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II

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Mi abuela dio a luz a mi padre y en ese trance casi muere. Mi padre era un bebé enorme. En ese momento, ella todavía no estaba casada con mi abuelo. Por las partidas de matrimonio, supe que se casaron más o menos cuando mi padre tenía un año. Mi abuelo, que venía de Europa, tuvo un amorío con una mujer casada y de ese amorío nació su primera hija, mi tía Clara, que perdió a su madre en el momento de nacer. Al no poder hacerse cargo de la criatura por tener tres hijos más, su padre legal la puso en un hogar para niños judíos. Mi abuelo se encargaba de contribuir generosamente con este hogar y se aseguraba de que no le faltara nada a la niña. La sacaba una vez por semana y en esos paseos se encargaba de que le quedara claro que él era su padre pero que eso era un secreto entre ellos dos, que no le podía decir «papá» porque no estaba bien visto.

Fue recién cuando mi padre cumplió un año que mi abuelo decidió casarse con mi abuela y adoptar a mi tía. Así fue como se formó la flamante familia. Como no hay fotos del casamiento de mi abuela con mi abuelo, pienso que ese retrato familiar del que hablé hace a las veces de celebración del matrimonio y de contrato familiar. Los cuatro tienen algo para celebrar. Al menos han formado una familia.

Mi abuela no fue una madre para mi tía. No supo serlo. Tal vez porque ella misma no tuvo una madre presente, y entonces nunca aprendió a quererla. Siempre la vio como una competidora y creo yo que verla era para ella como mirarse en un espejo. Mi abuela llevaba solo un apellido, nunca supo quién era su padre. Cuando yo era pequeña y le preguntaba su nombre entero, ella decía dos veces el apellido de su madre: «Medina Medina», hasta que un día me topé con su documento y supe que el Medina Medina era una invención suya; ella era Medina a secas y punto.

Mi abuela se encargaba de recordarle a mi tía que ella era hija de una mujerzuela, que era una bastarda, y mi tía sufría en silencio por los escándalos que la trajeron a la vida. Lloraba mucho, y cuando mi abuelo le preguntaba qué le sucedía, mi tía le contestaba que ella no sabía quién era, que necesitaba ayuda. Mi abuelo no la entendía. Él, como inmigrante que supo no tener nada, le proveía a sus hijos todo lo material que él hubiera deseado tener: casa, una heladera repleta de comida, ropa y colegios pagos. Para él solo había motivos para celebrar y no para llorar por los rincones.

Mi tía tuvo el apellido de su verdadero padre, mi abuelo, cuando se terminaron los trámites de adopción. En ese momento ella tenía ya unos quince años y un dolor insondable. Un poco más tarde, como a los diecisiete, estuvo a punto de casarse con un muchacho de la colectividad, aparentemente, un buen partido, de quien ella estaba muy enamorada. Parece ser que una carta anónima llegó a manos del futuro flamante novio, donde se contaban los dudosos orígenes de mi tía. La boda se canceló.

Otra escena de mi abuela: mi madre, que hace poco es la novia de mi padre, está muy cerca de su casa y decide pasar a visitarlo. Toca timbre en el apartamento y la atiende mi abuela. Sin mediar ni sonrisas ni palabras la hace pasar y sentarse en el living y la deja sola en la penumbra. Mi madre se queda escuchando a mi abuela, que camina de un lado a otro batiendo las puertas con fuerza y musitando maldiciones. Mi madre se levanta y se va en silencio. Más tarde le cuenta a mi padre lo sucedido y mi padre le dice en tono de advertencia que nunca, pero nunca más, pase por su casa sin aviso.

Contrato familiar

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