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Оглавление1. Ciudadano Kane no es cine
La anécdota cuenta que, en el otoño de 1946, después de la primera proyección de Paisà de Roberto Rossellini en el auditorio de la Maison de la Chimie de París, André Bazin, a quien le tocaba abrir el coloquio posterior, estaba tan sobrecogido por la emoción que le produjo la que consideraría desde ese momento la película más revolucionaria jamás rodada, que la primera parte de su discurso resultó incomprensible para el público. La palabra que más le costaba pronunciar era «cine» (1).
Recuerdo una emoción parecida a la salida de un pase de El río de Jean Renoir en mi primer año como estudiante en Madrid, en el otoño de 2007. Es posible que algunos de los elementos del recuerdo los haya añadido más tarde, o incluso que formen parte de la película de Renoir y no de la realidad (con el tiempo he llegado a mezclar frecuentemente mis recuerdos con escenas de películas). Mientras iba andando hacia la calle Atocha me daba cuenta de lo extraño que me parecía que la gente siguiera a lo suyo después del milagro al que acababa de asistir. Un extrañamiento de tipo existencialista. ¿Cómo era posible que la realidad no se sometiera a aquel mundo mejorado y estético de la película? También recuerdo la anulación paulatina de este efecto, cómo me esforzaba por repetirlo una y otra vez a la salida de otras sesiones, cada vez con menos éxito, hasta convertirlo en una especie de simulación. Un distanciamiento que percibía como una desconexión entre los asuntos del cine y los asuntos del presente, la rotura del hilo sentimental que los unía.
En los diez años que siguieron a aquella proyección de El río fui lo que se conoce como un cinéfilo empedernido, una rata de filmoteca (aunque esto es un decir, porque veía la mayor parte de las películas en la pantalla de quince pulgadas de mi MacBook, que me permitía una variedad mucho mayor que la programación de las salas madrileñas). Era común que viera dos o tres películas los días de diario, y hasta el doble en los largos maratones de los fines de semana, lo que compaginaba como podía con mis estudios y mis primeros trabajos como escritor. Lo mismo me daba, no podía evitarlo: quería verlo todo, de todas las épocas y de todos los países.
¿Qué significaba ser cinéfilo? Si nos atenemos a la idea popular, la cinefilia es el amor al cine. Pero esta definición es bastante imprecisa. Al fin y al cabo, el cine ha sido el gran arte popular del último siglo y medio. Si preguntamos a nuestros amigos y conocidos, casi todos dirán con convencimiento que les gusta ver películas. Es probable que dispongan de cierta cultura cinematográfica, que conozcan la obra de algunos directores, actores y hasta compositores de bandas sonoras y guionistas. El amor por el cine es un sentimiento común en una época como la nuestra, profundamente influida por los medios audiovisuales. En algunos momentos de la historia del último siglo, como en la primera mitad de los años treinta y a mediados de los años cuarenta, más de dos tercios de los estadounidenses iban a ver películas semanalmente, sin que existiera, como pretenden algunos autores, una clara segregación entre clases sociales o niveles culturales. Y este fue un fenómeno que se extendió por todos los rincones del mundo, afectando profundamente la identidad del individuo contemporáneo. «Iglesias y lugares de culto no han conseguido, en varios milenios, cubrir el mundo con una red tan extensa y coherente como la que ha creado el cine en treinta años», escribía Robert Musil en 1930. (2) Casi podríamos hablar del hombre del siglo XX como un homo cinematographicus (3). El gran invento de los hermanos Lumière al organizar la primera proyección pública de pago en diciembre de 1895 no fue el cinematógrafo, sino el espectador cinematográfico. Un novedoso devorador de historias y de imágenes del mundo.
Pero en este nuevo orden de la mirada, el cinéfilo no es un espectador cualquiera. Ocupa un lugar privilegiado. Como han explicado An-toine de Baecque y Thierry Frémaux, si el cine es la gran metáfora de las relaciones sociales del siglo XX occidental, la cinefilia sería su versión clandestina, su prolongación ceremonial, individual e íntima. (4) El cinéfilo es un espectador que organiza la propia vida alrededor de las películas. No se conforma con amar el cine, sino que lo convierte en su «manera de ser». Esta manera de ser no se caracteriza necesariamente por un corpus definido de películas o de textos. Cinéfilos de distintos lugares y épocas han defendido tendencias diferentes, incluso opuestas, dependiendo de las ideas que persiguieran. En cambio, parece posible determinar ciertos patrones que se repiten en su forma de actuar. «No hay amor, solo hay pruebas del amor», dice un famoso verso del poeta Pierre Reverdy recuperado por Jean Cocteau para el guión de Las damas del bosque de Bolonia. (5) No es el amor al cine lo que distingue al cinéfilo, sino las pruebas de su amor, que se formalizan a través de la construcción de rituales de la mirada, de la exploración, de la comunicación, de la formación de comunidades y de espacios de intercambio. Su actividad no se limita en ningún caso a la observación pasiva y la acumulación de conocimiento. Anhela desempeñar un rol activo en el sistema productivo del cine. Recordemos el ilustrativo caso de los cinéfilos parisinos reunidos en los años cincuenta alrededor de la revista Cahiers du Cinéma, que antes de lanzarse a dirigir películas ya consideraban la crítica un acto creativo cinematográfico en sí mismo, y no un proceso subordinado a las películas de los demás. «Escribir era ya hacer cine -decía Jean-Luc Godard- porque entre escribir y rodar hay una diferencia cuantitativa, no cualitativa» (6).
Parece evidente que la idea de la cinefilia como simple amor al cine resulta insuficiente, y puede dar lugar a equívocos. Aunque se tiende a resaltar el amor como motivación principal del cinéfilo, su carácter se define también por otros muchos tipos de sentimientos y emociones, no todos tan sanos, entre ellos arrebatos pasionales y censores, formas de indignación, rabia, nostalgia, entusiasmo, dolor o tristeza. En muchas ocasiones, el odio a una determinada forma de cine, a una película o a un director se manifiesta con igual o más intensidad que el amor. El cinéfilo es un animal social impulsivo.
Si recuerdo mi propia experiencia de juventud, me doy cuenta de la complejidad emocional que acarreaba la cinefilia, lejos de mostrarse como una forma de amor puro e incondicional. Ser cinéfilo significaba muchas cosas. Significaba por ejemplo que si estaba en una fiesta y los demás empezaban a hablar de cine, yo me recostaba en el sofá y me quedaba en silencio, sonriendo con condescendencia ante los comentarios que hacían sobre las películas de moda, las actrices más afectadas de Hollywood o los últimos premios de Cannes. Pero también significaba que era mejor no hacerme hablar, porque entonces me lanzaba a una diatriba imparable y agresiva sobre la mediocridad de semejantes referencias. Puedo escucharme diciendo frases del tipo «eso no es cine», a propósito de una película que me molestaba especialmente y que alguien estaba elogiando, un poco encendido por los efectos del alcohol y de algo que había fumado. Me debatía entre un silencio avinagrado (muy distinto del silencio emocionado de Bazin a la salida de Paisà) y una cháchara fanfarrona de la que luego me avergonzaba. Era incapaz de alcanzar el punto medio que requiere cualquier intercambio razonable de ideas. Es del carácter adolescente de este desbordamiento emocional de lo que hablo cuando digo que, a medida que pasaban los años, me resultaba cada vez más difícil recuperar la emoción de aquella sesión de El río de Renoir.
El mío no era un caso aislado: a lo largo de la historia de la cinefilia es frecuente encontrar a cinéfilos que se expresan con frases rotundas como las que yo decía, afirmando que esto o lo otro, un modelo de producción, una tendencia plástica o un tipo de película no son cine. Las excusas son de lo más dispares: Martin Scorsese ha insistido recientemente en que las superproducciones de superhéroes no son cine, porque no tienen el sentido de revelación estética, emocional y espiritual de las películas que le convirtieron en cinéfilo, (7) pero si retrocedemos hasta los años treinta, podemos encontrar al actor Jean Gabin negándose a interpretar a militares en la pantalla con la excusa moralista de que la guerra no es cine. (8)
A veces este tipo de censura funciona como arma efectiva en las disputas intelectuales de la cinefilia. En 1946, con motivo del estreno de la película de Orson Welles en París, Jean-Paul Sartre escribió: «Ciudadano Kane no es cine» (9). Le reprochaba ser manierista y tener una estructura literaria, llena de flashbacks. «La película entera se sostiene en un concepto equivocado de lo que es el cine. Está narrada en pasado, y todos sabemos que el cine tiene que hablar en presente. El cine en pretérito es la antítesis del cine. Por lo tanto, Ciudadano Kane no es cine» (10). Esta crítica dio lugar a una interesante respuesta en la nueva cinefilia francesa de posguerra, que daba muestras de gran agitación. El joven André Bazin contraatacó en la revista Les Temps Modernes con un artículo en defensa de Orson Welles que convirtió Ciudadano Kane en uno de los grandes estandartes de la cinefilia moderna. (11)
Oponiéndose a la defensa de Sartre y de otros intelectuales de lo específicamente cinematográfico, Bazin defendió en adelante una noción «impura» del cine. A lo largo de su obra como crítico, manifestó un desinterés sintomático por las películas vanguardistas y experimentales, que buscaban formas cinematográficas puras. En cambio, se interesó por las adaptaciones literarias, pensó que el cine debía dejarse contaminar por la novela, por la pintura y por el teatro. Su defensa del «cine impuro» le llevó a creer que, precisamente, no son cine las películas que pretenden no ensuciarse de las otras artes. En un artículo de 1951 titulado «El teatro en ayuda del cine», se despachaba de esta forma con los críticos culturales de su época: «Decir que Les parents terribles de Jean Cocteau es una película excelente pero que no es cine porque sigue la puesta en escena teatral es de ignorante. Es precisamente por eso por lo que es cine. Es Topaze de Marcel Pagnol lo que no es cine justamente porque ya no es teatro» (12).
Las ideas de Bazin significaron, en palabras de Éric Rohmer, una «revolución copernicana» (13) en el pensamiento cinematográfico, cuya síntesis se recoge en una obra titulada precisamente ¿Qué es el cine?; aunque Bazin no da una respuesta clara a la pregunta, y mientras leemos el libro tenemos la sensación de que más bien trata de aproximarse a una definición negativa del cine. Quizás un título más acertado habría sido ¿Qué no es el cine?
Otros casos de censura cinéfila resultan más vulgares. En 1929, en la revista brasileña Cinearte, el periodista Pedro Lima desarrollaba una teoría clasista con las siguientes palabras: «El cine que enseña al débil a desafiar al fuerte, al sirviente a no respetar a su jefe, el cine que muestra caras poco higiénicas y barbudas, sucesos sórdidos y un extremado realismo no es cine», y procedía después a hacer una defensa de «las caras limpias, los héroes bien afeitados y con el pelo cepillado, ágiles, hombres de verdad», y las chicas «guapas, con un cuerpo bonito y cortes de pelo modernos, fotogénicas» (14).
La fórmula tuvo tanto éxito que también los espectadores menos especializados se atreven a utilizarla con frecuencia. Ya en 1950, precisamente en su introducción al libro de André Bazin sobre Orson Welles, Jean Cocteau se quejaba de que el leitmotiv «esto no es cine» se repitiera constantemente en revistas, en festivales, a la salida de las proyecciones, como una fiebre negacionista. (15) Si bien es cierto que suele utilizarse para denostar películas, en algunas ocasiones también puede resultar provechoso para legitimarlas. Como cuando en 2011 el director Jafar Panahi fue condenado en Irán a seis años de prisión y a veinte de inhabilitación para hacer películas. Mientras esperaba la ejecución de la condena rodó con medios mínimos y sin salir de su apartamento en Teherán una película que tituló Esto no es una película. En 1979, Francis Ford Coppola presentó en Cannes su película Apocalypse Now diciendo: «Mi película no es cine. Es el verdadero Vietnam» (16), y cuando el crítico Alexandre Astruc, muy dado a las metáforas literarias, se refería a las películas de Jean Renoir, las elogiaba diciendo: «Esto no es cine: es un desprendimiento constante de celuloide en el que algo ha quedado atrapado, impreso, meciéndose en el viento como las páginas usadas de un libro» (17).
La tendencia a la negación de la condición del verdadero cine no escatima en exageraciones. Ya en una época tan temprana como 1918, el escritor Max Jacob escribió: «El cine es posible pero todavía no existe» (18). Y quince años más tarde, en plena época de esplendor del cine clásico: «No pienso nada del cine, porque el cine no existe» (19). La negación total. Más adelante, este tipo de negación vivió un interesante resurgir a través de la idea de la muerte del cine, muy cara a los cinéfilos de nuestros días, que disfrutan adornando la pureza de su amor con tintes necrófilos. El cine ha muerto -piensan- y desde hace algunos años asistimos a su funeral. El tópico de la muerte del cine funciona como esos viejos memento mori que se encuentran en la tradición pictórica o literaria, símbolos que nos recuerdan que la vida es fugaz. Que debemos aprovecharla porque, aunque sigamos viviendo, será por poco tiempo. Ya en los años cincuenta, Orson Welles decía: «Creo en la muerte del cine. Solo hay que ver la energía desesperada con que se intenta reanimarlo: ayer, inventando el color, hoy inventando las tres dimensiones. No le doy más de cuarenta años» (20).
Al comienzo de la película de 1952 Aullidos en favor de Sade, de Guy Debord, que se componía de una sucesión de algo más de una hora de fotogramas blancos y negros, la voz en off se dirigía así a los espectadores: «No hay película. El cine ha muerto. Ya no puede haber películas. Si les parece pasemos al coloquio». Esta visión tremendista sigue presente en nuestros días. Gran parte de la cinefilia actual contempla el cine como el naufragio de lo que alguna vez fue un gran espectáculo que movía a las masas, con sus rituales y formas secretas de entender la vida. Algunos pesimistas como Víctor Erice ya hablan del cine en pasado: «Es muy posible que el cine haya sido el último capítulo de la historia del arte de un tipo de civilización indoeuropea. De lo que no hay duda es de que fue el gran arte popular del siglo XX. Su desaparición ha supuesto una pérdida capital» (21).
Por último, para darnos cuenta del alcance de este fenómeno, tenemos que retroceder hasta el comienzo de la andadura del cine, hasta la primera proyección del cinematógrafo de los hermanos Lumière en el Salon Indien del Grand Café, el 28 de diciembre de 1895. El mito cuenta cómo el futuro cineasta George Méliès, que se encontraba entre los espectadores, se acercó al final de la sesión a los inventores, extasiado por el milagro que acababa de presenciar, e insistió en que le vendieran un cinematógrafo para grabar sus propias películas. Los Lumière se negaron, explicándole que lo hacían por su bien, porque el cine era un invento sin futuro. (22) La muerte del cine se decretó el mismo día de su nacimiento, y la repetición de su acta de defunción es una de las reglas de su vitalidad a lo largo del último siglo y medio.
1. Dudley Andrew, André Bazin, EEUU, Oxford University Press, 1978, pp. 111-112.
2. Robert Musil, Die Muskete, n.º36, 1923. Citado en: Gian Piero Brunetta, Buio in sala. Cent’anni di passioni dello spettatore cínematografico, Venecia, Marsilio Editori, 1989, p. 18.
3. En su fantástica diatriba contra el cine de 1919, Wilhem Stapel prefiere el término homo cinematicus. Ver: Wilmen Stapel, «Homo Cinematicus». En: Anton Kaes, Nicholas Baer y Michael Cowan (eds.), The Promise of Cinema. German Film Theory 1907-1933, Oakland, University of California Press, 2016, pp. 242-243.
4. Antoine de Baecque y Thierry Frémaux, «La cinéphilie ou l’invention d’une culture», Vingtième Siècle, revue d’histoire, n.º46, abril-junio 1995, p. 134.
5. Atribuida a Pierre Reverdy en: Jean Cocteau. Prefacio. En: Gaston Leroux, Le mystère de la chambre jaune, Le livre de poche, 1995, p. 5.
6. Entrevista realizada por Jean Collet, Michel Delahaye, Jean-André Fieschi, André S. Labarthe y Bertrand Tavernier, Cahiers du Cinéma, n.º138, diciembre de 1962, especial «Nouvelle Vague». En: Núria Aidelman y Gonzalo de Lucas [eds.], Jean-Luc Godard. Pensar entre imágenes, Barcelona, 2010, p. 16.
7. Martin Scorsese, «I Said Marvel Movies Aren’t Cinema. Let Me Explain», The New York Times, 4 de noviembre de 2019. Recuperado de: www.nytimes.com/2019/11/04/opinion/martin-scorsese-marvel.html.
8. Marie-Noëlle Tranchant y Bertrannd Guyard, «Jean Gabin, simple soldat de la 2e DB pendant la Seconde Guerre Mondiale», Le Figaro, 21 de septiembre de 2017. Recuperado de: www.lefigaro.fr/arts-expositions/2017/09/21/03015-20170921ARTFIG00072-jean-gabin-simple-soldat-de-la-2e-db-pendant-la-seconde-guerre-mondiale.php.
9. Jean-Paul Sartre, «Quand Hollywood veut faire penser: Citizen Kane, film d’Orson Welles», L’Ecran français, agosto de 1945. En: Olivier Barrot, L’Ecran français, 1943-1953: histoire d’un journal et d’une époque, París, Les Editeurs français reúnis, 1979, pp. 39-43.
10. Ibíd.
11. André Bazin, «La technique de Citizen Kane», Les Temps modernes, n.º17, febrero de 1947, pp. 943-949.
12. André Bazin, «Théatre et Cinéma (Suite)». Esprit, n.º180/181, 1951, p. 248.
13. Éric Rohmer, El gusto por la belleza, Barcelona, Paidós, 2000 (1984), p. 140.
14. Pedro Lima, Cinearte, 1929. Citado en: Robert Stam, Tropical Multiculturalism: A Comparative History of Race in Brazilian Cinema and Culture, Durham, NC, Duke University Press, 1997, p. 66.
15. Jean Cocteau, «Profil d’Orson Welles». Prólogo. En: André Bazin, Orson Welles, París, Chavanne, 1950. Recuperado de: www.sabzian.be/article/profil-d%E2%80%99orson-welles.
16. Francis Ford Coppola, rueda de prensa en el Festival de Cine de Cannes de 1979. Citado en: Richard Corliss, «Apocalypse Back Then, And Now», Time, 29 de julio de 2001. Recuperado de: content.time.com/time/magazine/article/0,9171,169286,00.html.
17. Alexandre Astruc. Citado en: François Alberta, Jean Antoine Gili, Laurent Le Forestier y Guillaume Vernet, «Vient de paraître», 1895, revue d’histoire du cinéma, n.º84, 2018. Recuperado de: www.cairn.info/revue-1895-2018-1-page-239.htm#pa13.
18. Max Jacob. Citado en: François Alberta, Jean Antoine Gili, Laurent Le Forestier y Guillaume Vernet, «Vient de paraître», 1895, revue d’histoire du cinéma, n.º84, 2018. Recuperado de: www.cairn.info/revue-1895-2018-1-page-239.htm#pa13.
19. Ibíd.
20. Orson Welles. Citado en: Alejo Carpentier, Obras completas. Volumen 15. Letra y solfa. Cine, México, Siglo XXI editores, 1990, p. 81.
21. Víctor Erice, «El cine de hoy está haciendo cola en la televisión», El cultural, 26 de abril de 2019. Recuperado de: elcultural.com/victor-erice-el-nuevo-regimen-digital-ha-trastocado-la-experiencia-cinematografica.
22. Algunos autores como Thierry Frémaux han puesto en duda la veracidad de esta anécdota popular: «No es posible que [Louis Lumière] haya dicho “el cine es un invento sin futuro”. Si de verdad le dijo esa frase a Georges Méliès […] fue claramente intentando quitarse de encima un potencial rival. Si no, ¿cómo explicar que ya hubiera un proyecto de Louis para los concesionarios y el desarrollo de su invención?». Thierry Frémaux, Lumière, l’aventure commence!, Advitam, 2017, p.16.