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INTRODUCCIÓN

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Medeis ageômetretos eisitô: que no entre nadie si no es capaz para la geometría. Como es sabido esta sentencia grabada en el pórtico de la Academia platónica indica, no solo la necesidad de dominar una disciplina matemática propedéutica de la dialéctica, sino y sobre todo que es la geometría la disciplina que con más rigor se aproxima a aquello que se desea por encima de todas las cosas. En primer lugar, igualdad y equidad, rasgos que definen el quehacer geométrico en la medida en que sus operaciones son expresión de las relaciones entre un conjunto sencillo pero completo de axiomas de los que se deduce toda una serie de teoremas que garantizan la conexión entre distintos elementos como puntos, rectas y planos. Y obsérvese que esto puede probarse desde una definición geométrica cualquiera, como la que conecta en un espacio euclidiano n-dimensional (ℝn) dos puntos x e y a partir de su distancia (x,y): entre esos dos puntos completamente independientes el uno del otro se establece una relación de equivalencia que expresa métricamente, de un lado, lo que está alejado en términos absolutos; de otro, la distancia de un intervalo sin la cual no podría pensarse ni la continuidad ni el espacio en sentido topológico. En segundo lugar, la geometría es dikaios, justa y recta, porque si bien uno puede ignorar la totalidad de sus principios, no tiene más remedio que aceptar sus resultados como verdades irrefutables: se puede dudar de que la longitud de los catetos de un triángulo equilátero DEF de unidad 1 sean iguales, pero toda vez que se ha establecido una magnitud fundamental que se define por sí misma y es independiente de las demás, su medición arroja siempre el mismo resultado, un resultado inapelable en cuanto que se ajusta a su medida como una superficie cóncava se ajusta a una línea por su parte exterior.

La geometría logra casi sin esfuerzo lo que la filosofía anhela apasionadamente y no termina nunca de alcanzar: igualdad y equidad, de un lado, y justicia y rectitud, de otro. Ahora bien, debe observarse antes que nada que la fórmula de la que parten estas reflexiones no es completa, y que lo que en ella se omite por considerarse de poco o escaso valor dice más de lo que aparentemente cabe suponer. Lo primero que cabe decir es que, según la docta opinión del padre Henri D. Saffrey (1990: 256), la sentencia es probablemente apócrifa, pues la referencia más antigua se encuentra en un escolio del sofista Elio Aristides fechado en el siglo II de nuestra era y no hay indicios ni paleográficos ni filológicos que corroboren su autenticidad. Comoquiera que sea, en dicha fórmula hay una referencia espacial de gran interés para mi investigación: después de la cláusula medeis ageômetretos el sofista añade mou ten stegen; es decir, que el verbo deponente érkhomai conecta la proposición «nadie versado en o capaz para la geometría» con la proposición «a mi casa», y como sea que en ese «a mi casa» –o si se prefiere una traducción más literal, «bajo mi techo»– se cifran como mínimo tres aspectos que este ensayo aborda más o menos directamente, voy a detenerme en este punto por ver si consigo exponer con su ayuda algunos de sus temas principales.

La sentencia evidencia, en primer lugar, que en su desenvolvimiento como saber acerca del mundo la filosofía delimita un área, acordona una zona o traza una línea divisoria imaginaria para, entre otros, poner coto a una superficie ilimitada, eliminar los deslizamientos, las inversiones y distribuciones no deseadas, protegerse de un exterior amenazante o realizar en el centro de esa demarcación tareas de bricolaje cognitivo con las que enseñorearse de lo real. Y repárese, en segundo lugar, en que la práctica totalidad de la actividad filosófica se va a desarrollar intramuros. Es decir, la sentencia alude a la dificultad de ejercitarse filosóficamente si no se está a cubierto, que es un ponerse a salvo y un resguardarse, pero también un poder pensar en secreto. Analizar si ese sistema cerrado de pensamiento abre nuevas líneas a la reflexión o, por el contrario, la clausura resulta infructuosa o incluso servil, pues el secreto es una de las características del Estado y exige ineludiblemente la supresión de la autonomía del sujeto, es otra de las líneas argumentales que se deben seguir. Porque aislada en su campana de buzo, clausurada sobre sí, ¿no se blinda esta filosofía a la meditación plástica y nómada que construye su discurso pasando de la soledad a la solidaridad? Se puede dudar de que una filosofía así produzca un discurso que sea reflejo condicionado del lugar en el que se despliega. No obstante, un pensamiento que da vueltas alrededor de una celda tan estrecha puede llegar a actuar como la correa de transmisión que sincroniza los tiempos en los motores de combustión, a saber, que los muchos giros y vueltas sobre un mismo eje provocan su desalineación, el deterioro de la superficie de contacto y su posterior rotura. Por último, debe señalarse aquello que, por estar ante los propios ojos, no se deja ver o percibir en toda su forma. Me refiero a que si la geometría es el medio a través del cual acceder a la verdad en sí como pretende la metafísica platónica, ¿no habrá que adentrarse en su estudio antes de penetrar osadamente en la cueva de la especulación teorética? Ahora bien, un recorrido por la historia de las matemáticas como el realizado por el colectivo Bourbaki (1960) muestra que, al menos desde la geometría hiperbólica de Gauss, Lobatschevsky y Bolyai hasta los Grundlagen der Geometrie de David Hilbert, hay que abandonar la pretensión de encontrar una especie de verdad geométrica absoluta a partir de un sistema axiomático euclidiano.

En cualquier caso, la teoría de las proporciones esbozada en los Elementos me lleva a pensar en dos cuestiones derivadas de la noción de verdad y una enmienda de gran importancia para el estudio de la filosofía. La primera de ellas tiene que ver con el propio estatuto de la verdad geométrica: el concepto de verdad, tal y como se desprende de la obra euclidiana, ha quedado obsoleto. ¿Qué consecuencias tiene para la filosofía la ruptura de la correspondencia entre modelos teóricos completos y la realidad a la que representan?

La segunda de ellas parte de una observación realizada por Gaston Bachelard (1937: 60), para quien la geometría es el depósito en el que se almacenan las raíces de la lengua matemática. Si la geometría es una suerte de réserve formal, el estrato más profundo del que brota el lenguaje matemático, ¿no estará, como conjunto simbólico de comunicación, sometido a todas las imperfecciones y ambigüedades propias de los lenguajes y, por tanto, no podrá imponerse según unas reglas lógicas fijadas atemporalmente? Como se ve, ambas cuestiones son exploradas, a veces incluso de manera obsesiva, por la filosofía analítica y poco o nada cabe añadir si no es, acaso, la apostilla del prudente Baruch de Spinoza, para quien la verdad es siempre índice de sí misma y de lo falso: casi la respuesta a un koan zen.

Por lo que hace a la enmienda la cosa se complica, porque lo que está en juego no es solo la validez de una definición o un teorema geométrico particular, sino que es el propio estatuto de la geometría el que queda en entredicho. ¿Cuál es esa enmienda, cómo y por qué afecta a la geometría? La idea que pongo en circulación se inspira en la lectura de las memorias del matemático Alexandre Grothendieck (1985), aunque, fundamentalmente, lo que en ese documento se dice en repetidas ocasiones alude a algo sobre lo que ya Adorno o Paul Feyerabend y antes que ellos Nietzsche y Unamuno llamaron la atención: en la comunidad científica en general y en la geometría en particular se constituyen grupos de poder que sobredeterminan absolutamente la investigación. Esos grupos de poder conforman una elite o caste régnante de droit divin en el seno de la comunidad científica con capacidad para fijar el rumbo, ordenar sistemas de exclusión o controlar los discursos, evidenciando, de paso, que la interrelación de fenómenos políticos con otros no políticos es expresión de la ideología y propaganda que salpican a la ciencia.

Quiero, en todo caso, dejar claro que no estoy negando las consecuciones de la ciencia, pues es evidente que todo el mundo es beneficiario de las energías renovables, la comunicación inalámbrica o la oncología clínica. Solo estoy subrayando lo que a día de hoy se observa a propósito del fiasco de las políticas epidemiológicas, la parálisis de la OMS o la inoperancia de organizaciones como la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (CEPI), a saber: que organizaciones económicas, trusts militares, laboratorios farmacéuticos, industrias petroquímicas, etc., regulan más de cerca el diseño y despliegue de los programas de investigación que las excelentes ideas surgidas de las mentes científicas. Esta ciencia fuertemente politizada se convierte en mero instrumento de comunicación al precio de perder su carácter de conocimiento, se hace estéril y tal vez ni siquiera comunica, si no es para un selecto grupo de plutócratas interesados en transformar todos sus activos en títulos negociables.

El problema, que aun a riesgo de pecar de un exceso de esquematismo denominaré la lucha por el espacio epistemológico, se extiende a todos los ámbitos del saber, también a la filosofía. ¿Puede ser esto cierto, es decir, acaso la ciencia que se trata de hallar o conseguir, la más insobornable de las disciplinas que cuenta, entre sus nobles objetivos, con la responsabilidad de velar críticamente por la verdad, debe atenerse a los dictámenes de la dinámica mercantil? En efecto, la filosofía también forma parte de este cosmos. Ella misma es un kósmos, ciertamente, una bagatela, un ornamento que las esferas de la producción y el intercambio económico promueven a medias y toleran excepcionalmente. Así, aunque la filosofía solo accede a la esfera de la toma de decisiones de manera puntual cuenta, sin embargo, con su pequeña cota de poder institucional y, dado que está excluida de la gestión macroeconómica de la realidad –si bien no de su administración metafísica–, sufre, quizá con mayor desgarro todavía, la lucha por ese espacio, por el espacio epistemológico. De hecho, uno de los actos fundacionales de la filosofía académica contemporánea se cifra en la constitución de una cátedra en la que alguien actúa a modo de un legislador plenipotenciario: imponiendo un sistema operativo muy básico pero fuertemente coercitivo que separa a quienes están dentro de quienes están fuera de la ley, que por descontado es su ley. Esta disyunción exclusiva se enmarca, por tanto, en la lógica binaria dentro/fuera que tan buenos resultados ofrece a quienes prescriben el lugar de la filosofía académica, que por cierto no escasean, y ejercen su poder administrativo desde despachos, púlpitos, fundaciones y departamentos despótica y hasta tiránicamente. «Que no venga a mi casa quien no sea capaz para la geometría» quiere decir, hoy por hoy, que no es bienvenido nadie que no se haya formado en el espacio potestativo configurado jerárquicamente por el equipo de investigación de una institución académica cualquiera.

Así las cosas, lo único que quizá pueda hacerse sea revolucionar con los instrumentos de la lengua el discurso que construye un espacio del que emana el derecho y por tanto el poder de asignar, distribuir, redistribuir y seleccionar a quienes son aptos para habitar institucionalmente un lugar, una zona, un área. Esta acción, primordialmente lingüística, nace con vocación de trastrocar el espacio epistemológico y está a la base del proyecto de una geometría radical, proyecto al que ni las ciencias formales ni la filosofía pueden contribuir si no cuentan con la ayuda de la otra ciencia que estudia las propiedades y magnitudes de las figuras en el espacio, es decir, si no es con la mediación y participación de la poesía. ¿Por qué, precisamente, la poesía? Porque es la poesía la que entiende el espacio como la manera de percibir la vida a través de la extensión material de los cuerpos y las relaciones de distancia que se dan, no en el plano, tampoco en la intersección entre una recta y una superficie, sino en el lugar cotidiano en el que las cosas pasan o son. Los sonidos y los signos que resuenan en la voz de ese espacio –hueco, vano, concha o nido– tienen el sabor de los elementos, de lo que nos constituye y alimenta, de la materia desde donde nos viene el consuelo de lo cotidiano. En este sentido, la poesía no habla de puntos, coordenadas o áreas que llevan la marca de la excepción, sino que nos remite al estar de la condición humana, al habitar, al lugar. Por ello puede decirse que la poesía es una meditación geométrica, si bien se trata de una geometría radical por cuanto es la poesía la que designa el territorio ilimitado en el que habita el ser humano fuera de la identidad preservada por las convenciones reiteradas.

La poesía recoge todo aquello que la ciencia moderna arrincona y pierde. De hecho, poesía y ciencia son dos grandes sistemas de símbolos que operan de modo complementario: la segunda, obediente a la necesidad discursiva, deductivista y sucesiva; la primera, obedeciendo, a su vez, a otras necesidades no discursivas ni virtuales, de presencia y simultaneidad, y que, por tanto, prefiere figuras y simbolismos presentacionales. En una entrevista realizada por Maria Silvia Da Re (2000: 17) dice Yves Bonnefoy justificando y reevaluando su expresión juvenil le coeur-espace, que la poesía es lo que comienza en el espacio, pero, por una transmutación de este, se encuentra en esta unidad, este lugar como unidad en que nos hace pensar el corazón. La experiencia poética es la que se tiende o, quizá, se extiende entre el espacio y el corazón, es la que hace de estos dos términos el principio y el fin de la aventura. Aquí hay un programa o, como defenderé más adelante, un (des)programa, pues de lo que se trata no es tanto de controlar como de descontrolar los discursos; no tanto de sobredeterminar la investigación como de sobrecogerla; no tanto de fijar el rumbo como de desorientar la navegación; no tanto de regular como de desregular los programas de investigación; no tanto de filosofar como de desfilosofarse. La geometría radical se posiciona contra el quadriparti, ese cuadrilátero que únicamente congrega a dioses, mortales, tierra y cielo, olvidando además de lo informe e impreciso lo que no puede enumerarse, clasificarse ni identificarse pero que es con la fuerza de la piedra, de la luz, de este mar. La geometría radical ataca lo cerrado y circular: su figura es la espiral; su centro, una apariencia que introduce la desviación en la casa del ser. La geometría radical no se vertebra desde la continuidad: la distancia que le ocupa es la que media entre la palabra y esta cosa que toco y huelo, veo y escucho, y con la que me confundo. La geometría radical es una indagación que trata de dar con el verdadero lugar, aquí y ahora, pero siempre más allá. La geometría radical se acerca a la realidad mediante aproximaciones tentativas que nunca son definitivas: la naturaleza no fracturada de las cosas, el imprescindible escepticismo de base y la impermanencia en la historia de las doctrinas exige a quien piensa desde aquí la virtud de la ironía con uno mismo y su producto. La geometría radical, en fin, rechaza la muerte, porque la muerte es solo una idea cómplice de otras en un lugar, el de las cosas, donde precisamente nada muere. Se inicia ahora la deriva reflexiva y comienzan las largas escapatorias y las mociones de desorden en busca de resultados sin propósito ni plan.

Espacio y jerarquía

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