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Оглавление1.1. EL APORTE DE LAS MUJERES AL CONTENIDO DEL DERECHO A LA IGUALDAD
Desde el inicio del constitucionalismo, hacia finales del siglo XVIII, la consagración de la igualdad ignoró a la mujer como titular de este derecho y, por tanto, le negó la condición de ciudadana. Ello, en contraste con los enunciados de libertad e igualdad enarbolados por las revoluciones americana y francesa de entonces.
Sin embargo, el hecho de que la mujer haya sido excluida de los alcances de la igualdad en los orígenes del constitucionalismo1 no significó que ellas estuvieran ausentes de los debates. Por el contrario, fueron muchas las que aportaron en las discusiones y abogaron, a lo largo de la historia, por ser reconocidas como ciudadanas en los mismos términos que lo eran los hombres.
Asimismo, existieron algunos aliados que denunciaron las injusticias en contra de las mujeres y que propugnaron por sus derechos, especialmente a la educación y a la igualdad. Uno de ellos fue François Poullain de la Barre, quien en su libro De l’egalité des sexes (1673) (“De la igualdad de los sexos”, en español) “sostenía que la subordinación de las mujeres no tenía su origen en la naturaleza sino en la sociedad” (Cobo y otras 2013: 359). Este autor afirmó que “[s]i al conformarse los Estados y al establecerse las diferentes funciones que los integran se hubiera llamado también a las mujeres, estaríamos acostumbrados a verlas como ellas nos ven a nosotros; entonces no nos extrañaría que fueran, por ejemplo, jueces en los tribunales” (Poulain de la Barre 2007: 22).
De esta manera, mostraba que la situación de exclusión de las mujeres estaba basada en prejuicios y prácticas sociales más que en otras consideraciones como capacidades y diferencias entre hombres y mujeres que la sociedad de entonces alegaba.
Un siglo más tarde, Condorcet se erigió en un defensor del igualitarismo de los sexos en materia política, siendo el texto Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía (1790) su defensa más reconocida en favor de la igualdad. En 1869, el británico John Stuart Mill publicó The Subjection of Women (“La sujeción femenina” o “La esclavitud de las mujeres”, en español), texto en el que cuestionaba los privilegios de uno de los sexos sobre el otro y destacaba la utilidad del talento de la mujer para el gobierno y en general para los asuntos de Estado (Stuart Mill 1965: 454-455).
¿Cuál fue el aporte de las mujeres en el proceso de construcción del constitucionalismo, en particular en relación al derecho a la igualdad? Las siguientes líneas pretenden absolver esta interrogante.
1.1.1. La igualdad en las primeras declaraciones de derechos
La igualdad, tal como la conocemos hoy, es producto de la evolución en el tiempo. La concepción de la igualdad en el inicio del constitucionalismo occidental era bastante limitada, a pesar de que se proclamaba la universalidad como característica esencial de las declaraciones de derechos.
Es a partir del proceso de la independencia americana cuando se va consolidando la noción de la igualdad. La Constitución de Virginia del 12 de junio de 1776 establecía en su Declaración de Derechos:
I. Que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en estado de sociedad, no pueden, por ningún contrato, privar o despojar a su posteridad; especialmente el goce de la vida y de la libertad, con los medios de adquirir y de poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad (En Jellinek 2000: 163).
Por su parte, la Declaración de Independencia Americana del 04 de julio de 17762 tuvo como idea central la igualdad de los hombres. El preámbulo de la Declaración afirma “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad”.
A pesar del contenido igualitario de estas declaraciones, “no se consideró incompatible ni opuesta a la teoría de la igualdad natural la existencia de una enorme población de esclavos; y se desconoció en el terreno práctico el sufragio femenino” (Gettell 1979: 105). Aunque no hay mucha evidencia de las demandas de las mujeres en este contexto, se atribuye a Abigail Adams haber solicitado a su esposo John Adams, antes de la Declaración de Independencia, que “[e]n los nuevos textos de leyes que, supongo, habréis de redactar, espero os acordéis de las damas, seáis más generosos con ellas y estéis más claramente a su favor que vuestros ancestros” (Kerber, en Fauré 2010: 125).
Este pedido, sin embargo, no fue escuchado, pues no se prestó “ninguna atención a la situación particular de las mujeres ni cuando estuvieron redactando los “nuevos textos de leyes” durante la Revolución ni en el período inmediatamente posterior” (Kerber, en Fauré 2010: 125). Linda Kerber destaca que hubo una excepción a esta normatividad excluyente:
(…) Nueva Jersey, donde los cuáqueros se habían preocupado de que la Constitución del Estado otorgara el derecho de voto a todo adulto libre cuyos bienes alcanzaran un valor de 50 libras, autorizó el voto femenino. (…) Pero en 1807, el partido republicano introdujo una nueva legislación que limitaba el derecho de voto a los ciudadanos varones, blancos y contribuyentes, y despojaba del mismo a las mujeres, los negros y los pobres. Las mujeres de Nueva Jersey tuvieron que esperar al siglo xx para recuperar su derecho a votar (En Fauré 2010: 127).
De esta manera, aunque el contexto de la revolución americana estuvo caracterizado por un ambiente principista orientado a la eliminación de los privilegios y a la consagración de la libertad e igualdad para todas las personas, sus alcances no comprendieron aún a la mayoría de la población.
No obstante, se atribuye a las declaraciones americanas y al pensamiento de sus autores, especialmente a Thomas Jefferson y a quienes fueron sus referentes —en particular John Locke y Thomas Paine— haber sido fuente de inspiración de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, documento producto de la revolución francesa que es considerado como un hito importante en la evolución de los derechos fundamentales y que marca un momento clave de la fase inicial del derecho constitucional. En palabras de Fioravanti, las revoluciones americana y francesa representan “(…) un momento decisivo en la historia del constitucionalismo, porque sitúan en primer plano un nuevo concepto y una nueva práctica que están destinados a poner en discusión la oposición entre la tradición constitucionalista y la soberanía popular” (2001: 103).
En tal sentido, ambas revoluciones —con sus respectivos matices— buscaban fundar nuevas comunidades políticas basadas, en el caso de los americanos, en el reconocimiento de sus propias formas legítimas de representación política al no sentirse ya representados por el parlamento inglés, y en el caso francés, transitar de la monarquía hacia un gobierno republicano, lo que recién sucedió con la Constitución de 1793 que eliminó la figura del rey e introdujo la figura del sufragio universal y directo (Fioravanti 2001: 104-116). La representación, en ambos casos, ignoró a las mujeres como sujetos políticos y por lo tanto no formaban parte de lo que se conocía, en la Francia de entonces, como la voluntad general.
Rousseau, quien desarrolló con creces este concepto, es reconocido como uno de los inspiradores tanto de la revolución francesa como de la Declaración de Derechos de 1789. “La Ley como expresión de la “voluntad general” era la gran intuición de Rousseau que yacía en la base de la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789” (De Martino y otra 1996: 199). En dos de sus principales obras, el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755) y el Contrato Social (1762), desarrolló sus planteamientos en torno al alcance de la igualdad. Para Rousseau, los hombres eran iguales por naturaleza y se hubieran mantenido así de haber continuado en su estado natural: “la desigualdad es apenas sensible en el estado de naturaleza y (…) su influencia es allí casi nula”, afirmó (Rousseau 2010: 160). Sin embargo, reconoce la desigualdad que surge con posterioridad al estado natural de los hombres:
Concibo en la especie humana dos clases de desigualdad: una que llamo natural o física porque ha sido establecida por la naturaleza y que consiste en la diferencia de edades, de salud, de las fuerzas del cuerpo y las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede denominarse desigualdad moral o política, pues depende de una especie de convención y que está establecida, o cuando menos autorizada, por el consentimiento de los hombres. Esta última consiste en los diferentes privilegios de los que gozan unos en detrimento de los otros, como el ser más ricos, más honrados, más poderosos que ellos o, incluso hacerse obedecer (Rousseau 2010: 117-118).
De sus planteamientos se puede inferir que para Rousseau las sociedades eran un espacio generador de las desigualdades; quizá por ello veía en el pacto social la solución a las mismas:
(…) el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad, por la que se obligan bajo las mismas condiciones y por la que gozan de idénticos derechos. Así, por naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, vale decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos; de tal suerte que el soberano conoce exclusivamente el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la forman (Rousseau 1985: 63).
Rousseau introduce también el concepto de ciudadanía vinculado a la igualdad: “el hombre que se asocia con otros y funda una sociedad, adquiere la calidad de ciudadano en la misma medida que los que se reúnen con él, y ésta le otorga los mismos derechos que a los demás” (Bermúdez 1996a: 116). En esa medida, la ciudadanía sería la garantía de la igualdad en sentido moral, lo que era totalmente compatible con la desigualdad de hecho:
(…) en vez de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye, por el contrario, una igualdad moral y legítima a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entre los hombres, los cuales, pudiendo ser diferentes en fuerza o talento, vienen a ser todos iguales por convención y derecho (Rousseau 1985: 52).
Estamos, pues, frente el concepto de igualdad ante la ley aparentemente de carácter universal, aunque solo comprendía exclusivamente a los hombres que cumplieran con determinadas condiciones de naturaleza patrimonial, conforme veremos más adelante. Las mujeres, sin embargo, detentaban otro tipo de ciudadanía para Rousseau:
¿Podría olvidar yo esa preciosa mitad de la república que constituye el placer de la otra y cuya dulzura y sabiduría mantienen aquí la paz y las buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas, el destino de vuestro sexo será siempre gobernar al nuestro. ¡Qué dicha cuando vuestro casto poder, ejercido tan sólo en la unión conyugal, sólo se hace sentir para la gloria del Estado y la dicha pública! (2010: 107).
Por lo tanto, las mujeres solo tenían un papel en el seno del matrimonio, mas no en el contrato social. Las desigualdades de las que hablaba Rousseau eran de aquellos hombres burgueses que no formaban parte de las decisiones políticas de la época.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789 fue una expresión de este contexto; por eso, se dice que constituye un manifiesto contra la sociedad jerárquica de entonces. Se afirma que “la declaración francesa sigue, de cerca, al bill de derechos americanos, pero con un sentido mayor de precisión y claridad, y con una ordenación más lógica, anteponiendo a la libertad la igualdad política” (Gettell 1979: 111).
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano consagra de manera positiva los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, que las instituciones políticas deben respetar. El principio de igualdad está contenido en su artículo primero: “[l]os hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden estar fundadas en la utilidad común (En Jellinek 2000: 167).
Este primer artículo de la Declaración, si bien parte por afirmar la igualdad de los hombres, admite la existencia de distinciones sociales, aunque las condiciona a razones de utilidad común. Sánchez Viamonte nos recuerda que un texto similar había sido considerado en el primer Proyecto de Declaración de Derechos presentado en la sesión del 11 de julio de 1789 por el Marqués de Lafayette: “[l]a naturaleza ha hecho a los hombres libres e iguales; las distinciones necesarias para el orden social no se fundan más que en la utilidad general” (1956: 44). La consignación de la segunda disposición en este artículo debilita el reconocimiento universal de la igualdad y deja abierta la puerta a posibles exclusiones y discriminaciones.
Sobre la participación de los ciudadanos en la formación de la voluntad general, el artículo 6 de la Declaración estableció:
Artículo 6º. La Ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir personalmente, o a través de sus representantes, a su formación. Debe ser la misma para todos, ya proteja o ya castigue. Al ser todos los ciudadanos iguales ante sus ojos, son por igual admisibles a todas las dignidades, plazas y empleos públicos, según su capacidad, y sin otra distinción que las de sus virtudes y talentos (En Jellinek 2000: 168).
Siguiendo los postulados de Rousseau, este artículo establecía la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Precisamente, en esta relación entre ciudadanía e igualdad se hizo evidente la exclusión de la mujer, entre otros grupos humanos. Los ciudadanos que adquirieron el derecho a la igualdad luego de las revoluciones americana y francesa no fueron todos los hombres, pues se requería del cumplimiento de determinadas condiciones relacionadas a aspectos de naturaleza patrimonial para tener tal condición.
La española Lidia Falcón caracteriza de forma elocuente las condiciones que se exigían para ser considerado como sujeto político:
(…) ser hombre, es decir, poseer un cuerpo con atributos sexuales masculinos. Un cuerpo autónomo que no se halle sujeto a las transformaciones y servidumbres de la reproducción como el de la hembra. Un cuerpo, por tanto, que se desenvuelva por sí sólo en sus relaciones con otros varones y que no está supeditado a ningún otro cuerpo. Ser libre, el cuerpo masculino es libre y así nace porque nada en su fisiología lo ata a un destino cuyo objetivo no haya sido dispuesto por su propia voluntad. Solamente la fuerza de los otros puede reducir a la esclavitud a los hombres (…). Ser igual a los demás sujetos políticos: los otros hombres. Sólo entre seres libres e iguales pueden establecerse pactos válidos por sí mismos. La representatividad de otros hombres se conjugará más tarde con la celebración de elecciones políticas en las que participarán todos los que detenten derechos políticos: los hombres (1992: 41-42).
Esta exclusión significó el desconocimiento del papel relevante de muchas mujeres en la revolución francesa, quienes se movilizaron no solo por sus derechos, sino, fundamentalmente, por la subsistencia de sus familias. Por eso, se afirma que “(…) las agitadoras de octubre, así como la gran masa de mujeres francesas, no se movilizaron por derechos políticos para su sexo, sino para ratificar para ellas y sus familias el derecho a la vida (como lo harán cada vez que se plantee la cuestión del precio de las subsistencias)” (Sazbón, en De Gouges y otras 2007: 21).
De Martino y Bruzzese comentan al respecto que:
La participación de las mujeres en la Revolución Francesa de 1789 se produjo en dos ámbitos distintos: el popular y de masa de las mujeres valerosamente presentes en las sublevaciones y en las luchas por el pan, y el intelectual, representado, en general, por mujeres burguesas, que se manifestó en la participación activa en las sesiones de la Asamblea Constituyente, en la producción de escritos sobre la revolución, en la creación de diarios y círculos femeninos empeñados en la luchas por los derechos civiles y políticos de las mujeres (1996: 211).
Entre las mujeres que destacaron por abogar a favor del reconocimiento de las mujeres como ciudadanas en el contexto de la revolución francesa podemos mencionar a Etta Palm (holandesa de facción girondina), Théorigne de Méricourt (quien propuso la formación de un batallón militar femenino para participar en la guerra), Claire Lacombe (jacobina revolucionaria) y Olympe de Gouges (De Martino y otra 1996: 211)3.
Lacombe fundó en 1793 la Sociedad de Ciudadanas Republicanas Revolucionarias con el objetivo de demandar el voto para las mujeres. Por su parte, la holandesa Etta Palm fundó la Confederación de Amigas de la Verdad y presentó en 1791 una petición ante la Asamblea Nacional favor de la igualdad de derechos en la educación, política, empleo, entre otros. Estos fueron dos de los más de cincuenta clubes femeninos defensores de los derechos de las mujeres que existieron entre los años 1789 y 1793 (Berbel y otras 2012: 24-25).
Hubo también hombres que abogaron por que la condición de ciudadana, y por tanto de titular de la igualdad, fuera reconocida para las mujeres. Así lo hizo Condorcet en su artículo denominado Sobre la admisión de las Mujeres al Derecho de Ciudadanía, publicado en julio de 1790, quien lúcidamente formuló las siguientes interrogantes:
¿(…) no han violado todos el principio de la igualdad de los derechos al privar tranquilamente a la mitad del género humano del derecho de concurrir a la formación de las leyes cuando excluyeron a las mujeres del derecho de ciudadanía? ¿Hay mayor prueba del poder del hábito, aun sobre hombres esclarecidos, que ver que se invoca el principio de la igualdad de los derechos a favor de trescientos o cuatrocientos hombres privados de ellos por un prejuicio absurdo, y olvidarlo respecto de doce millones de mujeres? (En De Gouges y otras 2007: 201 y ss.).
Por su parte, la voz de las mujeres se hizo escuchar con los escritos de Mary Wollstonecraft, especialmente a través de A Vindication of the rights of women4 (Vindicación de los derechos de la mujer, en español), “obra apasionada en que la autora se esfuerza en atacar los prejuicios sociales de la época y demostrar que las mujeres son seres humanos igual que los hombres y, por tanto, con derecho a la misma educación y las mismas posibilidades de desarrollo personal” (Ema, en Wollstonecraft 1977: 11).
La autora de Vindicación de los derechos de la mujer dedicó su libro al señor Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, antiguo Obispo de Autun, luego de haber leído un folleto publicado por él y con el propósito de invitarlo a leer su trabajo con atención, bajo el entendido de que comprendería sus argumentos (Wollstonecraft 1992: 85). En dicha dedicatoria expone las razones que la inspiraron a escribir el libro:
El afecto por toda la especie humana es el que hace que mi pluma corra rápida en nombre de lo que creo es la causa de la virtud; el mismo sentimiento es el que me inspira el ardiente deseo de ver a la mujer situada en una posición tal que pueda favorecer, en lugar de frenar, el proceso de los nobles principios sobre los que se basa la conducta humana (Wollstonecraft 1977: 20).
Wollstonecraft buscó persuadir a Talleyrand-Périgord con las siguientes palabras: “[m]i opinión sobre los derechos y los deberes de las mujeres es el fruto natural de principios tan elementales que considero poco probable que espíritus tan clarividentes como el suyo, que han elaborado vuestra Constitución, no estén de acuerdo con lo que aquí digo” (Wollstonecraft 1977: 20). Asimismo, lo interpeló señalando lo siguiente: “¿sobre qué se basa vuestra Constitución? Si los derechos teóricos del hombre se prestan a discusión y a explicación, los de la mujer podrán, por analogía, evaluarse según los mismos criterios; pero en este país reina un criterio bien diferente que justifica la opresión de la mujer con uno de los argumentos que vos utilizáis: la costumbre” (Wollstonecraft 1977: 22).
Lo que buscaba era motivar estas reflexiones en Francia y, de lograr hacerlo, confiaba que, en la revisión de la Constitución, los derechos de las mujeres fueran respetados, demandando justicia para la mitad de la raza humana (Wollstonecraft 1992: 89). En este alegato por la igualdad, Wollstonecraft introduce claramente la urgencia de la educación para las mujeres. Denuncia los roles a los que la sociedad y los hombres habían confinado a las mujeres, lo que tenía como consecuencia que ellas tuvieran un papel limitado en la sociedad:
¿Se atreverán a afirmar los moralistas que ésa es la condición en la que debe permanecer la mitad de la humanidad, inactiva, apática, estúpida y sumisa? ¡Qué amables educadores! ¿Para qué fin fuimos creadas? (…)
Sería tarea interminable describir las diversas desgracias, preocupaciones y mezquindades que padece la mujer por culpa de la creencia general según la cual fue creada para sentir las cosas más que para comprenderlas y que dice que todo su poder reside en sus encantos y su debilidad (Wollstonecraft 1977: 118-119).
La autora sostiene, a lo largo de su obra, que la educación de las mujeres es clave para hacer de ellas auténticas ciudadanas que pudieran aportar a su país y sobre todo tener poder sobre sí mismas (Wollstonecraft 1977: 120).
(…) para convertir a las mujeres en miembros verdaderamente útiles de la sociedad, defiendo la idea de que, cultivando sus inteligencias en gran escala, se las debiera educar para que adquiriesen un cariño racional por su país, fundado en el conocimiento, porque es obvio que demostramos muy poco interés por aquello que no entendemos” (Wollstonecraft 1977: 276).
Para Wollstonecraft, la igualdad de derechos para las mujeres era un tema de justicia que debía ser atendido sin más postergación. Para ella, “el ideal de emancipación femenina y de igualdad entre hombres y mujeres no se planteaba como un valor en sí mismo, sino que estaba comprendido en los principios del derecho natural moderno, como una especie de añadido al programa ilustrado” (De Martino y otra 1996: 221).
Como se ha mencionado, en Francia hubo varias mujeres que aportaron con reivindicaciones de igualdad y alegatos por el reconocimiento de su condición de ciudadanas. De todas ellas, Olympe de Gouges5 es considerada como un ícono en la lucha por la igualdad. Ello, por haber planteado en 1791, a la Asamblea Nacional francesa, la adopción de una Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, cuyo preámbulo constituye una denuncia de la postergación y exclusión de las mujeres lo que, a su entender, era la causa fundamental “de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos”:
Las madres, las hijas, las hermanas, representantes de la nación, exigen ser constituidas en asamblea nacional. Considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de la mujer son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, ellas han resuelto exponer en una declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados de la mujer, a fin de que esta declaración, constantemente presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes, para que los actos del poder de las mujeres y los del poder de los hombres puedan ser en cada instante comparados con el fin de toda institución política y sean respetados con el objeto de que los reclamos de las ciudadanas, fundados desde hoy sobre principios simples e incontestables, se dirijan siempre al mantenimiento de la Constitución, de las buenas costumbres y a la felicidad de todos (De Gouges y otras 2007: 114).
Este preámbulo va seguido de 17 artículos, al igual que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano decretada por la Asamblea Nacional en siete sesiones (seis realizadas en agosto y una el primero de octubre de 1789) y aceptados por el Rey el 5 de octubre de ese mismo año (En Fauré 1995: 11). A diferencia de su antecesora, la Declaración propuesta por De Gouges va seguida, además, de un “Postámbulo”, que es en rigor una exhortación dirigida a las mujeres para que tomaran conciencia de su situación y reconocieran sus derechos: “Femme, réveille-toi; le tocsin de la raison se fait entendre dans tout l’univers; reconnais tes droits” (De Gouges 1986: 106).
Si bien la nueva Declaración propuesta se denomina “de los derechos de la mujer y de la ciudadana”, del análisis de su contenido podemos afirmar que se trata más bien de una declaración con enfoque de igualdad de género, dado que propone que tanto hombres como mujeres detenten los mismos derechos. La autora no solo se ocupó de los derechos de las mujeres:
Artículo i. La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales solo pueden estar fundadas en la utilidad común.
ii. El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles de la mujer y del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad , la seguridad, y sobre todo, la resistencia a la opresión.
(…)
vi. La ley deber ser la expresión de la voluntad general; todas las ciudadanas y los ciudadanos deben concurrir personalmente o por sus representantes a su formación; la ley debe ser la misma para todos, todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, al ser iguales a sus ojos, deben ser igualmente admisibles en todas las dignidades, lugares y empleos públicos, según sus capacidades y sin otras distinciones más que las de sus virtudes y sus talentos (De Gouges y otras 2007: 114-115).
De Gouges estaba proponiendo con su texto una declaración universal de derechos para todos los seres humanos: hombres y mujeres. Propuso, así, la universalidad de los derechos, es decir, derechos iguales para todas las personas. Como parte de ello, reivindicó el derecho de las mujeres a la igualdad en términos amplios: igualdad política, pues alegaba que ellas como ciudadanos debían participar en la formación de la voluntad general; igualdad jurídica, al declarar que la ley debía ser la misma para todos, ciudadanas y ciudadanos; e igualdad de oportunidades, pues planteó que debían ser admitidas a todos los cargos (dignidades), lugares y empleos públicos. Quizá por todo ello se considera que es “la Declaración de Olympe de Gouges, más que el artículo de Condorcet, el texto emblemático de la reivindicación política femenina, siendo uno y otro, prolongaciones del espíritu ilustrado en el discurso revolucionario” (Sazbón, en Olympe de Gouges y otras 2007: p.47).
Se dice también que la declaración propuesta por De Gouges se trata de “la primera defensa radical y por escrito de la igualdad de las mujeres en el mundo”. Ella “reclamó un trato igualitario de las mujeres respecto a los hombres en todos los aspectos de la vida, públicos y privados: el derecho de voto, de ejercer cargos públicos, de hablar en público sobre asuntos políticos, de igualdad de honores públicos, de derecho a la propiedad privada, de participación en el ejército y en la educación, e incluso de igual poder en la familia y en la Iglesia”. (Berbel y otras 2012: 27). Lo que buscaba De Gouges era que las mujeres fueran conscientes de sus derechos; que éstos les habían sido negados y que, por lo tanto, era correcto demandarlos para que pudieran ser ciudadanas, como les correspondía: “[l]a mujer nacía libre e igual al hombre y poseía los mismos derechos inalienables: la libertad, la propiedad y el derecho de resistencia a la opresión, afirmaba en la declaración. Las mujeres debían participar en la formación de las leyes tanto directa como indirectamente a través de la elección de los representantes” (De Martino y otra 1996: 212).
Más allá de las demandas de Olympe de Gouges y de la efervescencia política de muchas mujeres por el reconocimiento de su derecho a la igualdad, la sociedad política de entonces ignoró sus planteamientos de reivindicación y continuó todavía por otro siglo y más, obviando su condición de ciudadanas y, en consecuencia, de su derecho a la igualdad.
Hoy, sin embargo, se valora su obra y, en palabras de Michèle Sarde, se la considera una “pionera, profeta y heroína”. “Pionera”, por sus demandas por los derechos de las mujeres, no solo con el texto de la Declaración, sino también con sus obras de teatro y otras publicaciones y alegatos. Exigió la educación para las niñas, rechazó los matrimonios forzados y alzó su voz en favor del divorcio y la legitimación de los hijos naturales. “Profeta”, porque abogó por la feminización en el uso del lenguaje, propuso un contrato social entre el hombre y la mujer, un antecedente del Pacto Civil de Solidaridad en Francia; planteó el principio de la paridad, basado en la igualdad del hombre y la mujer. Finalmente, es considerada “heroína”, pues murió como una mujer valiente, guillotinada por sus ideas y convicciones6 (En Muosset 2007: 14).
Desde entonces, y en el tránsito hacia la igualdad, encontraremos, en diversos países, momentos importantes en el desarrollo del contenido de este derecho. Así, en América del Norte, en 1848 se identifica un nuevo hito en las demandas por la expansión del derecho a la igualdad para las mujeres: la Convención de Séneca Falls, en Nueva York. Esta convención es considerada como el momento inicial del Movimiento por los Derechos de la Mujer en los Estados Unidos, oportunidad en que se aprobó la Declaración de los Sentimientos (Declaration of Sentiments) (Bash, en Fauré 2010: 474). Dicho documento, utilizando parte del texto de la Declaración de la Independencia Americana de 1776, afirmó: “[d]amos estas verdades por evidentes en sí mismas, que todos los hombres y todas las mujeres nacen iguales, que su Creador les ha dotado de ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad (Citado por Bash, en Fauré 2010: 474).
Elizabeth Cady Stanton, junto con Lucrecia Mott, Jane Hunt y Martha Wright, entre otras, fue una de las impulsoras de la Convención. Ella dio lectura a la Declaración “que abarcaba todo el campo de la subordinación femenina en Estados Unidos y la discriminación de las mujeres en el trabajo, la escuela, la familia, la ciudad y la religión: un acto de acusación y un catálogo razonado de reivindicaciones” (Bash, en Fauré 2010: 474).
Stanton leyó la resolución nueve que proponía el derecho al voto para las mujeres. “Resuelve, que es deber de la mujer de este país asegurarse su sagrado derecho al sufragio”, fue la fórmula elegida (Flexner y otra 1996: 71).
Se afirma que ésta fue la única resolución que no se aprobó por unanimidad. En total, 68 mujeres y 32 hombres, firmaron la Declaración que propugnaba por la igualdad y ciudadanía de las mujeres. Irónicamente, sólo una de las mujeres firmantes vivió la concreción de sus planteamientos, Charlotte Woodward, quien ejerció el derecho al voto en 1920 (Flexner y otra 1996: 72).
La Declaración de los Sentimientos expresó las demandas de muchas personas que plantearon la igualdad para las mujeres en los Estados Unidos de América. Un aspecto interesante de esta declaración es que presentó a las mujeres “como ciudadanas directamente relacionadas con el Estado, sin la mediación masculina” (Bash, en Fauré 2010: 492).
Este breve recorrido histórico nos muestra que el derecho a la igualdad tuvo, en sus orígenes, un alcance restrictivo, especialmente, en términos de titulares del mismo, pues no comprendió a todos los seres humanos, en particular ignoró a la mitad de la población: las mujeres. A pesar de esta realidad, las voces de las mujeres estuvieron siempre presentes demandando la igualdad de derechos y el reconocimiento de su ciudadanía.
1.1.2. La igualdad en la Declaración Universal de los Derechos Humanos
La Declaración Universal de Derechos Humanos proclamó en 1948 que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos (artículo 1). Asimismo, reconoció la igualdad de derechos y libertades sin distinción alguna, haciendo evidente la prohibición de la distinción por sexo, entre otras categorías de discriminación (artículo 2). El artículo 7 reconoció la igualdad ante la ley y la protección contra toda discriminación que infringiera la Declaración y contra toda provocación a tal discriminación.
El artículo 21 reconoce tres manifestaciones claves del derecho a la igualdad: i) a participar en el gobierno; ii) a acceder a funciones públicas; iii) a elecciones auténticas por sufragio universal e igual.
Artículo 21.
Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país directamente o por medio de representantes libremente escogidos.
Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad a las funciones públicas de su país.
La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad de expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto.
La Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas encargada de redactar el Proyecto de Declaración estuvo presidida por Eleanor Roosevelt como representante de los Estados Unidos. Ella, junto con la representante de la India, Hansa Mehta, fueron las dos únicas mujeres que participaron permanentemente, desde la instalación de la Comisión hasta la conclusión del trabajo, en los debates y formulación de este instrumento internacional de derechos humanos7.
La Declaración Universal de Derechos Humanos fue adoptada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 217 A (III) de 10 de diciembre de 1948. El resultado fue un texto neutral en términos de género, pues consagró los derechos en términos comprensivos de toda la humanidad. Ello, a pesar que durante las discusiones sostenidas en las sesiones de trabajo, hubo diversas posiciones respecto de mantener o no el término “todos los hombres” o de utilizar un término que incluyera a todos los seres humanos. Las actas de los debates nos confirman que fue la representante de India, Hansa Mehta, quien llamó la atención sobre este aspecto en la 34 reunión realizada el 12 de diciembre de 1947. La presidenta de la Comisión y representante de los Estados Unidos, Eleonor Roosevelt, insistió en mantener “all men” (todos los hombres, en español), término que —a su entender— comprendía a todas las personas: mujeres y hombres. Afortunadamente, esta postura no logró convencer a la mayoría de la Comisión y se logró aprobar un texto más inclusivo8.
A mediados del siglo xx, esta asimilación de las mujeres como titulares del derecho a la igualdad significó también el reconocimiento de la titularidad de todos los derechos humanos, incluido su derecho a la participación política. Ello fue de suma importancia teniendo en cuenta que, en aquellos años, todavía muchos países de América Latina ni siquiera consideraban a la mujer como ciudadana, titular de derechos.
En 1945, solo 25 de los 51 Estados miembros de las Naciones Unidas de entonces, habían otorgado a las mujeres la igualdad del derecho al voto; sin embargo, en algunos países donde las mujeres tenían tales derechos, estos no se habían puesto en práctica9. Se presentaba esta situación a pesar de que habían transcurrido casi dos siglos desde las primeras declaraciones de derechos en cuyo contexto las mujeres de entonces denunciaron su exclusión de los nuevos aires de libertad, igualdad y fraternidad y demandaron por el reconocimiento de su ciudadanía.
Más allá de esta realidad, a mediados del siglo xx, se había logrado incorporar en el instrumento universal más simbólico de los derechos humanos que todas las personas tienen los mismos derechos sin ninguna distinción por razón de sexo y que toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país y acceder en condiciones de igualdad a las funciones públicas.
La aprobación de esta Declaración tuvo impacto directo en la emisión de una serie de normas nacionales e internacionales que, progresivamente, se fueron adoptando en los diversos países del mundo, incluido el Perú.
1.2. IGUALDAD COMO DERECHO Y PRINCIPIO NORMATIVO
El derecho a la igualdad, al igual que todos los derechos humanos, ha evolucionado a lo largo de la historia. La igualdad contenida en las primeras constituciones occidentales se refería a la igualdad ante la ley. En virtud de este alcance, “el legislador deberá abstenerse de plasmar en normas, toda clase de privilegio, prerrogativa o discriminación” (Pérez del Río 1984: 12). Asimismo, su titularidad estaba restringida al varón blanco y propietario (Rey Martínez 1995: 1). Como se ha visto, la igualdad en los términos planteados convivió, en gran parte de países del mundo más allá de mediados del siglo xx, con “la discriminación de las mujeres en materia de derechos políticos y de muchos derechos civiles” (Ferrajoli 2001: 74).
Con el surgimiento del Estado Social y Democrático de Derecho en el siglo xx, se extiende el concepto de igualdad a su contenido material o sustancial. Esto implica el rechazo a cualquier forma de discriminación; así como, la posible adopción de medidas específicas ante situaciones o sujetos que requieren de una atención diferente. A partir del reconocimiento de la igualdad en sentido sustancial es posible la existencia de normas que otorguen tratos diferenciados ante situaciones distintas (Martínez, citado en Bermúdez 1996: 125). Asimismo, la titularidad del derecho se extiende hacia otros grupos humanos, entre ellos las mujeres. Esta evolución de la igualdad en términos de contenidos y titulares nos conduce a referirnos hoy a las diversas dimensiones de la igualdad.
1.2.1. Dimensiones de la igualdad
Comprender el contenido esencial del derecho a la igualdad exige considerar las diversas aproximaciones que existen respecto de sus alcances.
Rey Martínez, al analizar la concepción de la igualdad que se expresa en la Constitución española, afirma que ésta se estructura en torno a tres dimensiones: i) liberal, pues el principio de igualdad conlleva la idea de igualdad en la aplicación y en la creación del Derecho; ii) democrática, expresada en el derecho de todos los ciudadanos a participar en condiciones de igualdad en el ejercicio del poder político y en el acceso a las funciones y cargos públicos; y, iii) social, al cumplir la función de eliminar las desigualdades de hecho para conseguir la igualdad real y efectiva de individuos y grupos (1995: 41-42).
Por su parte, Häberle, al analizar el contenido esencial de los derechos fundamentales contenidos en la Ley Fundamental de Bonn, afirma que estos “presentan una “dimensión” jurídico-individual”, al garantizar a sus titulares un derecho público subjetivo, es decir, derechos individuales y, a la vez se caracterizan por una “dimensión institucional”, que implica la garantía de su regulación constitucional (2003: 73). Esto significa que además de ser un derecho individual, la igualdad es un principio normativo que exige de los Estados su cabal cumplimiento y, por tanto, la adopción de las medidas necesarias para ello o para actuar ante su vulneración.
Ferrajoli alerta que la igualdad “es un principio complejo, estipulado para tutelar las diferencias y para oponerse a las desigualdades” y por ello, estamos ante una norma, cuyo fin es “proteger y valorizar las diferencias y de eliminar o cuando menos reducir las desigualdades” (2012: 1). Siguiendo esta lógica, el autor define el principio de igualdad como “el igual valor asociado a todas las diferencias de identidad que hacen de toda persona un individuo diferente de todos los demás y de todo individuo una persona como todas las demás” (2012: 2).
De esta manera, para el citado autor, el reconocimiento de las diferencias forma parte del principio de igualdad; mas no sucede lo mismo con las desigualdades, las que deben ser expulsadas de todo sistema social y jurídico, dado que “(…) constituyen uno de los “obstáculos” para “el pleno desarrollo de la persona humana” y por tanto para la tutela de la dignidad de la persona” [sic] (2012: 3). Así, Ferrajoli muestra un modelo normativo que integra “la igualdad formal y sustancial, fundado sobre la “igual dignidad” de las diferencias y al mismo tiempo sobre la eliminación de las discriminaciones y las desigualdades” (2012: 3). Precisamente, al mostrar esta conexión entre igualdad y diferencias, distingue cuatro modelos de configuración jurídica de las mismas que son de gran utilidad para analizar los alcances de la igualdad, de las discriminaciones y desigualdades, entre ellas por razón de sexo.
El último modelo que propone el autor, la igual valorización jurídica de las diferencias, “conjuga igualdad y diferencias estipulando normativamente el igual valor que debe ser asociado a todas las diferencias de identidad” (Ferrajoli 2012: 9).
En el mismo sentido, ya en 1984, Catharine MacKinnon, en su artículo Difference and Dominance: On Sex Discrimination (“Diferencia y dominación: sobre discriminación sexual”, en español), llamaba la atención sobre la igualdad y la diferencia sexual. Además, sostuvo que, de acuerdo con el enfoque de la igualdad de los sexos que ha dominado la política, el derecho, y la percepción social, la igualdad es una equivalencia, no una diferencia, y el sexo es una diferencia (En Barlett y otra 1991: 81). De esta manera, las dos nociones igualdad y diferencia sexual eran presentadas como opuestas. Sin embargo, la preocupación de MacKinnon era cómo hacer algo a favor de las mujeres en el marco de la igualdad, sin que ello sea “estigmatizado como protección especial o como acción afirmativa en vez de reconocerse sencillamente como no discriminación o igualdad por primera vez” (MacKinnon 1995: 423). De algún modo, estaba planteando lo que Ferrajoli denomina como las “garantías sexuadas” [sic], es decir, aquéllas medidas idóneas para la igualdad efectiva, reduciendo las brechas “entre normatividad y efectividad” (2001: 86).
Con estos aportes, se superó las propuestas iniciales del feminismo de la igualdad que buscaba equipar a las mujeres en los derechos que detentaban los hombres. El aporte de esta corriente del feminismo se vio traducido, especialmente, en la conquista del derecho de sufragio para las mujeres y junto con él su reconocimiento como ciudadanas10. Sin embargo, prontamente, los resultados de estos avances mostraron sus limitaciones, pues las condiciones sociales y políticas de las mujeres no cambiaron sustantivamente.
El feminismo de la diferencia surgió en contraposición a la extensión del derecho a la igualdad para las mujeres en los mismos términos que lo era para los hombres. Si bien esta corriente puso énfasis en la diferencia en contraposición con la igualdad, lo hace para darle un valor y exigir que el Estado la atienda en búsqueda de la igualdad efectiva. Lo que cuestiona esta postura es “el concepto de “igualdad jurídica” tal como fue construido por la tradición liberal en los orígenes del Estado moderno” (Ferrajoli 2001: 73). En este sentido, Alda Facio sostiene que “debemos concentrarnos para crear una igualdad de resultados para todas las personas que parta precisamente de que hoy por hoy las personas vivimos con grandes desigualdades y que esas desigualdades deben ser el punto de partida y no de llegada de las leyes” (1996: 88).
Hoy, los planteamientos feministas que “asumen la igualdad reconocen la diferencia sexual como un hecho social empíricamente indiscutible y socialmente construido, pero sostienen que esa diferencia sexual ha sido históricamente fuente de opresión y discriminación para las mujeres” (Cobo y otras 2013: 365). El iv modelo propuesto por Ferrajoli de igual valorización jurídica de las diferencias responde a la aproximación feminista sobre la igualdad:
“(…) hay que hacer un esfuerzo por clarificar el concepto de igualdad y no hacerlo sinónimo del de “identidad” o “uniformidad”. La igualdad no presupone la uniformidad social ni se basa en la identidad entre todos los individuos ni tampoco en la idea de que todas las personas deben ser tratadas exactamente igual. La igualdad no es enemiga de la diversidad ni de las diferencias sino de los privilegios de determinados colectivos o grupos sociales” (Cobo y otras 2013: 365).
La consecuencia del reconocimiento de la igualdad en los textos constitucionales es que estamos ante una norma, pues “‘Igualdad’ es un término normativo: quiere decir que los “diferentes” deben ser respetados y tratados como iguales; y que, siendo ésta una norma, no es suficiente enunciarla sino que es necesario actuarla, observarla, garantizarla y sancionarla” [sic] (Ferrajoli 2012:11). De acuerdo con estos alcances y siguiendo lo argumentado por el citado autor, si una diferencia como la de género es ignorada, la igualdad estaría siendo vulnerada (Ferrajoli 2012: 12). En consecuencia, los Estados tendrían que adoptar medidas para que la vulneración cese y para que la inefectividad de la igualdad sea superada.
Precisamente, en este marco se inscriben las políticas correctivas o compensatorias que buscan “el establecimiento de la universalidad no realizada y la extensión de la igualdad para la mitad de la humanidad” (Cobo y otras 2013: 366), medidas sobre las cuales regresaremos más adelante.
1.2.2. La igualdad y la no discriminación
Otro concepto vinculado a la igualdad es la no discriminación. Así como el concepto de diferencia (o diferencias) guarda una correspondencia directa con la igualdad y la complementa, la discriminación es el rostro opuesto: es la expresión de la vulneración del derecho.
La historia nos demuestra que la discriminación, sobre todo aquélla por razón de sexo, puede venir revestida de protección o de neutralidad. De hecho, los reclamos de las mujeres durante las revoluciones liberales estuvieron orientados a cuestionar esa sobreprotección que las había confinado a estar al margen del mundo público y de aportar de manera efectiva a su país, conforme lo denunció, elocuentemente, Mary Wollstonecraft.
Fue la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer de 1979 la que definió con claridad los alcances de la discriminación por razón de sexo:
Artículo 1
A los efectos de la presente Convención, la expresión “discriminación contra la mujer” denotará toda distinción, exclusión a restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera.
De acuerdo con esta definición, podemos extraer algunos elementos claves a considerar cuando evaluamos una situación de discriminación en contra de la mujer:
a) Las manifestaciones de la discriminación contra la mujer pueden producirse a través de distinciones, exclusiones o restricciones basadas en el sexo; es decir por el hecho de ser mujer.
b) El acto discriminatorio debe tener por objeto o por resultado menoscabar o anular el goce o ejercicio de los derechos humanos y las libertades fundamentales de las mujeres. Es decir, la consecuencia del acto discriminatorio es la vulneración de sus derechos y libertades en todo o en parte.
c) El acto discriminatorio puede producirse contra cualquier mujer, independientemente de su estado civil; es decir, la discriminación puede presentarse tanto en lo que se conoce como el ámbito privado (familia) como público.
d) Esta violación de sus derechos y libertades puede producirse en las diversas esferas de la vida de las mujeres. Ilustrativamente se menciona la política, económica, social, cultural y civil y en cualquier otra esfera. Es decir, deja una cláusula abierta para cubrir la protección frente al acto discriminatorio contra la mujer donde quiera que éste se produzca.
Como se expresa con claridad en el preámbulo de la Convención, lo que está detrás de esta definición es el reconocimiento de que la discriminación contra la mujer viola la igualdad de derechos y el respeto de la dignidad humana; constituye un obstáculo para la participación de la mujer, en las mismas condiciones que el hombre, en la vida política, social, económica y cultural de cada país. Asimismo, que constituye un obstáculo para el aumento del bienestar de la sociedad y de la familia y que entorpece el pleno desarrollo de las posibilidades de la mujer para contribuir a su país y a la humanidad.
Autores como Ferrajoli distinguen entre las discriminaciones jurídicas y las discriminaciones de hecho (2012: 16-17). Podemos decir que las primeras son de carácter más evidente porque están reflejadas en normas jurídicas que flagrantemente establecen regulaciones discriminatorias en contra de las mujeres. Entre ellas se ubicarían, por ejemplo, muchas normas tradicionales del derecho de familia que establecían la primacía del hombre en las relaciones matrimoniales.
En el caso peruano, este tipo de normas fueron superadas —en su gran mayoría— con el Código Civil de 1984, promulgado con posterioridad a la Constitución de 1979 que consagró la igualdad de la mujer. Pero, también, se ubicarían aquellas normas aparentemente neutrales en términos de género pero cuyos resultados menoscaban o anulan los derechos de las mujeres. Por ejemplo, el mismo Código Civil peruano conserva una norma que reconoce el derecho de la mujer casada de llevar el apellido del marido agregado al suyo. Evidentemente, esta norma menoscaba el derecho a la igualdad de las mujeres casadas en materia de identidad, pues las pone en un dilema de cambio de identidad en un contexto social en el que todavía se valora ser una señora de11.
Las discriminaciones de hecho son “aquéllas que se desarrollan, a pesar de la igualdad jurídica de las diferencias y en contraposición con el principio de igualdad de oportunidades, sobre todo en materia de ocupación, de ascensos en los puestos públicos y privados y en la distribución de los recursos públicos”. Los ejemplos, enunciados por el autor, son una clara evidencia de la “inefectividad de la igualdad jurídica formal” (Ferrajoli 2012: 17-18).
La igualdad no opera para las mujeres, no por ausencia de una norma de igualdad, sino porque la norma en sí no funciona para ellas debido a una serie de discriminaciones estructurales12 que limitan sus posibilidades de una efectiva igualdad de oportunidades. La oportunidad queda enunciada y el acceso queda como expectativa incumplida.
Esto es lo que pasa con muchos de los derechos fundamentales de las mujeres que no son sino manifestaciones concretas de su derecho a la igualdad. En especial, eso es lo que pasa con su derecho a la participación política, el cual, paradójicamente, dio inicio a las demandas por la igualdad de las mujeres y sistemáticamente se ve vulnerado al no adoptarse las garantías adecuadas para su plena vigencia.
1.3. EL DERECHO A LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA
La participación política es un derecho fundamental contenido en los instrumentos internacionales sobre derechos humanos y en las constituciones de los países con sistemas democráticos. Por ello, se puede afirmar que es un derecho característico de todo Estado Democrático de Derecho.
Si bien se suele asociar este derecho a momentos electorales, la participación política es más que el derecho al voto, entendido en su sentido activo y pasivo, conforme se desarrolla más adelante. El voto “es solo uno más entre los muchos recursos de los que dispone el sujeto para incidir en el mundo político” (Delfino y otra 2010: 211).
El profesor italiano Gianfranco Pasquino propone una definición de participación política bastante comprensiva:
la participación política es ese conjunto de acciones y de conductas que apuntan a influir de manera más o menos directa y más o menos legal sobre las decisiones, así como la misma selección de los detentadores del poder en el sistema político o en cada organización política, en la perspectiva de conservar o modificar la estructura (y por ende los valores) del sistema de intereses dominante (2011: 70).
De acuerdo con esta definición, el ser humano participa para incidir en la adopción de decisiones públicas o en la selección de quienes ejercerán el poder, ya sea dentro de la estructura de los poderes públicos (sistema político) o al interior de sus organizaciones con un objetivo netamente político: conservar o modificar la estructura y valores del sistema dominante. Como indica el citado autor, estamos ante la definición de “una modalidad de participación visible” [sic]; aunque alerta que hay autores que reconocen la existencia de una “participación invisible” en los regímenes democráticos que Pasquino califica como participación “latente” [sic].
Con ello, se refiere a “la presencia de una opinión pública interesada en la política e informada acerca de sus desarrollos que, por diversos motivos (entre los que figura tanto la satisfacción por el funcionamiento del sistema político como la desconfianza en sus propias capacidades), se activa raramente y de manera no perdurable (Pasquino 2011: 71).
En ambos casos (visible o latente), lo que la califica como participación política es su relación con el sistema político o el sistema de decisiones políticas. Es decir, su relación con el poder político. El presente estudio se concentra en la modalidad de participación denominada como visible.
1.3.1. Manifestaciones de la participación política
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 21, reconoce tres manifestaciones sustanciales de la participación política: el derecho de toda persona a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente elegidos; el derecho de acceso en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país; y el derecho a contar con elecciones auténticas, periódicas, libres y competitivas.
Por su parte, el Pacto Internacional de derechos civiles y políticos, adoptado por la Asamblea General en su Resolución 2200 A (XXI), del 16 de diciembre de 1966, establece en su artículo 3 que “[l]os Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a garantizar a hombres y mujeres la igualdad en el goce de todos los derechos civiles y políticos enunciados en el presente pacto”.
Entre los derechos que estipula tenemos el de participar en la dirección de los asuntos públicos de manera directa o por medio de representantes libremente elegidos; a votar y ser elegido en elecciones periódicas; a tener acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas de su país (artículo 25). La Declaración sobre eliminación de la discriminación contra la mujer, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 7 de noviembre de 1967, afirma en su artículo 4:
Deberán adoptarse todas las medidas apropiadas para asegurar a la mujer en igualdad de condiciones con el hombre y sin discriminación alguna:
a) el derecho a votar en todas las elecciones y a ser elegible para formar parte de todos los organismos constituidos mediante elecciones públicas;
b) el derecho a votar en todos los referéndum públicos;
c) el derecho a ocupar cargos públicos y a ejercer todas las funciones públicas.
Estos derechos deberán ser garantizados por la Constitución.
Lo que busca la participación como derecho es que todas las personas (mujeres y hombres) asuman responsabilidad en el gobierno de sus respectivas sociedades, pudiendo hacerlo de manera directa, a través del ejercicio del sufragio; o través de la elección de sus representantes; o del ejercicio de un cargo público. Por ello, se afirma que el derecho de participación política es “el vehículo a través del cual la igualdad constitucional penetra en la organización del Estado” (Pérez Royo 2000: 476).
La participación política es, pues, un derecho fundamental que faculta a todos los seres humanos, sin ningún tipo de exclusión ni de discriminación, a intervenir —de manera directa o indirecta por medio de representantes libremente elegidos— en la vida política de su país, de participar en la formación de la voluntad estatal y en la dirección de la política gubernamental.
De esta manera, “se reconoce la vertiente pasiva del derecho de sufragio, es decir el derecho que tienen todos los ciudadanos, es decir, cualquier ciudadano a poder ser elegido representante de los demás y, en consecuencia el derecho de acceder y permanecer en el ejercicio del cargo representativo para el que ha sido elegido a través del ejercicio del derecho de sufragio activo por sus conciudadanos” (Pérez Royo 2000: 474).
Pero la participación también comprende el derecho a integrar los diversos organismos del Estado a través del ejercicio de la función pública. Es decir, el derecho al acceso a los cargos y funciones públicas. Así, “el derecho a participar se amplía con el derecho a ocupar y desempeñar cargos y funciones públicos ‘en condiciones de igualdad’ y ‘con los requisitos que señalen las leyes’” (Ramírez 1985: 40).
Estamos aquí ante lo que se denomina su “vertiente administrativa”, dado que este derecho de acceso no se canaliza a través del derecho de sufragio, sino por el “principio de mérito y capacidad” (Pérez Royo 2000: 474). Sin embargo, en diversos países, gran parte de los cargos públicos de alto nivel, especialmente del poder ejecutivo, responden más bien al criterio de designación conforme ocurre en el caso peruano.
En la actualidad, los titulares de la participación política, en tanto derecho humano, son todas las personas: hombres y mujeres. Y se hace el énfasis del momento actual, porque, como se ha analizado, la titularidad de los derechos para las mujeres es relativamente reciente dentro de la historia de la humanidad.
Precisamente, entre las primeras demandas por el reconocimiento de sus derechos, las mujeres reclamaron el ejercicio de la ciudadanía, es decir, el derecho a participar —en igualdad de condiciones con los hombres— del gobierno de su país. Esta demanda fue canalizada en el siglo xix a través del movimiento sufragista, que durante más de medio siglo demandó el voto para las mujeres y el reconocimiento de sus derechos. La Declaración de Seneca Falls de 1848 se erigió en el “acta fundacional del sufragismo” en los Estados Unidos (Cobo y otras 2013: 360). El movimiento sufragista que pedía ampliar el derecho a la participación política de las mujeres a través del derecho al voto, en sus vertientes activa y pasiva, tuvo manifestaciones en diversos países del mundo, especialmente los de Europa y Norte América, habiendo llegado un poco más tarde a los países latinoamericanos como el Perú.
Los resultados se mostraron 50 años más tarde con el progresivo reconocimiento del derecho de sufragio de las mujeres. El primer país en reconocer a la mujer el derecho al voto fue Nueva Zelanda en 1893. Los países que lo hicieron a continuación fueron Finlandia en 1906, Australia en 1908, Noruega en 1913, Dinamarca en 1918, Austria en 1918, Países Bajos en 1919, Canadá en 1920 y Suecia en 1921; España lo hizo en 1931, Francia en 194413 e Italia en 1946 (Nohlen 1994: 23). En América Latina, los países pioneros fueron Ecuador que aprobó el voto para la mujer en 1929, Brasil y Uruguay en 1932 y El Salvador en 1939. Posteriormente lo hicieron: Guatemala en 1945, Venezuela en 1946, Argentina en 1947 y Perú en 1955 (Nohlen 1994: 31).
A pesar del reconocimiento formal de este derecho, las mujeres siguen estando relegadas de los espacios de toma de decisiones políticas y del acceso a los cargos públicos, vulnerándose de esta manera sus derechos fundamentales a la igualdad y a la participación política. Su derecho a la participación, en condiciones de igualdad con los hombres, requiere de la adopción de garantías o mecanismos idóneos para su efectiva vigencia. Siguiendo a Ferrajoli, “[l]os derechos fundamentales, precisamente, porque están igualmente garantizados para todos y sustraidos a la disponibilidad del mercado y de la política, forman la esfera de lo indecible que y de lo indecible que no; y actúan como factores no solo de legitimación sino también y, sobre todo, como factores de deslegitimación de las decisiones y de las no-decisiones” (2001: 24).
Los Estados deben actuar de modo tal que los derechos garantizados en sus normas tengan efectiva vigencia en la realidad. Lamentablemente, utilizando la didáctica expresión de Pérez Royo, la participación política, que sería el “vehículo” para trasladar la igualdad constitucional a la esfera de los poderes públicos, aún no ha llegado al paradero de las mujeres.
En consecuencia, la igualdad política —término que se utilizará en adelante para aludir a la igualdad en la participación política— continúa siendo una aspiración para la mitad de la humanidad.
1.3.2. La participación política como elemento esencial de la democracia
Las demandas por el aumento de la participación política, tal como hoy la conocemos, se produjeron luego de la formación de los Estados nacionales y en contextos de democratización de las sociedades. Históricamente, la ampliación de los participantes en las decisiones políticas ha sido el resultado del conflicto entre quienes detentan el poder y los que se ven marginados de dichas decisiones (Pasquino 2011:73). Ello sucedió en las revoluciones francesa y americana del siglo xviii, siguiendo el planteamiento del autor, como producto de los movimientos sufragistas y feministas. Este incremento de quienes tienen derecho al voto se dio de manera progresiva y es lo que Bobbio califica como “proceso continuo de democratización” (1986: 14).
La participación está directamente vinculada con la democracia: puede decirse que es un elemento esencial de ella. En ese sentido, el régimen democrático es “un conjunto de reglas procesales para la toma de decisiones colectivas en el que está prevista y propiciada la más amplia participación posible de los interesados” (Bobbio 1986: 9). Al desarrollar quién o quiénes tienen la atribución de tomar esas decisiones colectivas, Bobbio precisa que “un régimen democrático se caracteriza por la atribución de ese poder (…) a un número muy elevado de miembros del grupo” (1986: 14). Reconoce que no es posible darle ese poder-derecho a todos, pues existen requisitos —por ejemplo, de edad— que no autorizan el derecho al voto.
El ejercicio de este derecho nos remite a la representación política, pues es evidente que en las sociedades actuales no es posible que todas las personas participen de manera directa de todas las decisiones. Por ello, en los regímenes democráticos, a través del ejercicio del sufragio, se elige a quienes se les otorga el poder de representación y, junto con él, se les da la atribución para la toma de decisiones a favor de toda la colectividad.
Evidentemente, la representación política (democracia representativa) coexiste con mecanismos de participación directa (democracia participativa), por ejemplo, el referéndum o las audiencias de rendiciones de cuentas. A pesar de ello, existe cada vez más demanda por la democratización de las sociedades, se espera mayores canales de participación y de representación de intereses que no, necesariamente, son asumidos por los representantes democráticamente elegidos. Así, se puede identificar en la sociedad civil diversas organizaciones sociales que buscan incidir en las decisiones públicas, cuyas consecuencias tienen carácter general. Dentro de estas expresiones de ciudadanía activa, durante la segunda parte del siglo xx se crearon muchas organizaciones de mujeres que demandaron el ejercicio de una ciudadanía plena, es decir, la vigencia efectiva de su derecho a la igualdad política como elemento esencial de los sistemas democráticos.
En muchas reuniones internacionales en las que se debatía sobre la situación de las mujeres y sus derechos, como en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, organizada por Naciones Unidas en 1995, se “destacó la existencia de profundas desigualdades de género en el ejercicio del poder y en la adopción de decisiones a todos los niveles y la falta de mecanismos suficientes para promover de forma efectiva la erradicación de esta tendencia generalizada” (Del Campo y otro 2008: 137-138). Esta situación es evaluada como una de las grandes debilidades de los sistemas políticos democráticos (Del Campo y otro 2008: 138).
En el mismo sentido, la española Alicia Miyares afirma que “[p]ara poder hablar de una democracia plena no sólo han de cumplirse los criterios de voto individualizado, diversidad de partidos y períodos electorales, sino corregir también los fallos de representatividad” (2003: 186). Y precisamente uno de esos “fallos de representatividad” es la limitada presencia de las mujeres en los espacios de toma de decisiones políticas. Por eso, la autora afirma que “la democracia no ha satisfecho las expectativas de las mujeres” (Miyares 2003: 11).
Si la representatividad es un elemento clave de la democracia, pues, como señala Touraine “[no] hay democracia que no sea representativa” (1994: 117), indudablemente, la no representación del cincuenta por ciento de la población arroja un déficit en uno de sus elementos esenciales.
1.4. MEDIDAS PARA EL LOGRO DE LA IGUALDAD POLÍTICA DE LA MUJER
Con el propósito de superar el déficit de representación de las mujeres en los espacios de toma de decisiones políticas y, de esta manera, avanzar hacia el logro de la igualdad política, en las mismas condiciones que los hombres, se han adoptado medidas de diverso carácter. El instrumento internacional que ha servido como un referente clave para tal fin es la Convención sobre la Eliminación de toda Forma de Discriminación contra la Mujer, CEDAW por sus siglas en inglés (Convention for the Elimination of All forms of Discrimination Against Women).
La CEDAW sistematiza los derechos de las mujeres reconocidos en diversos instrumentos internacionales sobre derechos humanos. Su contenido gira alrededor de dos conceptos: la igualdad entre los sexos como principio rector de los derechos fundamentales y la discriminación contra la mujer en sus distintas formas, cuya erradicación es la meta final hacia la cual se ha de orientar la política de los Estados Partes.
A partir de esta norma, se han desarrollado una serie de medidas para asegurar la participación de la mujer en pie de igualdad con los hombres. Estas medidas han estado respaldadas, en particular, por lo dispuesto en el artículo 4 de la Convención, que constituye otro aporte importante para el desarrollo e interpretación del derecho a la igualdad:
Artículo 4.
1. La adopción por los Estados Partes de medidas especiales de carácter temporal encaminadas a acelerar la igualdad de facto entre el hombre y la mujer no se considerará discriminación en la forma definida en la presente Convención, pero de ningún modo entrañará como consecuencia, el mantenimiento de normas desiguales o separadas; estas medidas cesarán cuando se hayan alcanzado los objetivos de igualdad de oportunidad y de trato.
2. La adopción por los Estados Partes de medidas especiales, incluso las contenidas en la presente Convención, encaminadas a proteger la maternidad no se considerará discriminatoria.
Las medidas especiales planteadas por la CEDAW en este dispositivo son las denominadas acciones positivas o afirmativas, cuyo objetivo fundamental consiste en asegurar la igualdad de oportunidades (Faúndez 2000: 15). La acción positiva es una “estrategia destinada a establecer la igualdad de oportunidades por medio de determinadas políticas que permiten corregir discriminaciones o exclusiones que son producto de prácticas o de sistemas sociales” (Bermúdez 1996a: 131). De allí que, muchas veces, sean denominadas como medidas o “políticas correctivas o compensatorias” (Cobo y otras 2013: 366).
Estas medidas “buscan asegurar la presencia de determinados grupos humanos en la vida pública”; asimismo, aportan a que, “progresivamente, se vayan neutralizando los prejuicios y las resistencias contra ese grupo al verlo con mayor frecuencia en espacios en los cuales tradicionalmente no se contaba con su presencia” (Bermúdez 2009: 6). Generan, también, un efecto educativo, pues al mostrar imágenes, por ejemplo de mujeres en espacios de poder político, se envía un mensaje a la sociedad en relación a que las mujeres tienen el derecho y las posibilidades (oportunidades efectivas) de asumir una responsabilidad política. De algún modo, contribuyen a que se naturalice la presencia de las mujeres en espacios de decisiones políticas.
El antecedente internacional de las acciones afirmativas se ubica en 1962, año en el que el Subcomité de prevención de discriminaciones y protección a las minorías declaró que no se considerarían discriminatorias las medidas especiales adoptadas para asegurar la representación equilibrada de los diversos elementos de la población de un país. Afirmó, igualmente, que las medidas de esta clase deben regir únicamente mientras sean necesarias y sólo en la extensión precisa (Naciones Unidas 1994: 11 y 23). De esta manera, desde sus inicios, las medidas de acción afirmativa se plantearon con carácter transitorio, es decir que subsistirían hasta que se logre corregir o superar la situación de desigualdad.
Este es el marco internacional que sirvió de sustento para desarrollar un conjunto de normas nacionales y políticas públicas orientadas a avanzar en la igualdad política para las mujeres. Las medidas que con más frecuencia han utilizado los Estados son las cuotas de promoción de la participación política de la mujer, que se aplican a los cargos de elección popular, al interior de las organizaciones políticas, en los cuerpos colegiados y en los gabinetes del poder ejecutivo.
A continuación se presentan diversas medidas desarrolladas e implementadas con el propósito de alcanzar la igualdad política de la mujer14.
1.4.1. Las cuotas o el mecanismo de cuotas
Las cuotas son “medidas correctivas para garantizar el ejercicio pleno de la ciudadanía de las mujeres, quienes a pesar de haber accedido al sufragio universal y por tanto al derecho de concurrir a la formación de los poderes, encuentran obstáculos para convertirse en titulares del poder”; es decir, “ostentan una ciudadanía “restringida” que las habilita como electoras antes que como sujetos de representación de la voluntad popular” (Rodríguez 2009: 4). Marcela Ríos señala que “[l]as cuotas permiten que el esfuerzo de acceder a cargos de representación política no resida exclusivamente en las mujeres (en forma individual) [sic], sino en quienes controlan el proceso de selección” (2008: 15).
El objetivo de las cuotas para la participación política de la mujer es promover que ellas tengan una mayor presencia en los espacios de toma de decisiones políticas. Así, busca asegurar que, al menos, un porcentaje mínimo de mujeres tenga presencia en los espacios públicos como medida temporal hasta que se eliminen las barreras que impiden o limitan el acceso de mujeres a la política. De otro lado, se estima que un grupo de 30% o 40% de mujeres puede convertirse en una “masa crítica”15 al interior de los parlamentos u otros espacios de representación, logrando hacer oír sus voces y sus propuestas.
Dentro de las cuotas se pueden identificar diversas modalidades:
a. La cuota mínima de promoción de la participación política de las mujeres exige que los partidos políticos incluyan un porcentaje mínimo de mujeres en las listas de postulación a cargos públicos. La cuota mínima de participación política de la mujer admitiría la inscripción de listas únicamente formadas por mujeres y, en ningún caso, listas formadas exclusivamente por hombres. Así lo estableció el Tribunal Supremo de Elecciones de Costa Rica al disponer la inscripción del Partido Nueva Liga Feminista, como partido político provincial por la provincia de San José para la contienda electoral del 200616, y determinó en las consideraciones de su decisión, lo siguiente:
Primero: El 40% de la participación de la mujer previsto en la normativa electoral es un mínimo y no un máximo (…). El reconocimiento de la desigualdad que históricamente ha existido entre mujeres y hombres, en el ámbito político electoral, ha impulsado la puesta en marcha de lo que se conocen como acciones positivas por parte del Estado que pretenden alcanzar una situación de igualdad real. Una de estas acciones fue la incorporación en la normativa electoral, de una cuota de participación de la mujer de, al menos, un 40% en las designaciones que resulten de las asambleas distritales, cantonales y provinciales. Esa cuota de participación de la mujer, según se establece de la simple lectura del párrafo final del artículo 60 es un porcentaje mínimo y no un máximo, al indicar que “Las delegaciones de las asambleas distritales, cantonales y provinciales, deberán estar conformadas al menos, por un cuarenta por ciento (40%) de mujeres”. La frase “al menos” es la que permite entender sin lugar a dudas que ese porcentaje es un mínimo, por ende, puede incrementarse de acuerdo a los intereses o necesidades de cada agrupación política, con base en el principio de autorregulación partidaria, sin que la norma establezca un tope o máximo de esa participación, como sí lo hace, a contrario sensu, con respecto a los hombres, pues su participación no podría superar el 60% (…).
El órgano electoral costarricense “consideró en esta resolución que el hecho de que el Partido Nueva Liga Feminista cuente, en su estructura interna, con un porcentaje mayor al 60% de mujeres, no era obstáculo para impedirle su inscripción como partido a escala provincial, en virtud de que la acción afirmativa prevista en el párrafo final del artículo 60 del Código Electoral establece un porcentaje obligatorio mínimo de participación de las mujeres que, al no existir ley que lo impida, bien puede aumentarse, pero no disminuirse” (Bolaños 2006: 83).
Cabe anotar que la cuota del 40%, a la que hace alusión la resolución citada, fue introducida por la reforma del Código Electoral de Costa Rica de 199617. Sin embargo, esta cuota ya no está vigente. Mediante Ley Nº 8765, publicada el 02 de setiembre de 2009, Costa Rica aprobó la paridad.
b. Los escaños reservados o cupos para mujeres buscan reservar un determinado número de asientos parlamentarios para las mujeres. Garantizan la presencia de las mujeres al exigir la elección de un número mínimo de ellas. Sin embargo, por lo general, los porcentajes que se establecen son muy bajos, entre 1 o 2% de los escaños; aunque hay excepciones como el caso de Tanzania en que la política de escaños reservados asciende a 30% (Krook 2008: 29).
Quienes critican este mecanismo “argumentan que este sistema de hecho impide un aumento en la representación femenina por encima del nivel establecido mediante la reserva o las cuotas” (Dahlerup 2002: 166).
c. La cuota legislada para partidos políticos: mediante una disposición legal (norma constitucional o legislación electoral) se establece una cuota de participación de mujeres en las listas de postulación a cargos u órganos de gobierno de los partidos políticos. Por ejemplo, en el Perú, la Ley de Partidos Políticos, Ley N° 28094, exige que “en las listas de candidatos para cargos de dirección del partido político; (…), el número de mujeres y hombres no puede ser inferior al 30% del total de candidatos” (artículo 26). En estos casos, por lo general se establecen sanciones para aquellas organizaciones que incumplan con las cuotas establecidas en la ley.
d. La cuota voluntaria adoptada por los partidos políticos deja a discreción de los partidos políticos la determinación de una cuota para las mujeres. En Noruega se usa las cuotas de partido voluntarias. Por ejemplo, el Partido Laboralista, establece una cuota de 50% para ambos sexos en todas las listas electorales y con representación de ambos sexos en los dos primeros puestos. El partido de Izquierda-Socialista ha tenido una cuota de 40% para ambos sexos desde 1975 y los partidos de Centro y Popular Cristiano tienen la misma cuota de 40%, desde 1989 y 1993, respectivamente18.
Una experiencia interesante es la del Partido Social Demócrata de Alemania que fue incrementando la cuota de manera progresiva. En 1988, adoptó una cuota de 25%, en 1994 se elevó a 33% y en 1998 a un 44% (Krook 2008: 31).
e. La cuota de género es la que exige la participación de hombres y de mujeres ya sea en las listas de postulación o en puestos de elección, estableciendo un porcentaje mínimo de presencia de cada uno de los sexos. Se presenta como una medida neutral en términos de género; aunque su adopción, en la práctica, se orienta a aumentar la representación del sexo que se encuentre infrarrepresentado (en el momento actual, las mujeres). No obstante, se ha de tener presente que garantiza, también, la representación mínima de los hombres.
Por ejemplo, en el Perú, las normas sobre cuotas de postulación al Parlamento, a los Consejos Regionales y a los Concejos Municipales, establecen un mínimo de 30% de mujeres y hombres19. Lo mismo sucede con el derecho español, al establecer —en su Ley Orgánica para la Igualdad Efectiva para mujeres y hombres— la participación equilibrada de mujeres y hombres en las candidaturas electorales y en la toma de decisiones, de tal manera que cada uno de los sexos suponga como mínimo el 40% del total de la lista20.
A diferencia de las cuotas de promoción de la participación de la mujer, la cuota de género no admite la existencia de listas conformadas solo por personas de un mismo sexo, al exigir que tanto hombres como mujeres tengan una presencia mínima garantizada.
1.4.2. La paridad
Es una medida orientada al logro de la igualdad de la mujer en la política, que surge con fuerza en Europa, particularmente en Francia. Se identifica como un hito en el proceso de adopción de la paridad a la Declaración de Atenas de noviembre de 1992. “Allí se adopta una Declaración que proclama la necesidad de conseguir un reparto equilibrado de los poderes públicos” (Balaguer 2005: 114). Asimismo, la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer realizada en Beijing en 1995 “completa esa exigencia de democracia paritaria con dos aportaciones teóricas importantes para la igualdad, de una parte la transversalidad entendida como la necesidad de que toda medida política que se adopte cumpla una exigencia de igualdad (mainstreaming) [sic], y, de otra parte, la necesidad de que las mujeres incrementen su poder político mediante la realización y potenciación del liderazgo en las mujeres (empoderamiento) [sic] (Balaguer 2005: 114).
El fundamento que inspiró la propuesta de la paridad fue “reflejar la dualidad de la humanidad precisamente en aquellos foros en los que se tomaban decisiones que afectaban a la humanidad entera. Si la ley había jugado un papel central en la exclusión secular de las mujeres de la esfera democrática, ahora le competía a la ley misma rescatarlas para garantizar su inclusión en una democracia que pudiese decirse genuina” (Ruiz y otra 2007: 123). De esta manera, se trata también de una reivindicación que busca la “compensación histórica de la desigualdad” (Balaguer 2005:106).
Se considera, también, que las propuestas de paridad están conectadas con el concepto de Estado democrático, los valores constitucionales de igualdad y pluralismo político, así como con el efectivo cumplimiento del derecho a la participación política de todas las personas (Trujillo 2000: 362-363). Por ello, se pueden encontrar diversos estudios que se refieren a la democracia paritaria21. Se señala, al respecto, que “la democracia paritaria va a ser una de las grandes discusiones políticas del siglo xxi, pues en todos los países del mundo en los que existe un movimiento feminista se está proponiendo un nuevo reparto de poder entre varones y mujeres” (Cobo y otras 2013: 354)
Para la española Alicia Miyares, “[l]a paridad es un derecho que corrige los fallos de representatividad y garantiza que la ciudadanía de las mujeres no se entienda como defectiva (…) pero para que realmente se transforme en un agente real de cambio social ha de ir acompañada de profundos cambios normativos” (Miyares 2003: 209). Esta autora inscribe la paridad dentro de una propuesta más amplia de sistema democrático que denomina democracia feminista.
En cuanto a la fórmula de la paridad, en la experiencia comparada encontramos dos variantes:
• El sistema de estricta paridad, que implica igual número de candidatos hombres y mujeres en las listas electorales. Esta fórmula admite un candidato más o menos de alguno de los sexos en razón del número total de escaños cuando se está, por ejemplo, frente a un número impar de cargos de postulación. Este sistema fue adoptado por Francia mediante la ley de 6 de junio del 2000 sobre Igualdad en el Acceso de Mujeres y Hombres a Cargos y Funciones Electivas, la que dispuso “que, so pena de ser invalidadas, las listas de todos los partidos en las elecciones por listas incluyesen un 50 por 100 de candidatos de cada sexo (más/menos uno)” (Ruiz y otra 2007: 124).
En Italia la “Ley Constitucional núm. 2 de 2001 estableció que, con el fin de lograr el equilibrio en la representación de ambos sexos, las leyes electorales de las regiones con estatuto especial promoverán ‘condiciones de paridad de acceso a las consultas electorales’” (Ruiz y otra 2007: 127).
• El sistema de paridad flexible propone la paridad con un margen de flexibilidad (Ruiz y otra 2007: 120). Esta fórmula plantea la participación equilibrada de mujeres y hombres dentro de los rangos de 40/60; es decir, que ninguno de los sexos se encuentre infrarrepresentado en menos de 40%, ni sobrerrepresentado en más del 60%. Se busca un balance, otorgando ciertos márgenes a las organizaciones políticas para que tengan en cuenta, por ejemplo, la situación concreta de los grupos políticos (número de militantes hombres y mujeres) y las realidades de cada territorio (porcentaje de población de mujeres y hombres).
España ha adoptado esta fórmula en su Ley Orgánica para la Igualdad Efectiva de mujeres y hombres. En este sentido, el artículo 14, numeral 4 de la mencionada ley establece el principio de “participación equilibrada de mujeres y hombres en las candidaturas electorales y en la toma de decisiones”; y la disposición adicional segunda modifica el régimen electoral general a efectos de introducir la fórmula mínima del 40% de cada uno de los sexos en las listas de candidatos22.
1.4.3. El mandato de posición
El mandato de posición, conocido también como mandato de colocación, consiste en la ubicación preferencial de candidaturas con el propósito que tengan auténticas posibilidades de resultar elegidas.
Esta medida se orienta al logro de la efectividad de la cuota, dado que los resultados de la aplicación de la misma han demostrado que no es suficiente con su establecimiento para garantizar la elección de mujeres. Su éxito dependerá, también, del sistema electoral en su conjunto; así como de la ubicación que éstas tengan en las listas. En especial, funciona en aquellos sistemas de elección proporcional con listas cerradas y bloqueadas. En contraste, en los sistemas electorales en los que opera el funcionamiento de listas abiertas o desbloqueadas, como el caso peruano con el voto preferencial, el mandato de posición no resulta relevante al momento de la elección, pues el voto preferencial actúa alterando el orden original de colocación de candidaturas en las listas23.
En Argentina, la Ley de Cupos Femeninos de 1991, que estuvo vigente hasta diciembre del 2017 en que se aprobó la Ley Nº 27.412 sobre paridad de género, estableció que “las listas que se presenten deberán tener mujeres en un mínimo del 30% de los candidatos a los cargos a elegir y en proporciones con posibilidad de resultar electas”24. Es decir, además de la cuota mínima planteó un mandato claro de ubicación de las mujeres en las listas que les ofreciera la igualdad de oportunidades para la elección.
1.4.4. La alternancia
La alternancia es una variedad del mandato de posición o de colocación en las listas que implica organizarlas siguiendo la regla una-mujer/un-hombre o un-hombre/una-mujer. Es lo que se conoce también como la “regla cebra” o “regla cremallera”, expresiones utilizadas para ilustrar lo que en rigor significa la alternancia, es decir uno-una o una-uno.
Para que la alternancia funcione eficazmente, resulta fundamental combinarla con la paridad. Así, la fórmula “paridad con alternancia” en la confección de las listas nos ofrece en —principio— un mejor escenario para el funcionamiento de las cuotas. Sin embargo, su real eficacia dependerá del sistema electoral adoptado.
Un ejemplo reciente de la combinación de paridad con alternancia es el que introdujo la reforma electoral argentina en diciembre de 2017, mediante la Ley 27412 que modificó el Código electoral en el siguiente sentido:
Artículo 60 bis: Requisitos para la oficialización de las listas.
Las listas de candidatos/as que se presenten para la elección de senadores/as nacionales, diputados/as nacionales y parlamentarios/as del Mercosur deben integrarse ubicando de manera intercalada a mujeres y varones desde el/la primer/a candidato/a titular hasta el/la último/a candidato/a suplente (…)25.
La fórmula planteada por el sistema electoral argentino ofrece mejores condiciones para el cumplimiento de la aspiración de la igualdad política, más aún si estamos ante una lista cerrada y bloqueada, pues no sólo ofrece oportunidades de acceso (igualdad en la postulación), sino también en términos de resultados (iguales posibilidades de elección).
En consecuencia, para que funcione la paridad combinada con la alternancia —es decir, las listas conformadas por una-mujer/un-hombre o un-hombre/una-mujer— resulta indispensable tener en cuenta el sistema electoral en el que se aplicará la medida. Por ejemplo, en el caso peruano, el funcionamiento efectivo de la paridad con alternancia exigiría eliminar del sistema electoral el voto preferencial.
1 La Declaración de 1789 es considerada como parte de la “hora inaugural del Estado constitucional” [sic] (Carbonell. En Jellinek, 2000, p. 23).
2 http://hmc.uchbud.es/Materiales/DeclaraUSA.pdf)
3 Cfr. Sazbón, José, en De Gouges y otras 2007: 9-75.
4 El libro fue escrito en 1791 y publicado por Joseph Johnson en 1792 (Brody, en Wollestonecraft 1992: 12)
5 Olympe de Gouges era el seudónimo de Marie Gouze (En De Martino y otra, 1996, p. 212).
6 Olympe de Gouges fue condenada por delitos contra el Estado. Fue acusada de tratar de socavar la República con sus escritos, sobre todo con Les Trois Urnes, (Kelly 2004: 218). En este escrito propuso un plebiscito nacional para elegir entre “el gobierno republicano uno e indivisible”, “el gobierno federal”, y la “monarquía” (Kelly 2004: 190).
7 http://www.un.org/en/ga/search/view_doc.asp?symbol=E/CN.4/SR.1.
8 Cfr. http://www.un.org/en/ga/search/view_doc.asp?symbol=E/CN.4/SR.34
9 Cfr. http://www.un.org/womenwatch/daw/CSW60YRS/CSWbriefhistory.pdf
10 Un balance de los logros y limitaciones del feminismo por la igualdad puede revisarse en Anderson y otra 2009: 866 y ss.
11 Si bien ninguna norma jurídica estableció que la mujer casada debía (Código Civil de 1936) o tenía el derecho (Código Civil de1984) de llevar el apellido del marido precedido del prefijo “de”, en el Perú ha sido práctica social que esto sea así.
12 El concepto de discriminación estructural ha sido reconocido por las Naciones Unidas en diversas recomendaciones, véase: COMITÉ PARA LA ELIMINACIÓN DE LA DISCRIMINACIÓN CONTRA LA MUJER. CEDAW/C/GC/30. Recomendación General N.° 30. Sobre las mujeres en la prevención de conflictos y en situaciones de conflicto y posteriores a conflictos. 2013, párrafo 77/SEP; COMITÉ PARA LA ELIMINACIÓN DE LA DISCRIMINACIÓN CONTRA LA MUJER. CEDAW/C/GC/33. Recomendación General N.° 33. Sobre el acceso de las mujeres a la justicia. 2015, párrafo 3.
13 Nohlen consigna 1946 como año de la obtención del voto femenino en Francia; no obstante fue el 21 de abril de 1944 cuando se aprobó la Ordenanza donde se establecía el derecho de las mujeres francesas a elegir y ser elegidas: « les femmes sont électrices et éligibles dans les mêmes conditions que les hommes » (En Haute Conunseil à l’Egalité entre les Femmes et les Hommes 2017:15).
14 Este acápite recoge elementos desarrollados en el artículo Cuotas, paridad y alternancia: una visión comparada, y los actualiza (Bermúdez, 2008a, pp.17 y ss.).
15 Mayor desarrollo de esta aproximación puede consultarse en: Lovedunski y otra: Mujeres en el Parlamento. Estrategias para marcar la diferencia. En: Mujeres en el Parlamento. Más allá de los números. International IDEA. Suecia, 2002.
16 Resolución del Tribunal Supremo de Elecciones No. 2096-E-2005 del 31 de agosto del 2005.
17 Cfr. http://www.tse.go.cr/revista/art/9/zamora_chavarria.pdf, consulta: 6 de abril de 2018.
18 Cfr. https://www.idea.int/data-tools/data/gender-quotas/country-view/228/35, consulta: 6 de abril de 2018.
19 Ley N° 26859, modificada por la Ley N° 27387, Ley Orgánica de Elecciones, artículo 116; Ley N° 26864, Ley de Elecciones Municipales, artículo 10, numeral 2); Constitución Peruana de 1993, artículo 191, modificado por la Ley N° 27680; Ley N° 29360, Ley de Elección de Representantes al Parlamento Andino, artículo 3 y la Ley N° 28094, Ley de Partidos Políticos, artículo 26.
20 Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres. En: CASTRO ARGUELLES, María Antonia y ÁLVAREZ ALONSO, Diego: La igualdad efectiva de mujeres y hombres a partir de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo. Monografías. Thomson-Civitas. España, 2007.
21 Entre ellos: Cobo, Rosa: Democracia paritaria y sujeto político feminista, en: http://portales.te.gob.mx/genero/sites/default/files/Democracia%20Paritaria%20Rosa%20Cobo_0.pdf; Llanos, Beatriz y otras: La apuesta por la paridad: democratizando el sistema político en América Latina. IDEA International, OEA-CIM, 2013.
22 Ley Orgánica 3/2007. BOE núm.71, 23 de marzo de 2007.
23 La relación entre sistemas electorales y los mecanismos de participación política de la mujer se desarrolla en: Bermúdez, Violeta. Mecanismos legales de promoción de la participación política de la mujer en la región andina. En Memorias de la Cumbre Parlamentaria Andina sobre la Mujer, julio 1998. Parlamento Andino y Coalición Política de Mujeres Andinas. Guayaquil, Ecuador. Noviembre, 1998, pp.25-55.
24 Ley 24.012 del 6 de noviembre de 1991. En GALLO y otro, 2001, p. 110.
25 Cfr. http://tuespaciojuridico.com.ar/tudoctrina/2017/12/15/se-promulgo-la-ley-27-412-paridad-genero-ambitos-representacion-politica-modificando-codigo-electoral-nacional/, consulta: 6 de abril de 2018.