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Capítulo 3
De como Edwin Gillespie fue llevado a la capital de la República

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Hubo un largo silencio. El ingeniero, absorto por el carácter inverosímil de su aventura, no supo que decir. ¡Eran tan numerosos los pensamientos que bullían en su cabeza y las preguntas que iba amontonando su curiosidad!…

El personaje subido en la lechuza rodante interpretó este silencio como una muestra de timidez.

- Puede usted hablar sin miedo, Gentleman-Montaña. De todos los miles de seres que están aquí presentes, los únicos que conocen el inglés somos usted y yo. Los demás solo hablan el idioma de nuestra raza… . Y para aplacar su curiosidad, le diré cuanto antes que el inglés es la lengua particular de nuestros sabios; algo semejante a lo que fue el latín, según mis noticias, durante algunos siglos, en los países habitados por los Hombres-Montañas. Yo soy el profesor de inglés en la Universidad Central de nuestra República.

Edwin quedó silencioso ante esta revelación.

- Entonces, ¿estoy verdaderamente en Liliput? -dijo al fin-. ¿No es esto un sueño?

La risa del profesor volvió a sonar con la misma vibración femenil, considerablemente agrandada por el portavoz.

- ¡Oh, Liliput! -exclamó-. ¿Quién se acuerda de ese nombre? Pertenece a la historia antigua; quedó olvidado para siempre. Si usted pudiese hablar nuestro idioma, preguntaría por Liliput a los miles de seres que nos escuchan en este momento sin entendernos, y ninguno comprendería el significado de tal palabra. Nuestra tierra se ha transformado mucho.

Calló un momento para reflexionar, y luego dijo con orgullo:

- Antes éramos nosotros los que nos asombrábamos al recibir la visita de un Hombre-Montaña. Ahora son los Hombres-Montañas los que deben asombrarse al visitar nuestro país. Hemos hecho triunfar revoluciones que ellos seguramente no han intentado aun en su tierra.

Gillespie sintió desviada su curiosidad por estas palabras del profesor.

- Pero ¿han venido aquí otros hombres después de Gulliver?

- Algunos, -contestó el sabio-. Recuerde usted que la visita de ese Gulliver fue hace muchos años, muchísimos, un espacio de tiempo que corresponde, según creo, a lo que los Hombres-Montañas llaman dos siglos. Imagínese cuantos naufragios pueden haber ocurrido durante un periodo tan largo; cuantos habrán venido a visitarnos forzosamente de esos hombres gigantescos que navegan en sus casas de madera mas allá de la muralla de rocas y espumas que levantaron nuestros dioses para librarnos de su grosería monstruosa… . Nuestras crónicas no son claras en este punto. Hablan de ciertas visitas de Hombres-Montañas que yo considero apócrifas. Pero con certeza puede decirse que llegaron a esta tierra unos catorce seres de tal clase en distintas épocas de nuestra historia. De esto hablaremos más detenidamente, si el destino nos permite conversar en un sitio mejor y con menos prisa. El último gigante que llegó lo vi cuando estaba todavía en mi infancia; el único que hemos conocido después del triunfo de la Verdadera Revolución. Era un hombre de manos callosas y piel con escamas de suciedad. Bebía un líquido blanco y de hedor insufrible, guardado en una gran botella forrada de juncos. Este líquido ardiente parecía volverle loco. Nuestros sabios creen que era un simple esclavo de los que trabajan en los buques enormes de los mares sin límites. Como el tal líquido despertaba en el una demencia destructiva, mató a varios miles de los nuestros, nos causo otros daños, y tuvimos que suprimirle, encargándose nuestra Facultad de Química de disolver y volatilizar su cadáver para que tanta materia en putrefacción no envenenase la atmósfera. Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montaña que apareciese en nuestras costas.

Gillespie, a pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto a aceptar todos los episodios de su aventura, se estremeció al oír las últimas palabras.

- Entonces, ¿debo morir? -preguntó con franca inquietud.

- No, usted es otra cosa -dijo el profesor-; usted es un gentleman, y su buen aspecto, así como lo que llevamos inquirido acerca de su pasado, han sido la causa de que le perdonemos la vida… por el momento.

Las palabras del sabio le fueron revelando todo lo ocurrido en esta tierra extraordinaria desde el atardecer del día anterior. Los escasos habitantes de la costa le habían visto aproximarse, poco antes de la puesta del sol, en su bote, más enorme que los mayores navíos del país. La alarma había sido dada al interior, llegando la noticia a los pocos minutos hasta la misma capital de la República. Los miembros del Consejo Ejecutivo habían acordado rápidamente la manera de recibir al visitante inoportuno, haciéndole prisionero para suprimirlo a las pocas horas. Los aparatos voladores del ejército salían a su encuentro una vez cerrada la noche. El Hombre-Montaña pudo vagar a lo largo de la costa sin tropezarse con ningún habitante, porque todos los ribereños se habían metido tierra adentro por orden superior.

Al verle tendido en el suelo, empezó el asedio de su persona. El manotazo a la primera máquina volante que le había explorado con sus luces, así como la curiosidad de Gillespie, que le permitió descubrir por encima del bosque todas las evoluciones de la flotilla luminosa, aconsejaron la necesidad de un ataque brusco y rápido.

Dos sabios de laboratorio y su séquito de ayudantes, llegados de la capital en varios automóviles, se encargaron del golpe decisivo, pinchándole en las muñecas y en los tobillos con las agudas lanzas de unas mangas de riego. Así le inocularon el soporífico paralizante.

- Es verdaderamente extraordinario -continuó el profesor- que haya conocido usted el nuevo sol que ve en estos instantes. Estaba acordado el matarle, mientras dormía, con una segunda inyección de veneno, cuyos efectos son muy rápidos. Pero los encargados del registro de su persona se apiadaron al enterarse de la categoría a que indudablemente pertenece usted en su país. Le diré que yo tuve el honor de figurar entre ellos, y he contribuido, en la medida de mi influencia, a conseguir que las altas personalidades del Consejo Ejecutivo respeten su vida por el momento. Como la lengua de todos los Hombres-Montañas que vinieron aquí ha sido siempre el inglés, el gobierno consideró necesario que yo abandonase la Universidad por unas horas para prestar el servicio de mi ciencia. Ha sido una verdadera fortuna para usted el que reconociésemos que es un gentleman.

Gillespie no ocultó su extrañeza ante tan repetida afirmación.

- ¿Y como llegaron ustedes a conocer que soy un gentleman? -preguntó, sonriendo.

- Si pudiera usted examinarse en este momento desde los bolsillos de sus pantalones al bolsillo superior de su chaqueta, se daría cuenta de que lo hemos sometido a un registro completo. Apenas se durmió usted bajo la influencia del narcótico, empezó esta operación a la luz de los faros de nuestras máquinas volantes y rodantes. Después, el registro lo hemos continuado a la luz del sol. Una máquina-grúa ha ido extrayendo de sus bolsillos una porción de objetos disparatados, cuyo uso pude yo adivinar gracias a mis estudios minuciosos de los antiguos libros, pero que es completamente ignorado por la masa general de las gentes. La grúa hasta funcionó sobre su corazón para sacar del bolsillo más alto de su chaqueta un gran disco sujeto por una cadenilla a un orificio abierto en la tela; un disco de metal grosero, con una cara de una materia transparente muy inferior a nuestros cristales; máquina ruidosa y primitiva que sirve entre los Hombres-Montañas para marcar el paso del tiempo, y que haría reír por su rudeza a cualquier niño de nuestras escuelas.

También he registrado hasta hace unos momentos el enorme navío que le trajo a nuestras costas. He examinado todo lo que hay en el; he traducido los rótulos de las grandes torres de hoja de lata cerradas por todos lados, que, según revela su etiqueta, guardan conservas animales y vegetales. Los encargados de hacer el inventario han podido adivinar que era usted un gentleman porque tiene la piel fina y limpia, aunque para nosotros siempre resulta horrible por sus manchas de diversos colores y los profundos agujeros de sus poros. Pero este detalle, para un sabio, carece de importancia. También han conocido que es usted un gentleman porque no tiene las manos callosas y porque su olor a humanidad es menos fuerte que el de los otros Hombres-Montañas que nos visitaron, los cuales hacían irrespirable el aire por allí donde pasaban. Usted debe bañarse todos los días, ¿no es cierto, gentleman?… Además, el pedazo de tela blanca, grande como una alfombra de salón, que lleva usted sobre el pecho, junto con el reloj, ha impregnado el ambiente de un olor de jardín.

Se detuvo el profesor un instante para agregar con alguna malicia:

- Y yo pude afirmar además, de un modo concluyente, que es usted un verdadero gentleman, porque he ordenado a dos de mis secretarios que volviesen las hojas de un libro más grande que mi persona, con tapas de cuero negro, que nuestra grúa sacó de uno de sus bolsillos. He podido leer rápidamente algunas de dichas hojas. En la primera, nada interesante: nombres y fechas solamente; pero en otras he visto muchas líneas desiguales que representan un alto pensamiento poético. Indudablemente, el Gentleman-Montaña ha pasado por una universidad. En nuestro país, solo un hombre de estudios puede hacer buenos versos. Los de usted, gigantesco gentleman, me permitirá que le diga que son regulares nada más y por ningún concepto extraordinarios. Se resienten de su origen: les falta delicadeza; son, en una palabra, versos de hombre, y bien sabido es que el hombre, condenado eternamente a la grosería y al egoísmo por su propia naturaleza, puede dar muy poco de sí en una materia tan delicada como es la poesía.

Gillespie se mostró sorprendido por las últimas palabras. Sus ojos, que hasta entonces habían vagado sobre la enana muchedumbre, atraídos por la diversa novedad del espectáculo, se concentraron en el profesor, teniendo que hacer un esfuerzo para distinguir todos los detalles de su minúscula persona.

Llevaba en la cabeza un gorro cuadrangular con dorada borla, igual al de los doctores de las universidades inglesas y norteamericanas. El rostro carilleño y lampiño estaba encuadrado por unas melenillas negras y cortas. Los ojos tenían el resguardo de unos cristales con armazón de concha. Cubrían el resto de su abultada persona una blusa negra apretada a la cintura por un cordón, que hacia más visible la exagerada curva de sus caderas, y unos pantalones que, a pesar de ser anchos, resultaban tan ajustados como el mallon de una bailarina.

- ¡Pero usted es una mujer! -exclamó Gillespie, asombrado de su repentino descubrimiento-.

- ¿Y qué otra cosa podía ser? -contestó ella—. ¿Cómo no perteneciendo a mi sexo habría llegado a figurar entre los sabios de la Universidad Central, poseyendo los difíciles secretos de un idioma que solo conocen los privilegiados de la ciencia?

Calló, para añadir poco después con una voz lánguida, dejando a un lado la bocina:

- ¿Y en qué ha conocido usted que soy mujer?

El ingeniero se contuvo cuando iba a contestar. Presintió que tal vez corría el peligro de crearse un enemigo implacable, y dijo evasivamente:

- Lo he conocido en su aspecto.

La sabia quedó reflexionando para comprender el verdadero sentido de tal respuesta.

- ¡Ah, si! -dijo al fin con cierta sequedad-. Lo ha conocido usted, sin duda, en mis abundancias corporales. Yo soy una persona seria, una persona de estudios, que no dispone de tiempo para hacer ejercicios gimnásticos, como las muchachas que pertenecen al ejército. La ciencia es una diosa cruel con los que se dedican a su servicio.

- Lo he conocido también -se apresuró a añadir Edwin- en la dulzura de su voz y en la hermosura de sus sentimientos, que tanto han contribuido a salvar mi vida.

La profesora acogió estas palabras con una larga pausa, durante la cual sus anteojos de concha lanzaron un brillo amable que parecía acariciar al gigante. Pensaba, sin duda, que este hombre grosero y de aspecto monstruoso era capaz de decir cosas ingeniosas, como si perteneciese al sexo inteligente, o sea el femenino. Bajo los ojos y añadió con una expresión de tierna simpatía:

- Por algo he encontrado tantas veces en sus versos la palabra Amor con una mayúscula más grande que mi cabeza.

Después pareció sentir la necesidad de cambiar el curso de la conversación, recobrando su altivo empaque de personaje universitario. Aunque ninguno de los presentes pudiera entenderla, temía haber dicho demasiado.

- Usted se ira dando cuenta, Gentleman-Montaña -continuó-, de que ha llegado a un país diferente a todos los que conoce, una nación de verdadera justicia, de verdadera libertad, donde cada uno ocupa el lugar que le corresponde, y la suprema dirección la posee el sexo que más la merece por su inteligencia superior, desconocida y calumniada desde el principio del mundo… . Deje de mirarme a mí unos instantes y examine la muchedumbre que le rodea. Tiene usted permiso para moverse un poco; así hará su estudio con mayor comodidad. Espere a que de mis órdenes.

Y recobrando su portavoz, empezó a lanzar rugidos en un idioma del que no pudo entender el americano la menor sílaba. La máquina volante que descansaba sobre su pecho levantó el vuelo, y los otros cuatro aeroplanos aflojaron los hilos metálicos sujetos a sus extremidades. La muchedumbre se arremolinó, iniciando a continuación un movimiento de retroceso.

Gillespie vio que unos grupos de jinetes repelían al gentío para que se alejase. Otros soldados acababan de descender de varias máquinas rodantes que tenían la forma de un león. Estos guerreros jóvenes eran de aire gentil y graciosamente desenvueltos.

Uno de ellos pasó muy cerca de sus ojos, y entonces pudo descubrir que era una mujer, aunque más joven y esbelta que la profesora de inglés. Los otros soldados tenían idéntico aspecto y también eran mujeres, lo mismo que los tripulantes de las máquinas voladoras. Sus cabelleras cortas y rizadas, como la de los pajes antiguos, estaban cubiertas con un casquete de metal amarillo semejante al oro. No llevaban, como los aviadores, una larga pluma en su vértice. El adorno de su capacete consistía en dos alas del mismo metal, y hacía recordar el casco mitológico de Mercurio.

Todos estos soldados eran de aventajada estatura y sueltos movimientos. Se adivinaba en ellos una fuerza nerviosa, desarrollada por incesantes ejercicios. Paro, a pesar de su gimnástica esbeltez de efebos vigorosos, la blusa muy ceñida al talle por el cinturón de la espada y los pantalones estrechamente ajustados delataban las suaves curvas de su sexo. Iban armados con lanzas, arcos y espadas, lo que hizo que Gillespie se formase una triste idea de los progresos de este país, que tanto parecían enorgullecer a la profesora de inglés.

El cordón de peones y jinetes empujó a la muchedumbre hasta los linderos del bosque, dejando completamente limpia la pradera. Entonces, la doctora, desde lo alto de su carro-lechuza, volvió a valerse del portavoz.

- Gentleman Montaña, puede usted incorporarse.

El ingeniero se fue levantando sobre un codo, y este pequeño movimiento derribó varias escalas portátiles que aun estaban apoyadas en su cuerpo y habían servido para el registro efectuado horas antes. Tres enanos que vagaban sobre su vientre, explorando por última vez los bolsillos de su chaleco, cayeron de cabeza sobre la tupida hierba de la pradera y trotaron a continuación dando chillidos como ratones. Sin dejar de huir se llevaban las manos a diferentes partes de sus cuerpos magullados, mientras una carcajada general del público circulaba por los lindes de la selva.

Al fin Gillespie quedó sentado, teniendo como vecinos más inmediatos a la profesora y sus secretarios, que ocupaban el automóvil-lechuza, y por otro lado a los tripulantes de las cuatro máquinas aéreas, las cuales se movían dulcemente al extremo de sus hilos metálicos, flácidos y sin tensión.

En esta nueva postura Gillespie pudo ver mejor a la muchedumbre. Sus ojos se habían acostumbrado a distinguir los sexos de esta humanidad de dimensiones reducidas, completamente distinta a la del resto de la tierra. Los soldados; los personajes universitarios, mudos hasta entonces, pero que se habían ocupado en adormecerle y registrarle; los empleados, los obreros, todos los que se movían dando órdenes o trabajando en torno de el, llevaban pantalones y eran mujeres.

Edwin vio que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza. Eran las primeras hembras que encontraba semejantes a las de su país. Debían pertenecer a alguna familia importante de la capital; tal vez era la esposa de un alto personaje acompañada de sus tres hijas. Concentró su mirada en el grupo para examinarlas bien, y notó que las tres señoritas, todas de apuesta estatura, asomaban bajo los blancos velos unas caras de facciones correctas pero enérgicas. Sus mejillas tenían el mismo tono azulado que la de los hombres que se rasuran diariamente. La madre, algo cuadrada a causa de la obesidad propia de los años, prescindía de esta precaución, y por debajo de la corona de flores que circundaba sus tocas dejaba asomar una barba abundante y dura.

Un oficial de los del casquete alado corrió galantemente a proteger a las recién llegadas, con el interés que merece el sexo débil, y las tres señoritas acogieron con gesto ruboroso las atenciones del militar.

Gillespie se dio cuenta de que la doctora seguía sus impresiones con ojos atentos, sonriendo de su asombro.

- Ya le dijo, gentleman, que vería usted grandes cosas. No olvide que este es el país de la Verdadera Revolución.

Todavía pudo hacer Edwin nuevas observaciones. Vio con estupefacción entre el público, repelido y mantenido a distancia por la fuerza armada, mujeres menos lujosas que la familia recién venida de la capital, pero igualmente con largas túnicas… . Y sin embargo parecían hombres a causa de sus barbas o de sus rostros azulados por el rasuramiento. En cambio, todos los individuos de aspecto civil que llevaban pantalones y mostraban ser trabajadores del campo, obreros de la ciudad o acaudalados burgueses, venidos para conocer al gigante, tenían el rostro lampiño y las formas abultadas de la mujer.

Encontró, sin embargo, algunas excepciones, que sirvieron para desorientarlo en sus juicios. Vio verdaderos hombres, cuyo aspecto vigoroso no se prestaba a equívocos, y que, sin embargo, marchaban sin el embarazo de las faldas. Estos hombres iban casi desnudos, al aire su fuerte musculatura, y sin mas vestimenta que un corto calzoncillo. Todos ellos mostraban la pasividad resignada, la fuerza brutal y sin iniciativa de las bestias de labor. Algunos acababan de desengancharse de pesadas carretas, de las cuales habían venido tirando hasta el lindero del bosque, y se limpiaban el sudoroso cuerpo. Otros lavaban y secaban los grandes aparatos que habían servido para la narcotización y el registro del gigante.

Vio además Gillespie que la mayor parte de los jinetes que mantenían en respeto a la muchedumbre eran hombres igualmente; hombres enormes y barbudos, con una expresión de estupidez disciplinada, de brutalidad automática, reveladora de su situación inferior. A pesar de que iban armados con grandes cimitarras, su traje era una túnica igual a la de las mujeres. Todos ellos parecían simples soldados. Varias muchachas de bélica elegancia, llevando sobre sus cortas melenas el casquete alado, hacían caracolear sus caballos entre las de estos guerreros inferiores, dándoles órdenes con un laconismo de jefes.

La doctora volvió a interrumpir las reflexiones del prisionero.

- Antes de que emprendamos la marcha a la capital, creo oportuno que tome usted un ligero refrigerio. Mi gusto hubiese sido prepararle un desayuno al estilo de nuestro país, pero no hemos tenido tiempo para ello, pues, como lo dije, su vida estaba en peligro, y nadie piensa en dar de almorzar a un muerto. Podía haber hecho traer algunas de las latas de conserva que guarda usted en su embarcación, pero esta se halla ya muy lejos.

La noticia hizo perder su calma al gigante… . ¡Verse privado de un bote que representaba la única probabilidad de volver al mundo de sus semejantes!…

- Poco después de la salida del sol -continuó la traductora- se han encargado de remolcarlo hasta el puerto de la capital los navíos de nuestra escuadra del Sol Naciente.

Gillespie necesitó mostrar su mal humor con palabras ofensivas.

- ¿Y qué navíos son esos?… ¿Cómo unos barquitos iguales a juguetes, con solo la fuerza de sus velas, van a poder remolcar mi bote, dentro del cual cabe amontonada toda esa escuadra del Sol Naciente?…

- Gentleman -dijo la profesora con sequedad-, nuestros buques no tienen velas; eso fue en tiempos remotos. Nuestros navíos navegan a voluntad sobre el agua y por debajo del agua. La misma energía que mueve nuestras máquinas terrestres y aéreas agita las colas de ellos con igual fuerza que las de los peces mas veloces… . De su tamaño no creo necesario hablar. El tamaño no significa nada. Nosotros hemos llegado a poseer navíos más grandes que el que le trajo a usted, y los suprimimos por inhábiles para defenderse.

Hubo un largo silencio después de las palabras poco cordiales cruzadas entre los dos. Pero la doctora no parecía tenaz en sus rencores y siguió hablando:

- He tenido que improvisar un ligero desayuno con lo que encontré más a mano. Perdone usted su frugalidad y su monotonía. Cuando estemos en la capital (si es que los altos señores del Consejo Ejecutivo quieren concederle la vida a perpetuidad, o sea hasta que perezca usted de muerte ordinaria), estoy seguro de que comerá mejor.

Sin separarse el portavoz de la boca, empezó a rugir otra vez una serie de palabras desconocidas, que despertaron gran actividad en los linderos del bosque.

Un grupo de aquellos hombres bestiales y semidesnudos, fuerzas ciegas y sometidas como los constructores de las Pirámides faraónicas, avanzó por la pradera tirando de un enorme cilindro vertical. Era una bomba rematada por un largo pistón. Esta bomba la acababan de limpiar los vigorosos siervos, pues había servido durante la noche para inyectar al gigante su dosis de narcótico. Poco después empezaron a salir de la selva rebaños de vacas bien cuidadas, gordas y lustrosas. Parecían enormes junto a los hombrecillos que las guiaban, pero no tenían en realidad para Gillespie mayor tamaño que una rata vieja. A los pocos momentos eran centenares; al final llenaron la mayor parte de la pradera, siendo más de mil.

Numerosos enanos, que por sus trajes parecían hombres de campo y en realidad eran mujeres, silbaron y agitaron sus cayados para ordenar y agrupar a estos animales.

- Es todo lo que hemos podido reunir -dijo la profesora-. El "Comité de recibimiento del Hombre-Montaña", nombrado anoche por el gobierno, no ha tenido tiempo para preparar mejor las cosas. Sin embargo, en pocas horas nuestras máquinas terrestres y aéreas han llegado a requisar todas las vacas existentes en un radio de diez millas, como diría usted. Y ahora, gentleman, vuelva a tenderse; adopte su primera postura para tomar un poco de leche.

Pero Gillespie estaba pensativo desde mucho antes. Se dispuso a obedecer la orden y luego se detuvo para mirar con una expresión interrogante a la universitaria.

- Una palabra nada más, y en seguida me tiendo.

La doctora le hizo ver con un gesto que estaba dispuesta a escucharle. El americano mostró con un dedo los automóviles que le rodeaban, después las maquinas aéreas inmóviles en el espacio, y finalmente las esbeltas muchachas del casquete alado, armadas con lanzas, arcos y sables.

- No comprendo, profesora… .

- Llámeme profesor -interrumpió la dama universitaria-. Profesor Flimnap.

- Está bien -continuó el americano-. Digo, profesor Flimnap, que no puedo comprender todas esas armas primitivas al lado de tanta máquina terrestre y aérea, que me parecen perfectas, y de esa escuadra del Sol Naciente de que me ha hablado antes.

El doctor hembra sonrió con superioridad.

- Ya le dije que los Hombres-Montañas deben asombrarse cuando nos visitan, así como nosotros nos asombrábamos al verles en otros tiempos. Hay cosas que no comprenderá usted nunca si no le damos una explicación preliminar. Y esta explicación solo la recibirá usted si los altos señores del Consejo Ejecutivo quieren que viva. En cuanto a la desproporción entre nuestras armas y nuestras máquinas, no debe usted preocuparse de ella. Vivimos organizados como queremos, como a nosotros nos conviene.

El joven no quiso mostrarse vencido por el aire de superioridad con que fueron dichas tales palabras, y añadió:

- Entre los objetos que han sacado de mis bolsillos habrá visto usted seguramente una máquina de hierro formada por un tubo largo y un cilindro con otros seis tubos mas pequeños, dentro de los cuales hay lo que llamamos una cápsula, que se compone de una porción de sustancia explosiva y un pedazo de acero cónico. Tengan mucho cuidado al mover la tal maquina, porque es capaz de hacer volar a uno de los navíos de su escuadra del Sol Naciente. Con varias máquinas de la misma clase ustedes serían mucho mas fuertes que lo son ahora.

La universitaria abandonó el portavoz para reír con una serie de carcajadas que le hicieron llevarse las manos a las dos curvas superpuestas de su pecho y de su abdomen.

- ¡Cuantas palabras -dijo al extinguirse su risa-, cuantas palabras para describirme un revolver! ¡Pero si yo conozco eso tan bien como usted!… Las gentes que hoy han visto el suyo (los cargadores y los marineros) seguramente que no saben lo que es; pero para nosotros, las personas estudiosas, esa máquina del tubo grande y de los seis tubos con sus cápsulas explosivas resulta una verdadera antigualla. Además, la consideramos repugnante e indigna de todo recuerdo. No intente, gentleman, deslumbrarnos con sus descubrimientos. Aquí sabemos más que usted. Prescinda de nuevas observaciones y acuéstese prontito a tomar su leche.

El americano tuvo que obedecer, avergonzado de su derrota. Las vacas, en fila incesante, subían y bajaban por una dobla rampa situada junto a la bomba. Cuando estaban en lo alto, al lado de la boca del receptáculo, los siervos forzudos las ordeñaban rápidamente con un aparato, arrojando la leche en el interior del enorme vaso de metal. Varios hombres tomaron el doble balancín del pistón para subirlo y bajarlo, impeliendo el líquido del interior. Mientras tanto, otros de los siervos desnudos desarrollaban los flexibles anillos de una manga de riego ajustada a la bomba.

- Abra usted la boca, Gentleman-Montana -ordenó el profesor hembra.

Gillespie obedeció, e inmediatamente le introdujeron entre los labios una barra de metal ampliamente perforada, de la que surgía un chorro de leche más grueso que el brazo musculoso de cualquiera de aquellos atletas. Gillespie bebió durante mucho tiempo este hilillo de liquido dulzón, algo más claro que la leche de otros países.

- ¿Quiere usted más? -preguntó la traductora-. No tema ser inoportuno. Nuestros agentes continúan en este momento su requisa de vacas por todos los distritos inmediatos.

Pero el gigante se mostraba ahíto del amamantamiento por manga de riego, e hizo un gesto negativo.

Volvió a rugir el portavoz dando órdenes, y huyeron las vacas hacia la selva, perseguidas por los gritos, las pedradas y los garrotes en alto de sus conductores. Desapareció igualmente la máquina que había servido el desayuno, y los siervos atletas empezaron a trabajar en torno del cuerpo de Gillespie.

En un momento le libraron de las ligaduras que sujetaban sus muñecas y sus tobillos. Al desliarse el enroscamiento de los hilos metálicos, las máquinas voladoras tiraron de estos cables sutiles, haciéndolos desaparecer. Pero no por esto se alejaron. Las cuatro permanecieron inmóviles en el mismo lugar del espacio, como si esperasen órdenes.

- Gentleman -volvió a decir Flimnap-, ha llegado el momento más difícil para mí. Vamos a partir para la capital, y necesito recordarle que la continuación de su existencia no es aun cosa segura. Falta saber que opinión formarán de usted las altas personalidades del Consejo Ejecutivo. Pero yo tengo cierta confianza, porque el corazón justo y fuerte de las mujeres es siempre piadoso con la debilidad y la ignorancia del hombre. Además, cuento con la buena impresión que producirá su aspecto.

"Usted es muy feo, gentleman; usted es simplemente horrible. Su piel, vista por nuestros ojos, aparece llena de grietas, de hoyos y de sinuosidades. Como usted no ha podido afeitarse en dos o tres días, unas canas negras, redondas y agujereadas empiezan a asomar por los poros de su piel, creciendo con la misma rigidez que el hierro. Pero si le miran a usted con una lente de disminución, si le ven empequeñecido hasta el punto de que se borren tales detalles, reconozco que tiene usted un aspecto simpático y hasta se parece a algunas de las esposas de las altas personalidades que nos gobiernan. Yo pienso llegar a la capital mucho antes que usted, para rogar al Consejo Ejecutivo que le mire con lentes de tal clase. Así, su juicio será verdaderamente justo… .

"Y ahora, perdóneme lo que voy a añadir. Yo no figuro en el gobierno; no soy más que un modesto profesor de Universidad. Si de mi dependiese, le llevaría hasta la capital sin precaución alguna, como un amigo. Pero el gobierno no le conoce a usted y guarda un mal recuerdo de la grosería de los Hombres-Montañas que nos visitaron en otros tiempos. Teme que se le ocurra durante el camino derribar alguna casa de un puntapié o aplastar a las muchas personas que acudirán a verle. Puede usted perder la paciencia; la curiosidad del público es siempre molesta; hay hombres que ríen con la ligereza y la verbosidad propias de su sexo frívolo; hay niños que arrojan piedras, a pesar de la buena educación que se les da en las escuelas. El sexo masculino es así. Por más que se pretenda afinarle, conserva siempre un fondo originario de grosería y de inconsciencia. En fin, gentleman, tenemos orden de llevarle atado hasta nuestra capital, pero marchando por sus propios pies.

"Nada de fabricar una enorme carreta y de amarrarle sobre ella, siendo arrastrado por centenares de caballos. Esto resultaría interminable y haría durar su viaje varios días. Además, es indigno de nuestro progreso, a pesar de que usted nos cree bárbaros porque hemos querido olvidar la existencia de la pólvora. En tres horas llegaremos a la capital. Usted podrá marchar a grandes pasos, sin salirse del camino, y le escoltaran a gran velocidad nuestras máquinas terrestres y voladoras. Pero como nuestros gobernantes no le conocen y temen una humorada como las de aquel Hombre-Montaña que se enloquecía bebiendo un líquido cáustico, será usted sometido a las siguientes precauciones:

"Una máquina voladora irá delante, después de haber enroscado un cable a su cuello. Otra volará detrás, con su cable amarrado a las dos manos de usted cruzadas sobre la espalda. Puede avanzar sin miedo. Los tripulantes de nuestros voladores conservaran siempre flojos estos lazos metálicos. Pero por si usted intentase (lo que no espero) alguna travesura, le advierto que los guerreros del aire tienen orden de dar un tirón inmediatamente con toda la fuerza de sus máquinas, y que los tales cables metálicos cortan lo mismo que una navaja de afeitar… . Y ahora, gentleman, póngase de pie con cierta precaución, para no causar graves daños en torno de su persona. Debemos separarnos por unas horas; yo marcho delante. Además, la comunicación va a quedar interrumpida entre nosotros desde el momento que usted recobra la posición vertical, aislándose en su grandeza inútil.

El ingeniero quiso protestar, algo ofendido por las precauciones a que se le sometía.

- Ni una palabra más -insistió el doctor-. Le advierto que anoche casi demolió usted en la oscuridad una de nuestras máquinas voladoras al dar un zarpazo en el aire. Falto poco para que cayese al suelo desde una altura enorme, matándose sus tripulantes. Después de esto, reconocerá que nuestro gobierno obra prudentemente al no tratarle con una confianza ciega.

Se aparto el vehículo-lechuza, sin que por esto la traductora, dejase de dar órdenes a través de su bocina.

Gillespie, después de convencerse de que no quedaban cerca de él personas ni animales a los que pudiera aplastar, empezó a incorporarse. Sus piernas, tras una inmovilidad de tantas horas, estaban entumecidas y se resistían a obedecerla. Al fin se puso de pie después de largas vacilaciones, y al recobrar su posición vertical, los árboles mas altos quedaron a la altura de su pecho. Todo su busto sobrepasaba la centenaria vegetación, y la muchedumbre de enanos, casi invisible bajo el ramaje, saludo con un largo rugido la cabeza del gigante al surgir ésta por encima del bosque. Podían apreciar ahora la grandeza del Hombre-Montaña mejor que cuando le veían tendido en el suelo.

Los tripulantes de las máquinas voladoras se unieron a esta ovación haciendo evolucionar sus quiméricas bestias en torno del rostro de Gillespie. Pasaban tan cerca, que este tuvo que echar atrás su cabeza por dos veces, temiendo que le cortase la nariz una de aquellas alas escamosas con sus puntas agudas como cuchillos. Las muchachas del casquete dorado y larga pluma saludaban con risas los movimientos inquietos del gigante. Pero una orden venida de abajo acabo con estos juegos, restableciendo el silencio. Todavía la traductora rugió su última orden, antes de partir.

- Gentleman-Montaña, ¡las manos atrás!

Gillespie lo hizo así, y, apenas hubo cruzado sus manos sobre la espalda, sintió en torno de las muñecas algo que parecía vivo y se enrollaba con una prontitud inteligente. Era el cable metálico de la máquina que iba a volar detrás de el. Al mismo tiempo, otro monstruo del aire descendió con toda confianza al verle con las manos sujetas, y quedó flotando cerca de sus ojos.

Ahora pudo ver bien a sus tripulantes: cuatro jóvenes rubias, esbeltas y de aire amuchachado. Gillespie hasta les encontró cierta semejanza con miss Margaret Haynes cuando jugaba al tenis. Estas amazonas del espacio le saludaron con palabras ininteligibles, enviándole besos. El sonrió, y al oír las carcajadas de ellas pudo adivinar que su sonrisa debía parecerles horriblemente grotesca. Estos seres pequeños veían todo lo suyo ridículamente agrandado.

La consideración de su caricaturesca enormidad le puso triste, pero las guerreras aéreas volvieron a enviarle besos, como un consuelo, y hasta una de ellas dirigió contra su nariz dos rosas que llevaba en el pecho. Querían pedirle, sin duda, perdón por lo que iban a hacer con él cumpliendo ordenes superiores.

Del fondo de la máquina voladora partió, silbando, un hilo plateado, que, después de dar varias vueltas en el aire como una serpiente delgadísima, se metió por la cabeza de Gillespie, no parando hasta sus hombros. El ingeniero se sintió cogido lo mismo que las reses de las praderas americanas a las que echan el lazo. Un pequeño alejamiento del avión, que tenia la forma y los colores de un lagarto alado, estrechó en torno del cuello de Edwin el cable metálico.

Bajando sus ojos pudo examinarlo de cerca. Parecía hecho de un platino flexible y era inútil todo intento de romperlo. Por el contrario, un movimiento violento bastaría para que se introdujese en su carne lo mismo que una navaja de afeitar, como había dicho el profesor hembra.

Las tripulantes del lagarto aéreo tiraron ligeramente de este hilo metálico, y Gillespie, comprendiendo el aviso, dio el primer paso. Ningún obstáculo terrestre se oponía a su marcha. La pradera estaba ahora limpia de gente, lo mismo que los linderos del bosque. Todas las máquinas rodantes, así como las tropas de a pie y a caballo, habían abierto la marcha, empujando a la muchedumbre para que se apartase del camino.

Guiado por la máquina voladora que iba delante y dirigido igualmente por la máquina de atrás, que funcionaba a modo de timón, Gillespie solo tenia que fijarse en el suelo para ver donde colocaba sus pies.

Empezó a marchar por un camino de gran anchura para aquellos seres diminutos, pero que a el le pareció no mayor que un sendero de jardín. Durante media hora avanzaron entre bosques; luego salieron a inmensas llanuras cultivadas, y pudo ver como se iba desarrollando delante de él, a una gran distancia, la vanguardia de su cortejo, compuesta de maquinas rodantes y pelotones de jinetes. A su espalda levantaban una segunda nube de polvo las tropas de retaguardia, encargadas de contener a los curiosos.

Solo algunos audaces, contraviniendo las órdenes, se atrevían a llegar a los bordes del camino. En torno de los pueblos de agricultores hervía el vecindario, gritando y agitando sus gorras al pasar el gigante. Su estatura permitía que lo viesen a larguísimas distancias.

Le obligaron a marchar sin descanso, porque el Consejo Ejecutivo deseaba conocerle antes de que anocheciese. A las dos horas distinguió por encima de una sucesión de gibas del camino, penosamente remontadas por la vanguardia del cortejo, una especie de nube blanca que se mantenía a ras de tierra.

Estaba envuelta en el temblor vaporoso de los objetos indeterminados por la distancia. Solo el podía abarcar con su mirada una extensión tan enorme. Los tripulantes del lagarto volador examinaban la misma nube, pero con el auxilio de aparatos ópticos.

Una de las amazonas aéreas le gritó algunas palabras en su idioma, al mismo tiempo que señalaba con un dedo la remota mancha blanca. El gigante le contestó con una sonrisa indicadora de su comprensión.

A partir de este momento la nube fue tomando para él contornos fijos. Salieron poco a poco de la vaporosa vaguedad grandes palacios blancos, torres con cúpulas brillantes, toda una metrópoli altísima, en la que los edificios parecían de proporciones desmesuradas, sin duda porque sus pequeños habitantes, por la ley del contraste, sentían el ansia de lo enorme.

Esta capital de la República de los pigmeos se llamaba Mildendo en otros tiempos. ¿Cómo se titularía en el presente, después de haber ocurrido lo que el profesor Flimnap llamaba la Verdadera Revolución?…

El paraiso de las mujeres

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