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BREVE HISTORIA DEL TENIENTE MARÍ JUAN I

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Si en aquel hombre que nunca pudo ser llamado abuelo, ni tan siquiera padre —a pesar de haber sido abuelo y, por consiguiente, también padre—, hubo unas manos delgadas y huesudas como las mías, unas cejas oscuras y grandes, o esta predisposición, de la que tanto me he lamentado en mi juventud, a los herpes labiales, no he podido saberlo nunca, pues ninguna fotografía del teniente Marí Juan ha sido encontrada todavía: ni en los álbumes familiares, ni en los cajones de las cómodas más antiguas, ni siquiera entre aquellos retratos anónimos y desordenados de procedencia desconocida que, sin saber nadie cuándo ni por qué, acaban también llegando a una casa para quedarse en ella. Ninguna imagen suya, si la hubo, y tuvo que haberla, al menos en los archivos escolares de Valencia o en los cuarteles coloniales de África, sólo por mencionar algunos lugares a los que fue enviado y acudió con obediencia para permanecer, y donde seguramente con la misma intensidad consiguió sentirse feliz y desgraciado, ninguna imagen suya, digo, ha llegado hasta mí ni hasta nadie que pudiera reclamarlo como suyo también. Y la verdad es que nunca pensé que llegara a lamentar tanto como ahora esta carencia, mientras escribo esta primera página, en el momento en que hubiera querido trazar del modo más exacto posible su perfil, dibujar un retrato suyo satisfactorio, decir algo de su nariz o de su boca, describir sus brazos y sus piernas, saber hasta qué punto mi incipiente calvicie pudiera haber sido también la suya, y averiguar, en fin, si en su mirada hubo una melancolía de adolescente abandonado como yo siempre he querido suponer que la hubo. A este extraño, sin embargo, hay que observarlo una y otra vez desde los recuerdos ajenos hasta poder ver al fin en él al joven de veintiocho años que llegó a ser el día de su muerte. Al joven, en definitiva, que fue y ha continuado siendo siempre y que no dejará de ser nunca. Y hay que intentar ver en él también al padre que ya había logrado ser, e incluso al abuelo en el que apenas tuvo tiempo de poder pensar que acabaría siendo pero en el que yo ahora he decidido pensar por él, recreándolo en una identidad nueva que los años y el olvido han conformado a su figura fugitiva.

De Pedro Marí Juan, nacido en 1900, en el antiguo y fértil valle de Morna, en el noreste de la isla de Ibiza, hijo del campesino Vicente Marí Guasch, que hizo fortuna, sin embargo, como constructor de carreteras —en verdad sólo de pequeños caminos de tierra—, y de María Juan Tur, de quien se dijo siempre que fue mujer agraciada y laboriosa, he conseguido con los años reunir noticias diversas, casi siempre interrumpidas y en ocasiones también contradictorias. Por boca de sus cinco hermanas, ya todas ancianas cuando yo era niño, llegó el cálido relato de la infancia, con las travesuras inolvidables y la certeza de una inteligencia que despuntaba, episodios del niño flaco y nervioso que siempre se quedaba dormido en el carro cuando la familia, todos los domingos, acudía a la iglesia, o que, cuando por primera vez vio la nieve, la rara nieve insular, imaginó que algún geniecillo malvado se había pasado la noche trasquilando a las ovejas. Así, en aquellos recuerdos que aquel otro niño que era yo entonces recibía con los ojos bien abiertos y máxima predisposición para el asombro, un abuelo desconocido pero inevitablemente cómico parecía despertar por fin de su letargo. Escuchaba a aquellas viejas y luego recordaba una y otra vez sus palabras, siempre las mismas, pronunciadas con amor fraternal y con el acento dolorido, puede que algo forzado, de una desgracia ya demasiado lejana, porque lo cierto era también que aquel hermano tan adorado había sido un extraño para ellas. Cómo y por qué se le ocurrió a Vicente Marí, mi bisabuelo, hacer de aquel niño un hombre diferente, alejarlo muy pronto de aquella casa llena de hermanas y de ovejas, no llegué a preguntarlo nunca a nadie que pudiera saberlo, pero, tal vez, afirmar que en una época próspera de su vida pudo haberse sentido más rico de lo que probablemente era y, por tanto, también capaz de cambiar el destino familiar en al menos una de sus ramas, hasta el punto de querer imitar, como veremos, a los señores de la ciudad, podría aceptarse como una respuesta satisfactoria. No era mi abuelo el único hijo. Había un hermano mayor, con el mismo nombre que el padre, destinado a disfrutar de la herencia y a sufrirla con el trabajo desde muy temprano. Así que Pedro fue, desde el mismo momento de nacer, el hijo que, en aquellas familias rurales de la isla, tan perfectamente organizadas y consecuentes en sus rígidas tradiciones, solía entregarse a la Iglesia o al Ejército sin el menor remordimiento. Ahora bien, en este caso, que es nuestro caso, no cabe duda de que en el niño había aptitudes y en el padre ambiciones, y surgió entonces una variante desconocida, una innovación que debió de provocar la desconfianza de los vecinos, la alarma en el cura del pueblo y sin duda también el disgusto de la madre: el campesino y constructor de carreteras decidió que su hijo segundón fuera abogado. Hubo que explicar a las hermanas y al hermano en qué consistía ser abogado y, desde luego, hubo que explicárselo al inocente, que seguramente no conseguiría entenderlo bien ni a la primera ni a la segunda, pues no había cumplido aún los ocho años cuando fue expulsado de su edén infantil donde la nieve era como la lana de las ovejas y el carro tirado por un mulo un colchón donde dormir plácidamente, con el mejor traje, a la espera de llegar a la misa del pueblo todos los domingos. La abogacía era una cosa destinada sólo a los hijos de las familias pudientes de la ciudad, a quienes, antes incluso de celebrar la primera comunión, ya se decidía enclaustrarlos, como principio de su preparación y primera estación del largo viaje al feliz porvenir, en un uniformado colegio franciscano de Valencia, que no tendría por qué haber sido un lugar lejanísimo si no fuera porque el mar —y más el mar de aquellos días— ponía a todos en su sitio y de qué manera. ¿Podemos imaginar entonces el día de la despedida, el viaje hasta llegar al puerto, a las hermanas llorosas pero seguramente también sonrientes —no había para ellas muchas ocasiones de visitar la ciudad—, al heredero circunspecto, más que nunca en su papel de Hijo, a la madre que tal vez prefirió quedarse en casa, con enfado, la visión del pequeño barco, probablemente el Lulio, un elegante vapor correo que ya tenía sus años, a los cuatro o cinco niños ricos, no más, de las familias importantes, que también se embarcarían aquel día con el mismo fin y a quienes el pequeño hijo del campesino de Morna tendría que empezar a conocer? Es todo cuanto podemos hacer ahora, esto y nada más, como diría mi madre, es decir, la hija: imaginar un escenario en absoluto desconocido, pues también nosotros hemos tenido que despedirnos muchas veces en el mismo puerto antes de viajar a Valencia (o a Barcelona, o a Palma, o a Alicante), un escenario con sus personajes secundarios bien definidos, pues a ellos, a casi todos ellos, sí hemos llegado a conocerlos bien, aunque nunca nos legaron este recuerdo, y, por supuesto, con el personaje principal, es decir, con nuestro querido extraño, que con su maleta recién estrenada, su traje también nuevo y su mirada de desconcierto subiría por fin a un barco que no había visto nunca y cuyo destino no podía ser otro que el de una vida diferente.

Que Pedro Marí Juan no fue nunca abogado lo sabemos, pero otra cosa es aproximarnos al estudiante que, pese a haber cumplido con el larguísimo y rígido ritual pedagógico de su infancia y adolescencia, acabó deseando no la brillantez de la elocuencia a la que parecía estar destinado, sino la del uniforme militar, a la que tal vez por otros caminos menos rigurosos hubiera podido llegar igualmente. Lo cierto es que cumplió con creces, en sus casi diez años valencianos, como interno aplicado y futuro experto en leyes. Creció memorioso y obediente, se hizo un hombre. Compartió pupitres y habitaciones con los niños de la ciudad, ellos sí que acabaron siendo abogados; fue su amigo y fueron ellos también los suyos —quizás a su manera o la manera común, quién sabe—, hasta el punto de que, cuando regresaba de vacaciones a la isla, en el tórrido agosto, con frecuencia pasaba buena parte de aquellos días en las casas de éstos, lejos de la finca campesina de los padres. En uno de aquellos veranos aprendió a nadar; en otro, a navegar; y entonces la pequeña isla debió de parecerle aún más pequeña, también muy diferente, mientras, sin alejarse nunca demasiado de la costa, disfrutaba del privilegio de poder contemplarla junto con sus amigos a bordo de una embarcación a vela. Se convirtió muy pronto en un extraño para sus hermanas y su hermano. Si en los primeros días se sentía feliz en la casa paterna, allá en el valle de Morna, tan cerca de los bosques, de los pájaros, del agua de las fuentes, al poco lo que empezaba a sentir era añoranza de sus compañeros, así como del colegio de los franciscanos, que ya era, o de este modo creía sentirlo en su corazón, su verdadero hogar. Sus hermanas lo llamaban el abogado, sin llegar a saber muy bien lo que decían, mientras el hermano lo miraba receloso, a él y a los pocos libros que llevaba consigo, a sus nuevas palabras, al relato de su nueva vida tan distinta. Y, sin embargo, podemos dar por seguro que, durante aquellas estancias breves, el estudiante también se esforzó en la recolección de la algarroba y en la siembra de la patata como cualquier otro, continuó vigilando a las ovejas o ayudando al padre a terminar una nueva pared con la que sostener con firmeza un bancal recientemente roturado, acarreando las piedras. Seguramente empezaría a amar a su familia como un hijo adoptado, con la ambigüedad propia y sobrevenida de quienes saben que pertenecen a aquel lugar, sin duda, pero también, de manera distinta, a otro. Y de este otro lugar se debe hablar poco para no herir. El pequeño abogado había empezado a saber cosas que en aquella casa eran desconocidas, desde los números primos hasta el nombre de los ríos de Europa. Si tuviéramos las fotografías de aquellos años, y tuvo que haberlas, pero mi abuela, es decir, la esposa, parece que contrajo en su temprana viudedad una rara y destructora aversión por todo tipo de imágenes, incluso por las propias, veríamos al extraño paseando con sus amigos por la ciudad en verano, privilegiado también en el vestir y en el fumar, con su aspecto orgulloso, en las terrazas marítimas de los pequeños cafetines. Pertenecía ahora al selecto grupo de jovencitos, digamos desinsularizados, que se reunía para afirmar aún más su diferencia. Si se les hubiera preguntado, ninguno hubiera escogido abandonar la isla, porque a qué niño de siete u ocho años podría haberle seducido la idea de interrumpir su estancia en el paraíso, la seguridad familiar, los juegos y los hermanos. Pero una vez desposeídos, obligados a recorrer un camino tan sólido hacia el mejor futuro de los posibles, a estos niños, rápidamente adolescentes, nada ni nadie podía impedirles observar con mirada altiva y distante el mundo que habían tenido que dejar y al que ya no pertenecían ni, probablemente, volverían a pertenecer nunca más. De aquellos pocos se esperaba mucho, pero sólo había entonces, para cualquier isleño, algo más difícil que abandonar la isla: regresar a ella. Se iba uno con rabia y con la misma rabia se procuraba no volver. Que se lo preguntaran, por ejemplo, a los que, desafortunados del todo, tuvieron que emigrar y se instalaban por aquellos mismos días con su pobreza solitaria en La Habana o en Tucumán. La nostalgia podía agriarlos y consumirlos, pero el orgullo provocado por la herida vencía casi siempre, y de ellos nunca más se llegaba a saber. Así que, en realidad, a aquellos pocos estudiantes privilegiados se les enviaba a la Península como si de una festiva suelta de palomas se tratara, pero la mayoría, cuando llegaba el momento de volver, prefería volar bien lejos y para siempre. Solamente una desgracia mayor, como la muerte del padre, podía obligar a algunos a regresar, ya fuera para sustituir al difunto, es decir, para ocupar de forma prematura su lugar, ya para ayudar de alguna otra manera a la familia, que podía ser numerosa. Pero había también que contar con otra razón para la posible vuelta, la del amor, si es que en aquellos breves veranos de estudiantes surgía aquel deseo, aquella alegría, y si es que aquel deseo y aquella alegría perduraban, sobrevivían a las gélidas celdas escolares.

De la casa donde nació y murió mi abuelo, sin apenas haber vivido en ella, no he podido reunir información hasta hace pocos años. Ya de niño, a finales de los años sesenta, supe que un matrimonio de Ginebra había comprado al heredero no hacía mucho la vieja finca con sus doce buenas hectáreas de tierra roja. Cuando íbamos a visitar a las hermanas, lo que no hacíamos más que tres o cuatro veces al año, y ya que todas ellas, aunque casadas, se habían quedado a vivir muy cerca de allí, en los pequeños montes que rodean el valle, era costumbre pasar por delante de la casa familiar, pero solamente para admirar las novedades de los suizos, sobre todo el cada vez más amplio y extravagante jardín con el lago artificial construido por ellos. La finca fue poco después vallada y casi no podíamos, al pasar con el coche, ya ver nada, salvo la bella terracita de la segunda planta de la vivienda, con su sencilla balaustrada de madera, así como la enorme y esbelta encina de la que tanto me había hablado siempre mi madre. Hasta hace cinco o seis años, sin embargo, no se me ocurrió presentarme y pedir permiso para entrar. Así pude enterarme de que, después del matrimonio de Suiza, llegaron otros de Alemania y de Francia, hasta que la finca fue comprada por su actual propietario, un arquitecto italiano, de Milán, llamado Lorenzo, al que en realidad no he llegado tampoco a conocer, pues parece que no viaja a la isla más que en un par de ocasiones al año y siempre por poco tiempo. A quien sí traté durante mi visita fue a un matrimonio filipino que llevaba viviendo en la casa desde hacía veinte años —¡mucho más de lo que mi abuelo llegó a vivir en ella!—, al servicio de unos y de otros, con una eficacia extrema, según pude deducir de la pulcritud y el orden que reinaban en la finca entera. Aunque me recibieron con desconfianza, como es propio ser recibido por los guardeses de una casa de campo, cuando les expliqué brevemente mis intenciones, se mostraron abiertos y afables, aunque también sorprendidos, como era de esperar. Dimos primero una vuelta por la finca, conversando a propósito de los naranjos y albaricoqueros, de cuyo aspecto estaban con razón muy satisfechos, tanto como lo estaban del pequeño huerto donde crecían los tomates, las lechugas y las judías, pasando por el pequeño lago decorativo, casi japonés, aquel día lleno de tórtolas a su alrededor. Antes de entrar en la casa, quise acercarme a la gran encina, tocar su tronco con mis manos, pues en aquella misma sombra, amplia y fresca, debió de jugar muchas mañanas el extraño, como también lo hizo mi madre muchas veces cuando, huérfana, iba a visitar a sus abuelos. De todo aquel mundo que se dio aquí y del que yo sólo poseo, en mi memoria imaginativa, algunas secuencias que me han sido transmitidas, pensé en aquel momento, sí, que no quedaba más que una sombra —aquella misma sombra de la vieja encina, por ejemplo, en la que yo estaba ahora junto al sonriente y extrañado matrimonio de Filipinas—, pero una sombra también que yo llevaba ya conmigo y que, desde entonces, ahora lo sé, ha continuado aún en mí con más fuerza y mayor misterio. Mi pertenencia a aquel lugar, sin embargo, era sólo un episodio pequeño de una historia familiar construida más con ausencias que con presencias, tejida con hilos largos pero descoloridos, seductora por lo que ocultaba más que por lo que mostraba. Y allí mismo, en aquel momento y en aquella remota finca a la que por fin había conseguido acceder, el más extraño de toda aquella historia era yo. También los hijos del matrimonio filipino, un chico y una chica, nacidos ya en la isla, criados en aquella misma casa, con su jardín y su encina, a los que no llegué a conocer porque a aquella hora estaban en el instituto, disfrutarán de su derecho, pensé también en aquel momento, a reclamar un día y en aquel mismo lugar, con más razón que yo mismo, su ración sentimental de recuerdos familiares. Cuando entramos por fin en la casa, y aunque en aquel interior apenas debía de haber cambiado nada, pues los sucesivos propietarios extranjeros se habían esforzado con el mejor gusto por mantener el aspecto de vivienda antigua y campesina, no sentí ninguna emoción especial, no al menos la que esperaba, la que había imaginado durante muchos años. Observé las viejas pero cuidadas vigas de sabina del techo, las pequeñas puertas que daban y siguen dando a los estrechos y cálidos dormitorios, las gruesas paredes de piedra encaladas, las minúsculas ventanas, la sencilla escalera interior de no más de diez peldaños, con sus baldosas de cerámica levantina, de inspiración árabe, y con su delicada barandilla de hierro. Pasé un buen rato allí, sin decir una palabra, solamente observando aquel pasado que perduraba y que yo creía conocer de algún modo, tratando en secreto de averiguar en cuál de aquellas habitaciones habría nacido y muerto mi abuelo, hasta que acepté por fin, con mucho gusto, el vaso de agua que me ofrecieron los guardeses, que era también su manera de decirme que ya era hora de terminar con la visita.

No quiso ser, pues, Pedro Marí Juan, abogado, sino militar ingeniero, pero de las circunstancias de esta decisión, qué dijo o qué no dijo el padre, si hubo asombro o desilusión en la familia de Morna, por qué escogió finalmente esta carrera, por influencia de qué o de quién, nada ha llegado hasta nosotros. Acabado el bachillerato, a los diecisiete años recién cumplidos, ingresó en la Academia de Ingenieros, que por entonces se encontraba en Guadalajara, en un viejo palacio remozado cien veces. Del joven cadete hemos podido saber que fue un buen alumno en Matemáticas, pasión que hemos heredado otros miembros de la familia, y que se interesó principalmente por las asignaturas de Mineralogía y Geología, así como por la de Fotografía. Fue también aplicado en Geodesia y Topografía, disciplinas de las que habría de ocuparse durante los dos primeros años de su primer destino africano. Pero por entonces la gran aventura de la aviación, aventura creciente en habilidad e ingeniería, era lo que con más intensidad apasionaba a todos los cadetes. A las aulas de la Academia acudían de vez en cuando para disertar y ser admirados antiguos alumnos como José Ortiz Echagüe, piloto de globo y pionero de la aerofotografía, o Alfredo Kindelán, el primer español en pilotar un dirigible, con su aura de expertos ingenieros y audaces innovadores. No se hablaba de otra cosa en aquel lugar más que de construir aviones o, al menos, de aprender los secretos de su mecánica. Se amaba el olor de los hangares y se miraba el cielo con envidia. Se soñaba con los desiertos, con la conquista de los océanos, con el silencio frío de las nubes. Constantemente llegaban noticias de aeroplanos perdidos en las dunas del Sáhara: durante algunos días los cadetes, preocupados, confiaban en que los pilotos aparecieran, rescatados milagrosamente por alguna cabila aliada, lo que, ciertamente, algunas veces ocurría, pero otras muchas no. Desde allí se vivió también, con ardor y con pesar, la guerra africana, que supuso, entre otras muchas pérdidas, la de doce aviones, algunos de ellos pilotados por quienes habían estado en la Academia hasta pocos meses antes, compartiendo la misma pasión voladora. Y mientras se soñaba con África, adonde finalmente irían a parar casi todos los cadetes poco tiempo después, porque era en estas regiones sometidas y rebeldes donde más iban a necesitar sus conocimientos, la disciplina castrense moldeaba a los soñadores, exigía siempre más de lo que podían dar, hasta convertirlos en mecánicos y constructores intrépidos. Así fue cómo cruzó Pedro Marí Juan la frontera entre la adolescencia y la juventud, entre los años 1917 y 1921, cada vez más lejos de la isla y de aquella otra isla más pequeña aún que era la casa paterna, allá en el remoto valle de Morna, por la que fue visto cada vez con menos frecuencia y hasta donde seguramente llegarían muy pocas cartas o ninguna. Siempre entre extraños, el adolescente solitario, cuya familia parecía habitar el rincón más perdido e inaccesible del universo, en vez de desarrollar la timidez o el solipsismo, tan propios de los isleños cuando se alejan de su isla, lo que hizo fue aprender a ganarse el afecto de sus compañeros y superiores, debido, en parte, a una virtud, tal vez innata pero seguramente ampliada por la necesidad, que lo acompañaría siempre, basada en la curiosidad extrema, minuciosa y auténtica por todo cuanto sucedía a su alrededor o en la vida de los demás, y que debió de convertirlo en un ser confiado en un mundo más bien hosco y rudo. (Pero puede también que esta virtud del abuelo, de la que he oído hablar tantas veces, no fuera más que simple inocencia, la misma que he podido apreciar en algunos de sus descendientes, ahora no viene al caso cuáles, y que de ningún modo, por la inoportunidad de sus consecuencias, podría considerarse exactamente como una virtud.)

De los días que, recién licenciado, pasó en la casa paterna, han llegado noticias que solamente podían ser alegres y festivas. Como una aparición, se presentó a principios del mes de junio de 1921, al menos dos años después de su última y también breve visita, con su nuevo uniforme azul y una maleta no muy grande, aunque bien cargada, y negra. Solamente de boca de las hermanas pudo llegarme la descripción de la reluciente guerrera, con fila de siete botones y emblemas del Arma militar —el castillo, la corona y las ramas de laurel y roble— colocados a ambos lados del cuello. El abuelo tenía los ojos azules, esto sí lo sé, como todas sus hermanas, aunque mucho más claros, sin embargo, que los que tenemos nosotros, los nietos y bisnietos, así que es fácil imaginar el efecto que provocaba aquella guerrera recién estrenada, tan ajustada al cuerpo del alférez que se diría que la hubiera llevado siempre. Hubo celebraciones, esto también lo sé, y los vecinos acudieron y compartieron el arroz, el cordero, el vino y todas las historias de la Academia que el protagonista quiso contar, en especial aquellas que causaban fácilmente la risa o el asombro. De aquellos días hablaron sus hermanas con admiración siempre y yo las escuché, repetidas, con admiración de nieto, buscando en ellas al hombre que también fue capaz de ser feliz aun habiendo muerto a los veintiocho años. El padre y la madre dieron entonces, complacidos y orgullosos, sus bendiciones al hijo, y le regalaron una cruz de oro que había pertenecido a no sé cuál de sus antepasados y que yo conservo ahora como reliquia tangible y cierta del extraño. Después de unos pocos días, cuando la emoción del encuentro fue diluyéndose y la familia continuó —como si el hijo y hermano no hubiera regresado, siguiera aún en su mundo lejano y casi inimaginable— con su rutina de trabajos en el campo, pero no sin antes haber recorrido, a veces en compañía de su hermana pequeña, Catalina, otra veces en solitario, los paisajes más queridos de la infancia, donde tuvieron lugar los juegos más recordados, como la torre árabe de Montserrat o la fuente y el estanque siempre lleno de ranas de Atzaró, ni sin haber visitado a algunos parientes ancianos o enfermos que ya no salían de sus casas, hizo la maleta, en la que ahora colocó bien doblado, como le habían enseñado en la Academia, su uniforme elegante, y se fue a la ciudad, donde buscó y encontró a algunos de sus antiguos compañeros del colegio valenciano, o a los hermanos de éstos, que habían acabado siendo como los suyos propios, con los que pasaría lo que quedaba del mes de junio, que era casi todo. Fue durante estas semanas festivas, dedicadas a la playa, a los bares y a los bailes nocturnos, cuando conoció a Nieves, es decir, a mi abuela, que por entonces era una adolescente que vivía en el barrio marinero de la ciudad, pues su padre, Antonio, era estibador, después de haber sido marino durante su juventud —hasta pocos años después de casarse—, y aunque el noviazgo no comenzó en estos días de junio, cabe suponer que sí la chispa del amor, porque hasta donde yo sé, desde entonces, todo fueron cartas y palabras enamoradas. Como tampoco he conocido a mi abuela, pues murió a los pocos años de nacer yo, el relato de aquellos amoríos no me ha llegado, aunque la fortuna quiso al menos que mi madre lograra conservar tres de aquellas cartas llenas de áridos perfumes del desierto.

Ninguna de aquellas tres cartas rescatadas, sin embargo, llegaron de Larache, el primer destino del alférez, ahora enamorado. Después de aquel feliz permiso insular lo que le esperaba era un paisaje diferente, una ciudad extraña, unos compañeros desconocidos, un cometido novedoso y, en definitiva, un territorio bien hostil, aunque ninguna de estas exigencias pudo haber inquietado a quien desde su infancia no había hecho otra cosa que enfrentarse en solitario a situaciones y circunstancias completamente nuevas. Por lo demás, África había habitado en sus sueños de cadete y ahora por fin tendría oportunidad de internarse en su oscura leyenda, con sus conocimientos técnicos adquiridos durante los últimos cinco años de su vida y su arrogancia de joven militar con ansias de aventura. En Larache, que era, desde que en 1911 desembarcaran las tropas españolas y pasara a formar parte del protectorado, una ciudad en permanente transformación, trabajó, en primer lugar, en las obras del aeródromo Auámara, y poco después en la ampliación de los cuarteles de Punta Nador, cerca del faro levantado por el ingeniero José Eugenio Ribera en 1914 —célebre por ser la primera torre construida con hormigón—, allí donde el río Lukus desemboca por fin en el Atlántico. En aquella ciudad llena de luz, de origen púnico, y en aquellos paisajes solitarios, pasó casi tres años ininterrumpidos, entre 1922 y 1924, adquirió experiencia al lado del capitán de Ingenieros Roberto Lazos, aprendiendo todo cuanto era necesario saber sobre el terreno, desde la selección de materiales hasta el diseño apropiado de los barracones, puso en práctica sus conocimientos topográficos, pero sobre todo tuvo que aprender también a convivir plenamente en la atmósfera militar africana, en aquellos años difíciles en los que las hostiles tribus rifeñas desafiaban constantemente el despliegue y el poder coloniales. Pero de Pedro Marí Juan en Larache nada más puede decirse, solamente que el mismo día en que abandonó para siempre aquel lugar de África viajó por fin a su isla para poder encontrarse de nuevo con Nieves, con quien se había prometido en sus cartas y a la que decía ya amar más que a nadie en este mundo.

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