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Vicente Blasco Ibáñez
EL PRÉSTAMO DE LA DIFUNTA
EL MONSTRUO
I

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Durante una semana, de cinco á siete de la tarde, el «todo París» de los té tango y los tés donde simplemente se murmura habló con insistencia del casamiento de Mauricio Delfour – heredero de la casa Delfour y Compañía, 250 millones de capital – con la bella Odette Marsac, nieta de un parlamentario célebre y casi olvidado que había sido candidato dos veces á la presidencia de la República.

El matrimonio de un rey de la industria con una princesa republicana no es un suceso extraordinario en la vida de París, y sólo da motivo para media hora de conversación. ¡Pero estos dos eran tan interesantes!…

Él había cruzado muchos ensueños femeninos como la personificación de todas las gracias y sabidurías humanas: copa de honor en carreras de jinetes chic, copa de honor en innumerables concursos de esgrima y tiro de pichón, copa de honor en la gran lucha de automóviles París-Nápoles. Su despacho iba tomando aspecto de comedor por el número de vasijas gloriosas que se alineaban sobre los muebles.

Ahora añadía á sus triunfos corporales cierto prestigio de hombre de ciencia, dedicándose á la aviación, volando casi todas las semanas, y frunciendo el ceño con aire misterioso cuando alguien hablaba en su presencia de problemas de mecánica.

Ella era Odette para sus amigas, la incomparable Odette, y para el resto del mundo mademoiselle Marsac, un nombre famoso, pues figuraba en todas las crónicas elegantes, en todos los estrenos, en todas las revistas de modas.

Los meditabundos y sublimes modistos de la rue de la Paix contaban con ella para lanzar en las grandes solemnidades de la vida parisién sus innovaciones de artista calenturiento. Su cuerpo incomparable hacía palidecer y suspirar á las mujeres: cincuenta y dos kilos de peso; un escote «ideal»; las clavículas marcando sus elegantes aristas como si fuesen un zócalo de la frágil columna del cuello; los omoplatos despegándose de la espalda lo mismo que alas nacientes; las piernas largas y casi rectas asomando tranquilas, sin miedo á la tentación, por el borde de la falda; una capa de substancia carnal repartida con parsimonia para recubrir solamente las rudezas del interno andamiaje; un cuerpo casi «aéreo», un pretexto para que los vestidos contuviesen algo en su interior y no se movieran solos. Y sobre este organismo supremamente distinguido un rostro alargado por el mentón en punta, con un pequeño redondel rojo, la boca; dos almendras enormes y negras, los ojos; dos tirabuzones sobre las orejas iguales á las patillas de un «toreador», y una torre de pelo mixto, con rizos propios y ajenos. La Venus moderna, tal como la adora en sus geniales ensueños un iluminador de figurines.

A principios de 1914, un nuevo sport había enloquecido á todas las gentes distinguidas de París y de las capitales de Europa y América que forman sus arrabales. El mundo decente movía las caderas bailando el tango. Y á la cabeza de esta humanidad «tangueante» figuraron Mauricio y Odette.

El se había encerrado con un profesor argentino, jurando á los dioses no volver á la luz hasta poseer esta nueva ciencia, como poseía las otras. Y una tarde empezó á recibir la admiración del mundo, moviendo sus acharolados pies con altos tacones, su talle encorsetado por el ceñido chaquet, su cabeza de brillante laca con el pelo rígido y echado atrás, bajo las lámparas eléctricas de un hotel de los Campos Elíseos.

Ella compartía la misma admiración en otro extremo de la escena, y los dos se buscaron con la atracción de dos astros que se presienten, con el irresistible impulso de dos afinidades electivas, para no separarse más.

Bailaron en adelante el uno para el otro. Imposible encontrar el ritmo sublime en brazos distintos. Y sin romper el misterioso silencio de la danza sagrada, mientras se contoneaban, graves y meditabundos, con todas las potencias intelectuales fijas en el movimiento de los pies, reconocieron los dos la necesidad de no perder la pareja para seguir bailando eternamente.

Así se amaron, así se casaron, y el «todo París» se levantó una mañana dos horas antes que de costumbre para asistir á una ceremonia nupcial adornada con la presencia de todos los poderosos de la industria y un sinnúmero de personajes políticos, amigos del abuelo de la desposada.

El amor idílico de los recién casados no ofrecía dudas. Mauricio había procedido como un verdadero enamorado, diciendo ¡adiós!, sin esperanza de retorno, á sus varias amantes, sacerdotisas de las más nobles artes: la comedia, la ópera y el baile. ¡Se acabaron las locuras! Su mujercita y los estudios serios nada más. Ella seguía coqueteando como antes, pero por costumbre, sin dar pretexto á osados avances, queriendo añadir á la felicidad del esposo el incentivo del peligro.

Habían instalado su dicha en el hotel de los Delfour, suntuoso edificio elevado por el primer millonario de la familia junto al parque Monceau, entre las viviendas de sus compañeros de riqueza y con la fachada posterior sobre el mismo jardín. La viuda Delfour se refugió en el último piso con los muebles de su antiguo esplendor, dejando libre el resto de la casa á su hijo y su nuera, para que ésta pudiese satisfacer sin obstáculo sus gustos decorativos.

Todas las fantasías é incoherencias del estilo bizantino-persa, incubado en Munich, hicieron irrupción en esta casa de salones rojos y dorados é imponentes sillerías del tiempo de Napoleón III.

Mamá Delfour, siempre vestida de negro, con el aire grave y reflexivo de una mujer que conoce el precio de la vida, presenció impasible las invenciones de la recién llegada: fiestas orientales que alborotaban el tranquilo hotel; tés danzantes; túnicas de lino transparente, estrechas como fundas y con enormes flores de realce, en las que encerraba su magra desnudez.

Como su hijo adoraba á Odette, ella se esforzó en justificar todos los caprichos y saltos de humor de la nuera. ¡Pobre niña! Se había criado sin madre, viviendo como un muchacho.

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