaurantes, en los salones y en los camarines y foyers, en salas de juego, cabarets y burdeles, en hoteles y fondas, en una callejuela siniestra, en el claustro desierto de una iglesia, en la alcoba de una furcia perfumada y jadeante, se cruzaban ofertas, se fijaban precios al albur, se hacían pujas, se insinuaban sobornos, se proferían amenazas y se apelaba a los siete pecados capitales para cerrar un trato; fortunas verdaderas o simuladas cambiaban de dueño varias veces en pocas horas; los manjares más exquisitos (cosas que hasta entonces nadie había visto en España) eran consumidos sin ceremonial (hubo quien a los toros se llevaba bocadillos de caviar) y no había aventurero ni jugador ni mujer fatal que no acudiese a Barcelona en aquellos años.
Esta sería la Barcelona que se encontraron Manuel Coen, Alberto Bassat y Samuel Bassat. La ciudad de los prodigios. Probablemente Mendoza exagera. Las novelas no hacen historia, crean mitos. Pero vivimos de los mitos. Quizá no hubiera para tanto. Pero ayuda a entender la ciudad, la que atrajo a los Coen y los Bassat. Y la que se encontraron.
Hay una zona de Barcelona, entre la Diagonal y el mar, alrededor de la rambla del Poblenou, hasta la estación del Nord y la Ciutadella, con la cuadrícula repetida y exacta de lo que había sido una zona industrial, donde hoy en día se mezcla todo de una manera aleatoria, llena de contrastes, en unas imágenes prácticamente norteamericanas, que podría haber pintado Edward Hopper: viejas casas de pisos menestrales con serigrafías de finales del XIX, antiguos almacenes vagamente modernistas repintados de colores vivos que ahora son bares, viejas fábricas convertidas en aparcamientos, nuevas fábricas de cemento y vidrio... Un siglo y medio de construcciones que se han ido superponiendo, ampliando, sustituyendo, no todas a la vez. Por la rambla del Poblenou, es un pueblo perfecto, amable y mesocrático. A medida que uno se aleja, se vuelve más claramente industrial: algún edificio de casas con paredes medianeras entre naves recicladas, almacenes más viejos que antiguos con la escalera de incendios por fuera, con empresas en los chaflanes de nombres arqueológicos. FÁBRICA DE HIELO. LA SIBERIA. Una belleza conmovedora, un realismo mágico. A veces Hopper. A veces De Chirico.
Paseo por el Poblenou una tarde de principios de septiembre, después de la lluvia, para ver los sitios donde los Bassat tenían fábrica o donde trabajaban en fábricas ajenas. Todo ha cambiado mucho. Las fábricas ya no son lo que eran. En la calle Ramon Turró, una gran nave industrial antigua ocupa una manzana de punta a punta, desde la calle Àvila a la calle Badajoz. Es un edificio con clase, pese al deterioro. Un cuerpo central de tres pisos, ventanas industriales y persianas verdes, una estructura racionalista de ladrillo a la vista. A un lado y a otro, hasta la punta de la calle, dos naves más bajas, de una sola planta, de altas ventanas y, entre ellas, una especie de escudos heráldicos vacíos. En la puerta principal, no muy espléndida, pone INDUSTRIAS WALDES, SOCIEDAD COOPERATIVA LIMITADA, con todas las correspondientes abreviaturas administrativas. Hay un vado de siete de la mañana a siete de la tarde. Así pues, debe de estar en activo. Llego pasadas las siete. No se oye ningún ruido. Luego, en casa, veré que tienen una página web, que es una empresa española desde la década de 1980, que aún hace lo mismo que antes, y que usa algunos de los antiguos logos.
En esta fábrica trabajó como gerente, como mínimo entre 1939, al acabar la guerra, y 1950, Alberto Bassat Strumza, el tío abuelo de Luis Bassat. Durante todo ese tiempo, era él quien hacía las solicitudes para incorporar nueva maquinaria. La había fundado Jindřich Waldes, judío de Praga, en 1924 en aquel mismo edificio, ideado en 1919 por el ingeniero Dario Daura y encargado por Nathan Hurwitz, un judío ruso que hacía de apoderado de Waldes para toda Europa. Primero sirvió como fábrica de aceites, luego como industria gráfica y finalmente, en 1924 se dedicó al negocio principal de Jindřich Waldes: su padre había tenido tiempo atrás una pequeña mercería en Bohemia y el hijo amplió el negocio, fabricando corchetes, cierres, botones, gemelos, eso que cuando yo era pequeño llamaban cierres... Patentó muchos de estos productos de su invención, o pequeñas mejoras que añadía, con un gran éxito comercial, sobre todo en Estados Unidos, y se hizo inmensamente rico. La primera fábrica la abrió en Praga en 1902. Después fue abriendo otras en Varsovia, Nueva York, Dresde y París, además de las de Barcelona y Viena, que conocemos a través de Alberto Bassat. La marca que comercializaba se llamaba Koh-iNoor.
Jindřich Waldes debió de ser un personaje fascinante. Alto, grande, de ojos azules, rubio; de hecho, vivía entre Praga y Nueva York, con oficina en el Waldorf Astoria cuando iba a América. Hablaba, como tantos judíos centroeuropeos, un montón de idiomas y él era su principal vendedor. Un magnate de entreguerras. Y además una persona con sensibilidad artística. Mecenas de las artes, pagó al pintor František Kupka, uno de los grandes pioneros del arte abstracto europeo, de quien habla Blaise Cendrars en La mano cortada, para diseñar el logo de la fábrica: una chica con un corchete en un ojo, que aún hoy usa Industrias Waldes. A pesar de que en esa época pasaba la mayor parte del tiempo en Estados Unidos, la llegada de los nazis lo sorprende en Praga. Lo detienen y en septiembre de 1939 lo mandan al campo de Dachau, aún no del todo campo de exterminio. Más tarde lo envían a Buchenwald. La familia, desde América, negocia su liberación con las autoridades nazis y la obtiene por fin a cambio de un sustancioso rescate: les hacen pagar cerca de un cuarto de millón de dólares de la época, en coronas checas. Pagan y la Gestapo lo lleva hasta Lisboa. En Lisboa coge, en julio de 1941, un barco hacia Estados Unidos. No llegará nunca. Ha sufrido una crisis diabética en Buchenwald y su salud no es buena. Morirá de camino a Nueva York, en La Habana, en un hospital. Nunca se llegaron a esclarecer las circunstancias de su muerte. La familia, y también los Bassat, que intervinieron en su salida, creen que los agentes de la Gestapo fueron envenenando a Waldes a lo largo del viaje.
Industrias Waldes continuó adelante, tras su muerte, con Alberto Bassat como gerente, y aún hoy sigue en la calle Ramon Turró, en Poblenou, uno de los viejos edificios industriales que han sobrevivido, aún en activo, haciendo corchetes, gemelos y cierres. Enfrente hay una iglesia. Alrededor, de todo: oficinas y restaurantes y bares, edificios viejos y nuevos, altos y bajos, mezclados. Como en una zona de almacenes de Nueva York que se hubiera puesto medio de moda. Quizá si en 1939 en lugar de ir a América desde Lisboa se hubiera quedado en Barcelona, con su fiel empleado Alberto Bassat, los hijos o los nietos del señor Waldes estarían hoy aquí y nos explicarían cosas sobre su padre, en una casa señorial llena de cuadros abstractos. Pero en 1939 Barcelona no era la mejor ciudad del mundo para quedarse. Recién salida de una guerra, gobernada por los amigos de Hitler, no podía parecerle de ningún modo un buen destino a un judío fugitivo de Praga.
Una emigración es un hilo entre el sueño y la huida, lo que te tira y lo que te expulsa, el lugar al que vas y el lugar del que vienes. No se entiende con solo uno de los dos polos; hacen falta ambos. El de la huida siempre es real. El de la llegada puede ser imaginario. El regreso a Sefarad de tantos judíos como los Bassat y los Coen en aquellas primeras décadas del siglo es también la huida de Oriente, de un mundo convulso, empobrecido y amenazado por la guerra constante; la huida del polvorín de los Balcanes, perpetuamente encendido en los primeros veinte años del siglo, la huida del avispero del Levante mediterráneo, la caída del Imperio Otomano, las guerras... No solo el caos y el drama del frente, de la guerra en sí misma. La destrucción de un mundo, el caos y la desolación también de la retaguardia, de la posguerra, un mundo estancado y malsano donde la vida valía bien poco, y aún menos la vida judía. La emigración de los Bassat, de Oriente a Barcelona, es el camino —literatura contra literatura— que se dirige a la ciudad de los prodigios de Mendoza y que ha escapado de la posguerra que relata Zweig en El mundo de ayer.
Cada visita a la ciudad era una experiencia angustiosa; por primera vez vi los amarillentos y peligrosos ojos del hambre. El pan negro se desmigajaba y sabía a resina y cola, el café era un extracto de cebada tostada; la cerveza, agua amarilla; el chocolate, arena teñida y las patatas estaban heladas; la mayoría de la gente criaba conejos para no olvidar del todo el sabor de la carne; en nuestro jardín un muchacho cazaba ardillas con escopeta para las comidas de los domingos, y los perros y gatos bien alimentados pocas veces regresaban de sus paseos. Los tejidos que se ponían a la venta eran en realidad papel preparado, sucedáneo de otro sucedáneo; los hombres iban vestidos casi exclusivamente con uniformes viejos, incluso rusos, sacados de un almacén o un hospital y dentro de los cuales ya habían muerto unas cuantas personas; no eran raros los pantalones hechos de sacos viejos. Se le encogía a uno el corazón al andar por la calle, donde los escaparates parecían saqueados, la argamasa se caía desmigajada como tiña de las casas en ruinas y la gente, visiblemente desnutrida, se arrastraba a duras penas hacia su lugar de trabajo.
Cuando el primer Bassat, Alberto, llega a Barcelona para quedarse, está huyendo de Viena y Praga, de lo que cuenta Zweig. Poco después Manuel Coen decide dejar Trieste, la salida del Imperio al Mediterráneo. Después dirán que han vuelto a Sefarad. De momento, abandonan un viejo mundo desolado.
Paseando por Poblenou, busco también el lugar donde había estado la fábrica de hojas de afeitar de los Bassat en Barcelona. He leído en catálogos de patrimonio industrial cuál era la dirección de lo que quedó en la memoria de muchos vecinos como la Filomatic. Tenía entrada por las calles Àvila y Badajoz a la vez. Por el lado de Badajoz ahora hay un garaje, pero se podría adivinar una estructura industrial, muy simple, básica, unas cerchas. Por el lado de Àvila, hay un edificio de oficinas nuevo, con voluntad de modernidad, parece un hotel; diría que llegué a trabajar aquí unas semanas en los años noventa, preparando una exposición del Fòrum. Las entradas por ambas calles quedan a la misma altura, un único espacio más bien alargado.
Esta franja de terreno industrial donde estuvo la fábrica de los Bassat limita pared con pared con las Industrias Waldes de la calle Ramon Turró: son dos segmentos consecutivos de la misma manzana de edificios. Como si los Bassat hubieran hecho la fábrica en un terreno no ya colindante con el de Waldes, donde Alberto Bassat trabajaba de gerente, sino en una parte de la misma finca. ¿Quiere eso decir que entre las dos empresas había un vínculo más fuerte más allá del hecho de que Alberto Bassat fuera gerente de una y copropietario de la otra? Entre los Bassat, Waldes y Nathan Hurwitz, surge una manzana de fábricas muy judía: uno ruso, uno checo, uno búlgaro... No puede ser casualidad. ¿Participaban los unos en los negocios de los otros? ¿O era simplemente un instinto judío de agruparse, de protegerse? En Barcelona había zonas donde los judíos tendían a concentrarse: el Raval, el Eixample... Una red, un mundo de conexiones y de negocios.
(Con este material, explicado de una determinada manera, red, ayuda, negocio, mancha de aceite, los antisemitas fabricarán sus imágenes. Y el antisemitismo se alimenta más de imágenes que de palabras.)
GALERÍA FAMILIAR. SAMUEL BASSAT STRUMZA
Dicen que el día en que enterraron a Samuel Bassat Strumza, uno de los propietarios de la empresa familiar de fabricación de hojas de afeitar, había en la calle Mallorca unas tres mil personas. Y eso que en aquellos años los entierros eran prácticamente un acontecimiento rutinario, porque la muerte se había convertido en una nota permanente del paisaje: en septiembre de 1939, cuando apenas había finalizado una guerra en el lado de aquí y acababa de empezar otra aún peor, de mayor magnitud, en el lado de allá. Para Luis Bassat, que nació dos años después, que no llegó a conocer a sus abuelos paternos, este funeral multitudinario es una prueba, el certificado del aprecio que suscitaba Samuel Bassat y, en última instancia, el resultado de su bondad y de su rectitud moral.
La memoria familiar de Samuel Bassat es lejana y está diluida por el tiempo. Un personaje que está más asentado en la infancia en Shumen y en la juventud en Estambul que en la madurez en Barcelona. De los años en Barcelona, como propietario de una empresa familiar con trescientos trabajadores, «hojas Iberia, hojas Sevillana», quedan los comentarios que su hijo José Bassat e incluso su nieto Luis reciben de gente que casi no conocen, años después de la muerte de Samuel: «Su padre me pagó la carrera», «su abuelo ayudó a mi padre durante la guerra», «su padre me dejó un dinero y nunca me pidió que se lo devolviera...». Una imagen de propietario recto, paternal, desprendido. La imagen del abuelo desconocido, el último de una especie de judíos errantes, de judíos diaspóricos, un hombre culto y decidido, un comerciante, uno de los propietarios de las hojas de afeitar, uno de los primeros que las publicitan en la radio. Poca memoria, mitificada por la muerte. Un hombre bueno. Un hombre justo o, como mínimo, preocupado por la justicia. Un hombre que quería ser apreciado, diría yo.
También quedan las fotos. Luis Bassat, que tenía que haberse llamado como su abuelo, Samuel, se le parece.
Más que a su propio padre: son cosas que pasan, las fisonomías que saltan una generación. Comparten la forma de la cara, algo cuadrada, muy suya. Samuel Bassat tiene unas facciones grandes, una nariz ancha, el cabello grueso, las cejas muy pobladas, grisáceas. Los ojos son tirando a pequeños. La boca es una fina línea, sin labios, como un corte, pero tiene una sonrisa franca, que los ojos medio cerrados reproducen y multiplican. Es una sonrisa afable, no forzada: la de una persona que quiere quedar bien, que quiere agradar. Que quiere que confíen en él. Una sonrisa americana, como si dijéramos, de emigrante: la sonrisa de la tierra de las grandes promesas.
Tras una vida de emigrante y nómada, de una huida abrupta y dramática de Constantinopla, de haberlo perdido todo de golpe, de muchos años de trabajo, de una guerra que le arrebata la fábrica y que se la devuelve; después de querer ser un patrón patriarcal en tiempos de guerras obreras; después de ver morir a su primera mujer, Matilde, y a su segunda mujer, Estrella, dos veces viudo, el de la fotografía es el rostro de un luchador que sonríe con una sonrisa para venderte algo y pedirte después que le des la mano, amistoso, franco; los tratos son los tratos. Murió sin un duro. Dicen que lo había repartido todo, cuando tenía. Se parece a Luis, también en la expresión.
La memoria cocina, la sal y la pimienta, las especias justas, el tiempo que cuece las cosas juntas y que mezcla los gustos. Luis lo recuerda:
—Un día invitamos a cenar a casa a Néstor Luján, quizá la persona que mejor sabía comer y más sabía de comida, un erudito, un sabio, y mi mujer le hizo almodrote, un plato de la cocina casera, siguiendo la receta y los consejos de mi madre.
El almodrote era un plato medieval español, perdido del todo en la Península desde el siglo XVII, con una variedad aún tradicional en las Canarias, pero absolutamente vivo entre los sefardíes de Oriente y de Marruecos. Según los libros de cocina, es una especie de salsa de fondo, hecha en el mortero, con aceite, ajos tostados y queso rallado, que en la cocina cristiana se ligaba con tocino y en la judía solía complementarse con huevos batidos y se cubría con berenjena asada o calabaza. Almodrote de berenjenas. En la familia Bassat, y para los sefardíes de los Balcanes, el almodrote es una mezcla de huevos, queso y berenjenas, calabacín o tomate, cocinada al horno.
—Le dije a Néstor que aquello era almodrote y casi se echó a llorar. Me dijo que sabía lo que era, que conocía el nombre, que era un plato mencionado en el Quijote, pero que nunca lo había podido probar, que siempre lo había deseado, y que era la primera vez que lo hacía. Y para alguien que no solo tenía un gran paladar, sino también una gran cultura sobre la comida de todas las épocas, aquello era un doble placer: el plato, el nombre, la literatura.
De hecho, el almodrote no sale mencionado en el Quijote, ni habla de él Cervantes. Pero como es una de las escasas palabras que riman con «Quijote», aparece asociado en versos satíricos o festivos: «Dulcinea y don Quijote / son dos reyes de almodrote». Donde sí se menciona es en una novela picaresca del XVII explicada en supuesta primera persona: La vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor, compuesto por él mismo. Una obra de autor desconocido y atribuida a menudo a Gabriel de la Vega. Cuando Estebanillo está medio preso medio reclutado en la villa de Roses, huyendo de Barcelona, se dedica a cocinar y «hacía cada día un potaje que aun yo mismo ignoraba como lo podía llamar, pues no era ni jigote francés ni almodrote castellano, mas presumo que, si no era hijo legítimo, era pariente cercano del malcocinado de Valladolid».
Escribe Néstor Luján en Como piñones mondados: «Más vale berenjenas en almodrote que andar con la panza en el trote». Quizá aún no lo había probado en casa de los Bassat.
El almodrote. Cocinado por la memoria. Luján veía en él a Cervantes y el Siglo de Oro. Luis, a su madre, el gusto y el olor de sus ancestros.
—Suena muy catalán eso de Bassat. Por su música, quiero decir. Podríamos decir perfectamente: sí, hombre, de los Bassat de Barcelona, los de la calle Mallorca, de toda la vida...
—Pero no hay Bassat en Cataluña... O yo no los he sabido encontrar. Hay apellidos que se le parecen mucho. Bassas, claro. Pero también Bassart o Bassany, que podrían derivar en Bassat. Es cierto que Bassat, así, con dos eses, tiene una sonoridad e incluso una grafía muy catalanas. Pero solo hemos encontrado un Bassat en el siglo XIV, un mercader de Barcelona llamado Aguiló Basat y que responde a una llamada de ayuda del rey... Y se escribe con una ese.
—Probablemente cristiano; si no, constaría el hecho de que era judío. Pero es curioso que el otro apellido sea Aguiló. Es pura casualidad, pero este sería después un apellido considerado chueta en Mallorca a partir del siglo XVII, y uno de los apellidos que adoptarán los conversos mallorquines del siglo XIV. Pero todo aquello será después...
—Puede ser que el apellido venga de Cataluña, de antes de la expulsión. Pero las grafías han cambiado mucho con los siglos. En ocasiones los judíos tomaban como apellido algún topónimo. Hay un río Vessat, que se pronuncia prácticamente igual que el apellido, en el Valle de Arán, que nace en el lago Vessat: como topónimo es obvio, un lago que vierte (vessa, en catalán) sus aguas... Quizá vengamos del Valle de Arán. O de algún otro punto de Cataluña. No lo sabemos.
—Hay quien piensa que adoptasteis —o adaptasteis— el apellido cuando llegasteis a Cataluña. Como los judíos asquenazíes que al llegar a Estados Unidos buscaban un nombre con una sonoridad más americana: los Abramovic convertidos en Abrams, por ejemplo.
—No, no. Mis antepasados se llamaban Bassat y lo escriben igual que yo en Bulgaria o en Turquía. Lo vemos en los papeles y en las lápidas. También hay en Bulgaria, y en Francia, en Turquía o en Israel muchas familias que se llaman Ben Bassat, y lo escriben junto o separado. De hecho, con el Ben inicial quiere decir hijo de Bassat. El nombre se ha extendido con la emigración, por todo el mundo. Hay Bassat y Ben Bassat en Australia, en Brasil, en Estados Unidos, entre muchos otros sitios. No sé si allí les sonará a catalán.
—Los Bassat de la calle Mallorca, de toda la vida...
Nunca es fácil adivinar el origen de los apellidos. Este Bassat que tiene una musicalidad tan catalana puede proceder, como dice Luis, de un topónimo pirenaico o puede proceder de cualquier otro sitio. Como apellido, lo encontramos sobre todo en Bulgaria, y muy especialmente en Shumen, o repartido a partir del núcleo que a finales del siglo XIX estaba en Shumen, que es de donde viene la familia de Luis. Allí aparece con bastante frecuencia en las lápidas del cementerio judío. En el cementerio de Hasköy, el de la comunidad sefardí más antigua de Constantinopla, está la lápida de Yaakov Basat, con una ese, de 1783.
Según el Dictionary of Bulgarian Jewish Surnames de Mathilde Tagger, Bassat es un apellido judío procedente de la lengua árabe y que significaría «tapicero». Por tanto, un nombre de oficio. No es muy común y no aparece documentado entre los judíos hispánicos anteriores a la expulsión, pero eso no quiere decir nada sobre los orígenes de la familia: los apellidos se trenzan y se entrelazan, cambian según los sitios, puede adoptarlo en el Imperio Otomano una familia venida de España, puede ser la derivación de un apellido hispánico. Más habitual que Bassat es, también en Bulgaria, Benbassat, literalmente «hijo de Bassat», y este sí que está documentado en la España anterior a la expulsión. Hay un Abenpesat documentado en Zaragoza en 1391, el año de los grandes pogromos que destruyen los calls, los guetos judíos de la Corona de Aragón. Aben y Ben son formas equivalentes, y el paso de la letra b a la p, y al revés, es un clásico, especialmente en contacto con lenguas semíticas.
Por tanto, en el origen del origen, Bassat sería un apellido vinculado a un oficio, de origen meridional y oriental, procedente de un lugar en contacto con el árabe, que tanto podría estar en la península Ibérica como en el Imperio Otomano. El sefardismo no es tanto una cuestión de apellidos como de lengua: y la familia Bassat, en Bulgaria y en Turquía, tenía claramente el ladino como lengua principal, la lengua familiar, de las raíces y la identidad, la patria.
(El otro apellido del abuelo de Luis, traído desde Bulgaria, es Strumza, muy común en Salónica, que de hecho es el lugar del que su bisabuela era originaria. En este caso es un gentilicio en lengua macedonia, procedente de la población de Strumica, un poco al norte de Salónica, antiguamente Yugoslavia y hoy dentro de la República de Macedonia, cerca de las fronteras con Grecia y Bulgaria. Un apellido lingüísticamente eslavo. Pero también los Strumza hablaban ladino. La misma lengua. La misma patria de la lengua.)
«Sefarad, ida y vuelta». Una verdad a medias. Verdad para la familia del padre de Luis, sefardíes que hablaban ladino. No para la rama familiar de la madre, romaniotas que hablaban italiano. Si fuera verdad del todo, Luis Bassat sería como Ulises, y Sefarad como Ítaca: alguien que vuelve al lugar del que procede y donde aún le esperan, tras un viaje «lleno de aventuras, lleno de conocimientos». El viaje circular de Ulises, que llega al lugar de partida.
Si fuera mentira, si no hubiera ningún regreso a Sefarad, si todo fuera la historia de la familia de la madre, sería el judío errante que no para nunca, que no es de ningún sitio, que puede ser de cualquier sitio, que va cambiando de nombre y de lengua según el puerto al que arriba, que va expandiéndose por la tierra impulsado por un Big Bang muy antiguo. No un círculo, sino una flecha que se escapa por el espacio.
Dos viajes y dos mitos. El regreso a Sefarad, como a Ítaca. El paso por Sefarad en el Big Bang de los siglos. Dos tipos de viajeros. Luis Bassat, que vive en la ciudad en la que nació, Barcelona, es heredero de ambos. Un poco de cada uno. Ninguno de los dos en su totalidad.
Mi padre era de Francia
mi madre de Aragón,
yo era regalada,
de chica me casó.
Lo cantaban los judíos de Oriente, de Sofía a Sarajevo, de Salónica a Estambul. Lo cantaban las bisabuelas de Luis Bassat y los nombres de los lugares debían de evocarles lugares exóticos y lejanos, distantes en los mapas, distantes en el tiempo, lugares remotos, como salidos de un cuento de hadas: Francia, Aragón... «N’és filla del rei de França, germana del d’Aragó».3 Los mismos lugares de las canciones de princesas y damas que me cantaba en Canet mi abuela, pero crecidos a través del viaje por el tiempo y por el mar.
Me casó con un franco,
venido de Estambol.
Él se echa en cama armada,
en la esterica yo.
Él bebe el vino puro
y la agüica yo;
come la carne godra,
los huesicicos yo.
El padre era de Francia, la madre de Aragón. La hija es malcasada con un hombre venido de Estambul, ya en Oriente. Un franco, es decir, un judío occidental, quizá un italiano, pero venido de al lado de casa, cuando cantaban la canción los antepasados de Luis. La tierra de los padres de la protagonista de la canción es mítica, lejana. La del marido, próxima: Estambul, la mayor ciudad de los Balcanes. Lugar de señores que te miran por encima del hombro. Si tus padres eran de Francia y de Aragón, y tu marido es de Estambul, tú eres de la generación que se fue, de la que salió de Sefarad, la historia detenida, congelada para siempre en aquella generación. Somos de aquí, pero somos hijos de exiliados. Y recordamos los viejos nombres de Sefarad, de lugares donde no hemos estado, que ya no sabemos dónde están.
En medio del camino
un sueño me tomó,
vidí un mancebico,
dos besos él me dio.
La malcasada del pastor la cantaban los judíos de Oriente. No queda ningún recuerdo en el castellano de Castilla. Solo en el de los judíos exiliados. El folclorista que las recoge, cuando las viejas canciones se convierten en un tesoro romántico, encuentra treinta y seis versiones entre los judíos orientales, muchas en Bosnia, unas cuantas en Bulgaria, Grecia y Turquía. Encuentra muchas versiones, pero no tantas, y con otros topónimos, entre los judíos de Marruecos. Y en la península Ibérica solo encuentra dos, y son en catalán. Una en Ripoll. Les cançons de la malcasada. La malcasada con el pastor, que la maltrata, que le obliga a dormir en la paja, que solo le deja comer las sobras. La malcasada que ve un chico cuando va a la fuente y sueña el adulterio. Y la canción va a su favor. Malcasada.
Encomana’m a la mare,
rossinyol, i a mon pare no pas gaire,
perquè m’ha malmaridada,
a un pastor se me n’ha dada,
que em fa guardar la ramada.4
De Francia, de Aragón, de Salónica o de Ripoll o de Estambul. La malcasada. La casada infiel. Igual en todas partes, en tierras de moros y de cristianos y de judíos, en Oriente y en Occidente, a lo largo de toda esta mar nuestra.
No me beses muchachico,
no me beses tu a mí;
si sabe el mi marido,
me mata él a mí.
Vidas como novelas. Y las novelas románticas siempre pasan lejos, en lugares míticos, fascinantes. En Francia o en Aragón, si estás en Salónica o en Shumen. En Estambul o en Alejandría, si estás en Barcelona o en Canet.
Durante su infancia, Luis Bassat oyó canciones en ladino. Quizá también conversaciones. Su padre lo hablaba, porque lo había aprendido de pequeño de su padre de Bulgaria y su madre de Constantinopla, y él le transmitía a Luis algunas máximas de antigua sabiduría en la lengua familiar de sus abuelos: «Lo que se pone en el meollo, no te lo pueden tomar. Te pueden tomar la botica, el dinero, pero eso no te lo pueden tomar». Su madre, de pequeña, no hablaba ladino; en su familia hablaban corfioto, un dialecto veneciano, y a partir de ahí, en Trieste, italiano. Acabaron hablando con Luis un poco en todas las lenguas, con el castellano moderno ocupando el lugar del ladino. Luis —que habla por tradición familiar francés e italiano, y que aprendió de mayor catalán e inglés— se educó en castellano, entiende el ladino y podría chapurrearlo. Entre los sefardíes que volvían a Sefarad, el castellano moderno tapó el castellano antiguo. Entre los que se fueron a Israel, el hebreo tapó el ladino. Y el ladino de Salónica quedó exterminado en Auschwitz. De la vieja lengua de los judíos orientales queda bien poco. En casa de los Bassat, la memoria de las canciones y algunos refranes de sabiduría antigua.
La señora Sultana Aledjem, recién llegada de Sofía, pasando por Estambul, Tel Aviv y Alejandría, salió una tarde a comprar aceite a granel a una tienda de la Barcelona de posguerra. Iba convencida de que su ladino de Bulgaria era la misma lengua castellana que se hablaba en la ciudad. El regreso a Sefarad.
—Manolo, híncheme la redoma d’azzeite...
—¡Señora! Aquí no hablamos catalán.
La anécdota me la contó el nieto de Sultana, Benno Aledjem, en catalán, en la Comunidad de la calle Porvenir. Salieron de Bulgaria, antes de acabar la guerra europea, de camino a Palestina, pasando por Turquía. Una odisea. Después acabaron en Barcelona, porque un tío, Alberto Benbassat, había llegado en 1943, en plena guerra: había conseguido el pasaporte español gracias a la ley de acogida a los sefardíes de tiempos de Primo de Rivera y gracias a ello pudo huir de Bulgaria, para llegar a París. En plena huida, un día cogió el primer tren que salía de la estación, sin tan siquiera mirar adónde iba. Y resulta que iba a Barcelona. Y allí se quedó. Pocos años después se casaría, en Poblet, con Reginita Bassat Zara, una tía segunda de Luis.
En Bulgaria, Benno Aledjem, muy pequeño, no había sido educado ya en ladino, como todas las generaciones anteriores de su familia, sino en búlgaro. Y la niñera checa le había enseñado alemán. En Tel Aviv aprendió el hebreo. Cuando vinieron a Barcelona llamados por el tío Alberto Benbassat, a mediados de la década de 1940, para montar un negocio en la calle Muntaner, no sabía español: lo aprendió, como el francés, en el Liceo Francés. La lengua de su abuela Sultana —y también, pero no tanto, de sus padres Susi y Moni, y también de Sara Talvy, la joven de Salónica que conocería en Barcelona y con quien se acabaría casando— era aquel castellano antiguo que creían que les serviría para vivir en Sefarad, pero que en Barcelona quienes hablaban castellano confundían con el catalán y quienes hablaban catalán no reconocían en absoluto. La lengua de un pasado ya guardado en los libros de historia. En Salónica y en Tel Aviv y en Bulgaria y en Barcelona.
«El ladino no es una lengua, es el recuerdo de una lengua». Lo dijo Angel Wagenstein, novelista judío nacido en Bulgaria como los Bassat. Sefardí, pese al apellido: de sus cuatro abuelos solo uno no era sefardí, pero era el abuelo paterno y quien le dejó el apellido. El de la madre era Béjar. Como muchos de los sefaríes de Bulgaria, un topónimo o un gentilicio hispánico convertido en apellido: Toledano, Sevilla, Catalán... Las raíces de ambos están en Bulgaria, pero su raíz es sobre todo el ladino, el judezno. Ni siquiera el padre de Wagenstein, hijo de un asquenazí de Galitzia, hablaba yidis. Hablaba también ladino. Como lo hablaba la familia de Elias Canetti, de Rustschuk, cerca de Shumen, al norte de Bulgaria. La lengua como patria. El ladino de los Bassat, los Canetti, los Wagenstein. No la lengua absoluta, la lengua recordada.
La lengua. Lo cuento tal como me lo ha contado Enric Larreula, escritor, profesor de lengua. Me dice que en los años cuarenta un tío suyo trabajaba para una empresa de proyectores de cine, propiedad de dos socios de Sabadell. En 1948, los dos socios y Frederic Larreula, como cerrajero y técnico, se fueron a Nueva York a ver unas innovaciones en esas máquinas con las que se ganaban la vida. No hablaban ni papa de inglés, pero fueron arreglándoselas gracias al apoyo de algunos catalanes de América. Cuando acabaron el trabajo, ya que habían dado el salto al Atlántico y que su negocio era el cine, decidieron aprovechar e irse hasta Hollywood. Se subieron en un autobús que atravesaba América y, cuando iban por alguna interminable llanura del centro del país, hablando entre ellos en catalán, se les acercó un viajero y les preguntó, en un catalán un poco raro, mal pronunciado, de emigrante:
—Perdonen, les he oído hablar. Ustedes deben de ser catalanes...
—Sí —respondieron sorprendidos—, y usted también debe de serlo...
—No, yo ya nací aquí.
—Pues su padre...
—Mi padre era turco.
Era una lengua antigua, con palabras arcaicas y un acento imposible. Al parecer aquel hombre les explicó que era descendiente de judíos expulsados de Cataluña en el siglo XV que habían mantenido el catalán. Su padre aún lo hablaba, él prácticamente lo había olvidado. La existencia de este judeocatalán es muy discutida. En pleno siglo XX, negada. Quizá aquel hombre fuera la excepción. Quizá a base de que Frederic Larreula repitiera la historia, fue adaptándose. Quizá fuera una confusión entre catalán y ladino, que para un americano resultarían ambos parecidos al castellano, pero no exactamente castellano moderno. Quizá el hombre les preguntara si eran españoles y después, en la memoria, la pregunta se transformó en si eran catalanes. En cualquier caso, la lengua. La lengua como memoria, como fósil, como comunidad. Del hijo de unos turcos en América. Del señor Larreula, de Barcelona.
GALERÍA FAMILIAR. ESTRELLA JERUSALMI
Luis Bassat no llegó a conocer a su abuela paterna, Estrella Jerusalmi, muerta en Barcelona al poco de empezar la guerra, el mes de octubre de 1936, antes por tanto de la boda de su único hijo, José Bassat, con Yolanda Coen. De hecho, José y Yolanda no se habían casado antes, pese a estar prometidos, porque Estrella estaba enferma y su ilusión era asistir a la boda de su hijo. Esperaban que se recuperara, pero el cáncer seguía avanzando. Murió a los cincuenta años y su hijo se casó después del luto. El viudo de Estrella, Samuel Bassat, solo vivió tres años más que ella, tres años de guerra, entre la muerte de ella, en 1936, y la suya, en 1939. Samuel ya era viudo cuando se casó con Estrella en Estambul, y se llevaban dieciséis años.
Queda poca memoria viva de Estrella Jerusalmi, por su muerte prematura en tiempos convulsos. Tengo delante una foto, que no sabría fechar: la relación entre la edad y el aspecto en aquellos tiempos no tiene nada que ver con la de ahora. Sobre un fondo difuminado, nublado, se ve el rostro redondo de una mujer joven, corpulenta, como un cuadro novecentista de Joaquim Sunyer, con pequeñas ondulaciones en el cabello, no muy largo, y sobre todo con unos pendientes alargados y brillantes. La expresión del rostro es muy viva. Los labios bien perfilados, que no llegan a sonreír, son serenos e inmóviles, tranquilos. La expresión la dan los ojos, con una ceja ligeramente levantada, como quien interroga con curiosidad, observa con perspicacia y quizá, quién sabe, con algo de ironía. La nariz, recta. La forma de la cara, simétrica y plácida. Una dama mediterránea, clásica. Muy alejada de las caricaturas de judíos, aguileñas y exóticas, que ya popularizaba el antisemitismo de la época. Estatuaria latina, retratos de matronas en mármol, de tiempos del Imperio Romano de Oriente, pero más imperio que Oriente; como los rostros de jóvenes novecentistas de Josep Clarà o de Aristide Maillol, peinadas igual que Estrella. La naturaleza, y la fisonomía, imitan el arte.
Los regresos a Sefarad. Hay historias individuales de regresos de todo tipo, con todo tipo de calendarios, con todo tipo de objetivos. Los hay que parecen construidos para afirmar los tópicos, o para confirmarlos. Isak Andic Ermay, el fundador de Mango, que nació en Estambul, en el seno de una familia sefardí, llegó a Cataluña en los años sesenta —un regreso a Sefarad— y actualmente es el catalán más rico. Inició su negocio al volver de unas vacaciones con dos camisas que se había comprado fuera y las vendió por el doble de lo que le habían costado. Y a partir de ahí, tiendas y más tiendas, después de la que creó con su hermano Nahman Andic en el paseo de Gràcia. Una historia que parece construida con la materia de los tópicos: el regreso triunfante a Sefarad, la competencia económica de los judíos, su instinto para la riqueza y el dinero, la capacidad de vender de los sefardíes, el sueño catalán, la Barcelona de la gran promesa donde alguien que ha llegado hace poco se convierte en el catalán más rico. ¿Tópicos? A la vida muchas veces no le importa nada parecerse al tópico. La vida no tiene tantas manías como la literatura...
(Aquel cuento de Salvador Espriu que habla de Eleuteri, un joven al que le pilla una máquina mientras trabajaba... Y Salom de Sinera explica la historia hasta que le interrumpe Pulcre Trompel·li, el novecentista irónico cargado de sentimentalismos, que le endilga: «Bueno, sí, el tópico del obrero honrado, del señor canalla, de la madre en la miseria. Sigue mi consejo, no hables más de Eleuteri... Y Salom de Sinera se resigna: y como Pulcre tiene razón, te he de decir el último adiós, honrado, bondadoso, trabajador Eleuteri, querido amigo. Es necesario que no hable de ti, porque eres un tópico. Pero ¿recuerdas cómo corríamos empapados de sol, bañados en sudor, persiguiéndonos por los arroyos, por entre los cañaverales, hacia la playa? Y no hablaré más de ti, perdóname, porque Pulcre Trompel·li ha dicho que eres un tópico. ¿Y, sabes? Tú no lo entenderías, pero Pulcre Trompel·li tiene razón».)
Seguramente Pulcre Trompel·li nos aconsejaría eliminar este comentario tan modesto y tangencial de la historia de Isak Andic; qué bonito sería conocer su salida de Estambul, el viaje de las camisas, la primera tienda, los fracasos, las nostalgias... Pero todo eso debe de ser un tópico. O más de uno: el tópico del judío, el del sefardí, el tópico de Cataluña. Y Pulcre Trompel·li nos diría que, aunque estén llenos de vida, tenemos que evitar los tópicos, «Hélas, hélas, la bêtise humaine...».
Los regresos a Sefarad. Historias de todo tipo. Se me ha pinchado una rueda y viene una grúa a ponerme una de recambio, provisional. Al señor de la grúa le digo que me da vergüenza cómo tengo el coche, lleno de libros tirados por ahí.
—No se preocupe. A mí no me asustan los libros, yo les tengo cariño. Leo mucho. Y escribo...
Mientras cambia la rueda, como en el poema de Brecht, Ricardo Jiménez Núñez me explica que escribe haikus y tankas, sobre todo; leyó mucha poesía del 27 español, Lorca por encima de todos, pero también Cernuda y Guillén. Del otro Guillén, de Nicolás, aprendió los ritmos populares a la cubana, y ha escrito letras para bachatas y merengues. Ahora compone himnos evangélicos —su esposa dominicana se lo ha llevado a la Iglesia evangélica—, y también impresiones de paisajes e historias familiares.
—Tengo mucha historia. Mi abuela era una judía sefardí de Tánger, se llamaba Pérez, que se casó con un gitano (que era gitano lo supo después). Vivieron en Tánger y Casablanca. Yo soy de La Línea de la Concepción. Mi padre trabajó muchos años en Gibraltar, cuando aquí había miseria y allí tenían de todo. Una prima de mi abuela, judía sefardí, murió en un campo de concentración nazi, porque la acusaron de ser espía de los judíos... Mi abuela y mi abuelo no lo decían, que eran gitano y judía, porque en tiempos de Franco los perseguían. Yo lo he sabido mucho después, cosas que me explica mi padre... Y después cosas de Haití o de la República Dominicana, por parte de mi mujer.
Con las manos ennegrecidas de grasa de la rueda, Ricardo Jiménez Núñez me apunta alguno de sus poemas. Los himnos evangélicos son en castellano. Tiene algún haiku en catalán, añade una tanka en francés, otra en gallego. Incluso un pequeño poema, un haiku, en caló, la lengua de su abuelo:
Acais junando
rachí sillela romí,
chivé sonacai.
Me dice que significa:
Los ojos que miran:
la noche es mujer;
el día, oro.
Es otro regreso a Sefarad, desde Tánger, el tiempo del Protectorado, los sefardíes que hablaban haquitía, el mito de Casablanca y de Tánger. (Pulcre Trompel·li también les diría que todo eso es un tópico. En las antípodas del de Andic, aquí el gitano y la judía, el mundo bohemio y mítico, los poemas en caló con una pincelada de Lorca. También tendría razón Pulcre. Siempre puede tener razón, siempre se lo puede cargar todo, en todas partes se pueden encontrar y denunciar tópicos. Pero yo le doy la mano al amigo Ricardo Jiménez, que ha venido con la grúa, que me ha escrito unos poemas en el reverso de una factura, que me ha hablado de su abuela sefardí de Tánger, que volvió a Sefarad. Lo siento, Pulcre...)
¿Regreso de los sefardíes a Sefarad? Imposible. Todos los regresos son imposibles, porque el lugar al que querías volver ya no existe. Porque el mundo que has dejado atrás ya ha desaparecido. Dos veces: el que te llevaste en la memoria se va distorsionando con el tiempo, las cosas se amplifican y se reducen, como en el juego del teléfono de nuestra infancia: cuando un grupo repetía algo siete veces, una tras otra, a la oreja de alguien, la última versión ya no se parecía en nada a la primera. Desaparece, pues, el mundo que te llevas. Desaparece el mundo que se queda. Los sefardíes no podían regresar a Sefarad, porque Sefarad ya no existía. Quizá no hubiera existido nunca, tal como existía en el recuerdo. Y, además, los sefardíes tampoco pueden volver al mundo donde fueron sefardíes, a Marruecos o a los Balcanes, a Corfú o a Esmirna, a Salónica o a Estambul, porque también estos mundos han desaparecido. Ya no existen. Siempre podemos irnos. Pero nunca podemos volver. Porque el mundo del que salimos ha dejado de ser cuando salimos. (Solo queda la lengua, si es que queda alguna cosa; no el mundo, las palabras que utilizamos en su día para hablar de él.)
Cuando era joven, iba a ver a Agustí Bartra y Anna Murià a su casa de la calle Avinyó, en el barrio del Segle XX, en Terrassa, después de que hubieran vuelto de su exilio mexicano, donde les había llevado la guerra. No habían pasado quinientos años, como en el caso de los sefardíes. Solo cuarenta, pero era lo mismo. Agustí y Anna no volvieron a Cataluña. Fueron a Cataluña. No podían volver a la Cataluña republicana de su juventud, porque ya no existía. Quizá por eso fueron a parar al barrio del Segle XX de Terrasa, como los sefardíes vinieron a Barcelona: porque aún no existía cuando se fueron, porque era un lugar visiblemente nuevo, actual, donde no quedaba ni el espejismo de un retorno, del cierre de un paréntesis. Habían venido a un mundo nuevo donde se hablaba la misma lengua del mundo que habían dejado. (Y tampoco era el mundo que habían querido conservar en el exilio. Algunos hijos de exiliados, nacidos ya en México, me explicaban, al llegar por primera vez a Cataluña, que les había sorprendido porque no era tal como lo explicaban sus padres. Recordada desde México, en Cataluña los granos de uva eran como melocotones, los melocotones como melones y los melones no se podían ni describir de lo grandes que eran. Después, todo es como es. En Cataluña y en Sefarad.)
En la particular diáspora de los hermanos Bassat Strumza, nacidos en Bulgaria, fugitivos de Estambul, Enrique escogió Hamburgo (después de que Alberto escogiera Barcelona y de que Aquiles se fuera a México). Enrique debió de irse a Alemania a principios de los años veinte. No se fue solo. Aquellas migraciones no eran de jóvenes casaderos, a ver si encontraban una buena chica judía, de buena familia, de los nuestros. Se iban casados y con hijos, o por lo menos así se fue el tío Enrique, como lo haría también su hermano Samuel con destino a Barcelona. Enrique se había casado en Constantinopla con Rosa Asseo, judía de Edirne, el nombre turco de Adrianópolis, prácticamente en el punto de encuentro entre Turquía, Grecia y Bulgaria, el centro de aquel mundo sefardí de los Balcanes, entre el Danubio y el mar. Enrique y Rosa no tuvieron hijos, pero debieron de partir hacia Alemania acompañados de una parte de la familia: siempre tuvieron cerca a Moisé Bassat, hermano de él, y a José Asseo Eskenazi, hermano de ella, socios o empleados en las empresas que fueron creando. Un núcleo de sefardíes en Alemania.
El primer destino de Enrique y familia en Alemania es Hamburgo, donde él funda una empresa en 1922. Tres años más arde ya están en Ohligs, en Solingen, aunque algunas temporadas también reside en París... Solingen no debe de ser un destino casual: es la ciudad del acero. Está cerca de Düsseldorf, en Renania del Norte-Westfalia, y no es una ciudad muy grande, más pequeña que mi Terrassa, especializada desde siempre en el acero, en navajas y espadas, maquinillas de afeitar y tijeras. No hay una gran siderurgia. Hay multitud de pequeñas fábricas de utensilios también relativamente pequeños, domésticos. Desde los tiempos de las viejas artesanías medievales, existen las espadas de Solingen, cerca de un molino de agua. La gran marca alemana de navajas y cuchillos. En Barcelona, en la cuchillería Roca de la plaza del Pi, «Casa de Confianza, especializada en aceros», aún hay un enorme cartel en la fachada donde pone Solingen-París-Barcelona. Un topónimo de confianza, la industria alemana, sólida y resistente, duradera. Un cartel, el de la cuchillería Roca, modernista y solemne, que parece la historia de la misma familia Bassat: fundarán una empresa de hojas de afeitar en Solingen entre dos hermanos, Enrique, con domicilio en aquel momento en París, Avenue de la République, y Alberto, entonces con domicilio en Barcelona, rambla de Catalunya, 120.
Por eso debieron de ir allí Enrique Bassat Strumza y familia. Hacia 1926 pone en marcha toda una serie de operaciones mercantiles que al final acaban desembocando en la creación de una empresa de producción y exportación de hojas de afeitar. También de cuchillos de bolsillo, navajas y tijeras, con una marca para armas blancas. Sobre todo hacían hojas de afeitar de acero. Una industria de moda: las maquinillas de afeitar se habían inventado a finales del siglo anterior, el señor Gillette las había perfeccionado con la cuchilla de acero y la Primera Guerra Mundial las había popularizado en todos los frentes. Así pues, en 1926 fundan la empresa Albert & Heinrich Bassat, con domicilio social en Solingen. Son accionistas los dos hermanos. Enrique, primero desde París y después desde el mismo Solingen, y Alberto. Fabrikat v. Rasiercreme und Rasierlingenfabrik.
Alberto participa en la sociedad desde Barcelona. Y la familia envía a Solingen al padre de Luis, José Bassat, destinado a ser el heredero de la empresa: el tío Enrique no tiene hijos con su primera mujer, Rosa Asseo. Por allí circula también el cuñado, Josef Asseo, apoderado de la empresa. Tienen una de las muchas empresas de hojas de afeitar que hay en Solingen, con una larga lista de marcas propias: Bassatis es la más conocida, pero hay muchas más: Bonzo, Mickey Mouse, Orion, Known the World Over, Shavex, Transco... Mientras tanto, Enrique Bassat va presentando a la oficina de patentes de Solingen —pero también a la de Londres— un montón de ideas propias: una propuesta para envolver las hojas de afeitar, una máquina de seguridad para destruirlas, una para grabarlas, otra para optimizar la fabricación sobre una cinta de acero... Deben de ser buenos tiempos para el negocio.
No sé si también lo son para la familia. A principios de los años treinta, ya con la crisis, José Bassat se va a Barcelona. No le gusta lo que ve en Alemania. En 1934 muere la esposa de Enrique, Rosa Asseo. La entierran en el cementerio judío de Solingen. Aún hoy se puede leer su lápida, en francés: «Rose, elle a vécu ce que vivent les roses, l’espace d’un matin». Tenía treinta y ocho años. La lápida ha sobrevivido a los incendios y a las profanaciones que empezaron cuatro años más tarde: la mayor, la de la Kristallnacht de 1938, cuando las SA y las SS profanaron algunas de las tumbas del cementerio judío de Solingen. Enrique se volvió a casar relativamente pronto con Emile Heinermann, quizá fuera de Solingen; no era judía. Aún eran buenos tiempos para la empresa. La fábrica de Solingen, con Enrique al frente, se situó en el centro de toda una red de empresas de hojas de afeitar que la familia Bassat fue expandiendo por todo el mundo, desde Alemania a Brasil, Francia, Inglaterra, Turquía, México y Canadá. Y también a Barcelona.
Todo iba muy rápido. En diez años había pasado prácticamente todo: la creación de la fábrica, el éxito, la muerte de la esposa. El exilio. Las profanaciones. El puente entre Solingen y Barcelona, de ida y de vuelta. La calma. El inicio de la tormenta.
Hay una foto de los hermanos Bassat Strumza, hecha probablemente en Constantinopla, antes de que empezara su particular Big Bang por toda la Tierra. Posan como cuatro mosqueteros modernos, con sus mostachos turcos, de principios de siglo, y todos parecen cortados por el mismo patrón y en todos se reconocen fragmentos de las facciones de Luis Bassat, no solo en su abuelo Samuel. Parece ser que la fotografía es de 1916, en plena Gran Guerra. Sea en Constantinopla o en Viena, que es otra posibilidad, en cualquier caso está hecha en una capital en guerra. Son jóvenes, en edad de ser movilizados. ¿Lo estaban? Es una fotografía curiosa, porque no es de una familia, sino de cuatro hermanos. Sin el padre ni la madre, que estaban vivos. Solo de cuatro, cuando eran unos cuantos más: faltan las dos hermanas, que quizá ya se hubieran casado, y dos de los hermanos: Aquiles, que en 1919 aún estaba en Viena, y Alberto, que quizá ya se hubiera marchado.
Cuatro hermanos. ¿Por qué estos cuatro? Quizá sean los que aún quedan en Turquía. Como si formaran una especie de equipo. Es una composición, un retrato colectivo de estudio, de retratista podríamos decir. Pictórico. Dos de los hermanos están sentados, Jacques y Moisé, este en una posición central. No saben qué hacer con las manos. Dos están de pie: Samuel —el abuelo de Luis— y Enrique, que se irá a Alemania y allí iniciará el negocio familiar de las hojas de afeitar. Los mayores, detrás, presiden pero no protegen. Tampoco saben qué hacer con las manos, las dejan caer a los lados del cuerpo. Todos van muy arreglados, a la manera occidental, con corbata, bien peinados. Trajes oscuros, los puños de las camisas sobresaliendo unos centímetros de las mangas de las americanas, impecables. Una foto burguesa. Se adivinan unas formas geométricas detrás. Como una foto de exploradores antes de salir de expedición. O de conquistadores del mundo, antes de repartirse por todos los caminos de la Tierra. O de chicos de casa bien antes de ser llamados a prestar el servicio militar. La mitad de los que están —Samuel y Jacques— y uno de los que no está —Alberto— están enterrados en Barcelona. Enrique en Israel, en Tel Aviv. Moisé en Solingen, el primero que murió, en 1934, el único que no vivió la tragedia, aunque sí vio cómo fermentaba.
Esta es una historia de gente que se va. De viajes y de viajeros. El siglo de la familia Bassat podría ser una ilustración de la historia eterna del judío errante, condenado a vagar por toda la Tierra por siempre jamás. Pero ¿es de verdad una condena? A veces sí. Hay miembros de la familia Bassat que se van porque los persiguen o porque el lugar donde vivían se ha vuelto hostil, inhóspito. Los Coen abandonan Corfú porque ha habido un pogromo. Y los Bassat de Estambul porque se juegan la vida. Y los Romano de Trieste a Florencia porque Trieste ha sido anexionada al Reich. Marcharse porque te persiguen, porque te quieren matar, porque te hacen la vida imposible.
Pero muchos de los judíos errantes de la familia Bassat, de Manchester a Australia, de Solingen a Barcelona, se van porque quieren. Buscando, no huyendo. Algunos, en contra del consejo paterno o el sentimiento materno, rebelándose, porque buscan horizontes nuevos, mejores. Otros por afán de aventura, por ganas de volver a empezar, de volver a nacer, como si dijéramos. Hay gente que huye y gente que busca. Raramente hay regresos, en el sentido estricto. Sefarad no es exactamente un retorno, es una oportunidad nueva: no hay una aliyá en Sefarad, hay unas ciudades —sobre todo Barcelona— que encarnan un mundo emergente, nuevo. Ni siquiera Israel es estrictamente un regreso. Es un inicio.
Si fuera una condena, diríamos que se tienen que ir de todas partes porque en ningún sitio los quieren. Eso solo es verdad en parte. Así que quizá no sea una condena, sino una inquietud, una fuerza motriz. Es lo que dice Edmond Jabès cuando explica por qué no ha ido a vivir nunca a Israel, pese al gran cariño que le tiene: por una vocación de desarraigo.
Tengo la impresión de no tener existencia más que fuera de toda pertenencia. Esta no pertenencia es mi propia sustancia. Quizá no pueda hacer otra cosa que expresar esta dolorosa contradicción: aspiro como todo el mundo a un lugar, a un hogar, y al mismo tiempo no puedo aceptar lo que se me ofrece. Esta negativa no es, hay que entenderlo, una actitud deseada, sino una disposición profunda contra la que lucho y que, naturalmente, intento vencer. Esta no pertenencia, por la disponibilidad que me da, es también lo que me acerca a la esencia del judaísmo y, en general, al destino judío.
No querer tener arraigo a la tierra. Las raíces son a la tradición, al libro, a la familia, a las palabras. No raíces físicas que te inmovilizan.
Tratar las ciudades como Don Juan trataba a las mujeres: yendo de una a otra, sin querer vincularse a ninguna. Se ha teorizado mucho sobre Don Juan. ¿A lo mejor no se detenía en ninguna mujer porque no le convencían? ¿Por qué no le convencía ninguna? ¿Por qué ninguna podía competir con la mujer ideal, idealizada, inventada por la imaginación, quizá cocinada con el recuerdo de la propia madre? Como le pasa al Solal de Albert Cohen (el primo de Corfú). ¿Quizá porque era incapaz de querer a ninguna de verdad, más allá de la madre? ¿Quizá porque exigía de todas el amor incondicional que solo la madre le podía ofrecer? A lo mejor Don Juan hace con las mujeres lo que el judío errante hace con las ciudades. La resistencia al arraigo, de la que habla Jabès con orgullo. Saltar de una a otra. Quererlas mientras duran. Olvidarlas cuando se va. Tenerlas en la memoria, como una lista: «Madamina, il catalogo è questo...». ¿Quizá porque no encuentra nunca su ciudad, la ciudad ideal, la Jerusalén eterna, la ciudad madre? ¿O porque en el fondo las ciudades, los espacios, no le interesan? (¡Cuántos escritores judíos hay, y qué pocos arquitectos!)
Debía de ser justo al inicio de la década de 1930. Samuel Bassat, abuelo de Luis, ya había llegado a Barcelona, en 1929, para ver máquinas nuevas que podían servir para fabricar hojas y navajas de afeitar. Alberto Bassat trabajaba para la empresa de Jindřich Waldes en Barcelona, que hacía artículos de mercería a escala industrial en una nave del Poblenou. Enrique Bassat tenía una empresa en Solingen, Alemania. Entonces deciden crear una empresa en Barcelona, en unos terrenos al lado de la fábrica de Waldes. La fundan desde Barcelona Samuel y Jacques Bassat. Son socios Alberto —que sigue con Waldes, quien quizá pone dinero— y Enrique, desde Alemania. Unos años más tarde se añadirá, como ejecutivo, José Bassat, el hijo de Samuel, que ha ido conociendo el negocio en Solingen.
La de Barcelona es una empresa familiar, la llevan entre todos. Quizá especialmente Samuel, aunque el nombre a principios de los años treinta es E. Bassat. Fábrica Española de Hojas de Afeitar. Años después pasará a ser Bassat, S. A., y el subtítulo se alargará y se enriquecerá: Fábrica Española de Hojas, Maquinitas de Afeitar, Tijeras, Pinzas, Navajas, Formones, Guillames y Artículos de Forja. Hacen sobre todo dos marcas de hojas de afeitar: Iberia, la más famosa, y Sevillana. Subrayan siempre que la fábrica es española, pero al mismo tiempo hacen gala de su origen alemán:
Aprovechando la experiencia de fabricación en nuestras casa de Alemania, Solingen-Ohligs, podemos garantizar la perfección y calidad de esta navaja, fabricada con el mejor acero por técnicos especializados, así como cuidadosamente controlada y revisada varias veces durante su fabricación, antes de ser embalada. Se ofrece al público con la absoluta seguridad de su perfección y completamente lista para su uso.
Perfección: se menciona dos veces. Y garantía alemana. Un artículo sólido, solvente. Ves las navajas y las cuchillas de afeitar y tienen ese aire germánico de una cosa bien hecha, sobria, resistente. La fábrica de Barcelona era un reflejo de la de Solingen, hermana de las que los Bassat iban abriendo por el mundo.
La de Barcelona también fue bien. En 1936, la fábrica de Poblenou tenía trescientos trabajadores e iba como una seda. Como la de Alemania. Entonces empezó, aquí, la guerra. Y allí la guerra ya se veía venir.
Bassat S. A., Barcelona, fue la primera que hizo anuncios por radio del producto estrella, la hoja de afeitar Iberia. Había otras, como por ejemplo la Sevillana, con una manola con un clavel colorado en el pelo y una guitarra en las manos, un Romero de Torres de estar por casa. Iberia era la marca más conocida: yo las había visto por Canet, en casa de mi abuelo Artur, con un león en el envoltorio de papel que llevaba la hoja de acero entre las patas delanteras, rampante, sobre un fondo azul intenso y negro, era la versión de lujo. Diría que también las había sin estrenar, cuando ya no se usaban. En los años treinta, la familia Bassat radiaba una canción promocional de su primera marca.
Dos cosas yo pediría
al galán que me quisiera:
que se afeite cada día,
pero con la hoja Iberia.
Hoja Iberia,
la mejor del mundo entero.
Hoja Iberia,
solo a ella yo prefiero.
Hoja Iberia
deja el cutis suave y fino.
Hoja Iberia,
yo con ella soy feliz.
Gracias o no a la publicidad, Iberia era la marca mejor situada y Bassat la empresa local con más salida. Años
después, en los sesenta, Luis Bassat (clandestinamente, escondido tras un seudónimo) ganó un concurso que convocaba su propia familia para los anuncios de Filomatic. En el anuncio de televisión, Gila —famoso por sus monólogos telefónicos— explicaba en quince segundos, «agente Gila llamando a la gente», que tenía el secreto para el buen afeitado.
Filomatic afeita acariciando, muchas, muchas veces... y da un gustirrinín....
Treinta años y muchas guerras después, el mundo iba más al grano. Directo. Menos barroco. Quizá más simple. Y más a su aire. Cada uno a lo suyo. En los años treinta, afeitarse bien suave para complacer a la novia. En los sesenta, por el propio gustirrinín.
Cada día, para ir al trabajo, paso al menos una vez por la calle dels Àngels, en Barcelona, entre la calle del Carme y Peu de la Creu. En el número 16, hace unos años había una placa donde decía «En este edificio, Isaac Carasso fabricó el primer yogur Danone del mundo. Barcelona, 1919-1994». La placa ya no está, pero aún se ven las marcas. La quitaron los vecinos, porque pidieron permiso al Ayuntamiento para poner un ascensor y se les denegó; como venganza, decidieron quitar la placa. Por otra parte, hay quien dice que la casa de los Carasso estaba algo más allá, hacia la calle del Carme, en el número 1, en la esquina. En cualquier caso, en este trozo de la calle dels Àngels, Isaac Carasso montó su laboratorio —así lo llamaba— para hacer yogures de una manera artesanal, pero con vocación de industria, como los que había aprendido a hacer siguiendo la fórmula búlgara, y les puso el nombre de Danone porque a su hijo pequeño, que se llamaba Daniel, en casa lo llamaban Danon.
La familia Carasso provenía de Salónica. Sefardíes como los Bassat. De hecho, en Barcelona ambas familias se trataron mucho, fueron y aún son muy amigas. Hay una versión novelada de la historia de la familia, llena de anécdotas —¡la coincidencia involuntaria de un Carasso y de Himmler en el comedor del Ritz de Barcelona, en plena guerra europea!—, que se llama El olivo que no ardió en Salónica. Una historia marcada también por el mito del regreso a Sefarad: de Salónica a Barcelona pasando por Suiza, en 1916. Isaac Carasso era un hombre viajado, culto. Había conocido las propiedades del yogur en sus viajes al norte de Bulgaria —la zona donde vivían los Bassat— y parecían realmente milagrosas: en los primeros anuncios de yogures salía el dibujo de un hombre vestido a la oriental con un pie que decía «Turco de 117 años. Anatolia». Su extraordinaria longevidad era el efecto de las propiedades de la «leche cuajada búlgara, alimento vigoroso, desinfectante intestinal» que producía «salud, belleza, juventud y larga vida».
Con estas propiedades, los yogures y kéfires del señor Carasso tenían que tener éxito a la fuerza. Él había hablado en sus viajes a París con médicos prestigiosos, y también en Barcelona los médicos lo recomendaron. Los distribuía con los carteros, medio de extranjis, en tranvía, por las farmacias. Hacía pocos, en botes de porcelana. Danone se convirtió en un imperio. Con los Bassat, se establecen vidas paralelas. Vienen del mismo sitio, prácticamente, en la misma época: el antiguo Imperio Otomano, el mundo sefardí que habla ladino y que vive entre el Danubio y Estambul, con Salónica como gran capital judía. Vienen a Barcelona, donde fundan sus empresas. Todo pasa en una ciudad relativamente pequeña, entre el Raval y el principio del Eixample. Tienen mentalidades innovadoras, europeas. Han salido de un mundo viejo no para volver a un mundo aún más viejo, a la memoria de Sefarad, sino para llegar a un mundo nuevo, emergente, la ciudad de los prodigios. Un Raval efervescente, de fábricas y de talleres entre conventos, de casas bajas y palacios antiguos entre patios como claustros. La huida de un mundo balcánico siempre en erupción. Un viaje hacia el futuro, la industria, la Barcelona modernista. (Ya que estamos, existe una leyenda. Dicen que a Antoni Gaudí le gustaba mucho el yogur. Compraba muchos, para mezclarlos después con frutas. Eran los de envase de porcelana, los que fabricaba desde 1919 la familia Carasso. Gaudí se los llevaba al estudio, dentro de las obras de la Sagrada Familia, donde concebía su proyecto de templo expiatorio. No se los comía todos de golpe. Los tenía allí sin refrigerar, unos cuantos días, y cuando se los comía ya les había salido algo de verdín, de moho. Según los trabajadores de las obras, eran estos hongos, supuestamente alucinógenos, los que le dictaban al arquitecto las formas oníricas y redondeadas que iba tomando su catedral. La Sagrada Familia sería, según la leyenda, un producto de los efectos secundarios del yogur. Gaudí, la Sagrada Familia, Danone. Toda Barcelona en un mismo paquete legendario.)
La familia Bassat, propietaria de E. Bassat. Fábrica Española de Hojas de Afeitar, dirigió con fecha 18 de junio de 1931 una carta a Francesc Macià, presidente de la Generalitat de Catalunya desde finales de abril, con una petición formal: la de hacer una hoja de afeitar con la efigie de Macià, acompañada de la bandera catalana y de la federal, para ponerla inmediatamente a la venta. En esos momentos, la figura de Macià, l’Avi («el abuelo»), es un mito que está por encima de la política en Cataluña, una figura familiar y entrañable: un antiguo coronel del ejército español que ha dejado la carrera militar para implicarse a fondo en la reivindicación catalanista. Un hombre mayor, moriría el día de Navidad de 1933, pero solemne, elegante, con buena planta, de corbata y chaleco, con un bigote característico, con las mejillas y la barba bien rasuradas. Un señor. Un buen modelo para una hoja de afeitar.
La carta de la familia Bassat, en un catalán refinado, algo artificial y con algunas pequeñas incorrecciones ortográficas —nada extrañas ni escandalosas en un momento en que nadie había aprendido catalán en el colegio— es un retrato perfecto de la retórica seductora de la familia Bassat, publicitaria, con vocación persuasiva; una prueba de su empuje comercial y de su sentido de la oportunidad. Gente espabilada. Una familia que se dedicaba a fabricar, pero que pensaba en cómo vender. Está escrita en papel de la empresa, con la imagen de un caballero muy bien vestido que lleva en las manos una hoja de afeitar Iberia («la mejor hoja de afeitar»), rodeado de las dos grandes marcas de la casa, Iberia y Sevillana.
He sabido por la prensa diaria el gran interés que tiene por aliviar la triste situación por la que atraviesan los trabajadores afectados por el paro forzoso y de su petición de ayuda a los industriales. Me permito ofrecerle una muy eficaz con los artículos de esta su casa. Ruego se digne a autorizarme a estampar su tan venerable efigie en una marca de hoja de afeitar de producción y elaboración netamente catalana. Esta hoja sería producida con la calidad superior que hago, según muestras que tengo el placer de adjuntarle. Las hojas que produce esta fábrica son superiores a todas las que se encuentran actualmente en el mercado, tanto nacionales como extranjeras, pese a venderlas a un precio más reducido.
Una vez hecha la petición, los Bassat pasan a la oferta, y a su justificación:
El precio que se fijará para su marca será inferior a todos los actuales y se destinará un diez por ciento del importe del consumo a engrosar la suscripción abierta en esta dignísima Generalitat a favor de los obreros sin trabajo. Es el artículo de hojas de afeitar de un consumo muy elevado y continuo, montando a muchos miles de pesetas, lo que reportaría un ingreso sucesivo y ascendente de esta Caja, cuanto más se extendiera la marca. Por mi parte me comprometo a hacer todo tipo de reclamos y por todos los medios, para lograr que se venda como ninguna otra. No es el beneficio comercial lo que me induce a hacerle esta propuesta, ya que mis marcas registradas me reportarían mucho más; sino para contribuir a su humanitaria iniciativa y no en concepto de caridad, sino en una parte del beneficio que de derecho les toca. Me complace decirle que su efigie irá acompañada de la bandera catalana y de la federal. Luis Bassat me pasa con una sonrisa de publicitario (cálida, como quien te enseña la redacción escolar de un hijo espabilado) el texto de esta carta, toda una época, toda una mentalidad. La firma Enrique Bassat. Y lo mejor de todo es que eso se lo creían; era una táctica comercial, pero eso de la ayuda a los trabajadores se lo creían, era verdad. Eran verdad las dos cosas a la vez. Como era verdad esa capacidad de adaptación de los Bassat, de tantos judíos diaspóricos, esa comprensión inmediata de las reglas del juego de cada lugar, esa tenacidad en el empezar una cosa y luego volver a empezar de nuevo.
No sé qué respondería Francesc Macià. No creo que se fabricaran nunca esas hojas de afeitar Macià. Si se hubieran hecho, mi abuelo las habría comprado, estoy seguro. No quedaría ninguna en casa, porque al final de la guerra habrían tenido que destruirlas o esconderlas (como los libros en catalán, o los ejemplares de La Humanitat, el diario de Esquerra Republicana). Pero quedaría la memoria.
Provença, esquina con Balmes. Todos los testimonios de los judíos barcelonenses de antes de la guerra que ha recogido Martine Berthelot en su libro, imprescindible, Memorias judías, hablan de la sinagoga, de la comunidad, del edificio comunitario, con esta expresión, convertida en nombre: Provença, esquina con Balmes. No una dirección, en el sentido estricto, Provença, 250. Una esquina, un chaflán. Una casa con jardín que se había acondicionado para que hiciera de sinagoga: una para los sefardíes y otra para los asquenazíes, pero todos de la misma comunidad. Una casa donde se organizaban bailes en el jardín para el Purim, en la que se rezaba, se discutía y se celebraba. Los que la vieron la recuerdan luminosa, acogedora, preciosa. Quizá no lo fuera tanto. Quizá no fuera más que un piso y un sótano, un par de salones. También un jardín. Sobre todo un jardín. Siempre hay un jardín, en la memoria, antes de la catástrofe. El jardín de los Finzi-Contini, de Bassani. El jardín de los cinco árboles de Espriu. El jardín de Espejo roto, de Rodoreda.
Antes de Provença, esquina con Balmes, los judíos de Barcelona alquilaban un cine o un hotel para sus fiestas y encuentros. No era un espacio fijo, un lugar para la memoria. El primero fue aquella casa con jardín, que algunos evocan como un espacio inmenso, quizá porque eran pocos. Había un comité, una biblioteca. Los chicos celebraban allí la bar mitzvá. Había rabinos. Y cuando no, jazanes. Y judíos dispersos, venidos de todas partes. Una comunidad tolerada, no siempre legal. Manuel Coen, abuelo materno de Luis, era el tesorero.
El jardín de Provença, esquina con Balmes, es el jardín perdido de muchos de los que vinieron o regresaron. Eljardín que ha permanecido en sus memorias, donde siempre es verano y donde aún están vivos los que murieron. El jardín de los atardeceres y de las fiestas. Cuando estalló la guerra, los judíos de Barcelona, en zona republicana, decidieron cerrar la sinagoga. No a causa de ninguna prohibición, sino porque veían cómo ardían iglesias y conventos. Por si acaso. No eran tiempos de persecución, pero sí de discreción. Y cuando entraron los nacionales, un grupo de falangistas entraron en Provença, esquina con Balmes, y destrozaron todo lo que encontraron. Pero esa es otra historia. La tormenta sobre el jardín.