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Capítulo 8

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En la mañana del Corpus, la primera persona que vio Gabriel al salir al claustro fue don Antolín, que repasaba sus talonarios, alineándolos sobre el borde de piedra de la balaustrada.

—Hoy es un gran día—dijo Luna queriendo halagar al Vara de plata—. Se prepara el gran ingreso: vendrán forasteros.

Don Antolín miró a Gabriel fijamente, como dudando de su sinceridad. Pero vio que no se burlaba, y contestó con cierta satisfacción:

—No se prepara mal la fiesta. Son muchos los que desean ver nuestros tesoros. ¡Ay, hijo! ¡Bien lo necesitamos! Tú, que te alegras de nuestro mal, puedes estar satisfecho. Vivimos en horrible estrechez. Nuestra fiesta del Corpus vale poco, comparada con la de otros tiempos, y sin embargo, ¡cuántas economías hay que hacer en la Obrería para pagar los cuatro ochavos que cueste este extraordinario!

Quedóse silencioso largo rato don Antolín, mirando fijamente a Luna, como si acabara de ocurrírsele una idea extraordinaria. Al principio fruncía el seno, cual si la repeliese, mas poco a poco su rostro fue aclarándose con una sonrisa maliciosa.

—A propósito, Gabriel—dijo con un acento meloso que tenía algo de agresivo—. Recuerdo que, cuando lo del Monumento de Semana Santa, me hablaste de que necesitas ganar dinero para tu hermano. Hoy tienes una ocasión: poca cosa será, pero algo es algo. ¿Quieres ser de los que llevan la carroza del Sacramento?

Gabriel fue a contestar con altivez al malicioso cura: adivinaba su intención de molestarle. Pero inmediatamente le tentó el deseo de vencer al Vara de plata aceptando su proposición. Quiso asombrarle accediendo a su disparatada idea. Además, pensó en que sería este sacrificio digno de la generosidad que con él tenía su hermano. Ya que no podía ayudarle con grandes auxilios de dinero, demostraría sus deseos de trabajar. Los escrúpulos de amor propio desvanecíanse en él ante la esperanza de llevar a casa un par de pesetas.

—Tú no querrás—siguió diciendo el sacerdote con acento burlón—. Eres demasiado «verde», y tu dignidad sufriría mucho paseando al Señor por las calles de Toledo.

—Pues se equivoca usted. Como querer, sí que quiero; pero el trabajo es demasiado pesado para un enfermo.

—Por esto que no quede—dijo don Antolín con resolución—. Lo menos serán diez dentro del carro, y los hay forzudos de verás. Tú irías para completar el número. Ya te recomendaría yo para que te guardasen ciertas consideraciones.

—Pues trato hecho, don Antolín. Cuente usted conmigo. Yo estoy para ganarme un jornal siempre que se presente.

Acababa de decidirle su deseo de salir de la catedral, de pasar, sin que nadie reparase en él, por las calles de Toledo, que no había visto desde que se encerró en el templo. Además, cosquilleaba fuertemente su vanidad la irónica situación que resultaba de ser él, con sus rotundas negaciones religiosas quien pasease ante la muchedumbre devota el Dios del catolicismo.

Este espectáculo le hacía sonreír. Casi era un símbolo. De seguro que el Vara de plata se regocijaba también, viendo en esto un pequeño triunfo de la religión, que obligaba a sus enemigos a llevarla en hombros. Pero él lo consideraba de distinto modo: dentro del carro eucarístico representaría la duda y la negación ocultas en el interior de un culto esplendoroso por su pompa exterior, pero vacío de fe y de ideales.

—Quedamos de acuerdo, don Antolín. Dentro de un rato bajaré a la catedral.

Se despidieron. Y Gabriel, después de digerir tranquilamente la leche que le sirvió su sobrina, bajó al templo, sin decir nada a la familia del trabajo que pensaba realizar. Temía la protesta de su hermano.

En el claustro bajo volvió a encontrarse con el Vara de plata. Hablaba con la jardinera, mostrándola escandalizado un haz de espigas con una cinta roja. Lo había recogido en la pila de agua bendita junto a la puerta de la Alegría. Todos los años, el día del Corpus, encontraba igual ofrenda en el mismo sitio. Un desconocido dedicaba a la iglesia el primer trigo del año.

—Debe ser un loco—decía el sacerdote—. ¿A qué conduce esto? ¿Qué significa este haz? ¡Si al menos fuese una carretada de gavillas, como en los buenos tiempos del diezmo… !

Y mientras arrojaba con desprecio las espigas en un arriate del jardín, Gabriel pensaba con admiración en la fuerza atávica que hacía resucitar en pleno templo católico la ofrenda gentílica, el homenaje a la Divinidad de los primeros frutos de la tierra fecundada por el verano.

El coro había terminado y comenzaba la misa cuando Gabriel entró en la catedral. La gente menuda comentaba a la puerta de la sacristía el gran incidente de la fiesta. Su Eminencia no había bajado al coro ni asistiría a la procesión. Decíase que estaba enfermo; pero los de la casa sonreían recordando que en la tarde anterior había ido de paseo hasta la ermita de la Virgen de la Vega. Era que no quería ver al cabildo. Estaba en un acceso de furor contra él, y demostraba su desprecio negándose a presidirlo en el coro.

Gabriel recorrió las naves. La concurrencia de fieles era mayor que otros días, pero aun así, la catedral parecía desierta. En el crucero, arrodilladas entre el coro y el altar mayor, veíanse varias monjas de almidonadas y picudas tocas cuidando de algunos grupos de niñas vestidas de negro, con lazos rojos o azules, según el colegio a que pertenecían. Unos cuantos militares de la Academia, gruesos y calvos, oían la misa de pie, apoyando el ros sobre el pecho de su guerrera. En esta concurrencia diseminada y distraída por la música, destacábanse las señoritas del Colegio de Doncellas Nobles, jóvenes apenas entradas en la pubertad o soberbias mujeres en toda la amplitud del desarrollo femenil, que miraban con ojos de brasa: todas con traje de seda negra, mantilla de blonda montada sobre la peineta y vistosos golpes de rosas, como damas aristocráticas de gracia manolesca escapadas de un cuadro de Goya.

Gabriel vio a su sobrino el Tato vestido con ropón de escarlata, como un noble florentino, dando golpes en las losas con la vara para asustar a los perros. Discutía con un grupo de pastores de la sierra: hombres negruzcos y retorcidos como sarmientos, con chaquetones pardos y abarcas y polainas; hembras con pañuelos rojos y faldas mugrientas y remendadas que pasaban de generación a generación. Habían bajado de las montañas para ver el Corpus de Toledo, y andaban por las naves de la catedral con el asombro en los ojos, asustados de sus propios pasos, temblando cada vez que rugía el órgano, como si temieran ser expulsados de aquel mágico palacio igual a los de los cuentos. Las mujeres señalaban con un dedo los ventanales de colores, los rosetones de las portadas, los guerreros dorados del reloj de la puerta de la Feria, las tuberías de los órganos, y quedaban inmóviles, con la boca abierta, en estúpida contemplación. El perrero, con sus vestiduras rojas, les parecía un príncipe, y turbados por el respeto, no lograban comprender sus palabras. Cuando elTato amenazó con su bastón a un mastín que se pegaba a las piernas de sus amos, aquella gente sencilla se decidió a salir del templo antes que abandonar al fiel compañero de su vida selvática.

Gabriel miró por la verja del coro. La sillería alta y la baja estaban ocupadas. Era día de gran fiesta, y no sólo los canónigos y beneficiados estaban en sus asientos, sino los sacerdotes de la capilla de los Reyes y los prebendades de la capilla Mozárabe, las dos pequeñas iglesias que vivían aparte, con tradicional autonomía, dentro de la catedral de Toledo.

Luna vio en medio del coro a su amigo el maestro de capilla, con sobrepelliz rizada, moviendo una pequeña batuta. En torno de él se agrupaban hasta una docena de músicos y cantores, cuyos sonidos y voces quedaban ahogados cada vez que desde lo alto los acompañaba el órgano. El sacerdote dirigía con un gesto de resignación, mientras la música perdíase, débil y anonadada, en la soledad de las naves gigantescas.

En el altar mayor, sobre su cuadrada carroza, estaba la famosa custodia ejecutada por el maestro Villalpando: un templete gótico, primorosamente calado, que brillaba con el temblor del oro a la luz de los cirios, y de labor tan sutil y aérea, que al menor movimiento estremecíase, meciendo sus remates como manojos de espigas.

Iban llegando a la catedral los invitados a la procesión: señores de la ciudad con traje negro; profesores de la Academia en traje de gala, con todas sus condecoraciones; oficiales de la Guardia civil con su uniforme que recordaba el de los soldados de principios de siglo. Por las naves avanzaban, contoneándose con ligeros saltitos, los niños vestidos de ángeles: unos ángeles a la Pompadour, con casaca de brocado, zapatos de tacón rojo, chorrera de blondas alas de latón colgadas de los omoplatos y una mitra con plumas sobre la peluca blanca. La Primada sacaba para la fiesta su vestuario tradicional. Los uniformes de gala de los servidores del templo eran todos del siglo XVIII, la última época de su prosperidad. Los dos hombres que habían de guiar la carroza iban con rizos empolvados y calzón y casaca negros, como los abates del último siglo; los pertigueros y varas de palo se adornaban con golillas almidonadas y pelucas; el brocado y el terciopelo cubría a toda la gente de las Claverías, que apenas podía comer. Hasta los acólitos llevaban dalmática de oro.

El altar mayor estaba adornado con los tapices del Tanto monta, los famosos paños de los Reyes Católicas, con emblemas y escudos, regalo de Cisneros a la catedral. El obispo auxiliar decía la misa, y él y sus diáconos ayudantes sudaban bajo las casullas y capas tradicionales, bordadas, recamadas, con gruesos y deslumbrantes realces, abrumadoras como armaduras antiguas.

Conmovíase la catedral con la proximidad de la procesión. Sonaban las puertas de las sacristías al abrirse y cerrarse con estrépito; iba la gente atareada de un lado a otro. En aquella vida reposada y monótona, el incidente anual de una procesión que había de recorrer varias calles causaba iguales trastornos y ocupaciones que una expedición aventurada a países lejanos.

Al terminar la misa, el órgano comenzó a rugir una marcha desordenada y ruidosa, algo así como una danza salvaje, mientras se ordenaba la procesión. Fuera de la catedral sonaban las campanas. La música de la Academia había cesado de tocar un pasodoble en la misma puerta Llana, y se oían las voces de mando de los oficiales y el choque unísono de las culatas al quedar inmóviles las compañías de cadetes.

Don Antolín, con su gran vara de plata y una capa pluvial de brocado blanco, iba de un lado a otro, reuniendo a los empleados del templo. Gabriel lo vio aproximarse sudoroso y congestionado.

—A tu puesto: ya es hora.

Y lo llevó al altar mayor, junto a la custodia. Gabriel y ocho hombres más se introdujeron dentro del armazón levantando un paño de los que cubrían sus costados. Habían de encorvarse dentro del artefacto. Su misión era empujarlo para que se deslizara sobre las ruedas ocultas. A ellos sólo les correspondía dar el impulso: fuera, los dos servidores de peluca blanca y traje negro eran los encargados de los timones delantero y trasero, guiando la carroza eucarística por las tortuosas calles. Gabriel fue colocado por sus compañeros en el centro. Él avisaría cuándo había que detenerse o emprender la marcha. La custodia monumental iba montada sobre una plataforma con un gran contrapeso; entre ésta y la carroza quedaba un palmo de espacio abierto, por donde asomaba Gabriel sus ojos, transmitiendo las indicaciones del timonel delantero.

—¡Atención… ! ¡Marchen!—dijo Gabriel, obedeciendo a una señal exterior.

Y el carro sagrado comenzó a moverse con lentitud por el plano inclinado de madera que cubría los peldaños del altar mayor. Al pasar la verja hubo que detenerse. La gente se arrodillaba, y abriendo paso en ella don Antolín y sus varas de palo, avanzaban los canónigos con sus largas vestiduras rojas, el obispo auxiliar con mitra dorada, y las dignidades con mitras blancas de lino sin adorno alguno. Se arrodillaron todos ante la custodia, calló el órgano, y acompañados por el carraspeo de un trombón, entonaron un cántico adorando el Sacramento. El incienso se elevaba en nubecillas azules en torno de la custodia, velando el brillo del oro. Cuando cesó el cántico, volvió a sonar el órgano y la carroza púsose de nuevo en marcha. Temblaba toda ella desde la base a la cúspide, y el movimiento hacía sonar como un cascabeleo de plata las campanillas pendientes de sus adornos góticos. Gabriel caminaba agarrado a una traviesa del carro, con la vista fija en los timoneles, sintiendo en sus piernas el roce dé los que empujaban aquel artefacto semejante a los carros de los ídolos indostánicos.

Al salir de la catedral por la puerta Llana—la única del templo que está al nivel de la calle—, Gabriel pudo abarcar con su vista toda la procesión. Veía los jinetes de la Guardia civil rompiendo la marcha, los timbaleros de la ciudad vestidos de rojo, y las cruces de las parroquias agrupadas sin orden en torno de la manga de la catedral, enorme, pesadísima, como un globo cubierto de figuras bordadas. Después todo el centro de la calle libre, flanqueado por dos filas de clérigos y militares con cirios; los diáconos con incensarios, asistidos por los ángeles rococós que llevaban las navetas del asiático perfume, y los canónigos con sus capas históricas de gran valor. A espaldas del Sacramento se agrupaban las autoridades, y el batallón de los cadetes cerraba la marcha, fusil al brazo, al aire las rapadas cabezas, meciéndose al compás de la marcha.

Gabriel aspiraba con delicia el aire de la vía pública. Él, que había visto las mayores capitales de Europa, admiraba las calles de aquella ciudad antigua después de su largo encierro en la catedral. Le parecían populosas, y hasta experimentaba ese mareo que las grandes agitaciones modernas causan en los habituados a una vida sedentaria.

Los balcones mostrábanse colgados con antiguos tapices y mantones de Manila; las calles estaban entoldadas, con el pavimento cubierto por una capa de arena para que la carroza eucarística pudiera deslizarse sobre los agudos guijarros.

En las cuestas, la custodia avanzaba trabajosamente. Sudaban, jadeantes, los hombres ocultos en el carro. Gabriel tosía, con el espinazo dolorido por el encierro en la movible mazmorra, y la majestad de la marcha turbábase con las voces de mando del canónigo Obrero, que, con vestiduras rojas y una vara en la mano, dirigía la procesión, reprendiendo muchas veces, por sus movimientos desordenados, a los timoneles y a los que impulsaban el catafalco.

Aparte de estas penalidades, Gabriel estaba satisfecho de su escapatoria extraordinaria a través de la ciudad. Reía pensando en lo que hubiera dicho la muchedumbre arrodillada con veneración, de conocer al que asomaba sus ojos por debajo de la custodia. Aquellos oficiales de calzón blanco y peto rojo, que con la espada al costado y el bicornio sobre el muslo escoltaban a Dios, tenían sin duda noticias de su existencia; alguno habría oído hablar de él, y tal vez guardaba su nombre en la memoria como el de un enemigo de la sociedad. ¡Y el réprobo repelido por todos, refugiado en un hueco de la catedral, como las aves aventureras que anidaban en sus bóvedas, era el que guiaba el paso de Dios por las calles de la religiosa ciudad… !

A más de mediodía volvió la custodia a la Primada. Gabriel, al pasar junto a la puerta del Mollete, vio adornados los muros exteriores con los famosos tapices. Terminados los cánticos de despedida, los sacerdotes se despojaban rápidamente de sus vestiduras, buscando la puerta a la desbandada, sin saludarse. Iban a comer más tarde que de costumbre; aquel día extraordinario turbaba su existencia. La iglesia, tan ruidosa e iluminada durante la mañana, despoblábase rápidamente, cayendo en el silencio y la penumbra.

Esteban se indignó al ver salir a Gabriel de la carroza eucarística.

—Te vas a matar: eso no es para ti. ¿Qué capricho ha sido el tuyo?

Gabriel reía. Sí, era un capricho, pero no se arrepentía de él. Había dado un paseo por la ciudad sin ser visto, y su hermano tendría para atender dos días a su manutención. Él deseaba trabajar, no serle gravoso.

El Vara de palo se enternecía.

—Pero borrego, ¿te pido algo? ¿Necesito yo otra cosa sino que vivas tranquilo y te mejores?

Y como si quisiera corresponder a este sacrificio con otro que agradase a su hermano, al subir a las Claverías no puso la cara torva y habló a su hija durante la comida.

Por la tarde, el claustro alto quedó casi desierto. Don Antolín bajó apresuradamente con los talonarios, regocijándose al saber que eran muchos los forasteros que le aguardaban. El Tato y el campanero se deslizaron furtivamente por la escalera de la torre vestidos con sus mejores ropas. Iban a los toros. Sagrario, obligada al reposo para santificar la fiesta, había pasado a la casa del zapatero. Mientras él enseñaba los gigantones a criadas, soldados de la Academia y parditos del campo, la sobrina de Luna ayudaba a remendar la ropa a aquella pobre mujer abrumada por la miseria y el exceso de hijos.

Cuando el maestro de capilla y el Vara de palo bajaron al coro, Gabriel salió al claustro. Sólo vio en él a un cadete que paseaba con la mano en la empuñadura del sable, poniéndolo casi horizontal, como las rabitiesas tizonas de otros tiempos. Luna le reconoció por sus anchos pantalones y su talle de avispa, que hacía afirmar al Tato que el tal cadete usaba corsé. Era Juanito, el sobrino del cardenal. Con frecuencia paseaba por el claustro esperando una ocasión para hablar con Leocadia, la hermosa hija del sacristán de la Virgen. De los padres no había nada que temer; pero el futuro guerrero tenía cierto respeto a la abuela Tomasa, que veía con malos ojos estas relaciones y amenazaba con hacérselas saber a su tío el cardenal.

Gabriel había hablado varias veces con el cadete. Cuando el muchacho le encontraba en el claustro, pegábase a él buscando conversación, para justificar con estas pláticas su presencia en las Claverías. Luna se asombró al verle allí en tarde de fiestas.

—Pero ¿no va usted a los toros?—le preguntó—. Todos los de la Academia deben estar en la plaza.

Juanito sonreía, acariciándose el bigote. Era su gesto favorito, y levantaba con satisfacción la manga, adornada con galones de sargento. No era un cadete cualquiera: era un «galonista», y esto, aunque fuese poca cosa para el que sueña con el generalato, siempre resultaba un paso adelante… No, no iba a los toros; era un aficionado de verdad, pero se sacrificaba por hablar toda una tarde con la novia a la puerta de su casa, en el silencio de las Claverías. La abuela había bajado al jardín, y el Azul de la Virgen no tardaría en salir, dejándole el campo libre, como si no se enterase de nada. ¡La gran tarde, amigo Gabriel! Él tenía ocupaciones más serias e importantes que las de los novatos de la Academia, que pasaban los domingos en los cafés o paseando como unos bobos. Su novia se la envidiaban todos en el Alcázar: hasta los profesores.

—¿Y cuándo es el casamiento?—dijo alegremente Gabriel.

El «galonista» contestó con expresión de hombre importante. Había que hacer antes muchas cosas: convencer a su tío, lo que no era fácil, y seguir los impulsos de su buena estrella, hasta llegar a cierta altura. Él estaba reservado para grandes cosas. Era asunto de pocos años.

—Yo, amigo Luna, soy de la madera de los generales jóvenes. Es la buena sombra de la familia. Mi tío cuenta que, siendo monaguillo, tenía la certeza de llegar a cardenal; y ha llegado. Yo ascenderé muy aprisa. Además, ya sabe usted que un arzobispo de Toledo no es cualquier cosa, y que el tío tiene relaciones en palacio y manda en el Ministerio de la Guerra lo mismo que si fuese un general. ¡Como que es más militar que cura! Para probarlo, ahí está lo único que ha escrito: una plegaria a la Virgen, para que la reciten los soldados antes de entrar en fuego.

—Y usted, Juanito, ¿siente realmente la vocación militar?

—Mucho. Desde que supe leer y abrir libros, quise ser igual a los grandes capitanes que veía en las láminas, erguidos sobre el caballo, con la espada en la mano, arrogantes y hermosos. Crea usted que en esta carrera nadie entra sin vocación. En los seminarios hay encerrados muchos contra su voluntad, pero a nadie lo dedican a militar por la fuerza: el que viene a la Academia es porque le sale de dentro.

¿Y todos están tan seguros del éxito como usted?

—¡Oh, todos!—dijo sonriendo el sobrino del cardenal—. Sólo que la inmensa mayoría no tiene las mismas probabilidades de hacer carrera. Pero con tantos como somos, no hay ni uno que piense en la posibilidad de quedarse vegetando de capitán en un regimiento de reserva, o morir de viejo llegando, cuando más, a comandante. Todos vemos primeramente la juventud realzada por el uniforme, por las aventuras (porque ya sabe usted que las mujeres se pirran por nosotros), por la alegría de vivir, querido y respetado en todas ocasiones, un palmo por encima del paisano; después, cuando se aproxima la vejez y engorda uno y empieza a quedarse calvo, la faja de general, la política, y ¡quién sabe si la cartera de Guerra! Éste es el pensamiento de todos. No hay quien no crea que en el porvenir le aguarda una faja, y no tendrá más que descolgarla para ponérsela en la cintura. Yo sé ciertamente que me espera. Los demás se lo imaginan… y así vamos viviendo.

Gabriel sonreía oyendo al cadete.

—Son ustedes unos engañados, lo mismo que esos pobres muchachos que entran en el Seminario creyendo que les espera la mitra o una gran prebenda al otro lado de la puerta. Es la seducción que aún ejercen después de muertas las grandes cosas que fueron. Vamos a ver… aparte del resultado material de la carrera, ¿por qué son ustedes militares… ?

—¡Por la gloria!—dijo el cadete campanudamente, recordando las arengas del coronel-director de la Academia—. ¡Por la patria, cuya defensa nos está confiada! ¡Por el honor de nuestra bandera!

—¡La gloria!—dijo Gabriel irónicamente—. Conozco eso. Muchas veces, viéndoles a ustedes tan jóvenes, tan inexpertos, tan llenos de vanas esperanzas, he rehecho en mi interior lo que bien podría llamarse la psicología del cadete. Adivino lo que ustedes han pensado antes de entrar en la Academia y preveo la desilusión amarga y aplastante que les aguarda a la salida. Los relatos de guerras y la marcialidad artística del uniforme han seducido su niñez. Después las lecturas belicosas de una poesía irresistible: Bonaparte, con su banderita, pasando el puente de Arcole entre las nubes de metralla, grande como un dios; luego, nuestros generales de ir por casa: Espartero en Luchana, O'Donnell en África, y sobre todos, Prim, el caudillo casi legendario, guiando con su sable los batallones en Castillejos: «Yo quiero ser lo mismo—dicen los muchachos—; adonde llega un hombre, bien puede alcanzar otro.» El entusiasmo se toma por predestinación, y cada uno se cree fabricado por Dios para ser un caudillo famoso. Mientras se vive aquí en Toledo, se sueña con la gloria, con empresas arriesgadas, con batallas gigantescas y triunfos ruidosos. Pero cuando con las dos estrellas en la manga se va a un regimiento, lo primero que sale a recibirles en la puerta del cuartel, casi antes que el saludo del centinela, es la realidad fea y antipática. El que soñaba con cubrirse de gloria y ser caudillo famoso antes de los treinta años, no pensando más que en combinaciones estratégicas y originales fortificaciones, tiene que ocuparse del lavado y adecentamiento de unos cuantos mozos cerriles que llegan del campo oliendo a excesiva salud; probar el rancho, hablar de calzoncillos y camisas y calcular la duración de borceguíes y alpargatas. El que nunca entró en la cocina de su casa y fue cuidado minuciosamente por su mamá, despreciando como cosas de mujeres todo lo que no fuese dar voces de mando y alinear soldados, lo primero con que tropieza en el ejército es con la necesidad de ser cocinero, sastre, zapatero, etcétera, aguantando muchas veces repulsas de sus superiores porque no demuestra pericia en estas faenas.

—Es verdad—dijo riendo Juanito—; pero sin eso no puede haber ejército, y el ejército es necesario.

—No discutamos si es necesario o no. Yo quiero decir únicamente que ustedes (y si usted no, porque entra con buen pie, sus compañeros) son unos engañados, que se preparan sin saberlo el fracaso de la vida, lo mismo que esos otros jóvenes que, más pobres o menos enérgicos, corren a entrar en la Iglesia. La Iglesia terminó porque ya no hay fe; la gloria militar ha acabado para siempre en España porque no hay guerras de conquista, y nuestro carácter de potencia batalladora se perdió, afortunadamente, hace siglos. Si tenemos aún alguna guerra, es civil o colonial; guerras que podríamos llamar zompas, sin brillo y sin provecho, en las que mueren los hombres tan bien como en las Termopilas o en Austerlitz, pues sólo una vez se pierde la vida, pero sin el consuelo de la fama y de la admiración pública, sin la aureola de eso que llaman gloria. Han nacido ustedes demasiado tarde. El brillo de otros siglos les atrae con su espejismo, pero llegan con retraso al llamamiento. Ustedes son los guerreros de un pueblo que forzosamente ha de vivir en paz; como los seminaristas son los futuros sacerdotes de un país en el que ya no se hacen milagros, ni hay fe, sino rutina y pereza de pensamiento.

—Pero si ya no hemos de tener guerras exteriores, si acabaron las conquistas, servimos, al menos, para defender la integridad del suelo español, para guardar la casa. ¿Es que usted cree—añadió amoscado el cadete—que no somos capaces de morir por la patria?

—No lo dudo; es para lo único que servimos los españoles: para morir muy heroicamente, pero morir al fin. Nuestra historia hace dos siglos no contiene más que muertes heroicas. «Gloriosa derrota de tal parte.» «Heroico desastre de tal otra.» Por tierra y por mar hemos causado estupefacción en el mundo, arrojándonos con los ojos cerrados en el peligro, presentando la cabeza sin huir, con el estoicismo del chino. Pero las naciones no son grandes por su desprecio a la muerte, sino por su habilidad para conservar la vida. Los polacos fueron terror de los turcos y unos de los mejores soldados de Europa, y Polonia hace tiempo que no existe… . Si una gran potencia europea pudiera invadirnos (fíjese usted en que digo «pudiera», pues en estos asuntos no es lo mismo querer que poder), desde aquí sé yo lo que ocurriría. Los españoles sabrían morir, pero tenga usted la seguridad de que los invasores no necesitarían más allá de dos batallas campales para acabar con todos nuestros medios de guerra. Y esto que puede deshacerse en un par de días, ¡cuántos sacrificios cuesta al país… !

—Entonces—dijo irónicamente el cadete—, habrá que suprimir el ejército y dejar indefensa la nación.

—Hoy por hoy, no hay que esperar que esto ocurra. Mientras Europa esté armada y hasta la más pequeña nación tenga un ejército, España lo tendrá también. No es ella quien va a dar el ejemplo, ni este ejemplo serviría de nada. Es como si para remediar la injusticia social iniciase el sacrificio uno que sólo tuviese unos cuantos miles de pesetas, renunciando a ellas… .

Tras un largo silencio, Gabriel habló con dulzura, en vista del gesto irónico y casi agresivo del cadete.

—A usted le duelen indudablemente mis afirmaciones. Crea usted que lo siento, pues no me gusta herir las creencias de nadie, y más aquellas que forman el ideal de nuestra vida. Pero la verdad es la verdad. A usted no le importa nada la cuestión social, ¿no es cierto? Ni la conoce, ni le habrá preocupado un solo instante. Lo mismo les ocurrirá a todos sus compañeros de profesión, y sin embargo, lo que ustedes sufren en su prestigio, en su amor a la patria y a su bandera, no tiene otra causa que el desarreglo social que hoy impera en el mundo. La riqueza lo es todo; el capital es el señor de la tierra. La ciencia rige a la humanidad como sucesora de la fe, pero los ricos se han apoderado de sus descubrimientos y los monopolizan para perpetuar su tiranía. En el mundo económico se han hecho dueños de las máquinas y demás progresos, empleándolos como cadenas para esclavizar al obrero, obligándolo a un exceso de producción y limitando su jornal a lo estrictamente necesario. En la vida de las naciones ocurre lo mismo. Hoy la guerra no es más que una aplicación de la ciencia. Los pueblos más ricos se han apoderado de los mayores adelantos del arte de exterminar; tienen rebaños de acorazados, miles de cañones monstruosos, pueden mantener millones de hombres sobre las armas, con todos los perfeccionamientos modernos, sin que se quebrante su fortuna. A los pueblos pobres sólo les queda el recurso de callar o indignarse inútilmente, como lo hacen los desheredados ante los detentadores de la propiedad. El pueblo más cobarde del globo, o el más sedentario, puede ser guerrero invencible o conquistador glorioso si tiene dinero. El valor caballeresco terminó con la invención de la pólvora, y la fiereza de raza ha muerto para siempre con el advenimiento del industrialismo. Si resucitase el Cid, estaría en presidio, se habría dedicado a ladrón de carreteras, no pudiendo acoplarse a las desigualdades e injusticias de la vida moderna. Si el Gran Capitán fuese ahora ministro de la Guerra, veríamos cómo se las arreglaba, aun con este presupuesto militar que agobia a la nación, para poner sus tercios en condiciones de sostener de nuevo una batalla en Italia. Es el dinero, ¡el maldito dinero! quien mata la parte más hermosa del soldado, el valor personal, la iniciativa, la originalidad, así como anula al obrero, convirtiendo su existencia en un infierno.

El cadete escuchaba con atención a Gabriel, comprendiendo por primera vez que en las grandes potencias militares había algo más que las aficiones belicosas del monarca y el valor de los ejércitos. Veía de repente la riqueza como base y resorte de todas las empresas guerreras.

—Entonces—dijo con expresión pensativa—, si los extranjeros dejan de atacarnos, no es porque nos tengan miedo…

—No; si nos permiten vivir tranquilos, es porque esas potencias omnipotentes, con sus ambiciones y celos, guardan cierto equilibrio. Son como los grandes capitalistas, que, ocupados en enormes concepciones de explotación, dejan por descuido y desprecio que existan en torno de ellos industrias modestas. ¿Cree usted que Suiza y Bélgica y otros países pequeños viven tranquilos enclavados entre grandes potencias porque poseen un ejército? Lo mismo existirían aunque no tuviesen un soldado. Y España, por su poderío militar, no es más que cualquiera de las pequeñas naciones de Europa. La pobreza económica y la escasez de población nos obligan a la humildad. Hay hoy dos categorías de ejércitos: los organizados para la conquista y los que sólo sirven para guardar el orden interior, que no son más que una gendarmería en grande, con cañones y generales. El de España, por mucho que cueste y por más que lo agranden, no sale de esta última clasificación.

—Y aunque sólo sea eso—dijo el cadete—, ¿no es algo? Guardamos el orden interior; velamos por la tranquilidad de la patria…

—Pues eso puede hacerse con menos gente y menos dinero. Además, ¿y la gloria? Ustedes, jóvenes llenos de ilusiones, exuberantes de acometividad, con energías para empresas nuevas, ¿se resignan con esa profesión de vigilantes y cuidadores de un pueblo? Su porvenir es tan monótono como el de un clérigo de la catedral. Todos los días lo mismo: amaestrar hombres para que se muevan de este modo o el otro, jugar al dominó o al billar en un café, pasear el uniforme o echar un sueño en el sillón del cuarto de banderas. No puede haber para ustedes otro suceso extraordinario que un motín contra el impuesto de Consumos, una huelga, un cierre de tiendas protestando de los impuestos, y hacer fuego entonces sobre una muchedumbre armada de piedras y palos. Si alguna vez manda usted en su vida disparar, tenga la certeza de que será contra españoles. Los gobiernos no quieren ejército: saben que es inútil para la defensa exterior de la nación, pues la fortuna nacional no permite su mantenimiento, y les basta con una organización embrionaria, que vive en pleno desorden, agitada por incesantes y contradictorias reformas, copiando los adelantos extranjeros, como una muchacha pobre imita las galas de la gran señora. Crea usted que nada tiene de agradable vivir una existencia de apocamiento y monotonía, sin otra gloria que fusilar al obrero que protesta o al pueblo que se queja.

—Pero ¿y la libertad?, ¿y el progreso político?—preguntó el cadete—. Yo he oído a un capitán viejo de la Academia, que si en España existe el régimen liberal es por el ejército.

—Mucho hay de eso—dijo Gabriel—. Es indudablemente el servicio más importante que el ejército ha prestado a España. Sin él, ¡quién sabe en lo que hubiesen parado las guerras civiles, en este país tan estacionario y tímido ante las reformas! Lo repito: no desconozco este servicio, pero crea usted que las guerras civiles entre la libertad y el absolutismo político no se repetirán, como no podrían reproducirse con éxito las guerrillas de la Independencia. Los medios de comunicación y los progresos militares han matado la guerra de montaña. El máuser, que es el arma del día, necesita llevar tras de sí un parque bien provisto, tener almacenes de cartuchos a la espalda, y esto es incompatible con la guerra de partidas.

—Pero reconocerá usted que de algo servimos y que préstamos a la nación un buen servicio.

—Lo reconozco dentro del actual orden de cosas. Pero aún lo reconocería mejor si fuesen ustedes menos. Consumen la mejor parte del presupuesto, y sin embargo viven ustedes en una miseria decente y disimulada, pedo miseria al fin. Un teniente gana menos que ciertos obreros, y tiene que costearse uniformes vistosos, ir limpio, y frecuentar, cuando necesita esparcimiento, los mismos lugares que los ricos. Sólo ve ante él largos años de espera y de oculta miseria, sobrellevada con dignidad, hasta que un ascenso le proporciona unos cuantos duros más al mes. Ustedes sufren arrastrando esta vida de proletarios de la espada, y la nación productora se queja viéndoles inactivos, y olvida otros gastos superfluos para fijarse únicamente en los militares. Créame usted: para ejército moderno, son ustedes muy pocos y mal organizados; para guardia interior, sobran muchos y son caros. No es de ustedes la culpa. Es de su Vocación que llega tarde, cuando España está muerta, por fortuna, para las empresas aventureras. Si resucita, ha de seguir una dirección que no será ciertamente la de la espada. Por esto digo que yerran el camino los jóvenes que buscan la gloria allí donde creyeron encontrarla sus antepasados.

La aparición del Vara de plata cortó el diálogo. Corría, pálido de emoción, jadeante, agitando su manojo de llaves.

—Va a venir Su Eminencia—dijo apresuradamente—. Ya está en el arco. Quiere pasar la tarde en el jardín. ¡Es un capricho… ! Hoy dicen que está inaguantable.

Y corrió a abrir la escalera de Tenorio, que ponía en comunicación las Claverías con el claustro bajo.

El cadete se alarmó ante la inesperada proximidad de su tío. No quería que le encontrase allí: temía el carácter del cardenal; y huyó hacia la escalera de la torre. Se marchaba a los toros; sacrificaba a la novia antes que encontrarse con don Sebastián.

Gabriel, al quedar solo en el claustro, se arrimó a una columnilla, aguardando de lejos el paso del temible príncipe de la Iglesia. Le vio salir por la puerta que conducía al departamento de los gigantones. Iba seguido por dos familiares. Luna pudo examinarle bien por primera vez. Era enorme, y a pesar de su edad, se mantenía erguido. Sobre la negra sotana con ribetes rojos descansaba la cruz de oro. Se apoyaba en un bastón de mando con cierta marcialidad, y las borlas de oro de su sombrero caían sobre su nuca grasienta, de una piel rosada y cubierta de pelos blancos. Sus ojos pequeños y penetrantes miraban a todos lados con la esperanza de encontrar un descuido, algo que contraviniese las reglas establecidas, para estallar en gritos y amenazas que diesen salida al mal humor y a la ira reconcentrada que fruncían su entrecejo.

Desapareció por la escalera de Tenorio precedido por don Antolín, que, después de abrir las verjas, se había puesto a sus órdenes, trémulo de miedo. El silencio y la soledad de las Claverías no se alteraron. Parecía que la gente oculta en las casas quedaba inmóvil, adivinando el peligro que pasaba.

Gabriel, asomado a la barandilla, vio cómo el cardenal salía al claustro bajo, recorriendo dos de sus galerías hasta llegar a la puerta del jardín. Un ligero ademán del prelado bastó para que se detuvieran los familiares, y él avanzó solo por la avenida central, dirigiéndose al cenador, donde Tomasa dormitaba entre los muros de hojas con la calceta en las manos.

La vieja despertó con el ruido de pasos. Al ver al prelado, dio un grito de sorpresa:

—¡Don Sebastián! ¡Aquí usted… !

—He querido visitarte—dijo el cardenal con sonrisa bondadosa, sentándose en una silla—. No siempre habías de ser tú la que me buscases. Te debo muchas visitas, y aquí estoy.

Hundiendo una mano en las profundidades de la sotana sacó una petaca de oro, encendiendo un cigarrillo. Extendía sus piernas con la complacencia del que se ve un momento en libertad, acostumbrado a todas horas a imponerse con el ceño adusto de la dominación.

—Pero ¿no estaba usted enfermo?—preguntó la jardinera—. Yo pensaba pasar esta tarde a palacio para preguntar a doña Visita por su salud.

—Calla, tonta; nunca me he sentido mejor: especialmente desde esta mañana. La bofetada que he dado a «ésos» no asistiendo al coro por no rozarme con ellos me ha puesto de un humor magnífico. Para que conste mejor mi intención, he venido a verte. Quiero que sepan que estoy bien, que lo de la enfermedad no es cierto. Que se enteren todos en Toledo que el arzobispo no quiere ver a sus canónigos, y que esto lo hace por dignidad, no por soberbia, pues al mismo tiempo baja a ver a su antigua amiga la jardinera.

Y el temible hombrón reía como un niño al pensar en el disgusto que esta visita podía dar a los del cabildo.

—Y, no creas, Tomasa—continuó—, que he venido a verte sólo por conveniencia; esta tarde estaba triste en palacio, me aburría. Visitación anda ocupada con unas amigas de Madrid, y yo he sentido ese arrechucho que me da de vez en cuando al recordar el pasado. Sentía necesidad de verte, y he pensado además en que el jardín de la catedral es siempre fresco. Fuera de aquí hace un calor de horno… ¡Ay, Tomasa!, ¡qué fuerte te veo! Tan delgada y tan ágil, te mantienes mejor que yo. No estás envuelta en grasa como este pecador, ni tienes dolencias que te amarguen las noches. Tu pelo aún está casi negro, la dentadura se conserva bien, no necesitas, como este cardenal, llevar un artefacto dentro de la boca… . Pero de todos modos, Tomasa, eres vieja como yo. Nos quedan pocos años de vida, por mucho que el Señor quiera conservarnos. ¡Quién pudiese volver a aquellos tiempos, cuando subía a tu casa con la sotanita roja, en busca de tu padre el sacristán, y te quitaba el almuerzo! ¿Eh, Tomasa… ?

Los dos ancianos, olvidando las diferencias sociales, con esa fraternidad resignada de los seres que caminan a la muerte, recordaban el pasado. Todo estaba lo mismo que en su niñez: el jardín, el claustro; la catedral no había cambiado.

Su Eminencia, cerrando los ojos, se creía aún el monago travieso de medio siglo antes. La espiral azulada de su cigarrillo parecía arrastrar su pensamiento por las interminables revueltas del pasado.

—¿Te acuerdas cómo se burlaba de mí tu pobre padre? «Este chiquillo—decía en la sacristía—es un Sixto V.» «¿Qué quieres ser?», me preguntaban. Y yo respondía siempre lo mismo: «Arzobispo de Toledo.» ¡Y poco que se burlaba el buen sacristán de la seguridad con que hablaba yo de mis pretensiones! Cuando me consagraron obispo, cree, Tomasa, que me acordé mucho de él, sintiendo que hubiese muerto. Habría gozado viendo sus lágrimas de alegría al contemplarme con la mitra en la cabeza… . Yo os he querido siempre; sois una familia excelente, y muchas veces me matasteis el hambre.

—Calle, señor, calle y no recuerde esas cosas. Yo soy la que tengo que agradecerle que sea tan bueno, tan llanote, a pesar de su categoría, que casi es la que viene detrás del Papa… . Y la verdad es—añadió la vieja con la arrogancia de su franqueza—que nada pierde siendo así. Amigas como yo no tendrá usted ninguna. A usted no le rodean más que aduladores y pillos, como a todos los grandes de la tierra. Si se hubiera quedado en cura de misa y olla, nadie le miraría la cara; pero Tomasa continuaría siendo su amiga, siempre dispuesta a hacerle un servicio. Si le quiero tanto, es porque usted es sencillo y afable. Si gastase orgullo, como otros arzobispos, le besaría el anillo y ¡hasta la vista! El cardenal en su palacio y la jardinera en su jardín.

El prelado acogía con sonrisas la franqueza enérgica de la buena mujer.

—Usted siempre será don Sebastián para mí—continuó—. Cuando me dijo que no le llamase Eminencia y todos esos tratamientos que le da la gente, lo agradecí más que si me hubiese regalado el manto de la Virgen del Sagrario. Se me atragantaba tanto tratamiento; me daban ganas de gritar: «¡Pero qué porra de Eminencia e Ilustrísima, si nos hemos arañado de pequeños mil veces, porque este grandísimo ladrón no veía mendrugo ni albaricoque en mis manos que no quisiera zampárselo!» Gracias que le hablo de usted desde que le vi beneficiado de la catedral, pues a un sacerdote no está bien tutearle como a un monago.

Quedaron silenciosos los dos viejos. Sus miradas vagaban por el jardín con cierto enternecimiento, como si en cada árbol o arcada cubierta de follaje encontrasen un recuerdo.

¿Sabe usted lo que ahora me viene a la memoria?—dijo Tomasa—. Pues me acuerdo de otra vez que nos vimos aquí mismo, en este jardín, hace una friolera de años: lo menos cuarenta y ocho o cincuenta. Yo estaba con mi pobre hermana mayor, que acababa de casarse con Luna el jardinero. Por el claustro andaba rondándome el que luego fue mi marido. Vi entrar en el cenador un hermoso soldadote, un sargento, con gran ruido de espuelas, el chafarote al brazo y un casco con rabo, como el de los judíos del Monumento. Era usted, don Sebastián, que había venido a Toledo para ver a su tío el beneficiado, y no quería marcharse sin visitar a su amiga Tomasita. ¡Y qué guapo estaba usted! Es la verdad; no lo digo por adularle. ¡Tenía usted un aire de pillo para las muchachas! Hasta recuerdo que me dijo algo sobre lo hermosa y fresca que me encontraba después de los años de ausencia. A usted no le sienta mal que recuerde esto, ¿verdad? Eran chicoleos de soldado. ¡Tantos diría entonces! Cuando se fue usted, dijo mi cuñado: «Éste ha colgado los hábitos para siempre; es inútil que su tío el beneficiado quiera hacerlo sacerdote.»

—Fue una locura de la juventud—dijo el cardenal, que sonreía con orgullo recordando al arrogante sargento de dragones—. En España sólo hay tres carreras dignas del hombre: la de la espada, la de la Iglesia o la de la toga. La sangre me bullía, y quise ser soldado; pero tuve la desgracia de pillar tiempos de paz. Mi carrera hubiese sido lenta, y para no amargar los últimos años de mi tío, seguí sus consejos y reanudé los estudios, volviendo a la Iglesia. En un sitio y en otro se puede servir a Dios y a la patria; pero cree que muchas veces, con todo mi cardenalato a cuestas, pienso con envidia en aquel militar que tú viste. ¡Qué tiempos tan dichosos! Aún me tira la espada. Cuando veo a los cadetes, cambiaría a gusto con cualquiera de ellos, entregándoles mi báculo y mi cruz. ¡Y tal vez lo hiciese mejor que todos ellos! ¡Ah! ¡si volviesen aquellos tiempos de la Reconquista, en que los prelados salían a matar moros! ¡Qué gran arzobispo de Toledo hubiese hecho yo… !

Y don Sebastián erguía su cuerpo de anciano obeso, estirando los brazos con la arrogancia de los últimos restos de su vigor.

—Usted ha sido siempre muy hombre—dijo la jardinera—. Yo se lo digo muchas veces a ciertos curitas qué hablan de usted, criticándolo por si patatín o patatán. «No jueguen ustedes con Su Eminencia, que es muy capaz de entrar un día en el coro, y a éste quiero y a éste no, sacarlos a todos a bofetada limpia.»

—Más de una vez he estado tentado de hacerlo—dijo el prelado con firmeza, brillando en sus ojos una chispa de energía—. Pero me detiene la consideración de mi cargo y mi carácter de sacerdote pacífico. Soy pastor del católico rebaño, no lobo que aterra a las ovejas con su fiereza. Pero a veces no puede uno más, y ¡Dios me perdone! he sentido la tentación de levantar el cayado para empezar a golpes con el rebaño rebelde que se guarece en la catedral.

El prelado excitábase hablando de sus luchas con el cabildo. La placidez de espíritu que le proporcionaba la tranquilidad del jardín desaparecía al recordar a sus hostiles subordinados. Necesitaba, como otras veces, confiar sus pesares a la jardinera, con esa benevolencia instintiva que impulsa a los grandes a franquearse con los humildes.

—Tú no sabes, Tomasa, lo que esos hombres me hacen sufrir. Quiero dominarlos porque soy el amo, porque me deben obediencia con arreglo a la disciplina, sin la cual no habría Iglesia ni religión, y se me resisten y me desobedecen. Mis órdenes son cumplidas a regañadientes, y cuando quiero imponerme, hasta el último cura sale con lo que llama sus derechos, y me pone pleito, y acude a la Rota y a Roma si es preciso. Vamos a ver: ¿soy el amo o no lo soy? ¿Es que el pastor discute con sus ovejas y las consulta para guiarlas por el buen camino… ? Me marean y aturden con sus pleitos y cuestiones. No hay entre ellos ni medio hombre; todos son chismosos y cobardes. En mi presencia tienen la vista baja; sonríen y alaban a Su Eminencia; y apenas vuelvo la espalda, son víboras que intentan morderme, lenguas de escorpión que nada respetan… ¡Ay, Tomasa! ¡Hija mía! ¡Tenme lástima! Cree que cuando pienso en esto me pongo muy enfermo.

Y el prelado palidecía, abandonando su asiento con gesto doloroso, como si sus entrañas se conmoviesen con intensas punzadas.

—No haga usted caso—dijo la jardinera—. Usted está por encima de todos; usted los vencerá.

—Claro que los venceré; ¡pues no faltaba más! Sería la primera vez que quedase debajo. Estas triquiñuelas de comadres me molestan poco. Sé que al final veré a mis pies a los repugnantes enemigos. ¡Pero sus lenguas, Tomasa! ¡Lo que dicen de los seres que más amo en el mundo! Esto es lo que me hiere, lo que me mata.

Volvió a sentarse, aproximándose a la jardinera para hablar en voz queda:

—Tú conoces mi pasado mejor que nadie; te lo he contado porque me inspiras gran confianza. Además, tú eres lista, y lo que no sabes lo adivinas. Conoces lo que es Visitación para mí, e indudablemente no ignoras lo que esos miserables dicen de ella. No te hagas la tonta: lo sabes; todos en la catedral y aun fuera de ella se enteran de esas calumnias y las creen. Tú eres la única que no puedes creerlas, porque conoces la verdad… Pero ¡ay!, la verdad no puedo decirla, no puedo gritarla: me lo impiden estos hábitos.

Y agarraba un puñado de su sotana con los dedos crispados, como si quisiera rasgarla.

Transcurrió un largo rato de silencio. Don Sebastián miraba al suelo con ojos duros, contrayendo sus manos como si quisiera agarrar a los invisibles enemigos. De vez en cuando sentía las punzadas de su enfermedad y suspiraba dolorosamente.

—¿Por qué pensar en tales cosas?—dijo la jardinera—. Se pone usted malo, y para esto no era preciso que se molestase bajando a verme. Mejor hubiera hecho quedándose en palacio.

—No; tú me distraes; encuentro cierto consuelo comunicándote mis penas. Allá arriba me desespero solo, teniendo que hacer esfuerzos para tragarme la rabia. No quiero que se enteren mis familiares, pues serían capaces de reírse; no quiero que sepa nada mi pobre Visitación… ¡Y yo no sé disimular!, ¡no puedo fingir alegría cuando estoy irritado… ! ¡Qué infierno el que sufro! ¡No poder decir que he sido hombre, que he sido débil, como hecho de carne que soy, y que llevo conmigo los frutos de mi falta, sin querer separarme de ellos aunque la calumnia me persiga! Cada uno obra como quien es, y yo quiero ser bueno en medio de mis pecados. Podía haberme separado de mis hijos, haberlos abandonado, como hacen otros por conservar su fama de santos; pero yo soy hombre, me enorgullezco de ello: un hombre con sus defectos y sus virtudes, ni una más ni una menos que la generalidad de los humanos. El sentimiento de la paternidad está en mí tan arraigado, tan hondo, que antes perdería la mitra que abandonar a mis hijos. Ya recuerdas cómo me puse cuando murió el padre de Juanito, que pasaba por mi sobrino. Creí morir. ¡Un hombrón tan hermoso y con un porvenir tan brillante! Yo le hubiese hecho magistrado, presidente del Supremo, ministro, ¡qué sé yo! Y en veinticuatro horas se me muere, como si el cielo quisiera castigarme. Es verdad que me queda mi nieto; pero ese Juanito en nada se parece a su padre, y te lo confieso: le quiero poco; no veo en él más que un reflejo lejano de mi pobre hijo. De mi pasado, de aquella época que fue la más feliz de mi vida, sólo me resta Visitación. Es el retrato de la pobre muerta; ¡la adoro! Y esta dicha mezquina me la turba esa gentuza con sus calumnias… ¡Hay para matarlos!

Dominado por el grato recuerdo de la primavera que había florecido en sus primeros años de obispo, allá en una diócesis andaluza, repetía a Tomasa, una vez más, sus relaciones con cierta dama devota que sentía desde la niñez horror al mundo. La devoción los había juntado, pero la vida no tardó en recobrar sus fueros, abriéndose paso en sus relaciones casi místicas y uniéndolos en carnal abrazo. Habían vivido fieles uno al otro en el misterio de la vida eclesiástica, amándose con prudencia escrupulosa, sin que el secreto de sus relaciones trascendiese al público, hasta que ella murió, dejándole dos hijos. Don Sebastián, hombre de enérgicas pasiones, sentía la paternidad hasta la vehemencia. Aquellos dos seres eran la imagen de la pobre muerta, el recuerdo del único idilio de una vida dedicada por completo a la ambición. Las calumnias que circulaban los enemigos, fundándolas en la presencia de su hija en el palacio arzobispal, le ponían como loco.

—¡La creen mi querida!—decía con acento iracundo—. ¡Mi pobre Visitación, tan buena, tan cariñosa, tan mansita para todo, convertida en una cualquiera por esos miserables! ¡Una amante que he sacado para mi diversión del Colegio de Doncellas nobles… ! ¡Como si yo, viejo y enfermo, estuviera para pensar en esas porquerías! ¡Indecentes… !, ¡miserables… ! ¡Por menos se cometen muchos crímenes… !

—Déjelos que digan; Dios está en lo alto y nos ve a todos.

—Lo sé; pero esto no basta a tranquilizarme. Tú tienes hijos, Tomasa, y conoces lo que es quererlos. No sólo nos hiere lo que se hace contra ellos, sino lo que se dice… ¡Qué días llevo de sufrimiento! De pequeño ya sabes que toda mi ilusión era llegar a lo que soy. Miraba el trono del coro y pensaba en lo bien que se estaría en él, en la inmensa felicidad de ser príncipe de la Iglesia. Pues bien; ya estoy en el trono. He caminado medio siglo apartando las piedras, dejando la piel y hasta la carne en las zarzas de la cuesta. ¡Yo sé cómo pude salir del montón negro y llegar a obispo! Después… ¡ya soy arzobispo!, ¡ya soy cardenal!, ¡ya no puedo llegar a más! ¿Y qué? La felicidad siempre marcha delante de nosotros, como la nube de luz que guiaba a los israelitas. La vemos, casi la tocamos, pero no se deja coger. Me siento ahora más infeliz que en la época en que luchaba por ser algo y me creía el más desgraciado de los hombres. No tengo la juventud: la altura en que me veo, fijas en mí todas las miradas, me impide defenderme. ¡Ay, Tomasa! Compadéceme, soy digno de lástima. ¡Ser padre, y tener que ocultarlo como un crimen! ¡Querer a mi hija con un cariño que se acrecienta más y más conforme se aproxima la muerte, y tener que sufrir que la gente tome este afecto tan puro por algo repugnante… !

Y la terrible mirada de don Sebastián, que asustaba a toda la diócesis, nublóse con lágrimas.

—Además, tengo otras penas—continuó—, pero son de hombre previsor que teme el porvenir. Cuando muera, todo lo que tengo será para mi hija. Juanito cuenta con lo de su madre, que era rica, y además tiene una carrera y el apoyo de mis amigos. Visitación será poderosa. Ya sabes que-mis adversarios me echan en cara lo que ellos llaman mi avaricia. Avaricioso, no: previsor, amante del bienestar de los míos. He ahorrado mucho; no soy de los que reparten pan a la puerta de su palacio, ni busco la celebridad por la limosna. Tengo dehesas en Extremadura, muchas viñas en la Mancha, casas, y sobre todo, papel del Estado, mucho papel. Como buen español, quiero ayudar al gobierno con mi dinero, tanto más cuanto que ésto produce ganancias. No sé ciertamente lo que poseo: serán veinte millones de reales: tal vez más. Todo ahorrado por mí, aumentado con buenos negocios. No puedo quejarme de la suerte; el Señor me ha ayudado. ¡Y todo para mi pobre Visitación! Mi gozo sería verla casada con un hombre bueno, pero ella no quiere separarse de mí. Le atrae la iglesia, y éste es mi miedo. No lo extrañes, Tomasa; yo, príncipe de la Iglesia, tiemblo al ver cómo se entrega a la devoción, y hago cuanto puedo por desviarla. Me gusta la mujer religiosa, no la devota que sólo se encuentra bien en la iglesia. La mujer debe vivir, debe gozar y ser madre. Siempre he mirado mal a las monjas.

—Déjela, señor—dijo la jardinera—. Nada tiene de extraño que le guste la iglesia. Del modo como vive, no puede tener otras aficiones.

—Por hoy, nada temo. Estoy a su lado, y nada me importa que guste del trato con monjitas. Pero puedo morir mañana, y ¡figúrate qué magnífico bocado será la pobre Visita con sus millones, sola, y con esa afición a la vida religiosa, que otros más listos pueden explotar… ! Yo he visto mucho; soy de la clase y estoy en el secreto. No faltan órdenes religiosas que se dedican a la caza de herencias, para mayor gloria de Dios, según dicen. Además, andan por ahí esas monjas extranjeras, de gran papalina, que son linces para esta clase de trabajo. Me aterra el pensar que caigan sobre mi hija. Yo soy del catolicismo a la antigua, de aquella religiosidad española neta: un catolicismo castellano, como quien dice de panllevar, limpio de extranjerías modernas. Sería triste haber pasado la vida ahorrando, para engordar a los jesuítas o a esas hermanas que no saben hablar en castellano. No quiero que mis dineros sufran la misma suerte que los del sacristán del adagio. Por esto, a los sinsabores de mi lucha con la gentuza enemiga se une el dolor que me causa el carácter débil de mi hija. Tal vez la cacen, y algún tuno se ría de mí apoderándose de mi dinero.

Y excitado por sus negros pensamientos, soltó una interjección castiza y obscena, recuerdo de sus tiempos de soldado. En presencia de la jardinera, no tenía por qué contenerse. La vieja estaba acostumbrada a los desahogos de su carácter.

—Vamos a ver—dijo imperiosamente, después de un largo silencio—. Tú que me conoces mejor que nadie: ¿soy tan malo como suponen los enemigos? ¿Merezco que el Señor me castigue por mis faltas? Tú eres un alma de Dios, sencilla y buena, y sabes más de esto con tu instinto que todos los doctores en Teología.

—¿Usted malo, don Sebastián? ¡Jesús… ! Usted es un hombre como los otros: ni más ni menos. Tal vez mejor que muchos, pues es sencillo, todo de una pieza, sin engaños ni hipocresías.

—Un hombre: tú lo has dicho. Soy un hombre como los demás. Los que llegamos a cierta altura somos como los santos que están en las fachadas de las iglesias. De abajo, causan admiración por su hermosura; vistos de cerca, producen horror por la fealdad de la piedra roída por el tiempo. Por más que intentemos santificarnos, poniéndonos a distancia, no somos más que hombres; seres de carne flaca para aquellos que nos rodean. En la Iglesia son contadísimos los que se libran de las pasiones humanas. ¡Y quién sabe si aun esos pocos privilegiados no se sienten mordidos por el demonio de la vanidad, y al extremar los ascetismos de su vida, piensan en la gloria de verse en los altares… ! El sacerdote que logra dominar la carne cae en la avaricia, que es el vicio eclesiástico por excelencia. Yo jamás he atesorado por vicio; he ahorrado para los míos, nunca para mí.

Calló largo rato el prelado; pero en su irresistible afán de confesarse con la sencilla mujer, continuó:

—Estoy seguro de que no me despreciará Dios cuando llegue mi hora. Su infinita misericordia está por encima de todas las pequeñeces de la vida. ¿Cuál es mi delito? Haber amado a una mujer, como mi padre amó a mi madre; tener hijos, como los tuvieron apóstoles y santos. ¿Y qué? El celibato eclesiástico es una invención de los hombres, un detalle de disciplina acordado en los concilios; pero la carne y sus exigencias son anteriores en muchísimos siglos: datan del Paraíso. Quien salta esta barrera, no por vicio, sino por pasión irresistible, porque no puede vencer el impulso de crear una familia y tener una compañera, ése falta indudablemente a las leyes de la Iglesia, pero no desobedece a Dios… . Al aproximarse la muerte, tengo miedo. Muchas noches dudo y tiemblo como un niño… . Yo he servido a Dios a mi modo. En otros tiempos le hubiera defendido con la espada, peleando contra los herejes; ahora soy su sacerdote, y por él batallo cada vez que veo la impiedad de los tiempos cercenar algo de su gloria. El Señor me perdonará, recibiéndome en su seno. Tú que eres tan buena, Tomasa, y tienes alma de ángel bajo tu corteza ruda, ¿no lo crees así… ?

La jardinera sonrió, y sus palabras atravesaron con lentitud el silencio de la tarde agonizante.

—Tranquilícese, don Sebastián. Yo he visto muchos santos en esta casa, y valían menos que usted. Por asegurar su salvación hubiesen abandonado a los hijos. Por mantener lo que llaman la pureza del alma habrían renegado de la familia. Créame usted a mí: aquí no entran santos; hombres, todos hombres. No hay que arrepentirse de haber seguido el impulso del corazón. Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y por algo nos puso el sentimiento de la familia. Lo demás, castidad, celibato y otras zarandajas, lo inventaron ustedes para distinguirse del común de las gentes. Sea usted hombre, don Sebastián, que cuanto más lo sea, resultará más bueno y mejor lo acogerá el Señor en su gloria.

Colección integral de Vicente Blasco Ibáñez

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