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AQUELLO ERA EL CIELO
ОглавлениеNos ponemos las botas. Me calzo el paraguas y agarro a mi hermano del brazo. En la esquina nos tiramos bolas de tierra mojada, aunque después venga la paliza o mamá nos llame desencajada. A la escuela no se puede ir.
—Vayan a ver si llueve —dice mamá para alejarnos de su presencia.
Esta vez su chiste se hace realidad. Llueve y a veces para un rato, pero el cielo ya está cargado de antemano. Por encima de lo liso y celeste se viene lo negro. Y nos aturden los truenos, las llamaradas del cielo, las chispas que saca la tormenta cuando se viene del todo. Nada nos importa porque conseguimos donde vivir. Mi hermano me arrastra hasta el desarmadero de Pacheco que está en la otra esquina, atravesamos el alambre perimetral por un hueco que hicieron los perros. Vamos directo al Isard. A veces maneja él, otras yo. Cada uno imita el ruido del motor con la voz: los rebajes, las frenadas.
—¿Para dónde vamos? —le pregunto.
—No sé. Dejame que me distraigo del camino, hay barro y agua —dice él.
—Me mandaron a llamar de Buenos Aires para que sea modelo y vos me estás llevando.
—No, nena, a Buenos Aires no te llevo ni a palos.
—Mirá el peinado que me hicieron las hijas de la Rubia con esos ruleros que tienen, ¿eh?
—Las hijas de la Rubia son buenas mandarinas, te meten ideas raras en la cabeza.
—Callate nene, eso lo dice mamá y vos repetís todo, son buenísimas. Vamos, salgamos de acá adentro.
Nos subimos a los árboles y por entre las ramas de los paraísos vemos las nubes cargadas. Somos espías del temporal. Cuando la lluvia se hace cortina tenemos que entrar en la casa. Nos pone bobos estar adentro. A mi hermano se le ocurre hacer sonidos de animales y pájaros. Yo le doy el visto bueno, y así perdemos el tiempo. Hacemos los ojos de las tortas fritas igual que los panaderos —dos agujeros en el centro— mientras mi mamá las mete en la sartén y se escucha el sonido de la grasa como un torrente soporífero que se nos viene encima. Pero a nosotros nos hace el efecto contrario. Mi hermano no quiere salir más a vender por la calle con esa canasta de mimbre vieja que encontramos en esta casa, y yo tampoco. Cuando ella se descuida nos escapamos, somos la peste.
Pateamos sapos en la vereda, en la alcantarilla. Agarramos palos, le sacamos punta con un cuchillito de serrucho y buscamos desesperadamente que vengan los escuerzos. Nos gusta ver la boca agrandarse y ensancharse el cuerpo. Apalear víboras y después cortarlas al medio con la pala de punta. Ver el efecto de eso que salta en dos mitades.
—Ya es tarde —dice mamá—. ¡Vuelvan!
La oímos desde lejos, desde tres o cuatro campos más allá de la casa. No podemos desoír sus alaridos y sin embargo nos quedamos, la tarde es nuestra. Mi hermano me empuja hacia la cuneta, me caigo entre el barro y el agua de la lluvia con dos pulóveres encima. Mamá me lo había advertido. Ahora sé que se viene la paliza. El agua está fría, es otoño. Siento en el cuerpo, en la piel, mil agujas clavadas, los sweaters pesan, él me da la mano para que salga, hago palanca con los pies en la tierra mojada del borde y salto. A medida que vamos llegando a casa mi hermano es más pájaro que nunca, hace gorjeos de torcaza y jilgueros llamadores.
—Voy a armar una trampera bien celosa, así cazamos —me dice. Sé que me quiere distraer porque nos vamos aproximando.
Él entra y yo me quedo haciendo tiempo afuera. Se me ocurre trepar al olmo que hay al lado del portón a ver si se me seca un poco la ropa. Enseguida mamá se asoma y yo la miro desde ahí arriba. Me quedo quieta en el árbol.
—Bajá —me dice. Su mirada no es amenazante y tiene una media sonrisa en el rostro, pero en el costado de su mano derecha asoma el cinto de hebilla grande que nunca le devolvió al ex novio.
—Tu hermano es ladino. Yo sola hago el esfuerzo —dice— no le deseo a nadie el trabajo que tengo.
Repite esto como un mantra, todos los días de nuestras vidas y también mientras nos pega.
Quisiera quedarme ahí arriba, tener una casa en ese árbol viejo de brazos enormes, pero se viene la noche y me da miedo el silencio y los refucilos que ya empiezan. Bajo. Mamá me da la paliza del siglo. Se ensaña con mi espalda, el culo, las piernas. Su brazo derecho toma envión, el cinto hace un ocho en el aire y se me viene encima, su mano cae. El cinto saca acordes de música contra mi carne. No lloro. Nadie dice una sola palabra. Las mismas manos de mamá ahora extienden la ropa seca, la doblan, después de sacarle las chinches verdes. Se escucha el crujido de las mismas chinches que mi hermano quema con paciencia en la lamparita de mecha de amianto, y el tintineo de las gotas de la lluvia que caen en tiempos distintos sobre la pelela enlosada, el balde plástico y la palangana: eso arma una música con la que aprendimos a dormirnos.
El agua sale de las baldosas, supura, se abren grietas que antes no estaban. Pero la casa que encontramos resiste, increíblemente y a toda costa. Las ventanas se quejan, cruje el techo de bovedilla y los tirantes. El fogón a veces larga agua del cielo y bocanadas de viento, como si respirara, como si estuviera vivo y nos dejara cocinar los alimentos. Como si también pudiera echarnos, estar a disgusto con nuestra presencia. Yo limpio el patio de adelante para no pisar víboras u otras alimañas, como dice la radio. La pala está oxidada y cuando mamá no mira echo tierra encima de los yuyos, pero mañana, después de que la tormenta lave todo, se verán los pastos que no saqué. De los mosquitos nadie se salva.
La lluvia no para y mi hermano trae dos cachorros para sumar a la jauría. Cuenta que para el año próximo van a ser cuatro los perros. Cuando amaine va a ir con un viejo a cazar bichos en el campo.
Los dos galgos viejos son malísimos, le sacan la alpargata a uno que va a su tranco en bicicleta por la calle. Después lo corren y lo muerden.
—Perdón —le dice mamá al tipo, asomada desde la ventana en derrumbe.
El hombre va insultando por lo bajo y ni se da vuelta. Mamá pide perdón, por todo. Por ser madre soltera, por tener dos hijos endemoniados, por haber entrado sin permiso en un rancho que se cae.
Mi hermano trae su primera pieza de caza: una liebre despedazada que no sirve. El tipo al que ayuda lleva la caja de la camioneta llena de cabezas de liebres para abajo y las patitas hacia arriba agarradas de una soga.
—¿El cuero es lo que se vende? —dice mamá.
—No, la carne es lo que vale —dice mi hermano— me contó el Viejo que de acá las tienen que llevar al frigorífico de Alvear, y de ahí las exportan a Europa.
Nosotros la despellejamos y comemos el cuerpo. Mamá aplaude.
—La primera comida que trae tu hermano. ¿El viejo te va a dar un porcentaje de lo que le pagan en la barraca?
Mi hermano no contesta. Yo prefiero las gallinas que cacarean atrás, en el fondo del solar. A las que ella les retuerce el cogote prolijamente día por medio. La grasa parece diluirse en el tuco, debajo del fogón. Me asomo cuando pone la fuente en la mesa, pero hay manchas que no se mezclan. Hago de cuenta que como, muy lentamente. Una chica me explicó en el colegio que así es como adelgazás. Me mostró en una dieta que la madre sacó de una revista. Hay que masticar mucho antes de tragar.
—¿Qué te pasa, chiflada? —dice mamá, que está al lado mío. Su grito viene desde el fondo del descontento y se incrusta en mis oídos como un trueno en campo abierto.
—Voy a ser modelo. No como vos —le digo. Me enfurezco.
Mi hermano y mamá se ríen. Se retuercen, se agarran la panza y se estiran hacia atrás en las sillas sin respaldo.
—¿De dónde sacaste eso, desagradecida? —dice mamá—. Quiero el plato limpio con el pan. Y hoy empezás a lavar todo lo que se ensució en la cocina para que se te vayan esos humos por donde vinieron.
Se clausura el paso para la estancia, la calle está desbordada, y alguien del campo vecino cavó una cuneta y mandó toda el agua al camino real. Mamá viene con un disco de boleros.
—Zas —le digo a mi hermano —. ¡Otra vez sopa! Mamá siempre tiene un novio nuevo.
Llueve, llueve intensamente durante días, durante semanas. Este es el diluvio universal. Tengo una amiga, pero ahora no la veo porque vive a unas cuadras más allá, y está todo inundado. Traen colchones que dona la gente en las ciudades, traen frazadas, estamos en crisis, salgo a hacer los mandados. Mi hermano no puede ayudar al viejo porque no se puede pasar a los campos. Las camionetas se hunden, los camiones se hunden. Los pozos ciegos se juntan con otros y se abren todos, se ve el fondo de la tierra sin fondo, las casas se llenan de agua en un santiamén.
Mamá aprovecha que reparten cosas y pide, como un pollito bebé ante la luz sin la comida. Vamos hasta la esquina donde están los de Cáritas. Hace el gesto de pedir con los brazos, con la mirada hacia el infinito.
—Soy madre soltera —dice. Medio agachada y consternada.
Las señoras de la iglesia nos palmean la espalda. Nos hacen sonrisitas.
—Aprovechemos —dice mamá.
Me pruebo unas zapatillas de cuero que me dan, pero me quedan chicas, lo sé cuando trato de meter el pie hasta el fondo.
—Te calzan bien —dice mamá, que ve mi esfuerzo. Ella apenas puede asomar la cara entre las frazadas que tiene agarradas. Mi hermano consiguió un buzo casi nuevo con la figura de un ratón.
Cargamos con todo al hombro en bolsas de arpillera que nos dan los bomberos. Uno de ellos nos acompaña porque con todo no podemos.
—Esto es lo mejor que pudo pasarnos —dice mamá muy bajito para que no nos escuche el tipo—. Ahora se puede llenar la olla sin problemas.
Pero atrás de esa frase viene la desgracia. Mamá mete la pierna en un desagüe y se fractura justo cuando ya habían abierto de nuevo el paso a la estancia, y es ahí cuando me quiere obligar a que vaya en su reemplazo.
—No quiero —digo—. ¡Quiero ir a la escuela!
—¡La escuela está cerrada, Sarmienta! —me grita con las dos manos ahuecadas al costado de la boca—, ¿no ves que está llena de gente evacuada?
La escuela no me interesa para nada, con mi hermano nos hacemos los enfermos por turno. Somos asmáticos, fingimos excelente. A veces ensayamos en el cañaveral del fondo. Yo respiro con dificultad desde una punta y él me contesta desde la otra.
—Somos hijos de madre soltera —le decimos a las maestras—, mamá no puede venir a ninguna reunión.
La directora tiene cara de escuerzo y mueve los dedos meñiques separados de los restantes, tiene anillos pesados, seguro son de oro. A veces planeamos cortarle el dedo y llevarnos el oro, pero con un serruchito no se puede. Cuando repetimos lo de la madre soltera, frunce la nariz más que nunca. Es raro, porque ahora que no vamos a clases, extraño.
Cuando el novio de mamá nos dejó en la calle, ella dijo que ese mismo día íbamos a conseguir algo y así fue. Mi hermano tiró la moneda y salió cruz. Teníamos que ir hacia la avenida Chassaing sur. Eso hicimos. A las dos de la tarde habíamos dado con esta casa que no estaba habitada. Fue fácil abrir la puerta de dos hojas que, al destrabarla, casi se nos viene encima. Hicimos palanca con un hierro los tres y listo. Tenía un candado y dos agujeros a los lados. Después pusimos uno más grande que se cerraba desde afuera y un cerrojo del lado de adentro. Nunca nos reclamaron nada. Es una quinta que parece en ruinas desde afuera y desde adentro. En las habitaciones tiene piso de tierra y contra una de las paredes de la cocina hay un fogón. Con mi hermano vamos a buscar leña en bolsas de arpillera, aun ahora, que está todo inundado, nos las arreglamos con el palo de la escoba, ahí colgamos las bolsas y nos turnamos por el peso. Él sube a las plantas cada vez que puede e imita el sonido del benteveo y de las lechuzas, a veces hace un silbido no sé de qué animal. Siempre le digo que se calle, solo porque me dan miedo los ruidos de la tardecita en el campo, cuando todo se pone de un color rancio, grisáceo, y ya enseguida la noche.
Mamá insiste para que vaya a la estancia en su lugar y yo me niego.
—Voy a trabajar al almacén de doña Helena. A la estancia no voy —se me ocurre en el momento.
—¿Por la comida?
—Si me pagan va a ser mejor, y si no, por comida.
Me pongo el único pantalón de jogging que tengo y el buzo de ir al colegio. Las botas no hacen falta porque el agua me llega arriba de las rodillas. No hay nada que sirva para cubrirse los pies. Voy descalza y llevo mis zapatillas en una bolsa. Mi hermano, que ahora hace de chajá, me saluda desde arriba de un aguaribay que hay en la esquina de la quinta. Recorro la calle larga por el costado de la vía como si no pasara nada y después en cámara lenta, cuidando la distancia entre cuneta y cuneta. Tanteando el camino. Pisando las huellas que quedaron de los vehículos cuando la lluvia era solo parte de un temporal, justo antes de que se inundara. Un nene me saluda desde la puerta de su casa. Me distraigo y viene una ola corta pero suficiente para mojarme el pantalón. Es un tipo en canoa. Me hace señas desde la otra punta. Lo espero.
—¿Adónde vas? —dice
—Al almacén de doña Helena.
Subo a la canoa y me mojo las piernas y el culo. Pasamos una hilera de postes, tres pinos. El galpón de la curtiembre está en un bajo, atrás quedaron los eucaliptus ralos y más allá, a unos doscientos metros: por fin tierra. Otra hilera de árboles, la quinta de Palacios y un camino de salitre entre el agua barrosa. Tapada por los paraísos y las acacias, el techo de la quinta, los silos y atrás el molino. El sol se asoma apenas, para darle brillo a las cosas. Más adelante una New Holland amarillo rabioso semienterrada contrasta con el cielo. Me quedo viendo las nubes moverse junto a nosotros, cargándose con el resplandor del sol. Empobreciéndonos más, ahogando las vacas, llevándose los terneros a morir a los bajos.
—Acá me quedo —le digo al hombre.
Las hijas de la Rubia me habían dicho que Doña Helena necesitaba empleada. Ellas trabajan ahí con los pollos. Corto camino por los fondos del almacén. Palacios charla con el dueño de casa. Tres perros me vienen a olfatear. Me quedo quieta.
—Yo te dije, Nando —dice Palacios—, el desborde del Río V no traía nada bueno.
—Los mejores campos —dice Nando—, ahora lagunas de pejerreyes.
En la cocina de Doña Helena las hijas de la Rubia me dicen qué hacer. Silvia me da una cuchilla y me enseña a deshuesar los pollos. Doña Helena y Nando hicieron bajar todas las bolsas de papas, zanahorias y cebollas del último camión que pudo cruzar antes del corte de rutas. Vienen a comprar de todos lados, porque los víveres se terminan y solo quedan en el pueblo los porotos, las lentejas y la harina que manda el gobierno.
Ya pasaron dos semanas y Doña Helena me quiere pagar con papas, vísceras y alitas. Mamá se enoja.
—No vayas más, si me pudiera levantar y salir corriendo le grito más de cuatro cosas a esa vieja tacaña, agarrá lo que te da y listo. ¡Faltaba más! —me dice.
A las hijas de la Rubia, Doña Helena les paga con plata, no entiendo por qué a mí no. Mientras pienso, las veo lavarse el pelo por turnos debajo de la bomba. Silvia empuja la palanca, Estelita se agacha para mojarse y restregarse con champú el cuero cabelludo. Nosotros nos lavamos con jabón blanco. El pelo de ellas flota en el aire, el nuestro se queda pegado a la cabeza por más agua que nos echemos para enjuagarnos. Silvia me entrega dos novelas de Corín Tellado por arriba del alambre, promete que cuando termine Boda clandestina, que es la última que llegó antes del corte de rutas, me avisa.
—Tendremos que leerlas a todas de nuevo hasta que pase la inundación —dice.
Mamá renguea un poco. Parece increíble porque es joven. Tiene el pelo largo y apenas es más alta que yo. Me mira. Tiene los ojos marrones y amarillos como las bolitas japonesas que mi hermano guarda para jugar en la escuela. A veces camina medio agachada, escondiéndose dentro de ella nomás, o mirando el piso, aunque no haya agua. Las hijas de la Rubia, en cambio, estiran el cuello y miran para arriba como si quisieran ser más altas de lo que son.
Vamos a la iglesia, a Cáritas otra vez. Subió el agua y en el centro no hay una parte seca.
—Tengan cuidado con las bocas de tormenta que los van a chupar, ustedes son flaquitos —nos dice mamá.
Vamos concentrados en pisar dos veces en el mismo lugar, nadie sabe qué hay debajo del agua marrón. Algunas casas tienen la puerta abierta. Asoman niños y mujeres, las bolsas de arpillera con arena siempre, tratando de sostener lo insostenible. Un hombre va hacia el centro en canoa, nos deja subir. A medida que nos acercamos a la plaza, el pueblo parece abandonado. La mitad de la estatua del Villegas está bajo el agua, y las hamacas de la plaza no se ven.
—Esta no es tan grande como la del 86 —le dice el hombre a mamá. Ella eleva los hombros y no responde.
Volvemos con los bomberos en el auto bomba, un camión inmenso más grande que un tractor. Llevan los víveres que conseguimos y bolsas de arena para poner en nuestra puerta.
—Nuestra casa está alta —dice mamá.
Los bomberos insisten porque el agua sigue subiendo y el Río V está desbordado. Mi hermano cacarea desde arriba de los paraísos mientras los bomberos van y vienen con las bolsas de arpillera que antes rellenaron hasta la mitad con arena, doblan hacia abajo la parte de la tela que sobra y las colocan en la única puerta. Arman dos filas. Nos explican que esto no impide que pase el agua, pero al menos nos va a dar tiempo para prepararnos antes de la evacuación. Nadie dice que la casa no es de verdad nuestra, hasta me gusta y todo, así en ruinas, como está.
Saco una silla afuera y abro el libro que me dio Silvia. Mamá se interesa.
—Es una novela —le digo.
—¿Y para qué sirve?
—Porque aprendés cosas, mamá.
—Claro. Para cuando seas modelo.
Mi hermano, que está escuchando, casi se cae del árbol. Su risa se acopla con los truenos. Hago de cuenta que no existen.
Mamá se va a trabajar a la estancia por unos días. Cocino arroz, mucho arroz en un hervidor pequeño. Arriba se le hace una baba espesa, como si el arroz se hubiera convertido también un poco en esa baba. Le digo a mi hermano que mate un pollo de esos que viven en el fondo del solar.
—No hay más —me dice.
Es cierto. Se terminaron los pollos que andaban en el fondo. Le digo que vayamos para el lado de la quinta de Verna, que vi un gallinero enorme y de paso nos traemos huevos. Cuando estamos por sacar una gallina, viene otra y cacarea, vienen cuscos a ladrarnos, nos siguieron los galgos de mi hermano y no nos dimos cuenta. Se arma una pelea de perros, los galgos se encarnizan con los cuscos de esa casa. Cuando reconocemos una figura humana salimos corriendo. Ese día nos toca otra vez comer arroz.
—Sacar cosas de las casas donde no vive gente no es robar —le digo a mi hermano. Una frase de mamá.
Con la inundación se agrandan las lagunas, los postes de los alambrados se hunden y se ve solo barro y cielo, marrón y celeste. Los pájaros no tienen dónde hacer pie. Nos gusta revisar casas abandonadas. Vamos a una que está atrás del montecito de frutales. Los perros nos siguen primero a distancia, para que no los echemos. Dos manchas amarillentas que van olfateando, arrimados a los árboles. Cuando el agua nos llega más arriba de las rodillas, ellos ya no pueden esconderse y empiezan a nadar cerca. La puerta no tiene llave, hacemos el esfuerzo de caminar alrededor de la mesa, nos subimos a unas sillas, buscamos en las alacenas. La casa tiene despensa: un cuartito con estantes donde se guardan alimentos. Ahí encontramos tres latas de atún y una de duraznos al natural. En el patio de atrás hay un cobertizo. La puerta ya está abierta desde antes. Hay telas de araña que cuelgan hasta donde estamos, están enganchadas de las paredes y de la pinotea del techo, se ven porque todavía hay luz natural. Entre los tirantes y la chapa hay nidos de pájaros. No sale ninguno.
—Mejor vamos —le digo. Y en eso veo en un estante, arriba, dos cañas de pescar.
Junto mis dos manos y me engancho los dedos de una a la otra, siento mi fuerza, me pongo en cuclillas para que mi hermano pise ahí y aunque mis manos se hunden en el agua oscura, él trepa seguro, después se agarra de un postigo. Hay una caja con anzuelos, boyas y una linterna. Me pasa una a una cada cosa con cuidado, y yo las voy dejando sobre una mesa de trabajo.
Hacemos dedo cerca del acceso para ir a una laguna. Mi hermano no quiere pero insisto hasta que acepta. Otros pescadores improvisados nos llevan en la caja de un rastrojero. Nos preguntan por los perros y los dejan subir. La ruta está hundida, solo quedan los árboles y su sombra que se hace doble en el agua. A los costados, un terraplén roto, y al lado un canal. La siembra ahogada. Nosotros vamos por un camino de tierra. Más adelante vienen dos tractores que abarcan todo el espacio. Las varillas de los alambres, algún pájaro en los postes, yuyos que salen del agua marrón. Después, solo agua.
Me acuesto en la caja. La inundación me pudre, pero tenemos casa.
—¿Te acordás cuando espiamos por la ventana de lo de Cáceres todo el programa de la isla de Gilligan? —le digo.
—Sí. Vamos de nuevo.
—Pero, ¿si nos ven espiando? Cuando sea modelo me voy a comprar un televisor con control remoto y vamos a mirar tele.
Llegamos. Bajamos nuestras cañas y un equipo de pesca que trajimos de esa casa. No tenemos carnada. Los otros nos prestan. Nos miran las cañas con deseo. Ellos usan las de cañaveral común, esas de color amarillo clarito, y hay otro chico que improvisó un medio mundo.
—¿Ustedes andan solos? —nos dice uno, que ya estaba de antes.
Nos alertan sobre el agua, sobre la profundidad y las botas de goma que se hunden en lo barroso. Abundan los ahogados que se adentran en canoas, en las lagunas, sin saber nadar. A veces el temporal hace que la embarcación se dé vuelta, otras solo el viento.
Algunos cuerpos se pierden en un hueco de La Pampa para siempre. Yo pienso que si salen a la superficie algún día, seguro se los comen los chanchos.
Por más que queremos pescar con mi hermano, no sacamos nada. Volvemos a subir a la caja del rastrojero. Desde ahí arriba, a esa hora de la tarde, no se sabe si es agua o tierra. Al fondo hay una línea que divide la oscuridad de la luz, y en un costado el sol se va metiendo en la tierra o en el agua. A medida que avanzamos pasa un monte, otro, y sobre ellos, detrás de ellos, amarillo, y más arriba anaranjado. Todo se ve disminuido y por encima de lo anaranjado apenas las nubes, manchadas. Oscura, como una radiografía, sigue la tormenta.
Llueve, nos empapamos en la caja. Nos regalan dos pejerreyes y un bagre, los ojos grandes. Con el serruchito podremos sacarles las escamas —pienso—, debe ser fácil. Mamá todavía no vuelve. Seguro la traen mañana. Pero tenemos casa. Hay que caminar dos cuadras. Mi hermano hace de lechuza. Los perros se van adelante. Refucila y el cielo iluminado nos muestra sus venas. Alcanzo a ver el olmo y los paraísos, pero la puerta no tiene puesto el candado y está abierta de par en par. Llegamos al portón desvencijado. Mi hermano no sabe si atravesarlo o no. Mamá no está. Nos subimos al olmo de la entrada sin decir una palabra. Espiamos: sale una mujer a correr los perros, atrás un hombre. El tipo les pega con un palo, los perros se defienden a los tarascones, pero él es más fuerte. De adentro de la casa se asoman otros chicos como nosotros.
—Podemos dormir en algún auto en el desarmadero de Pacheco —digo.
—Pero ¿y mamá?
—Esperá que ahora vengo.
Me arrimo a la puerta, los chicos me ven pero no se acercan.
—¿Qué quiere? —dice la mujer.
—Esta es mi casa.
—Que casa ni casa. Salí de acá —me empuja y tropiezo—, ¡Mario! —llama al hombre.
Salgo corriendo. Ya es noche cerrada. Mi hermano sostiene la manija del tarro que nos dieron con los pescados, sigue arriba del olmo.
Trepo al árbol con cuidado. Desde ahí vemos a la mujer que entra en la casa, después los chicos saltan las bolsas de arpillera, y al final el hombre. La puerta se cierra. La ventana se ilumina desde adentro con la luz de nuestro sol de noche.
Es mi hermano el que me toca el hombro, señala hacia abajo, hacia la tierra que ya convertida en río choca contra las paredes de la casa.