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Оглавление1 La gracia
¿Por dónde comenzar? Lo normal sería partir de una noción de lo que es la gracia, para saber por dónde vamos a movernos. Porque la gracia no es un tema entre otros, sino el más apasionante y decisivo para la vida del hombre. Con ella entramos en un mundo maravilloso, donde respiramos y vivimos por puro don. Entrar en ese reino es como abrir de par en par el alma a la acción gratuita de Dios para que pueda escribir en ella la historia más preciosa que jamás hubiéramos podido imaginar. Él está ahí, con su amor derramado, invitándonos y urgiéndonos a un encuentro que puede trasformar nuestra vida[2].
Gracia es una palabra que aparece sin cesar en el vocabulario de la vida cristiana, en la predicación y en la enseñanza, en las oraciones y en la liturgia de la Iglesia: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo», «derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros», «te rogamos que tu gracia nos ayude», «multiplica los dones de tu gracia», «que tu gracia, Señor, nos preceda y acompañe», «te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas», «soy cristiano por la gracia de Dios»... Pero la realidad es que hemos hecho de ella algo tan abstracto e incomprensible, que apenas provoca ninguna resonancia amorosa en nosotros. ¿De qué hablamos en realidad? ¿Qué es la gracia? ¿Cómo imaginarla? ¿Cómo describirla? ¿Cuál es su contenido? ¿Para qué nos sirve? ¿Cómo explicar a los fieles cristianos lo que es? ¿Cómo hacerlos vivir el misterio estremecedor que se esconde detrás de esa palabra?
La palabra gracia ha sido recubierta de un manto tan espeso, que apenas podemos reconocer lo que se oculta detrás de ella. Nosotros hablamos con la mayor naturalidad de estar en gracia, de repartir la gracia, de merecer la gracia, de perder la gracia, de recuperar la gracia, de aumentar la gracia, de vivir en gracia, de morir en gracia... Pero habría que poner en evidencia desde el primer momento que la gracia es, ante todo y por encima de todo, algo que Dios nos da gratuitamente. Si se pudiera merecer ya no sería gratuita; si se pudiera ganar sería debida como un salario; si se pudiera perder dependería por entero de nosotros y no de Dios. Pero la gracia ni se compra ni se vende, sino que se recibe y se acepta. Tenemos que reconocer, sin embargo, que ni los teólogos ni los pastores de la Iglesia han colaborado demasiado para que los fieles cristianos hayan podido hacerse una idea precisa de lo que es la gracia. Entonces, ¿qué hacer para que la palabra gracia recupere su sentido original y vuelva a sonar como una canción de amor en nuestros oídos? Porque si cuando la pronunciamos no evoca la presencia, el amor y la vida de Dios en nosotros, entonces deberíamos acudir a otra que exprese mejor toda la belleza de su contenido. De todas maneras, para llegar al corazón mismo de la gracia, nada mejor que conocer las evocaciones que ese término tenía para los antiguos y rastrear su significado a lo largo de la palabra revelada y de la mejor tradición de la Iglesia. Sólo así podremos llegar a descubrir lo que distingue a la gracia verdadera de cualquier otra realidad.
1. Significado de la palabra gracia
La palabra gracia (cháris en griego, gratia en latín) era utilizada en el lenguaje de cada día en el mundo antiguo. Se trata de una de las palabras más hermosas creada por los hombres. Con ella se designaba la gracia y la belleza, el encanto y la amabilidad. Era aplicada, indistintamente, a las personas y a las cosas. Así, por ejemplo, se hablaba de la gracia del cuerpo, del rostro o de los labios, de vestidos graciosos, de palabras agradables, de gente agradable, de ser agradable a alguien; era aplicada también al arte, a la música, a la poesía, a la dulzura de la vida, a los gozos del matrimonio, del vino y del sueño... La gracia fue personalizada o encarnada en las diosas, que derramaban en la existencia humana todo aquello que era delicioso y bello. También era aplicada para expresar el sentimiento del superior hacia el inferior, del amo hacia el siervo, del rey hacia sus vasallos, de los dioses hacia sus adoradores, y de ahí se pasaba con la mayor naturalidad al hecho de hacer gracia a alguien, es decir, de hacer algún beneficio a una persona. Los favores que el emperador concedía a sus soldados el día de su cumpleaños o con ocasión del año nuevo eran designados con la palabra gracia o caridades, puesto que el emperador no estaba obligado a otorgarlos, sino que lo hacía por pura benevolencia.
Todos sabían, en efecto, que la gracia era un favor o un beneficio, un presente o un regalo que se hacía por «pura liberalidad y no por obligación». La gracia, por tanto, es como el polo opuesto a lo debido o a lo merecido por algún servicio prestado. Precisamente por eso no puede haber reciprocidad alguna a la palabra gracia, ya que ni siquiera la acción de gracias y la alabanza están a la misma altura. La gracia está siempre un peldaño por encima, ya que no presupone ningún mérito o cualidad por parte de aquel a quien se hace el don o el regalo, mientras que la acción de gracias y la alabanza ya presuponen el don, porque de otra manera no habría motivos para dar gracias ni para alabar. Pero, por ser un poco generosos, podríamos decir que la gratitud, la acción de gracias y la alabanza son como el reverso de la gracia. Así, el que da y el que recibe se encuentran y se abrazan. Por tanto, dar gracias o manifestar el agradecimiento es también una de las acepciones de la palabra gracia que jamás deberíamos olvidar. A una vida vivida en la gracia de Dios debería corresponder una vida vivida en la gratitud, en la acción de gracias y en la alabanza[3].
Por tanto, para hablar de la gracia hay que partir siempre de su sentido primero y original. Apenas lo olvidemos surgirán mil problemas. Por eso vamos a rastrear esa palabra por la Sagrada Escritura, para que tengamos un apoyo firme en ella y no nos dejemos desviar en ningún momento de nuestro camino.
2. La gracia en el Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento no tiene una palabra que exprese con precisión la realidad de la gracia, tal como nosotros la entendemos. Pero la idea de gracia se halla presente en todas sus páginas, desde el principio hasta el final. El amor de Dios nunca fue considerado como algo abstracto, sino como una actitud intensamente personal. Dios escogió libremente a su pueblo, sin pensar en sus méritos, y lo situó en una relación de intimidad con él. Los beneficios que Dios le concedió aparecen en todos los momentos de su historia. La revelación y la alianza son presentadas como una acción gratuita y graciosa de Dios a favor de los que él había elegido. Pero, cuando a partir del siglo III-II a.C. la Biblia comenzó a ser traducida del hebreo al griego, los traductores utilizaron el término griego gracia (cháris) para traducir varios términos hebreos que, en cierta manera, son equivalentes: hen (gracia), hésed (misericordia, amor), émet, emuná (fidelidad), rahamin (ternura) y raham (compasión)...Todos ellos nos introducen en un misterio de cercanía e intimidad, de amor y de vida. Lo que se expresa en esos términos es verdaderamente impresionante para comprender lo que es la gracia[4].
La palabra hebrea hen evocaba la idea de donaire y de gentileza, de lindeza y complacencia, de bondad y de favor, sin que existiera ningún deber para hacerlo. En su sentido más original expresaba «la superación de la distancia que existe entre los poderosos y los débiles, entre los que están arriba y los que están abajo». Para eliminar esa distancia, el poderoso tenía que doblarse y el que estaba arriba tenía que inclinarse, porque de otra manera el débil nunca podría llegar hasta el poderoso, ni el que estaba abajo podría escalar hasta el que estaba arriba. Por tanto, esa inclinación o abajamiento era un puro favor, algo puramente gratuito, que nadie podía merecer. Era un término muy utilizado en los palacios, aplicado a la condescendencia de los reyes hacia sus súbditos.
En el sentido moral la palabra hen encerraba la idea de volcarse con afecto y benevolencia, con protección y amor, como cuando la madre se inclina sobre la cuna de su hijo. En ese sentido fue aplicada con la mayor naturalidad a Dios. Él fue el que acortó todas las distancias y se inclinó graciosamente sobre su pueblo para hacer una alianza con él; él se abajó y miró con amor y con benevolencia a los suyos, los protegió y los salvó. Se diría que el término hen expresa la gracia en estado puro.
El término hésed aparece 244 veces en el Antiguo Testamento. Pero no es fácil hacerse una idea exacta de lo que un israelita asociaba con esa palabra, que ningún término de nuestras lenguas modernas puede traducir con precisión. Hésed expresa la idea de piedad y de amor, de dulzura y de misericordia, de fidelidad y de seguridad en las relaciones humanas. Con ella se designaba «la totalidad de los deberes y obligaciones que tenían los que estaban unidos por los lazos de la sangre (padres-hijos, hermanos-hermanas, esposo-esposa, tíos-sobrinos, primos-primas), de la amistad, o de una alianza pactada». Donde había una necesidad, un peligro, una penuria, un riesgo... allí debía manifestarse la hésed, de tal manera que hacer hésed o tener hésed era manifestar la ayuda y la solidaridad, el amor y la compasión entre los miembros de una familia o de una comunidad. Por tanto, no se trataba sólo de un sentimiento, sino de una actitud y de un comportamiento activo, de un amor que se hacía presente, de un cariño a toda prueba.
Esa fue la palabra que los autores sagrados aplicaron también a las relaciones de Dios con el hombre, eso fue lo que celebraron en todos los momentos: «Que su misericordia es eterna», «que su fidelidad dura de edad en edad», «que su amor no conoce vicisitudes ni ocasos». El hombre está envuelto en un manto de amor y de misericordia.
Uno de los términos hebreos más bellos y expresivos para hablar de la gracia fue rahamin, cuyo significado primero y fundamental dice relación con las vísceras o las entrañas del hombre, allí donde nacen sus sentimientos y sus afectos. Rahamin es, en efecto, el plural de rehem, que significa el seno o el vientre de la madre, considerado como la sede del amor entrañable por sus hijos. Con ese mismo término se expresó el sentimiento profundo y amoroso que une a dos personas unidas por los lazos de la sangre o del afecto: al esposo por la esposa, al padre y a la madre por sus hijos, a un hermano con sus hermanos. Ese sentimiento está situado en la parte más íntima del hombre, como si naciera de sus vísceras o de sus entrañas. Pues eso es precisamente lo que se dice de Dios con respecto a los hombres: que Dios los ama entrañablemente. Su compasión es algo que nos hace estremecer, porque no está sometida a ningún tipo de deberes y, por tanto, es algo totalmente espontáneo por su parte, algo que brota de sus mismas entrañas. Israel tenía que haber sido repudiado por haber quebrantado la alianza. Pero cuando sabía que ya no podía exigir la misericordia de Dios como algo debido, entonces esperó con toda su alma que el Señor no retirara su compasión. «Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yavé para quienes le temen; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103,13-14). «Clemente y compasivo Yavé, tardo a la cólera y lleno de amor; no se querella eternamente ni para siempre guarda su rencor; no nos trata según nuestros pecados, ni nos paga conforme a nuestras culpas» (Sal 103,8-10)...[5].
Todos esos términos, tan utilizados al hablar de las relaciones humanas, fueron aplicados a la relación de Dios con el hombre. Por tanto, están totalmente alejados de una concepción de la gracia concebida como una cualidad o como un ser divino, tal como ha sucedido en la tradición cristiana de los últimos siglos. La gracia no es una cosa, sino una presencia, «una relación personal, amorosa, fiel, compasiva, tierna». Así es como vivió y expresó el hombre del Antiguo Testamento la gracia: como cercanía y como agrado de Dios hacia el hombre, como amor y fidelidad, como perdón y como salvación.
Ninguno de esos términos parte de algún presupuesto por parte del hombre. Eso es lo que hay que poner en evidencia por encima de todo. Desde el principio hasta el final nos movemos en el terreno de la gracia y de la gratuidad más absoluta. La relación de Dios con el hombre está envuelta en amor y en gracia, no en deberes y obligaciones. Él es el que se inclina y se abaja, ama y se compadece, siente misericordia y salva. Un instinto de ternura le une a su pueblo. Por eso no puede abandonarle en ningún momento.
Por tanto, la gracia, vista desde el lado de Dios, significa «que él nos ama gratuitamente, sin ninguna obligación por su parte y sin ningún derecho por la nuestra». La gracia es el misterio de la presencia viviente de Dios en nosotros. Antes de hacer nada, el hombre ya ha sido sumergido en una atmósfera de amor que le rodea y le abraza por entero. Dios no está lejos, sino cerca; no se relaciona con nosotros desde la lejanía, sino desde la intimidad.
3. La gracia en el Nuevo Testamento
Los autores del Nuevo Testamento podrían haber escogido alguna de las palabras que acabamos de ver, pero para expresar la novedad absoluta de la experiencia cristiana eligieron la palabra gracia. Ella era la que mejor ponía en evidencia la absoluta gratuidad del amor de Dios hacia el hombre y la única que podía expresar plenamente lo que había sucedido en la persona de Jesús, el Señor y el Salvador. La gracia es algo tan propio del cristianismo, que ni siquiera aparece en las otras religiones.
El término gracia (cháris) aparece unas 156 veces, de las cuales unas 100 en san Pablo y 50 en el resto de los libros del Nuevo Testamento. Pero es sorprendente notar que el término no aparece ni en san Mateo ni en san Marcos, y sólo ocho veces en san Lucas. Pero su ausencia se explica fácilmente. En los evangelios no se reflexiona sobre la gracia en abstracto, sino sobre el acontecimiento fundamental que ha renovado la faz de la tierra: la llegada de Jesús al mundo y la inauguración de un reino de amor y de perdón, de gracia y de vida. Él fue el pastor que entregó la vida por sus ovejas, el médico que vino a buscar a los enfermos, el salvador que vino a buscar a los pecadores. El reino de Dios fue ofrecido a los que no tenían méritos ni obras, sino a los más pobres y desheredados. Era el reino del Padre misericordioso, que hace que el sol salga para los buenos y para los malos, y que las flores del jardín de un ateo sean tan preciosas como las del mejor de los creyentes; un reino gratuito en el que el hombre no entra por las obras que haya hecho, sino por pura gracia. La gracia aparecía patente a los ojos de todos. En Jesús, Dios había inaugurado un reino sin hoy y sin mañana, sin salida de sol y sin ocaso. Lo que aparece en los evangelios es la condescendencia de Dios hacia los débiles, los enfermos, los perdidos, los pecadores, los marginados, los humillados (Mt 11,5; Lc 4,18-19).
En el evangelio de san Juan la palabra gracia aparece tres veces, pero nunca en labios de Jesús: «Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,16-17). Con la llegada de Jesús el reino de la gracia suplantó al de la ley. La ley había indicado el camino por donde debía marchar el pueblo de Dios, pero ahora él mismo era el Camino, la Verdad y la Vida. La gracia es la vida de Dios en nosotros, su estar con nosotros, su habitar con nosotros, su permanecer en nosotros.
Sin embargo, donde la palabra gracia aparece más frecuentemente es en san Pablo. La mayoría de los especialistas piensan que fue él quien la introdujo en el lenguaje cristiano, partiendo de su uso profano, engrandecido ya por su utilización en el Antiguo Testamento y, sobre todo, por su propia experiencia camino de Damasco. A partir del momento en que experimentó su fuerza arrolladora se convirtió en el «cantor de la gracia».
En san Pablo, la gracia aparece como algo esencial y característico de la vida cristiana, aunque nunca hizo una exposición sistemática de ella. Pero es sorprendente notar que siempre utilizó la palabra en singular, nunca en plural. Para san Pablo hay gracia, no gracias. Cuando habla de ella siempre hace referencia al acto salvador de Dios en su Hijo. Esa es la gracia por excelencia. La gracia, por tanto, no es algo, sino alguien: el don gratuito que Dios nos ha hecho en la entrega de su Hijo. Todo el énfasis recae en la gratuidad de ese favor: «Ya no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6,14; Gál 5,18). «Todos hemos sido justificados gratuitamente por la gracia en virtud de la redención de Cristo Jesús» (Rom 3,24). Gracia es el perdón y la reconciliación, la redención y la salvación, la regeneración y la filiación adoptiva, la nueva vida en Cristo y en el Espíritu, la vida eterna y dichosa en manos del Señor. Esa es la gracia que jamás hubiéramos podido merecer ni ganar con nuestras obras, porque nos supera infinitamente. Eso es lo que impide cualquier título de gloria por parte del hombre. Nadie pudo forzar a Dios para que interviniera y nada pudimos hacer para evitar que no lo hiciera. Todo ha partido de su iniciativa, todo ha corrido «por cuenta de la casa», sin que el hombre haya tenido arte ni parte en ello. Se diría que ha sido un mero espectador de esa iniciativa totalmente gratuita, porque nosotros no teníamos ningún título ni mérito que presentar ante él. Eso es lo que jamás deberíamos olvidar. Todo el acento cae en esa gracia infinita derramada sobre el hombre por medio de su Hijo, en ese amor desbordante que nos ha salvado, perdonado y concedido la filiación adoptiva y la vida sin fin. Eso es lo que nos hace estremecer. En el corazón de Dios hay un amor por el hombre que no es una correspondencia a su amorosidad o a su amabilidad, sino que es pura gracia por su parte. Dios no ama al hombre porque sea amable, sino que lo hace amable porque lo ama. «Porque me amaste –dice san Agustín–, me hiciste amable». Por eso, la noción de gratuidad que tenía san Pablo era absolutamente revolucionaria. Porque la gracia de Dios no estaba destinada sólo a su pueblo, a los justos y a los observantes, sino también a los gentiles, a los pecadores y a los alejados. Cuando éramos enemigos ya fuimos amados. Para san Pablo la palabra gracia era la única que podía expresar la experiencia de la comunidad cristiana primitiva y la totalidad del cristianismo. En el paganismo se creía que mediante algunas fórmulas mágicas se podía forzar a los dioses a conceder favores. Pero el Dios único y verdadero es inmanejable. Es él el que se inclina y se abaja sobre el hombre. Eso es lo que él experimentó cuando iba camino de Damasco y lo que hizo de él un hombre nuevo. Por eso, la gracia no es sólo algo que viene a ayudar al hombre a vivir una vida conforme a la ley, ni un auxilio en sus necesidades, ni una medicina para su enfermedad, sino la presencia de Dios en su alma.
En la segunda carta de san Pedro aparece un texto que algunos teólogos se han atrevido a calificar «como la expresión más enérgica de toda la Escritura sobre la gracia»: «Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (1,3-4).
El texto fue comentado en infinidad de ocasiones por los santos padres y lo ha sido a lo largo de los siglos, pero no es fácil precisar su verdadero alcance y contenido. ¿Qué quiso decir realmente el autor? Tal vez nunca llegaremos a comprenderlo en su sentido más profundo, pero, se interprete como se interprete, debe tratarse de algo verdaderamente grandioso. La gracia nos hace participar de la misma naturaleza de Dios, de su ser y de su vida; es algo que nos diviniza y nos hace «semejantes a él».
4. Entonces, ¿qué es la gracia?
Entonces, ¿cómo definir la gracia? ¿Cómo describirla? Las preguntas son inevitables. Pero sólo podemos hacernos una idea de lo que es, partiendo de los datos que hemos encontrado en la revelación. La gracia es Dios mismo derramado en nosotros, su vida y su amor, su misericordia y benevolencia, su grandeza y su belleza, el cielo mismo en nuestro corazón. La gracia de su presencia en nosotros nos hace amigos e hijos suyos, depositarios de todos sus bienes, herederos de la vida sin fin. La gracia es esa presencia divina que nos hace unas criaturas nuevas, como si acabáramos de salir de sus manos creadoras. Tal vez por eso los hombres nos hemos sentido asustados y hemos comenzado a hacerla algo más manejable y comprensible.
En la tradición cristiana la gracia ha sido definida «como un don sobrenatural», como «una cualidad sobrenatural que nos da una participación física y formal de la naturaleza divina», como «una cualidad divina inherente al alma», como «un ser divino que hace al hombre hijo de Dios y heredero del cielo»... Pero esas definiciones nos dejan hechos un mar de dudas e interrogantes. Porque, ¿quién las entiende? ¿Qué decimos de la gracia al describirla como una cualidad sobrenatural? ¿Qué atractivo podemos encontrar en ella? ¿Qué fibras del alma puede remover? ¿Qué deseo de vivir en gracia puede suscitar en nosotros si la palabra apenas nos dice nada?
Definir la gracia como una cualidad o como un accidente impreso en el alma, es decir, como algo en nosotros, me parece que es rebajarla al orden de lo creado, con lo cual perdería su carácter de presencia inmediata de Dios en nosotros y se convertiría, por decirlo de algún modo, como en un intermediario entre Dios y el hombre. Si la gracia fuera algo creado y regalado al hombre, entonces sería como un capital a nuestra disposición y, en ese caso, podríamos ganarla o perderla, aumentarla o disminuirla. Pero la gracia no puede estar jamás a nuestra merced, porque es algo gratuito, algo que no podemos ganar ni merecer, ni está sometida a nuestros caprichos y antojos. Así es como la hemos desfigurado casi por completo. Los teólogos deberían hacer un esfuerzo por tratar de explicar muy bien lo que ellos entienden por gracia creada, o jamás podremos escapar a las consecuencias tan negativas que ha tenido en la vida cristiana.
Pero la gracia no es un adorno en el hombre, sino la presencia de Dios en su alma, en su corazón y en sus entrañas, en sus pensamientos y acciones, una nueva manera de ser y de vivir, de amar y de servir. Los griegos pensaban que los dioses estaban arriba y los hombres abajo, de tal manera que ni ellos podían bajar hasta nosotros, ni nosotros subir hasta ellos. Pero gracia significa que las fronteras entre Dios y el hombre han sido abiertas de par en par, porque el que lo ha creado todo ama con un amor inefable a sus criaturas hasta llenarlas de su gloria y de su vida, divinizándolas en cierta manera. Por tanto, la gracia no es algo que Dios nos da, sino Dios mismo dándose al hombre; no es algo que él haya creado para nosotros, sino él mismo volcado sobre nosotros. Eso es lo que nos hace temblar.
Por tanto, la gracia no significa «tratar a una persona de acuerdo con lo que se merece, sino que equivale a un trato de amor y de bondad por parte de Dios, sin la más mínima referencia a sus merecimientos». La gracia es don y favor inmerecido, lo que se da sin que nadie pueda exigirlo ni merecerlo. La gracia es Dios mismo haciéndose presente amorosa y misericordiosamente en el hombre. La palabra justicia hace referencia a lo que podemos ganar, pero la gracia es precisamente lo que no se puede merecer ni conseguir. La gracia lleva en sus mismas entrañas la idea de lo regalado, precisamente porque Dios no está a disposición del hombre. Nadie puede merecer ni su amor ni su vida. En ese terreno el hombre no tiene derecho alguno, sino que todo es gratuito.
Pero, ¿cómo entrará el Señor en contacto con nosotros? ¿Qué pasará cuando entra en el hombre? ¿Cómo estará Dios en el alma? ¿Por qué se manifiesta tan claramente en unos y por qué se esconde tan celosamente en otros? ¿Cómo estará Dios en un santo y en un pecador? ¿Qué diferencia habrá entre un alma en estado de gracia y otra en estado de pecado? ¿Por qué unos se abren a la gracia y otros no? ¿Cómo verá Dios a los hombres? ¿Cómo nos verá?
No podemos responder a esos interrogantes. Seguramente la diferencia que existe entre un hombre que está en gracia y un hombre que está en pecado es muy grande. ¿Cómo estará en uno y en otro? No lo sé. Pero lo que es seguro es que Dios está por nosotros, estemos como estemos: sanos o enfermos, ricos o pobres, fuertes o débiles, llenos de buenas obras o vacíos de ellas. Dios no puede abandonar al hombre, porque si lo hiciera se desplomaría en la nada. La gracia se hace resplandeciente en los santos, pero en la mayoría de los hombres está como un tesoro escondido en la tierra. Sin embargo, Dios está en ellos, de una manera que nosotros no podemos ni imaginar. Porque si la gracia es gracia, no puede estar a expensas ni de nuestras obras buenas ni de nuestras obras malas. Por ahí camina el misterio y el asombro de la gracia.
Pero la concepción de la gracia como algo creado, como una cualidad o como un ser divino, es la que ha dominado por completo, como iremos viendo, en la teología, en la predicación y en la vida de la mayor parte de los fieles.
5. Como punto de partida
Antes de comenzar nuestra aproximación a la gracia deberíamos tener en cuenta una serie de principios que, a mi juicio, son innegociables, a saber: que la gracia no es algo natural o debido al hombre; que el hombre ha sido elevado por Dios al orden sobrenatural; que Dios es amor y que ama al hombre; que en Jesús ya le ha salvado y redimido. Por ahí debería comenzar cualquier acercamiento a la teología de la gracia que, tal vez, haya que rehacer por entero[6].
5.1. La gracia no es «natural» al hombre
Dios ha creado todas las cosas según su voluntad. Como tal no tiene deudas con nadie. Pudo crear o no crear, crear de este modo o del otro, estos seres o los otros, aquí o allá, en este momento o en otro. Ni las cosas podían exigir su creación, porque no existían, ni Dios tenía obligación alguna de hacerlo, porque él se basta a sí mismo. Por tanto, no hubo más motivo para la creación que el amor de Dios. El que lo tiene todo no quiso guardar para sí mismo su vida, sino que la repartió a manos llenas. Toda la creación podría desaparecer en un instante y nadie la echaría de menos, porque «existiendo él, existe todo». Por tanto, la gratuidad de la creación es absoluta.
Pero al dar su existencia a los seres, Dios les ha dado todo lo que exige su misma naturaleza. Por tanto, para poder entender lo sobre-natural debemos partir de lo natural, es decir, de aquello que pertenece a la esencia de una cosa (de una planta, de un animal o de un hombre) y que es exigida por ella para existir y obrar. Pero lo que es natural para una cosa no lo es para otra. Así, por ejemplo, no es natural para una piedra sentir, ni para un árbol ver, ni para un animal pensar, mientras que para el hombre es natural pensar, elegir, amar, reír, pero no lo es volar, ni estar al mismo tiempo en dos partes.
Pero al entrar en el terreno de la gracia pisamos un terreno que no es natural al hombre. En él no somos autónomos y autosuficientes. Lo sobrenatural implica una realidad que sobrepasa todas las exigencias de este ser hecho de barro. «Lo que el hombre es por creación no le basta para llegar a lo que debe ser según el propósito del Creador». En efecto, ¿le debe el Señor la revelación de su amor y de su gracia, de su salvación y de la vida sin fin? ¿Se la debe o es algo que le ha concedido gratuitamente? El hombre jamás podría aspirar a participar de la vida divina, pero Dios le ha regalado una suma de gracias que no podían ser exigidas ni merecidas por su misma naturaleza, tales como la filiación adoptiva, la resurrección, la inmortalidad, la vida eterna... Todo eso entra en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no debido. Y eso quiere decir que lo sobre-natural está construido sobre la gratuidad. Por eso, al hablar de la gracia, lo primero que hay que poner en evidencia es su absoluta gratuidad.
Pero habría que añadir inmediatamente que el ser humano, a quien ha sido concedido ese don, es capaz de recibirlo. Se diría, por tanto, que la gracia no es algo natural, pero tampoco algo anti-natural o extraño a él. Dios no debe nada al hombre, pero le ha creado «a su imagen y semejanza» y, por consiguiente, le ha hecho capaz de entrar en una relación muy especial con él, le ha elevado gratuitamente para poder participar de su vida. La gracia no nos introduce en el campo de la justicia, sino en el de la gratuidad más absoluta.
Pero, ¿qué relación puede existir entre lo natural y lo sobrenatural? Porque si la elevación del hombre al orden sobrenatural fuera algo debido, entonces Dios estaría obligado a comunicarle su vida misma y, en ese caso, no tendría sentido alguno hablar de la gratuidad; pero si la gracia fuera una exigencia del hombre, entonces perdería su libertad y su autonomía.
Los teólogos han dado todo tipo de explicaciones, para tratar de salir de ese callejón sin salida. Santo Tomás defendió la absoluta gratuidad del orden sobrenatural, pero al mismo tiempo habló de la capacidad natural que el hombre tiene para la visión beatífica, y de un deseo natural de ver a Dios. Pío XII dejó asentado «que Dios podría haber dejado al hombre sin elevarlo al fin sobrenatural», y así puso de relieve que la «gratuidad de lo sobrenatural es la gratuidad de lo que podría no haber sido». En efecto, Dios podría no haber creado al hombre y podría no haberle llamado a tener una relación personal e íntima con él, porque no estaba obligado ni a darle la existencia ni una finalidad sobrenatural. Pero si en el hombre no hubiera algún tipo de apertura hacia lo sobrenatural, ese mundo sería totalmente ajeno a él y, en ese caso, carecería de sentido para él. De esa manera, el orden natural y el sobrenatural aparecen como distintos, pero, al mismo tiempo, como inseparables. Porque si la gracia no tuviera un punto de anclaje en el hombre, entonces no podría echarla de menos ni agradecerla. Todo el debate sobre lo natural y lo sobrenatural se desarrolla entre esas dos alternativas.
5.2. Dios ha elevado al hombre al orden sobrenatural
Pero el hombre es una criatura hecha «a imagen y semejanza de Dios». No es Dios, pero se le parece en algo. El hombre es lo que Dios ha querido que sea. No existen otros hombres más que estos, a los que él ha llamado a la filiación divina y ha destinado a una vida sin fin. Pero esa gracia ha sido totalmente gratuita. Dios no tiene deudas con el hombre, ni el hombre puede reclamar derechos ante él. El hombre ha sido creado por gracia, vive por gracia y está destinado a vivir eternamente por pura gracia. No sé cómo se podrá conciliar perfectamente la libertad y la gracia. No lo sé. Lo único que sé es que esta criatura humana ha sido elevada a una dignidad que jamás hubiera podido imaginar. Por eso, ni el Creador sin sus criaturas, ni las criaturas sin su Creador. En la encarnación de Jesús se ha producido la divinización del hombre. En su humanidad santísima se han unido el cielo y la tierra para siempre. Sin dejar de ser lo que era, asumió lo que no era y se rebajó hasta nosotros para ensalzarnos hasta él. Ya no será posible que Dios exista sin el hombre, ni que el hombre exista sin Dios. Toda su vida se mueve en una dimensión sobrenatural.
5.3. Dios ama al hombre
Dios es amor, amor que se comunica y se entrega. Desde toda la eternidad Dios ha echado sobre nosotros su manto de amor y de ternura. Antes de que la tierra comenzase su andadura, ya habíamos sido elegidos; antes de que pudiéramos decir una sola palabra, ya fuimos amados. Por tanto, ¿qué catástrofe tendría que suceder para que Dios dejara de amarnos? Que Dios dejara de ser Dios. Pero como eso es imposible, es imposible que dejemos de ser amados. «Ni la vida ni la muerte, ni el pasado, ni el presente ni el futuro, podrán separarnos del amor infinito de Dios». Ese es el descubrimiento primero que Dios ha hecho de sí mismo.
El amor de Dios es eterno, gratuito e incondicional, infinito y personal. Se trata, por tanto, de un amor sin fecha de caducidad, no ganado ni merecido, ni sometido a ninguna condición. Vivamos como vivamos, seamos como seamos, estemos como estemos, hayamos hecho lo que hayamos hecho, somos amados por el Señor. Un amor que no fuera eterno, infinito, gratuito y personal... no sería digno de Dios. Cuando Dios ama lo hace sin posibilidad de arrepentimiento. Por eso, si no pudimos hacer nada por merecerlo ni ganarlo, tampoco podremos hacer nada por perderlo definitivamente. Los pecados pueden herir al amor, pero no destruirlo. No hay nada que temer. Nada podrá hacernos daño, porque Dios nos ha envuelto en un manto de amor. Eso es lo que tenemos que poner en evidencia desde el primer momento: que el amor de Dios no es negociable. Ese es el hilo conductor de nuestra historia: Dios ama al hombre, Dios me ama, él a mí, Dios a mí. ¿Qué sería de nosotros si nos abandonara un solo momento? Nos desplomaríamos en la nada más absoluta. No hay nada más gratuito que el amor. ¿Cómo merecerlo? ¿Cómo ganarlo?
5.4. Jesús nos ha redimido y salvado
Dios ha apostado descaradamente a favor del hombre al hacerse una carne mortal en Jesús. Lo hecho una vez está hecho para siempre. Su obra está realizada: el pecado ha sido perdonado, la reconciliación ha sido efectuada, la muerte ha sido vencida, las puertas del cielo han sido abiertas de par en par, los esclavos han sido convertidos en hijos, los desheredados han recibido la herencia, el amor y la gracia han sido derramados a manos llenas. Aunque todo se desmorone en torno a nosotros, eso es lo que nadie puede derrumbar. Jesús está ahí, vivo y glorioso. En él hemos sido amados «amor sobre amor». Sólo lo que Jesús ha hecho por nosotros es decisivo. Lo que nosotros podamos hacer por él apenas cuenta para nada. Lo quiera o no lo quiera, lo admita o no lo admita, lo sepa o no lo sepa, el hombre se mueve en un mundo marcado por la presencia y la gracia de Jesús como Señor y Salvador. Su obra redentora ha afectado vitalmente a todos los hombres. Eso es lo que precede a cualquier opción o decisión que nosotros podamos tomar. Por tanto, nada de lo que hagamos o dejemos de hacer podrá invalidar lo que Dios ya ha hecho en nosotros y por nosotros, pero sin nosotros, si se me permite hablar así. Ese es el misterio que tenía oculto desde toda la eternidad y que nos reveló en la plenitud de los tiempos: «Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para que ninguno perezca». Esa ha sido la exhibición más portentosa de su amor por nosotros. El proyecto creador de Dios incluía la salvación de todos. El hombre fue creado por gracia y será salvado por gracia. De otro modo la gratuidad de su acción se derrumbaría como una pared ruinosa. La obra de Dios por nosotros ha sido realizada antes de que nosotros hayamos podido pensar, decir o hacer nada, y sin esperar nada a cambio. Todo ha corrido «por cuenta de la casa». Y todo eso sin que el hombre haya perdido su libertad ni haya sido coaccionado por Dios. Por eso podemos hablar de la gratuidad absoluta de la salvación.
Pero, ¿cómo se hará presente el Señor en su vida? ¿Cómo se manifestará en aquellos que nunca han oído hablar de él? ¿Cómo estará en lo más profundo de su corazón? ¿Cómo llevará esas vidas hacia su fin? ¿Cómo llevará el Señor ese plan de salvación universal? ¿Cómo irá salvando a cada uno de sus hijos? ¿Cómo salvará a todos aquellos que, al menos a nuestro juicio, han vivido una vida horrible, de espaldas a él, pisoteando todos los derechos de sus criaturas? No lo sé. Pero lo que no podemos ni imaginar es que el hombre sea capaz de conseguir la salvación por sus propios esfuerzos y obras. Eso significa que el Señor está actuando sin cesar en ellos, incluso en los más alejados, en los que nos parecen más pecadores, en los que le niegan y le combaten. El Señor va llevando su vida a su manera, como sólo él sabe hacerlo. Por eso podemos mantener viva la esperanza de una salvación universal, porque el amor de Dios manifestado en Jesús es para todos los hombres.
Ese tiene que ser el punto de partida de toda nuestra reflexión sobre la gracia, eso es lo que hay que mantener desde el principio hasta el final. Lo que no puede ser es que lo que afirmamos en un momento lo atenuemos o lo neguemos a la vuelta de la esquina. No es de recibo afirmar ahora que Dios nos ama con un amor eterno y gratuito, infinito y personal, para declarar a continuación que tenemos que tratar de hacernos amables a sus ojos y trabajar con todas nuestras fuerzas para conseguir la salvación.
Esos principios son el anclaje seguro de nuestra existencia y el punto de apoyo de toda la esperanza cristiana. Si en algún momento se nos turbara el corazón y algo nos hiciera temblar, deberíamos volver los ojos hacia esos pilares fundamentales: pero Dios es amor, pero Dios nos ama, pero Dios nos ha salvado ya en el Hijo de su amor, nuestro Señor Jesucristo. Todo ha sido gracia derramada, gracia inmerecida. Nada pudimos hacer para ser creados, ni para ser amados, ni para ser salvados, ni para conseguir una vida sin fin. Ni el amor ni la salvación están sujetos al hecho de que el hombre cumpla algunas condiciones o requisitos. Si eso fuera así, adiós para siempre a la gratuidad, adiós a toda esperanza. Si el hombre tuviera que ganarse su salvación, estaríamos condenados al fracaso más absoluto. Por tanto, todo lo que digamos en torno a la gracia tiene que ser comprendido por referencia a esos principios. Todo lo que no esté de acuerdo con ellos tendrá que ser revisado, corregido o rechazado sin miramientos de ninguna clase.
Gracia es la palabra clave en la relación de Dios con el hombre. Pero nunca debería perder el sentido que tuvo desde el principio. Lo que es debido se mueve siempre en el campo de la justicia, pero la gracia se mueve siempre en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no merecido ni ganado. Por tanto, cualquier intromisión de lo debido, de lo ganado o de lo merecido en el campo de la gracia sería un atentado inadmisible contra su misma esencia. Con esa noción de gracia vamos a movernos en todo momento. Estoy dentro de la Iglesia y sé que puedo expresarme con libertad, como lo han hecho a lo largo de los siglos tantos místicos, teólogos y escritores eclesiásticos. No siempre tenemos a nuestra disposición el lenguaje exacto para expresar lo que queremos decir. Sólo espero que el Señor me lleve de la mano para lograrlo y me perdone si no lo he logrado.