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CAPÍTULO IV

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Expedicion del marqués de Cádiz contra Alhama

Año 1482.

Grande fue la indignacion del Rey Fernando, cuando llegó á saber que los moros habian entrado en Zahara de rebato; sintiéndolo tanto mas, cuanto se habia propuesto ser el primero á romper esta guerra famosa, señalando sus principios con alguna hazaña; y como se preciaba de una política profunda, le pesó sobre manera que su contrario se le hubiese anticipado. Expidió, pues, sus órdenes inmediatamente á todos los adelantados y alcaides de la frontera, para que guardasen con la mayor vigilancia sus respectivos puestos, y estuviesen prevenidos para entrar á sangre y fuego por las tierras de los moros; al paso que despachó á religiosos de diversas órdenes, para que animasen á los caballeros de la Cristiandad á tomar parte en esta Cruzada contra infieles.

Entre los muchos buenos caballeros que se reunieron alrededor del trono de Fernando é Isabel, uno de los mas eminentes por su gerarquía y renombre en las armas, era don Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, de quien será justo dar una noticia particular, puesto que fue el caudillo principal de esta famosa guerra, y se halló en casi todas sus empresas y acciones. Nació, pues, don Rodrigo en 1443, del esclarecido linage de los Ponces, y ya desde su primera juventud se habia distinguido en el campo del honor. Era de mediana estatura, su cuerpo robusto y capaz de mucho esfuerzo y fatiga: su barba y cabellos eran rojos y crespos, el rostro ingénuo y noble, y algo picado de viruelas. Era valiente, piadoso y muy moderado en sus costumbres: benigno y justiciero con sus inferiores, cortés y franco con sus iguales. Era afecto y fiel á sus amigos, feroz y terrible, pero magnánimo, con sus enemigos. Se le consideraba como el espejo de la caballería de su tiempo, y los historiadores coetáneos le comparaban con el inmortal Cid.

Tenia el marqués de Cádiz posesiones muy dilatadas en las partes mas fértiles de la Andalucía; y puesto á la cabeza de sus deudos y vasallos, podia salir al campo con un ejército. Apenas recibió las órdenes del Rey, cuando ya ardia en deseos de hacer una entrada repentina en el reino de Granada, para señalar los principios de la guerra con una accion brillante, y consolar á los Soberanos por el insulto recibido en la toma de Zahara. Como sus estados confinaban con el territorio de los moros, que solian hacer en aquellos frecuentes correrías, tenia siempre á su servicio muchos adalides y espías, de los cuales algunos eran moros fugitivos. Despachó á éstos en todas direcciones para que observasen los movimientos del enemigo, y le tragesen noticias importantes á la seguridad de la frontera. Estando en su pueblo de Marchena, se le presentó uno de sus espías, dándole aviso de que la villa de Alhama, que era de los moros, se hallaba con una guarnicion muy escasa, y tan mal guardada, que seria fácil tomarla por asalto.

Era Alhama una plaza bastante grande, de mucha poblacion, y rica, que distaba pocas leguas de Granada: tenia su asiento en una altura entre peñascos, y rodeábala casi enteramente un rio, al paso que la defendia una fortaleza, á que no se podia subir sino por un camino muy fragoso y escarpado. Por ser tan fuerte el sitio, y en el centro del reino, vivian sus moradores sin el recelo de ser acometidos, dando asi lugar á la empresa que contra ellos se dispuso.

Para cerciorarse del estado de la fortaleza, envió el Marqués á reconocerla un soldado veterano, de quien tenia la mayor confianza, que se llamaba Ortega de Prado, hombre arrestado, de sútil ingenio, muy activo, y capitan de escaladores. Llegó Ortega á Alhama una noche oscura, y con silencio y precaucion fue recorriendo sus muros, aplicando de cuando en cuando el oido al suelo ó á la muralla. Pudo asi sentir ya el paso mesurado del centinela, ó ya la voz de la patrulla, que daba á aquel la contraseña: conociendo que en la plaza habia vigilancia, se dirigió al castillo, y llegó trepando hasta el pié de las almenas: alli todo era silencio, y en toda la extension del baluarte ningun centinela se veia. Hízose cargo de ciertos parages por donde mas fácilmente podria subirse al muro con escalas, observó la hora de relevar la guardia, y habiendo tomado las demas señas que le hacian al caso, se retiró sin ser descubierto.

Ortega, vuelto á Marchena, aseguró al Marqués que era muy practicable el sorprender á Alhama, escalando los muros del castillo. Trató el Marqués este negocio secretamente con don Pedro Enriquez, adelantado de Andalucía, con don Diego de Merlo, asistente de Sevilla, y con Sancho de Ávila, alcaide de Carmona, los cuales prometieron ayudarle con sus gentes; y el dia señalado se reunieron en Marchena con buen número de soldados y vasallos. Solamente los gefes sabian el objeto y destino de esta expedicion; pero para inflamar el espíritu de los andaluces, bastaba indicarles que se trataba de una incursion en las tierras de los moros, sus antiguos enemigos. El secreto y la prontitud, eran indispensables al buen éxito de la empresa. Partieron, pues, á toda prisa con tres mil caballos y cuatro mil infantes, y pasando por Antequera, camino poco transitado, atravesaron con algun trabajo los puertos y desfiladeros de la sierra llamada del Arracife, dejando el bagage á las orillas del rio Yeguas. La marcha era principalmente de noche; de dia permanecian ocultos, y en su acampamento no se permitia el menor ruido, ni se encendia fuego, porque no les descubriese el humo. La tarde del tercer dia volvieron á ponerse en marcha, y habiendo caminado con toda la diligencia, que permitia un terreno tan fragoso, llegaron á media noche á un hondo valle, distante media legua de Alhama.

Aqui fue donde manifestó el Marqués á sus soldados el intento que traia. Díjoles, que se trataba de dar nueva gloria á la santa ley que profesaban, y de vengar con las armas el agravio recibido en Zahara, acometiendo á Alhama, pueblo rico que ofrecia grandes despojos. Animáronse los soldados con esta exhortacion, y pidieron que al punto se les llevase al asalto. Llegaron junto á Alhama dos horas antes de amanecer, y poniéndose en emboscada, despacharon trescientos hombres escogidos é intrépidos, (de los cuales muchos eran alcaides y capitanes) para escalar los muros, y apoderarse del castillo. Á la cabeza de estos valientes iba Ortega de Prado, que llevaba consigo treinta hombres con escalas. Favorecidos de la oscuridad de la noche, y guardando el mayor silencio, fueron subiendo hácia el castillo: llegaron al pié de la muralla, donde se detuvieron un instante para asegurarse de que no se les habia sentido; pero viendo que todos yacian en el mas profundo reposo, y que nadie rebullia, aplicaron las escalas y subieron á las almenas.

El primero que entró en la fortaleza fue Ortega, y á éste siguió Martin Galindo, jóven muy alentado y deseoso de ganar fama. Acercáronse los dos cautelosamente á la puerta de la ciudadela, y echándose sobre el centinela, le pusieron un puñal al pecho, intimándole que les señalase el cuerpo de guardia. Obedeció el infiel á quien despacharon en seguida, para impedir que alarmase á la guarnicion. En el cuerpo de guardia empezó no el combate, sino mas bien el degüello, pues mataron durmiendo á muchos de los soldados, y á los demas (tal fue el terror que les infundió este sobresalto) los arrollaron sin resistencia: pero á ninguno perdonaron; porque siendo en tan corto número los escaladores, no podian hacer prisioneros. En breve cundió la alarma por la guarnicion, despertaron los moros y acudieron á las armas, cuando ya los trescientos escogidos se habian apoderado de los baluartes; mas no por eso dejaron aquellos de pelear con obstinacion, defendiendo el terreno á palmos, y regándolo con su sangre. Entre tanto resonaban en todo el castillo el estruendo de las armas, el grito de los combatientes, y los gemidos de los moribundos. El ejército que habia quedado en emboscada, conociendo por este alboroto que los suyos habian logrado sorprender la fortaleza, salieron de su celada, y se llegaron á las murallas con grande algazara, haciendo sonar timbales y trompetas para aumentar la confusion y el espanto de los moros. Entonces fue cuando se trabó con mas encarnizamiento la pelea; pues habiendo llegado los escaladores hasta la plaza del castillo, porfiaban por abrir las puertas para admitir á sus compañeros. Aqui sucumbieron dos valientes alcaides, Nicolás de Rioja, y Sancho de Ávila, pero murieron honrosamente, cayendo sobre un monton de muertos. Al fin consiguió Ortega abrir un postigo que daba al campo, por donde entraron con toda su gente el marqués de Cádiz, y el adelantado de Andalucía y don Diego de Merlo: y asi quedó enteramente en poder de los cristianos la ciudadela.

Sucedió en esta ocasion, que estando el marqués de Cádiz discurriendo con otros caballeros, por las estancias de aquella fortaleza, llegó á un aposento muy bien alhajado y superior á los demas, donde á la luz de una lámpara de plata vió una hermosísima mora, que era la muger del alcaide, que se hallaba á la sazon ausente, habiendo ido á unas bodas en Velez-málaga. Á la vista de un guerrero cristiano quiso ella huir atemorizada; pero enredándosele los pies en la ropa de la cama, cayó á los del Marqués, implorando su piedad y proteccion. El cristiano caballero, en cuyo noble pecho rebosaban los sentimientos de honor y cortesía para el sexo, alzó del suelo á la bella mora, y procuró calmar sus temores: pero en el punto mismo se aumentó á aquella el susto, viendo entrar corriendo en su aposento á sus doncellas, perseguidas por los soldados españoles. Reprendió á éstos el Marqués por una conducta tan indigna, recordándoles, que alli habian venido para hacer la guerra á los hombres, y no á mugeres indefensas; y volviéndose á las temerosas moras, les aseguró su proteccion, y puso una guardia competente para velar sobre su seguridad.

Ya los cristianos eran dueños del castillo, pero no de la villa, cuyos habitantes se dispusieron á defender vigorosamente sus hogares; pues habiendo amanecido, pudieron reconocer y apreciar el número y fuerzas del enemigo. Aunque la poblacion se componia principalmente de mercaderes y artesanos, eran diestros en el uso de las armas, y los animaba un espíritu guerrero y la esperanza de ser en breve socorridos desde Granada, que distaba solamente ocho leguas. Coronando sus torres y almenas, las defendieron contra el ejército cristiano, que habia quedado fuera, descargando sobre él una lluvia de piedras y saetas cada vez que intentaba acercarse: barrearon las bocascalles que daban al castillo, y habiendo colocado en ellas suficiente número de diestros ballesteros y arcabuceros, mantenian un fuego continuo contra la puerta del castillo; de suerte que mataban ó herian á cuantos pretendian salir por ella. Dos valientes caballeros que con alguna gente quisieron hacer una salida, pagaron á la puerta misma este arrojo con sus vidas.

La situacion de los españoles iba haciéndose ya muy peligrosa, pues no podia tardar en llegar el socorro de Granada; y si en el discurso del dia no se apoderaban de la plaza, podrian verse cercados y bloqueados por un ejército, y casi sin víveres para su manutencion. Discurrian algunos, que aun cuando llegasen á hacerse dueños del lugar, no podrian subsistir en él; por lo que aconsejaban que se hiciese botin de todo lo mejor que habia, y que despues de derribar y quemar el castillo, emprendiesen la retirada sobre Sevilla. No era de este parecer el marqués de Cádiz. “Dios, dijo, ha puesto en nuestras manos esta fortaleza: él sin duda nos dará fuerzas para conservarla: con trabajo y sangre la hemos ganado, y seria mengua de nuestro honor el abandonarla por el temor de peligros imaginarios.” Del mismo modo opinaban el adelantado y don Diego de Merlo, cuyas exhortaciones impidieron que se abandonase la fortaleza: tal era el cansancio de los soldados por tan largas marchas y el continuo pelear, junto con el temor que tenian de la venida de los moros de Granada.

Entre tanto, restauradas en parte las fuerzas de los soldados de fuera con algunas raciones que se les repartieron, avanzaron al asalto de la plaza, y peleando desesperadamente con la morisma que la defendia, arrimaron las escalas y subieron á la muralla. El marqués de Cádiz por su parte, viendo que la puerta del castillo estaba completamente dominada por la artillería del enemigo, mandó abrir una brecha en la muralla, para que por ella pudiesen salir los suyos á acometer la villa. Efectuada la brecha salió acaudillando su tropa, y animándola con la promesa de que se le daria el pueblo á saco, y que los habitantes quedarian cautivos. Con esta seguridad se arrojaron los soldados al asalto de la plaza, acometiéndola simultáneamente por diversas partes, por las puertas, por las murallas, y aun por los tejados de las casas que unian al castillo con el pueblo. Los moros pelearon valerosamente por las calles y desde las ventanas de sus casas: eran inferiores á los cristianos en el esfuerzo, por razon de su género de vida que era sedentaria é industriosa, y por estar enervados con el uso frecuente de baños calientes6; pero se aventajaban en el número; y en defensa de sus hogares, el amor pátrio y la desesperacion inspiraban nuevos brios asi á los viejos como á los jóvenes, asi á los flacos como á los fuertes. Ni los lamentos de sus esposas é hijos, ni las heridas, ni la muerte de los suyos, fueron parte para que desmayasen en una contienda en que se trataba de su libertad, de su hacienda y de sus vidas; á lo que se añadia la esperanza que les animaba, del socorro que por momentos debia llegarles de Granada. Los cristianos por su parte, peleaban por la gloria, por la justa venganza y por la religion. La victoria les aseguraba un botin inmenso; su vencimiento los entregaba en manos del tirano de Granada.

En todo el dia no cesó el combate; pero á la noche empezaron á desmayar los moros; y se recogieron á una mezquita, desde donde con dardos, arcabuces y ballestas, hicieron tanto daño en los fieles, que les obligaron á detener el paso. Por último cubriéndose con manteletes7 y broqueles, pudieron los cristianos llegar á la mezquita, é incendiaron sus puertas. Los moros al ver entrar el humo y subir las llamas, perdieron de todo punto las esperanzas, y los mas de ellos se dieron á partido: otros salieron contra el enemigo, vendiendo sus vidas lo mas caro que les fue posible.

Terminada ya esta sangrienta lucha, quedó Alhama por los cristianos: sus habitantes fueron hechos esclavos asi hombres como mugeres; y aunque varios lograron escapar por una mina que salia al rio, y estuvieron algunos dias ocultos en cuevas y parages secretos, al fin la hambre los forzó á entregarse á los vencedores. Concedióse á los soldados el saqueo del pueblo, y les valió un botin inmenso. Hallaron cantidades enormes de oro y plata, alhajas, sedas y preciosas telas, con mucho ganado, granos, aceite, miel y otros muchos productos, que rendia esta region feliz; pues en Alhama se recaudaban las rentas reales y el tributo de aquella comarca. Era el pueblo mas rico del reino, y por su fuerza y situacion particular, se llamaba la llave de Granada. La devastacion y estrago que hizo la soldadesca española seria incalculable; pues creyendo como imposible mantenerse en posesion de su conquista, trataron de inutilizar cuanto no pudiesen llevar consigo. Hicieron pedazos grandes tinajas de aceite, destrozaron riquísimos muebles, y aportillando los pósitos de granos, esparcieron al viento sus tesoros. Hallaron en las mazmorras de la plaza algunos cristianos, que habian sido cautivados en Zahara, á los cuales sacaron en triunfo á respirar el aire libre; y á un español renegado, que habia servido de espía á los moros en sus correrías por las tierras de los cristianos, le ahorcaron desde los adarves para que á todo el ejército sirviese de ejemplo este castigo.

6

Zurita, Anales, lib. XX. c. 42.

7

Especie de parapeto movible, hecho de tablones, con que se defendian los soldados cuando iban á escalar una muralla.

Crónica de la conquista de Granada (1 de 2)

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