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Habían pasado dos años desde aquel primer encuentro con mi hermana.

Dos años de altibajos.

Dos años en los que había formado un vínculo maravilloso con mi madre Sophie, con la que tenía un feeling único, y en los que había jugado al tira y afloja con Scarlett, que era mi antítesis. Tan iguales en apariencia como diferentes en carácter.

Sin embargo, habíamos hecho un esfuerzo por parecernos más la una a la otra, intercambiando tareas o lo que nos gustaba.

Por lo tanto, Scarlett había empezado a leer algunas novelas y a dedicar al menos una hora a sus deberes todos los días. Nuestra madre afirmaba que sólo gracias a mí mi hermana pudo graduarse en el instituto, ya que no estaba muy comprometida. Además, la habían aceptado en varias universidades, incluida la Universidad de Nueva York, que rechazó para que yo ocupara su lugar, ya que no podíamos permanecer juntas en la misma ciudad sin desencadenar tormentas y violentos truenos.

En cuanto a mí, tuve que seguir las instrucciones de mi hermana y su vademécum para encontrar un novio. Con sus consejos había conseguido mejorar mi aspecto y mis relaciones sociales. En el cine también me había besado por primera vez un chico australiano que se fue dos días después para volver a Sydney.

Estaba encantada, pero entonces llegó la carta de Scarlett diciéndome que no podía graduarme sin tener sexo al menos una vez.

Nunca respondí a sus provocaciones de ese tipo, como tampoco me permití criticar su promiscua y demasiado variada vida sexual. Recibía una carta suya una vez al mes y cada vez me hablaba de algún tipo nuevo. A veces más de uno, y para entonces ya había perdido la cuenta.

Todo había sido siempre estupendo, y cuando cumplimos diecisiete años y nos reencontramos en la isla de Leclerc, fue aún mejor.

Habíamos pasado tres horas hablando, riendo y leyendo juntas el diario de nuestra abuela, y finalmente me había dejado antes de volver a Nueva York.

Ese fue mi último recuerdo feliz.

Entonces todo se había desmoronado.

Acababa de terminar el instituto y ya estaba haciendo las maletas para ir a la Universidad de Nueva York, cumpliendo mi sueño y teniendo por fin la oportunidad de estar cerca de Sophie (no la llamaba mamá ), cuando mi padre sufrió un infarto.

Nunca olvidaré ese día.

Estábamos en la librería. Estábamos hablando de la universidad y de mi elección de literatura, cuando de repente mi padre se llevó la mano al pecho y poco después se desplomó, arrastrando una pila de libros.

No sabría decirte de dónde saqué la lucidez para llamar a una ambulancia y a mi madre.

Todo lo que recordaba era llorar, gritar, suplicar a mi padre que se despertara, que me contestara, que no me dejara sola.

Estaba desesperada y la repentina tormenta que se había desatado me había dado un extraño consuelo. Incluso el hormigueo eléctrico de mis manos me había ayudado, hasta el punto de que cuando puse las manos en el pecho de mi padre, por un momento tuve la sensación de que tenía el poder de reiniciar su corazón.

Nunca investigué lo que había podido hacer y si lo que había sentido era real o irreal, pero escuchar a los médicos decirme que mi padre estaba a salvo fue suficiente para superar mi miedo a perderlo.

Sin embargo, nada era tan sencillo como eso. La vuelta a la normalidad tardó más de lo necesario.

Mi padre estaba débil y no había que alterarlo, así que tomé una decisión: dejar la universidad y tomar las riendas de la librería en su lugar.

Nunca dejé que el dolor mostrara a mis padres lo mucho que me había costado. Sólo Sophie y Scarlett sabían el dolor que sentía.

Sophie incluso se había ofrecido a ayudarme económicamente. Al parecer, nuestra familia era rica y, como heredera, tenía derecho a utilizar la cuenta bancaria de Leclerc para hacer lo que quisiera, pero me negué.

A cambio, Scarlett decidió ocupar mi plaza en la Universidad de Nueva York pero inscribiéndose en economía, renunciando a su año sabático, para alivio de nuestra madre.

El Legado De Los Rayos Y Los Zafiros

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