Читать книгу Canas y barro - Висенте Бласко-Ибаньес, Vicente Blasco Ibanez - Страница 3

Vicente Blasco Ibáñez
CAÑAS Y BARRO
III

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Cuando desistió el tío Paloma de la ruda educación de su nieto, éste respiró.

Se aburría acompañando a su padre a las tierras del Saler, y pensaba con inquietud en su porvenir viendo al tío Toni metido en el barro de los arrozales, entre sanguijuelas y sapos, con las piernas mojadas y el busto abrasado por el sol.

Su instinto de muchacho perezoso se rebelaba. No; él no haría lo que su padre; no trabajaría los campos. Ser carabinero, para tenderse en la arena de la costa, o guardia civil como los que llegaban de la huerta de Ruzafa con el correaje amarillo y la blanca cogotera sobre el cuello, le parecía mejor que cultivar el arroz sudando dentro del agua, con las piernas hinchadas de picaduras.

En los primeros tiempos de acompañar a su abuelo por la Albufera, había encontrado aceptable esta vida. Le gustaba ir errante por el lago, navegar sin dirección fija, pasando de un canal a otro, y detenerse en medio de la Albufera para conversar con los pescadores.

Alguna vez saltaba a las isletas de carrizales para excitar con sus silbidos a los toros solitarios. Otras, se entraba en la Dehesa, cogiendo las moras de los zarzales y hurgaba las madrigueras de los conejos, buscando un gazapo en el fondo.

El abuelo le aplaudía cuando atisbaba una focha o un collvert dormidos a flor de agua y los hacía suyos con certero escopetazo.

Además le gustaba estar en la barca horas enteras con la panza en alto, oyendo al abuelo las cosas del pasado.

El tío Paloma recordaba los hechos más notables de su vida: su trato con los personajes; ciertas entradas de contrabando allá en su juventud, con acompañamiento de tiros; y remontándose en su memoria, hablaba de su padre, el primer Paloma, repitiendo lo que él a su vez le había relatado.

Aquel barquero de otros tiempos también había visto cosas grandes sin salir de allí. Y el tío Paloma contaba a su nieto el viaje de Carlos IV y su esposa a la Albufera, cuando él aún no había nacido. Esto no le impedía describir a Tonet las grandes tiendas con banderolas y tapices levantadas entre los pinos de la Dehesa para el banquete real; las músicas, las traíllas de perros, los lacayos de empolvada peluca custodiando los carros de víveres. El rey, vestido de cazador, se rodeaba de los rústicos tiradores de la Albufera, casi desnudos y con viejos arcabuces, admirando sus proezas, mientras María Luisa paseaba por las frondosidades de la selva del brazo de don Manuel Godoy.

Y el viejo, recordando esta visita famosa, acababa por entonar la copla que le había enseñado su padre.

Debajo de un pino verde

le dijo la reina al rey:

«Mucho te quiero, Carlítos,

pero más quiero a Manuel.»


Su temblona voz tomaba al cantar una expresión maliciosa, y acompañaba con guiños cada verso, como si fuese días antes cuando la gente de la Albufera había inventado la copla, vengándose de una expedición que con su fausto parecía insultar la resignada miseria de los pescadores.

Pero esta época, feliz para Tonet, no fue de larga duración. El abuelo comenzó a mostrarse exigente y tiránico. Cuando le vio hábil en el manejo de la barca, ya no le dejó vagar a su capricho. Le aprisionaba por la mañana llevándolo a la pesca. Tenía que recoger los mornells de la noche anterior, grandes bolsas de red en cuyo fondo se enroscaban las anguilas, y calarlos de nuevo: faenas de cierto esfuerzo, que le obligaban a estar de pie en el borde de la barca, con la espalda ardiendo bajo el fuego del sol.

Su abuelo presenciaba inmóvil la maniobra, sin prestarle ayuda. Al volver al pueblo, se tendía en el fondo de la barca como un inválido, dejándose conducir por el nieto que respiraba jadeante manejando la percha.

Los barqueros, desde lejos, saludaban la arrugada cabeza del tío Paloma asomada a la borda: «¡Ah, camastrón! ¡Qué cómodamente pasaba el día! Él descansando como el cura del Palmar, y el pobre nieto sudando y perchando.»

El abuelo contestaba con la gravedad de un maestro: «¡Así se aprende! ¡Del mismo modo le enseñó a él su padre!»

Después venían las pescas a la ensesa: el paseo por el lago desde que se ocultaba el sol hasta que salía, siempre en la obscuridad de las noches invernales. Tonet vigilaba en la proa el haz de hierbas secas que ardía como una antorcha, esparciendo sobre el agua negra una gran mancha de sangre. El abuelo iba en la popa empuñando la fitora: una horquilla de hierro con las puntas dentadas, arma terrible, que, una vez clavada, sólo podía sacarse con grandes esfuerzos y horribles destrozos. La luz bajar hasta el fondo del lago. Veíase el lecho de conchas, las plantas acuáticas, todo un mundo misterioso, invisible durante el día, y el agua era tan clara, que la barca parecía flotar en el aire, falta de apoyo. Los animales del lago, engañados por la luz, acudían ciegos al rojo resplandor, y el tío Paloma, ¡zas! no daba golpe con la fitora que no sacase del fondo un pez gordo coleando desesperado al extremo del agudo tridente.

Tonet se entusiasmó al principio con esta pesca; pero la diversión fue convirtiéndose poco a poco en esclavitud, y comenzó a odiar el lago, mirando con nostalgia las blancas casitas del Palmar, que se destacaban sobre las obscuras líneas de los carrizales.

Pensaba con envidia en sus primeros años, cuando, sin otra obligación que la de asistir a la escuela, correteaba por las calles del pueblo, oyéndose llamar guapo por todas las vecinas, que felicitaban a su madre.

Allí era dueño de su vida. La madre, enferma, le hablaba con pálida sonrisa, excusando todas sus travesuras, y la Borda le soportaba con la mansedumbre del ser inferior que admira al fuerte. La chiquillería que pululaba entre las barracas le reconocía por jefe, y marchaban unidos a lo largo del canal, apedreando a los ánades, que huían graznando entre las protestas de las mujeres.

El rompimiento con su abuelo fue la vuelta a la antigua holganza. Ya no saldría del Palmar antes del alba para permanecer en el lago hasta la noche. Todo el día era suyo en aquel pueblo, donde no quedaban más hombres que el cura en el presbiterio, el maestro en la escuela y el cabo de los carabineros de mar paseando sus fieros bigotes y su nariz roja de alcohólico por la orilla del canal, mientras las mujeres hacían red a la puerta de las barracas, quedando la calle a merced de la gente menuda.

Tonet, emancipado del trabajo, reanudó sus amistades. Tenía dos compañeros nacidos en las barracas inmediatas a la suya: Neleta y Sangonera.

La muchacha no tenía padre, y su madre era una vieja anguilera del Mercado de la ciudad, que a media noche cargaba sus cestas en la barcaza del ordinario, llamada el «carro de las anguilas». Por la tarde regresaba al Palmar, con su blanducha y desbordante obesidad rendida por el diario viaje y las riñas y regateos de la Pescadería. La pobre se acostaba antes de anochecer, para levantarse con estrellas y seguir esta vida anormal, que no la permitía atender a su hija. Ésta crecía sin más amparo que el de las vecinas, y especialmente el de la madre de Tonet, que la daba de comer muchas veces, tratándola como una nueva hija. Pero la muchacha era menos dócil que la Borda y prefería seguir a Tonet en sus escapatorias antes que permanecer horas enteras aprendiendo los diversos puntos de las redes.

Sangonera llevaba el mismo apodo de su padre, el borracho más famoso de toda la Albufera, un viejo pequeño que parecía acartonado por el alcohol desde muchos años. Al quedar viudo, sin más hijo que el pequeño Sangonereta, se entregó a la embriaguez, y la gente, viéndole chupar los líquidos con tanta ansia, lo comparó a una sanguijuela, creándole así su apodo.

Desaparecía del Palmar semanas enteras. De vez en cuando se sabía que andaba por los pueblos de tierra firme pidiendo limosna a los labradores ricos de Catarroja y Masanasa y durmiendo sus borracheras en los pajares. Cuando permanecía mucho tiempo en el Palmar desaparecían durante la noche las bolsas de red caladas en los canales; los mornells se vaciaban de anguilas antes que llegasen los amos, y más de una vecina, al contar sus ánades, ponía el grito en el cielo notando la falta de alguno. El carabinero de mar tosía fuerte y miraba de cerca al viejo Sangonera, como si pretendiese meterle los recios bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba, poniendo por testigos a los santos, a falta de fiadores de mayor crédito para su inocencia. ¡Era mala voluntad de las gentes, deseo de perderle, como si aún no tuviera bastante con su miseria, que le hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para apaciguar al fiero representante de la ley, que más de una vez había bebido a su lado, pero que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo sus viajes por la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar en algunas semanas.

Su hijo se negaba a seguirle en estas expediciones. Nacido en una choza de perros, donde jamás entraba el pan, había tenido que ingeniarse desde pequeño para conquistar la comida, y antes que seguir a su padre procuraba apartarse de él, para no compartir el producto de sus mañas.

Cuando los pescadores sentábanse a la mesa, veían pasar y repasar por la puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa por fijarse en un lado del quicio, con la cabeza baja y la mirada hacia arriba, como un novillo próximo a embestir. Era Sangonereta, que rumiaba su hambre con expresión hipócrita de encogimiento y vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de pilluelo el afán de apoderarse de todo lo que veía.

La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre muchacho! Y atrapando al vuelo un hueso de fúlica a medio roer, un pedazo de tenca o un mendrugo, llenaba la tripa de puerta en puerta. Si veía a los perros llamarse con sordo ladrido y correr hacia alguna de las tabernas del Palmar, Sangonereta corría también, como si estuviera en el secreto. Eran cazadores que guisaban su paella, gentes de Valencia que habían venido al lago para comer un all y pebre; y cuando los forasteros, sentados ante la mesita de la taberna, tenían que defenderse a patadas, entre cucharada y cucharada, de los empujones de los perros famélicos, veíanse ayudados por el haraposo muchachuelo, que, en fuerza de sonrisas y de espantar los feroces canes, acababa por hacerse dueño de los restos de la sartén. Un carabinero le había dado un gorro viejo de cuartel; el alguacil del pueblo le regaló los pantalones de un cazador ahogado en un carrizal, y sus pies, siempre desnudos, eran tan fuertes como débiles sus manos, que jamás tocaron percha ni remo.

Sangonera, sucio, hambriento, metiendo su mano a cada instante bajo el gorro lleno de mugre para rascarse con furia, gozaba de gran prestigio entre la chiquillería.

Tonet era más fuerte, le zurraba con facilidad, pero se reconocía inferior a él, siguiendo todas sus indicaciones. Era el prestigio del que sabe existir por cuenta propia, sin necesitar apoyo. La chiquillería le admiraba con cierta envidia al verle vivir sin miedo a correcciones paternales y sin obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto encanto, y los muchachos, que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas por la menor falta, creían ser más hombres acompañando a aquel tuno, que todo lo consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien, no viendo un objeto abandonado en las barcas del canal que no lo hiciese suyo.

Tenia guerra declarada a los habitantes del aire, ya que su captura exigía menos trabajo que la de los animales del lago. Cazaba con artes ingeniosas de su invención los gorriones llamados moriscos, que infestan la Albufera y son temidos por los agricultores como una mala peste, pues devoran gran parte de la cosecha de arroz. Su época mejor era el verano, cuando abundaban los fumarells, pequeñas gaviotas del lago, que aprisionaba por medio de una red.

El nieto del tío Paloma le ayudaba en esta tarea. Iban a medias en el negocio, según declaraba gravemente Tonet, y los dos muchachos pasaban las horas en acecho en las riberas del lago, tirando de la cuerdecita y aprisionando en la red a los incautos pájaros. Cuando tenían buena provisión, Sangonera, viajero audaz, emprendía el camino de Valencia llevando a la espalda la bolsa de red, dentro de la cual los fumarells agitaban sus alas obscuras Y mostraban desesperados las panzas blancas. El pillete paseaba las calles inmediatas a la Pescadería pregonando sus pájaros, y los chicos de la ciudad corrían a comprarle los fumarells para hacerlos volar en las encrucijadas con un bramante atado a las patas.

Al regreso eran los disgustos entre los consocios y el rompimiento comercial. Imposible sacar cuentas con semejante tuno. Tonet se cansaba de zurrar a Sangonera, sin conseguir un ochavo de la venta; pero siempre crédulo y supeditado a su astucia, volvía a buscarlo en aquella barraca ruinosa y sin puerta donde dormía solo la mayor parte del año.

Cuando Sangonera pasó de los once años comenzó a repeler el trato de sus amigos. Su instinto de parásito le hizo frecuentar la iglesia, ya que ésta era el mejor camino para introducirse en la casa del vicario. En una población como el Palmar, el cura era tan pobre como cualquier pescador, pero Sangonera sentía cierta tentación por el vino de las vinajeras, del que oía hablar con grandes elogios en la taberna. Además, en los días de verano, cuando el lago parecía hervir bajo el sol, la pequeña iglesia se le aparecía como un palacio encantado, con su luz crepuscular filtrándose por las verdes ventanas, sus paredes enjalbegadas de cal y el pavimento de rojos ladrillos respirando la humedad del suelo pantanoso.

El tío Paloma, que despreciaba al pillete por ser enemigo de la percha, acogió con indignación sus nuevas aficiones. ¡Ah, grandísimo vago! ¡Y qué bien sabía escoger el oficio!

Cuando el vicario iba a Valencia le llevaba hasta la barca el ancho pañuelo, de los llamados de hierbas, lleno de ropa, y seguía por los ribazos despidiéndose del cura con tanta emoción como si no hubiera de verle más.

Ayudaba a la criada del eclesiástico en los menesteres de la casa; traía leña de la Dehesa y agua de las fuentes que surgían en el lago, y sentía estremecimientos de gato goloso cuando en el cuartucho que servía de sacristía, solo y en silencio, se tragaba los restos de la mesa del vicario. Por las mañanas, al tirar de la cuerda del esquilón despertando a todo el pueblo, sentíase orgulloso de su estado. Los golpes con que los vicarios avivaban su actividad parecíanle signos de distinción que lo colocaban por encima de sus compañeros.

Pero este afán de vivir a la sombra de la iglesia debilitábase algunas veces, cediendo el paso a cierta nostalgia por su antigua vida errante. Entonces buscaba a Neleta y Tonet, y juntos volvían a emprender los juegos y correrías por los ribazos, llegando hasta la Dehesa, que a sus simples compañeros les parecía el límite del mundo.

Una tarde de otoño, la madre de Tonet los envió a la selva por leña. En vez de molestarla jugueteando en el interior de la barraca, podían serla útiles trayendo algunos haces, ya que se aproximaba el invierno.

Los tres emprendieron el viaje. La Dehesa estaba florida y perfumada como un jardín. Los matorrales, bajo la caricia de un sol que parecía de verano, se cubrían de flores, y por encima de ellos brillaban los insectos como botones de oro, aleteando con sordo zumbido. Los pinos retorcidos y seculares se movían con majestuoso rumor, y bajo las bóvedas que formaban sus copas extendíase una dulce penumbra semejante a la de las naves de una catedral inmensa. De vez en cuando, al través de dos troncos se filtraba un rayo de sol como si entrase por un ventanal.

Tonet y Neleta, siempre que penetraban en la Dehesa, se sentían dominados por la misma emoción. Tenían miedo sin saber a quién; se creían en el palacio encantado de un gigante invisible que podía mostrarse de un momento a otro.

Caminaban por los tortuosos senderos de la selva, tan pronto ocultos por los matorrales que ondeaban por encima de sus cabezas, como subidos a lo más alto de una duna, desde la cual, al través de la columnata de troncos, se veía el inmenso espejo del lago, moteado por barcas pequeñas como moscas.

Sus pies resbalaban en el suelo, cubierto de capas de mantillo. Al ruido de sus pasos, al menor de sus gritos, estremecíanse los matorrales con locas carreras de animales invisibles. Eran los conejos que huían. A lo lejos sonaban lentamente los cencerros de las vacadas que pastaban por la parte del mar.

Los muchachos parecían embriagados por la calma y los perfumes de aquella tarde serena. Cuando entraban en la selva en los días de invierno, los matorrales escuetos y secos, el frío levante que soplaba del mar helándoles las manos, el aspecto trágico de la Dehesa a la luz gris de un cielo encapotado, hacían que recogiesen apresuradamente sus fajos de leña en los mismos linderos, huyendo en seguida hacia el Palmar. Pero aquella tarde avanzaban confiados, deseosos de correr toda la selva, aunque llegasen al fin del mundo.

Marchaban de sorpresa en sorpresa. Neleta, con sus instintos de hembra que desea hermosearse, en vez de buscar leña seca cortaba ramas de mirto, blandiéndolas sobre su cabeza despeinada. Después formaba ramos de menta y de otras hierbas olorosas cubiertas de florecillas, que la trastornaban con su picante perfume. Tonet cogía campanillas silvestres, y formando una corona la colocaba sobre los alborotados pelos de su amiga, riendo al ver cómo se asemejaba a las cabecitas pintadas en los altares de la iglesia del Palmar. Sangonera movía su hocico de parásito buscando algo aprovechable en aquella Naturaleza tan esplendorosa y perfumada. Se tragaba los racimos rojos de cerecitas de pastor, y con una fuerza que únicamente podía sacar a impulsos del estómago, arrancaba los palmitos de la tierra, buscando el margalló, el amargo troncho entre cuyas envolturas pulposas encontraba las tiernas hijuelas de dulce sabor.

En las calvas de la selva, llamadas mallaes, terrenos bajos desprovistos de árboles por estar inundados durante el invierno, revoloteaban las libélulas y las mariposas. Al correr los muchachos recibían en sus piernas las picaduras de los matorrales, los pinchazos de los juncos agudos como lanzas, pero reían del escozor y seguían adelante, asombrados de la hermosura de la selva. En los senderos encontraban gusanos cortos, gruesos y de vivos colores, como si fuesen flores animadas arrastrándose con nerviosa ondulación. Cogían estas orugas entre sus dedos admirándolas como seres misteriosos cuya naturaleza no podían adivinar, y las volvían al suelo, siguiéndolas a gatas en sus lentas ondulaciones hasta que se ocultaban en el matorral. Las libélulas les hacían correr de un lado a otro, y los tres admiraban el vuelo nervioso de las más vulgares y rojas, llamadas caballets, y de las marbtas, vestidas como hadas, con las alas de plata, el dorso verde y el pecho cubierto de oro.

Vagando al azar por el centro de la selva, al que nunca habían llegado, vieron de pronto transformarse el aspecto del paisaje. Se hundían en los matorrales de las hondonadas hasta verse en una lobreguez de crepúsculo.

Sonaba un rugido incesante cada vez más cercano. Era el mar, que batía la playa al otro lado de la cadena de dunas que cerraba el horizonte.

Los pinos no eran rectos y gallardos, como por la parte del lago. Sus troncos estaban retorcidos; el ramaje era casi blanco y las copas se encorvaban hacia abajo. Todos los árboles crecían de través en una misma dirección, como si soplase un vendaval invisible en la profunda calma de la tarde. El viento del mar, en las grandes tempestades, martirizaba este lado de la selva, dándole un aspecto lúgubre.

Los muchachos retrocedieron. Habían oído hablar de esta parte de la Dehesa, la más salvaje y peligrosa. El silencio y la inmovilidad de los matorrales les causaba miedo. Allí se deslizaban las grandes serpientes perseguidas por los guardas de la Dehesa; por allí pastaban los toros fieros que se separaban del rebaño, obligando a los cazadores a cargar con sal gruesa sus escopetas para espantarlos sin darles muerte.

Sangonera, como más conocedor de la Dehesa, guiaba a los suyos hacia el lago, pero los palmitos que encontraba en el camino le hacían desviarse, perdiendo el rumbo. Comenzaba a caer la tarde y Neleta se asustaba viendo obscurecerse la selva. Los dos muchachos reían. Los pinos formaban una inmensa casa; obscurecía allí dentro como en sus barracas cuando aún no se había puesto el sol, pero fuera de la selva todavía quedaba una hora de luz.

No había prisa. Y continuaban en la busca de margallóns, tranquilizándose la muchacha con las hijuelas que le regalaba Tonet, y que ella chupaba, retardándose en el camino. Cuando en la revuelta de un sendero se veía sola, corría para unirse con ellos.

Ahora sí que anochecía de veras… Lo declaraba Sangonera, como conocedor de la Dehesa. Ya no sonaban a lo lejos los esquilones del ganado. Había que salir pronto de la selva, pero después de recoger la leña, para evitarse una riña al volver a casa. Buscaron al pie de los pinos, entre los matorrales, las ramas secas. Formaron apresuradamente tres pequeños haces, y casi a tientas comenzaron la marcha. A los pocos pasos la obscuridad era completa. Por la parte donde debía estar la Albufera marcábase un resplandor de incendio próximo a extinguirse, pero dentro de la selva apenas si los troncos y los matorrales se destacaban como sombras más fuertes sobre el lóbrego fondo.

Sangonera perdía la serenidad, no sabiendo ciertamente por dónde marchaba. Estaban fuera del sendero; se hundían en espinosos matorrales que les arañaban las piernas. Neleta suspiraba de miedo, y de pronto dio un grito y cayó. Había tropezado con las raíces de un pino cortado a flor de tierra, lastimándose un pie. Sangonera hablaba de continuar adelante, dejando abandonada a aquella maula que sólo sabía gemir. La muchacha lloraba sordamente, como si temiera alterar el silencio del bosque, atrayendo las horribles bestias que poblaban la obscuridad, y Tonet amenazaba por lo bajo a Sangonera con fabulosas cantidades de coces y bofetadas si no permanecía con ellos sirviéndoles de guía.

marchaban lentamente, tanteando con los pies el terreno, hasta que de pronto no tropezaron ya con matorrales, encontrando el resbaladizo mantillo de los senderos. Pero entonces, al hablar Tonet, no recibió contestacíón de su compañero, que marchaba delante.

– ¡Sangonera! ¡Sangonera!

Un ruido de ramas rotas, de matorrales rozados en la fuga, como si escapase un animal salvaje, fue la única respuesta. Tonet gritó de rabia. ¡Ah, grandísimo ladrón! Huía para salir pronto de la selva; no quería seguir con sus compañeros por no ayudar a Neleta.

Al quedar solos los dos muchachos, sintieron desplomarse de golpe la poca serenidad que les restaba. Sangonera, con su experiencia de vagabundo, les parecía un gran auxiliar. Neleta, aterrada, olvidando toda prudencia, lloraba a gritos, y sus sollozos resonaban en el silencio de la selva, que parecía inmensa. El miedo de su compañera resucitó la energía de Tonet. Había pasado un brazo por la espalda de la muchacha, la sostenía, la animaba, preguntándola sí podía andar, si quería seguirle, marchando siempre adelante, sin que el pobre muchacho supiera adónde.

Permanecieron los dos unidos mucho tiempo: ella sollozando, él con el temblor que le producía lo desconocido, pero al cual deseaba sobreponerse.

Algo viscoso y helado pasó junto a ellos azotándoles la cara: tal vez un murciélago; y este contacto, que les produjo escalofríos, los sacó de su dolorosa inercia. Emprendieron la marcha apresuradamente, cayendo y levantándose, enredándose en los matorrales, chocando con los árboles, temblando ante los rumores que parecían espolearles en su fuga. Los dos pensaban lo mismo, pero se ocultaban el pensamiento instintivamente para no aumentar su miedo. El recuerdo de Sancha estaba fijo en su memoria. Pasaban en tropel por su imaginación todos los cuentos del lago oídos por las noches junto al hogar de la barraca, y al tropezar sus manos con los troncos, creían tocar la piel rugosa y fría de enormes reptiles. Los gritos de las fúlicas sonando lejanos, en los carrizales del lago, les parecían lamentos de personas asesinadas. Su carrera loca a través de los matorrales, tronchando las ramas, abatiendo las hierbas, despertaba bajo la obscura maleza misteriosos seres que también corrían entre el estrépito de las hojas secas.

Llegaron a una gran mallada, sin adivinar en qué lugar estaban de la interminable selva. La obscuridad era menos densa en este espacio descubierto. Arriba se extendía el cielo de intenso azul, espolvoreado de luz, como un gran lienzo tendido sobre las masas negras del bosque que rodeaban la llanura. Los dos niños se detuvieron en esta isla luminosa y tranquila. Se sentían sin fuerzas para seguir adelante. Temblaban de miedo ante la profunda arboleda que se movía por todos lados como un oleaje de sombras.

Se sentaron, estrechamente abrazados, como si el contacto de sus cuerpos les infundiese confianza. Neleta ya no lloraba. Rendida por el dolor y el cansancio, apoyaba la cabeza en el hombro de su amigo, suspirando débilmente. Tonet miraba a todas partes, como si le asustase, aún más que la lobreguez de la selva, aquella claridad crepuscular, en la que creía ver de un momento a otro la silueta de una bestia feroz, enemiga de los niños extraviados. El canto del cuclillo rasgaba el silencio; las ranas de una charca inmediata, que habían callado al llegar ellos, recobraban la confianza, volviendo a reanudar su melopea; los mosquitos, pegajosos y pesados, zumbaban en torno de sus cabezas, marcándose en la penumbra con negro chisporroteo.

Los dos niños recobraban poco a poco la serenidad. No estaban mal allí; podían pasar la noche. Y el calor de sus cuerpos, incrustados uno en otro, parecía darles nueva vida, haciéndoles olvidar el miedo y las locas carreras a través de la selva.

Encima de los pinos, por la parte del mar, comenzó a teñirse el espacio de una blanquecina claridad. Las estrellas parecían apagarse sumergidas en un oleaje de leche.

Los muchachos, excitados por el ambiente misterioso de la selva, miraban este fenómeno con ansiedad, como si alguien viniera volando en su auxilio rodeado de un nimbo de luz. Las ramas de los pinos, con el tejido filamentoso de su follaje, se destacaban como dibujadas en negro sobre un fondo luminoso. Algo brillante comenzó a asomar sobre las copas de la arboleda; primero fue una pequeña línea ligeramente arqueada como una ceja de plata; después un semicírculo deslumbrante, y por fin, una cara enorme, de suave color de miel, que arrastraba por entre las estrellas inmediatas su cabellera de resplandores. La luna parecía sonreír a los dos muchachos, que la contemplaban con adoración de pequeños salvajes.

La selva se transformaba con la aparición de aquel rostro mofletudo, que hacía brillar como varillas de plata los juncos de la llanura. Al pie de cada árbol esparcíase una inquieta mancha negra, y el bosque parecía crecer, doblarse, extendiendo sobre el luminoso suelo una segunda arboleda de sombra. Los buxquerbts, salvajes ruiseñores del lago, tan amantes de su libertad, que mueren apenas los aprisionan, rompieron a cantar en todos los límites de la mallada, y hasta los mosquitos zumbaron más dulcemente en el espacio impregnado de luz.

Los dos muchachos comenzaban a encontrar grata su aventura.

Neleta ya no sentía el dolor del pie y hablaba quedamente al oído de su compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de gatita abandonada y vagabunda, la hacía superior a Tonet. Se quedarían en la selva, ¿verdad? Ya buscarían al día siguiente, al volver al pueblo, un pretexto para explicar su aventura. Sangonera sería el responsable. Ellos pasarían la noche allí, viendo lo que jamás habían visto; dormirían juntos: serían como marido y mujer. Y en su ignorancia se estremecían al decir estas palabras, estrechando con más fuerza sus brazos. Se apretaban, como si el instinto les dictase que su naciente simpatía necesitaba confundir el calor de sus cuerpos.

Tonet sentía una embriaguez extraña, inexplicable. Nunca el cuerpo de su compañera, golpeado más de una vez en los rudos juegos, había tenido para él aquel calor dulce que parecía esparcirse por sus venas y subirse a su cabeza, causándole la misma turbación que los vasos de vino que el abuelo le ofrecía en la taberna. Miraba vagamente frente a él, pero toda su atención estaba fija en la cabeza de Neleta, que pesaba sobre su hombro; en la caricia con que aquella boca, al respirar, envolvía su cuello, como si le cosquillease la piel una mano aterciopelada.

Los dos callaban, y su silencio aumentaba el encanto. Ella abría sus ojos verdes, en cuyo fondo se reflejaba la luna como una gota de rocío, y revolviéndose para encontrar postura mejor, volvía a cerrarlos.

– Tonet… Tonet… – murmuraba como si soñase; y se apretaba contra su compañero.

¿Qué hora era…? El muchacho sentía cerrarse sus ojos, más que por el sueño, por la extraña embriaguez que parecía anonadarle. De los susurros del bosque sólo percibía el zumbido de los mosquitos que aleteaban como un nimbo de sombra sobre sus duras epidermis de hijos del lago. Era un extraño concierto que los arrullaba, meciéndolos sobre las primeras ondas del sueño. Chillaban nos como violines estridentes, prolongando hasta lo infinito la misma nota; otros, más graves, modulaban una corta escala, y los gordos, los enormes, zumbaban con sorda vibración, como profundos contrabajos o lejanas campanadas de reloj.

A la mañana siguiente les despertó el sol, quemando sus caras, y el ladrido de un perro de los guardas que les ponía los colmillos junto a los ojos.

Estaban casi en el límite de la Dehesa, y el camino fue corto para llegar al Palmar.

La madre de Tonet, siempre bondadosa y triste, para indemnizarse de una noche de angustia, corrió percha en mano a su hijo, alcanzándole con algunos golpes a pesar de su ligereza. Además, por vía de adelanto, mientras venía la madre de Neleta en el «carro de las anguilas», propinó a ésta varios mojicones, para que otra vez no se perdiera en el bosque.

Í Después de esta aventura, todo el pueblo, con acuerdo tácito, llamó novios a Tonet y Neleta, y ellos, como ligados para siempre por la noche de inocente contacto pasada en la selva, se buscaron y se amaron sin decírselo con palabras, como si quedase sobrentendido que sólo podían ser uno del otro.

Esta aventura fue el término de su niñez. Se acabaron las correrías, la existencia alegre y descuidada, sin ninguna obligación. Neleta hizo la misma vida que su madre: salía para Valencia todas las noches con las cestas de anguilas, y no volvía hasta la tarde siguiente. Tonet, que sólo podía verla un momento al anochecer, trabajaba en las tierras de su padre o iba a pescar con éste y el abuelo.

Í El tío Toni, antes bondadoso, era ahora exigente, como el tío Paloma, al ver crecido a su hijo, y Tonet, como bestia resignada, iba arrastrado al trabajo. Su padre, aquel héroe tenaz de la tierra, era inquebrantable en sus resoluciones. Cuando llegaba la época de plantar el arroz o de la recolección, el muchacho pasaba el día en las tierras del Saler. El resto del año pescaba en el lago, unas veces con su padre y otras con el abuelo, que le admitía de camarada en su barca, pero jurando a cada momento contra la perra suerte que hacía nacer tales vagos en su familia.

Además, el muchacho veíase impulsado al trabajo por el hastío. En el pueblo no quedaba nadie con quien entretenerse durante el día. Neleta estaba en Valencia, y sus antiguos compañeros de juegos, crecidos ya como él y con la obligación de ganarse el pan, iban en las barcas de sus padres. Quedaba Sangonera; pero este tuno, después de la aventura de la Dehesa, se alejaba de Tonet, recordando la paliza con que había agradecido el abandono de aquella noche.

El vagabundo, como si este suceso decidiese su porvenir, se había refugiado en la casa del cura, sirviéndole de criado, durmiendo como un perro detrás de la puerta, sin acordarse de su padre, que sólo aparecía de tarde en tarde en aquella barraca abandonada, por cuya techumbre caía la lluvia como en campo raso.

El viejo Sangonera tenía ahora una industria: cuando no estaba borracho se dedicaba a cazar las nutrias del lago, que, perseguidas encarnizadamente a través de los siglos, no llegaban a una docena.

Una tarde que digería su vino en un ribazo, vio ciertos remolinos y hervir el agua en grandes burbujas. Alguien buceaba en el fondo, entre las redes que cerraban el canal, buscando los mornells cargados de pesca.

Metido en el agua, con una percha que le prestaron, persiguió a palos a un animal negruzco que corría por el fondo, hasta que consiguió matarlo, apoderándose de él.

Era la famosa Iludria, de la que se hablaba en el Palmar como de un animal fantástico; la nutria, que en otros tiempos pululaba en tal cantidad en el lago, que imposibilitaba la pesca, rompiendo las redes.

El viejo vagabundo se consideró el primer hombre de la Albufera. La Comunidad de Pescadores del Palmar, según antiguas leyes consignadas en los librotes que guardaba su jefe el Jurado, venía obligada a dar un duro por cada nutria que le presentasen. El viejo tomó su premio, pero no se detuvo aquí. Aquel animal era un tesoro; y se dedicó a enseñarlo en el puerto de Catarroja, en el de Silla, llegando hasta Sueca y Cullera en su viaje triunfal alrededor del lago.

De todas partes le llamaban. No había taberna donde no le recibiesen con los brazos abiertos. ¡Adelante, tío Sangonera! ¡A ver el animalucho que había cazado!

Canas y barro

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