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PRÓLOGO

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Hay una anécdota sobre Jane Goodall que ilustra a la perfección su conexión con los animales. Durante una de las muchas cenas a las que acude anualmente para recaudar fondos para sus proyectos, Jane vio a un perro sentado al fondo de la sala y pensó que le encantaría que el animal se acercara a ella para poder saludarlo. Mientras charlaba animadamente sobre los chimpancés, sus emociones y la necesidad de protegerlos, Jane miraba de vez en cuando al animal hasta que, al poco, este caminó hacia ella y se sentó a su lado a escucharla. Cuando Jane acabó de hablar, el perro volvió al fondo de la sala.

Esta escena es solo un ejemplo de la inagotable empatía de Jane con los animales, un rasgo de su carácter que le ha permitido relacionarse durante décadas con chimpancés salvajes para observarlos, estudiarlos y narrarnos sus experiencias. Gracias a ella y a su capacidad para convertir sus apariciones públicas en momentos especiales, casi mágicos, somos conscientes de todo lo que nos une con los primates, uno de nuestros parientes más cercanos en la escala evolutiva.

Esta empatía es completamente innata en Jane. Ya de pequeña, en el jardín de la casa de su abuela, Jane jugaba a observar la naturaleza y los animales. Con sumo cuidado y curiosidad, anotaba y dibujaba todo lo que veía. A menudo, se subía a las copas de los árboles para leer. Entre ramas y hojas devoraba novelas de Tarzán, y así empezó a forjarse un sueño: vivir en África rodeada de animales salvajes. Un sueño que ella acostumbraba a verbalizar y del que los adultos solían burlarse. Todos menos uno, su madre, Vanne, la mujer que siempre la apoyó en todo.

Es imposible entender la figura de Jane Goodall sin ella. Vanne, que había abandonado su trabajo de secretaria y su sueño de ser novelista para cuidar de sus dos hijas, fue durante toda su vida el pilar y el referente de Jane. Ella la acompañó en su primera expedición en Gombe para observar chimpancés y en muchas de las que siguieron. Ella se hizo cargo de Grub, el hijo de Jane, cuando este fue a estudiar a Inglaterra. Ella cuidaba de la casa familiar en Bournemouth, uno de los lugares favoritos de Jane en la Tierra. Ella era la amiga y la confidente, la persona que observaba sin juzgar, quien educó a sus hijas para ser buenas personas sin autoritarismos ni imposiciones. Quien le dijo a Jane «Hazlo» cuando la vida le brindó la oportunidad de viajar a África.

En ese momento, Jane había renunciado por completo a sus sueños y había empezado a asumir que trabajaría toda su vida como secretaria en Londres. Con veinte años, estaba convencida de que todo acababa allí, de que la vida era eso. Pero el destino le dio una oportunidad y Jane se aferró a ella. Una amiga de la infancia la invitó a su finca en Kenia y, una vez pisó África, Jane supo que aquel era su hogar, que quería pasar allí el resto de su vida.

Sin embargo, Jane no se habría convertido en la científica que es de no ser por otra figura imprescindible: Louis Leakey. Este antropólogo, paleontólogo y arqueólogo afincado en Kenia es crucial en la vida de Jane. Fue él quien creyó que aquella joven inglesa de aspecto frágil pero determinación de hierro podía vivir en una tienda en mitad de la selva, en Gombe, Tanzania, y observar chimpancés. Cuando Jane lo conoció, Leakey estaba intentando demostrar el origen africano de la raza humana, una idea aceptada en la actualidad, en parte gracias a sus investigaciones, pero absolutamente revolucionaria en la década de 1960. Sin embargo, Leakey era un hombre inquieto y siempre dispuesto a emprender nuevos proyectos, y el estudio de los primates era uno de ellos. Jane Goodall fue una de las tres mujeres a las que Leakey mentorizó y que prácticamente inauguraron los estudios modernos de primatología. Se conocen como «los ángeles de Leakey» y cada una de ellas se dedicó a una especie distinta: Goodall a los chimpancés, Dian Fossey a los gorilas y Biruté Galdikas a los orangutanes. Conocer a Leakey cambió la vida de Jane, la convirtió en investigadora y le permitió doctorarse en Cambridge. Sin su mentor, ella jamás habría podido acceder a los círculos académicos ni obtener el merecido reconocimiento por su increíble trabajo. Gracias a esto, Jane se convirtió en profesora de la Universidad de Stanford y logró crear un centro de investigación permanente y formación de etólogos en su campamento de Gombe.

Jane Goodall desprende una infinita serenidad. Su rostro es conocido por todos y su melena rubia recogida en una coleta baja se ha convertido casi en un icono pop. Pero lo que más impacta de ella es su mirada, una mirada tranquila y cargada de sabiduría, forjada por horas de silencio y soledad en mitad de la selva, encaramada a un árbol o escondida entre la maleza, con solo un lápiz y una libreta donde anotar sus observaciones. Jane nos descubrió así que los chimpancés no son vegetarianos, sino que comen carne, y que tienen la capacidad de fabricar y utilizar herramientas, algo que hasta entonces se consideraba un rasgo exclusivamente humano. Los descubrimientos de Jane obligaron a la comunidad científica a replantearse la definición misma de lo que era la especie humana y cambiaron para siempre la forma de estudiar y observar a los animales salvajes.

No le resultó fácil. La academia, siempre reacia a los cambios, se resistió a recibir lecciones de una jovencita sin estudios previos, que había accedido al doctorado por recomendación e insistencia de Leakey y que empleaba unos métodos poco ortodoxos. Jane, por su parte, que tenía la costumbre de poner nombres a los animales que observaba y sostenía que cada uno de ellos tenía unas características y un carácter distinto, defendió siempre sus ideas y su forma de trabajar. Y acabó ganando la partida.

En África, Jane conoció a todos los amores de su vida. Por un lado, su trabajo, pero también a sus dos maridos. El primero fue un fotógrafo de animales salvajes llamado Hugo van Lawick, que documentó sus primeros años de estudio en Gombe y con el que tuvo a su único hijo, Hugo, a quien todos conocen como Grub. El segundo fue Derek Bryceson, responsable de parques naturales del Gobierno de Tanzania, con quien Jane vivió una apasionada historia de amor y que, por desgracia, murió de manera prematura a causa de un cáncer.

La muerte de Derek en 1980 marcó un cambio en la vida de Jane, un antes y un después claro. Si hasta entonces había sido una científica y profesora universitaria, a partir de ese momento Jane abrió los ojos al mundo, descubrió las condiciones de vida de los chimpancés fuera de Gombe y decidió emprender una cruzada para defender a los animales salvajes y sus hábitats.

Desde entonces, Jane dedica trescientos días al año a viajar por todo el mundo dando conferencias y explicando las consecuencias de la deforestación, la investigación con animales o la intervención humana en los entornos naturales. Su imagen se ha convertido en sinónimo de la lucha ecologista y su voz es respetada tanto por la comunidad científica como por los círculos políticos.

A sus ochenta y cinco años, Jane sigue fiel a su lucha y a la promesa que se hizo a sí misma hace casi treinta años: dedicar todas sus fuerzas a la defensa de los animales salvajes y sus hábitats. Un mensaje que, en tiempos de cambio climático y gobiernos sin conciencia ecológica, es más vigente que nunca.

Jane Goodall

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