Читать книгу La formación de los sistemas políticos - Watts John - Страница 9
ОглавлениеI. INTRODUCCIÓN
Este libro tiene dos objetivos principales. El primero, escribir sobre la Baja Edad Media en un lenguaje diferente al de los valores predominantes de «declive», «transición», «crisis» o «desorden». Esto, tal vez, sea empujar una puerta ya abierta –pocos de los bajomedievalistas actuales ven realmente el periodo en dichos términos– pero, por razones que examinaremos a continuación, siguen siendo los términos que manejan los principales manuales. El segundo objetivo, quizás más ambicioso, es ofrecer una interpretación analítica de la política del periodo, explicando qué contenía dicha política, de dónde procedía y cómo se fue desarrollando con el paso del tiempo.1 Cuando miramos a los siglos XIV y XV, entramos un periodo sin una narrativa política y constitucional que tenga significado. Es cierto que hay un sentido general de que los reinos nacientes del siglo XIII se sumergieron en la «crisis» del XIV y emergieron con la «recuperación» de finales del XV. También encontramos la tradicional visión del declive de la Iglesia universal desde su cénit con Inocencio III hasta el desastre de 1517. De manera más reciente, se ha dado el relato de los «orígenes del estado moderno», en el que la fiscalidad en expansión de nuestro periodo juega un papel central. Y está la perspicaz síntesis de Bernard Guenée, que propone que el desarrollo de las burocracias reales fue frustrado por la guerra, la caballería y la democracia a partir de la década de 1340, siendo reanudado a finales del siglo XV cuando aquellas volátiles fuerzas se habían agotado a sí mismas.2 Pero estas narrativas no explican nada, ni tan solo se ocupan en su mayor parte, sobre el curso general de los hechos políticos del continente. «Crisis» y «recuperación» son conceptos demasiado generales y vagos como para explicar lo que sucedía: dichos términos se convierten, pues, en sustitutos del análisis, en vez de ser un modo para enfocarlo. La historia de la Iglesia cuenta con una rica historiografía, pero la tendencia a tratarla como un tipo específico de institución, en tensión dialéctica con «el estado», ha establecido límites innecesarios a todo aquello que nos puede explicar sobre la política en general. Las narrativas del crecimiento estatal, a su vez, tienen poco que decir sobre el curso de los acontecimientos; tienden a obviar el frecuente y espectacular derrumbe de la autoridad central en este periodo, dando una solidez inapropiada a los ampulosos, diversos y titubeantes esfuerzos de los gobernantes, restando importancia a la complejidad de un mundo en el que las instituciones continuaban funcionando e ignorando las estructuras menos parecidas al poder estatal que también se esparcían por toda Europa. Incluso el brillante esquema de Guenée comparte algunas de estas carencias y sus tres fases son expuestas en poco más de una página.
En este escenario, los procesos políticos del continente restan opacos: según un historiador fueron «una masa de insignificantes conflictos poco dignos».3 Otro escribe perspicazmente que «los actores en este drama europeo raramente estuvieron en posesión del argumento» y que, de hecho, «no hubo un solo argumento sino muchos», pero aunque dichas y otras obras relaten debidamente ciertos detalles de dicho argumento (o argumentos), sus dinámicas internas permanecen considerablemente inexploradas.4 Para Jacques Heers, al tratar vívidamente sobre la vida política de las ciudades italianas medievales, parecía que era casi imposible escribir su historia política. Sus palabras, de hecho, se podrían aplicar en conjunto a la política de la Europa bajomedieval:
Establecer una simple cronología... parecería un ejercicio terriblemente tedioso y fútil. Desenredar la asombrosa confusión, la madeja de múltiples relaciones, unidas a la flexibilidad y una sorprendente fragilidad de las alianzas entre grupos políticos e individuos, entre pueblos o incluso entre poderes soberanos, sería una empresa monumental. El analista, movido al principio por los más nobles motivos, se siente al final invadido por un irresistible deseo de abreviar y simplificar... Toda presentación remotamente clara de los acontecimientos, ordenada, seleccionada, sujeta a causas bien definidas, motivada por una serie lógica de acontecimientos, acaba pareciendo, en cierta manera, una construcción artificial.5
No era de extrañar, creía Heers, que los historiadores se hubieran refugiado en el relato de la historia de las instituciones, mucho más manejable, aunque no permitiera «captar las realidades de la vida política desde el punto de vista social». Como gran parte de los autores de su tiempo, y desde entonces, Heers pensó que las respuestas podían estar en la prosopografía –una biografía colectiva detallada de los actores políticos de la época y su miríada de interconexiones–. Este libro propone, en cambio, otra aproximación, una que remarca las consonancias y patrones compartidos –las estructuras– de la vida política europea y trata de reseguir sus interacciones y progresos. Comencemos con algunos ejemplos de comportamiento político estructurado.
El 12 julio de 1469, el duque de Clarence, el arzobispo de York y el conde de Warwick se amotinaron contra el gobierno del rey Eduardo IV de Inglaterra (1461-1483), indicando en una carta abierta que, por «el honor y el provecho de nuestro citado señor soberano y el bien común de todo su reino», proponían la unión con otros señores para presentar al rey una serie de protestas y peticiones que les habían sido entregadas por sus «verdaderos súbditos de diversas partes de su reino de Inglaterra».6 Estas protestas enumeraban la manera en que ciertos reyes anteriores habían sido alejados del consejo de los grandes señores por hombres únicamente interesados en «el lucro singular y el enriquecimiento de sí mismos y de sus linajes». Así, dichos reyes se habían empobrecido y habían acabado imponiendo tributos extraordinarios y desorbitados sobre el pueblo, en especial sobre los enemigos de aquellas «personas sediciosas»; habían permitido a aquellos hombres suspender la acción de la ley y de la justicia, y habían favorecido a sus amigos y seguidores en las disputas. Como consecuencia de todo ello, el reino se había reducido al desorden, la división y la pobreza. También en aquellos momentos parecía que Eduardo IV estaba rodeado de un grupo de personas similares, que habían despojado al rey de sus tierras, le habían obligado a alterar la moneda, imponer impuestos desorbitados y exigir préstamos forzosos que no se devolvían, malgastar la tributación pontificia, suspender la ejecución de las leyes contra sus clientes y apartar a los verdaderos señores de su propia sangre del consejo. Teniendo esto en consideración, los «verdaderos y fieles súbditos y comunes de la citada tierra, por el gran bien y seguridad del rey, nuestro señor soberano, y el bien común de la tierra», pedían que dichos hombres fueran castigados y que el rey recuperara los bienes perdidos mediante el consejo de los señores espirituales y temporales, con el fin de liberar al pueblo de una tributación innecesaria, como había prometido en su último parlamento.
Cinco años antes, el 28 el septiembre de 1464, el marqués de Villena, el arzobispo de Toledo, el almirante de Castilla y otros señores se habían amotinado de manera similar contra el gobierno del rey Enrique IV de Castilla (1454-1474), expresando su preocupación por el «bien de la cosa pública de vuestros regnos e señoríos», afirmando hablar «en voz é en nombre de los tres estados».7 En una larga carta, dichos señores recordaban el buen consejo que los magnates habían dado al rey al inicio de su reinado, instándole a regirse a sí mismo y a su pueblo conforme a las leyes y las costumbres, de la misma manera que habían hecho sus gloriosos ancestros y como, de hecho, tenía la obligación de hacer. El rey, alegaban, no había seguido este consejo y, por el contrario, se había rodeado de enemigos de la fe católica y de hombres de fe sospechosa, a quienes había recompensado de manera abundante, prefiriendo su consejo al de los grandes señores. Como consecuencia, la Iglesia y el pueblo habían sido castigados con impuestos y extorsiones. La tributación pontificia para las cruzadas se había aplicado de forma inapropiada y la moneda se había alterado y devaluado. Como la ley solo actuaba en favor de los hombres que rodeaban al rey, los súbditos no se atrevían a poner demandas ante sus tribunales y grandes zonas del reino habían quedado destruidas por la falta de justicia. El rey no recibía las peticiones que se realizaban por su propio bien, sino que las respondía violentamente, como si las hicieran sus enemigos. Y aún se recontaría mucho más cuando el rey estuviera dispuesto a escuchar las quejas del pueblo, pero en aquellos momentos lo importante era acudir a la raíz de los problemas: «la opresión de vuestra real persona en poder del conde de Ledesma, pues parece que vuestra señoría non es señor de faser de sí lo que la razon natural vos enseña». Enfatizando su lealtad al rey, su preocupación por su honor y su alma, y su deseo de responder a las quejas del pueblo, los confederados pedían que Ledesma y sus «parciales» fueran llevados a prisión y que el rey convocara Cortes para ordenar el buen gobierno de sus reinos.
Cuando los historiadores han debatido estos dos episodios, más bien similares, lo han hecho en relación con la situación política nacional de cada caso: las tensiones emergentes entre Warwick el Hacedor de Reyes y el usurpador de los York, por una parte, y las discordias entre facciones que rodeaban al «impotente» rey Enrique IV, por otra. También han tendido a relacionar las pretensiones públicas de dichos opositores como espurias y les han asignado motivos personales; de hecho, esencialmente los mismos motivos personales: tanto Warwick como Villena habían sido anteriormente consejeros cercanos y aliados de sus reyes respectivos, pero tras el inicio del reinado habían sido desplazados por otras figuras pujantes y, supuestamente, se habrían mostrado resentidos por ello. Se han destacado ciertos patrones –al fin y al cabo lo que Warwick estaba haciendo en 1469 ya lo había hecho Ricardo de York en 1450, mientras que las maniobras de Villena y sus aliados reproducían más o menos las palabras y acciones de las ligas de nobles que habían acechado el poder de Juan II de Castilla con anterioridad–, pero dicha posición se ha tomado generalmente para socavar la credibilidad de las protestas, aunque se reconozca que tanto en la Inglaterra como en la Castilla de mediados del siglo XV existían muchas razones para protestar. Estos paralelos historiográficos son bastante interesantes y volveremos sobre ellos, pero antes debemos tratar otro paralelo histórico, uno que, además, normalmente se obvia. Como resulta claro de los pasajes citados, los formatos de aquellas dos rebeliones fueron sorprendentemente similares. En ambos casos los magnates afirmaban actuar por el pueblo –y no solo por el pueblo, sino por el pueblo como comunidad política: los comunes o los «tres estados»–. Dichos magnates redactaron, o hicieron circular, manifiestos en vernáculo y reprodujeron una letanía más o menos similar de protestas sobre los malvados consejeros del rey, que habían ascendido de la nada y estaban alterando, por su control interesado de la persona real, el desarrollo político de la justicia, los consejos y la fiscalidad. Eran casi exactamente las mismas quejas que el duque de Borgoña y otros príncipes de la llamada Liga del Bien Public realizaron contra Luis XI en 1465, y las hicieron también de la misma manera –con cartas públicas escritas en lengua vernácula, reconociendo su lealtad y apelando a reunir la asamblea tradicional representativa, es decir, los Estados Generales–. Asimismo, las familias dirigentes que se rebelaron contra los Medici en Florencia en 1466 también anunciaron sus pretensiones en cartas públicas, que clamaban para que la ciudad fuera gobernada por sus magistrados tradicionales y no por la voluntad de unos pocos hombres, cuya avaricia había llevado a la ruina general a causa de unos impuestos excesivos y cuya corrupción había generado un desorden que había destruido la confianza en las leyes.
Queda claro, pues, que había ciertas formas comunes para expresar la oposición política en la década de 1460, lo que debería generar preguntas sobre la manera, más bien aislada, en la que se han tratado dichos episodios. Había ciertamente variaciones en la retórica de cada país: los malvados consejeros ingleses no eran generalmente considerados como desviados religiosos, por ejemplo, mientras que los españoles eran rutinariamente vinculados a judíos y musulmanes. Hay también muchas diferencias locales en los motivos de los diversos levantamientos, pero resulta sorprendente que las causas enfatizadas por los historiadores sean normalmente muy parecidas –las relaciones personales en la corte y su configuración a través de la competencia por el patronazgo y la influencia–. En cualquier caso, los paralelos estructurales entre los hechos de la década de 1460 son seguramente importantes y merecen una mayor atención. Los historiadores han tendido a desestimar el significado histórico de dichos patrones comunes, viéndolos, por ejemplo, como repertorios convencionales del comportamiento de los más poderosos o como el producto de ciertas conexiones directas –por ejemplo, que Warwick podía haber adoptado su postura de 1469 como resultado de sus frecuentes visitas a Francia durante el periodo de la Guerre du Bien Public–. Se ha dado prioridad a la búsqueda de motivaciones y causas específicas para aquellos acontecimientos, como si fueran el único elemento significativo y las modalidades de acción política fueran, por el contrario, atemporales e incidentales. Sin embargo, podemos preguntarnos de manera razonable si la situación real es precisamente la inversa: que siempre hay tensiones interpersonales y competitivas dirigiendo los acontecimientos políticos, pero lo que cambia, y por tanto requiere discusión, son las estructuras y los procesos a través de los que dichas tensiones se forman y expresan. Cualquier conflicto político puede ser explicado de la manera en que se explican normalmente los conflictos políticos bajomedievales, pero la estructuración del conflicto cambia manifiestamente a través del tiempo y el espacio, sus formas mudables son raras veces únicas y esos patrones comunes, en la medida en que existen en dichos cambios, son dignos de ser evaluados. Una mirada a un conjunto anterior de enfrentamientos bajomedievales puede ayudarnos a ilustrar este punto.
Tras la muerte del poderoso rey Erico VI Menved de Dinamarca (1286-1319), los magnates de su reino, reuniéndose en el Danehof o alta corte del reino, exigieron una carta de treinta y siete puntos, llamada håndfaestning, a su hermano Cristóbal, como precio por su coronación.8 Comenzando por la Iglesia y siguiendo por los caballeros, los mercaderes, los burgueses y, finalmente, el pueblo y los intereses generales del reino, dicha carta de enero de 1320 otorgó unas libertades que son inmediatamente identificables con las de documentos como la Magna Carta (1215) o las Provisiones de Oxford y Westminster (1258-1259), la ordonnance reformadora de Felipe IV de 1303 o las cartas concedidas en respuesta a las Ligas francesas de 1314-1315. Como afirmación nacional de derechos, también tenía mucho en común con la «carta de libertades» concedida coetáneamente por Magnus Eriksson de Suecia en 1319 y, en menor medida, con la Declaración escocesa de Arbroath (1320). La carta danesa trataba determinados problemas comunes de principios de siglo XIV, como, por ejemplo, la cláusula 12, que disponía que los caballeros no podían ser forzados a prestar servicio fuera del reino, una concesión que el rey entrante de Bohemia también realizó en 1310 y se había obtenido de Eduardo I de Inglaterra en 1297. La cláusula 13 declaraba que el rey no debía iniciar guerras sin el consejo y consentimiento de los prelados y hombres más poderosos del reino, tal como el Privilegio General aragonés de 1283 o las ordinances inglesas de 1311. La cláusula 20 prohibía la interferencia o las imposiciones sobre la libre circulación de mercaderías, «excepto si por causa razonable y urgente necesidad, el rey, con el consentimiento común de la parte más sana, decidiera realizar tales restricciones». Aquí también hay ecos de la crisis inglesa de 1297, formulados en el nuevo lenguaje paneuropeo de la fiscalidad común. La provisión de la cláusula 28, por la que las personas debían recibir justicia en primer lugar en su propio distrito (o haerraeth) y no directamente en el tribunal del rey, y la cláusula 35, por la que las personas debían ser juzgadas según la costumbre de su tierra (terra), son claramente paralelas a los términos utilizados en la ordonnance dada por Luis X de Francia a los habitantes del bailliage de Amiens en 1315.9 Esta ordenaba que los hombres fueran juzgados primero en su jurisdicción local (chastellenies) y solo fueran citados ante el alto tribunal del rey del parlement por apelación; casi cada cláusula del documento ratificaba las costumbres y la justicia locales y limitaba los fundamentos por los que los jueces reales podían asumir los diversos casos. Finalmente, mientras que Cristóbal II fue obligado a jurar el mantenimiento en todas las cosas de las leyes del rey Valdemar, que había reinado ochenta años antes, Felipe IV y su hijo Luis X juraron preservar las libertades, franquezas y costumbres de la época de San Luis, mientras que Eduardo I de Inglaterra fue obligado a reexpedir la Magna Carta, aunque de manera general se reconocía, con distintos grados de explicitud, que aquellos reyes podían verse en la necesidad de enmendar sus leyes, con la debida consulta y consentimiento.10
Si comparamos estos enfrentamientos de principios del siglo XIV con los de la década de 1460 aparecen una serie de contrastes significativos. Hay un cambio, en primer lugar, en los lenguajes usados. Las cartas y ordenanzas del primer periodo estaban principalmente escritas en un latín sustancialmente conformado por el vocabulario de los derechos romano y canónico; los documentos del periodo posterior se escribieron en una lengua vernácula conformada por la práctica de las cancillerías reales y estuvieron moldeados por el lenguaje político, religioso y ético de la época. En aquellos episodios existe una continuidad en el principio de que se actuaba en nombre del reino, pero cambia la forma en que el reino es representado. A pesar de cierta terminología repetida –los «estados», los «comunes»– en la década de 1460 el reino es visto en menor medida como un conjunto de grupos particulares constituido por sus libertades y privilegios individuales, y en mayor medida como una comunidad socialmente diversa y nacionalmente unida, con un conjunto de intereses colectivos, tratados por un gran público y ante un gran público. Hay cambios, además, en los puntos debatidos. En 1460 hay una menor preocupación por la defensa de los derechos y las libertades con respecto a la intrusión de la jurisdicción real, o con respecto a la determinación de lo que el rey y sus oficiales podían o no podían hacer. En lugar de ello, hay una mayor sensación de que el gobierno del rey es efectivamente aceptado, de que el bienestar de la Iglesia y del pueblo dependen de él en todos los puntos y detalles, y de que los problemas importantes están relacionados con la perversión de dicho gobierno, con su tendencia impropia a excluir o con su fracaso a la hora de dar lo que se espera de él, lo que, en conjunto, ya no se ve como una intrusión en la vida de los súbditos. Hay cambios, finalmente, en la naturaleza y las filiaciones de los propios documentos: en la década de 1460 no hay cartas y ordenanzas, sino peticiones y manifiestos, que buscan decir algo en público y en nombre del público. Por mucho que cierto tipo de legislación posterior emanara seguramente de las asambleas mantenidas por los rebeldes de Castilla y Francia, e incluso también de Inglaterra, su objetivo inmediato era el de aconsejar al rey, más que el de legislar: esgrimir algún tipo de opinión común, o nacional, más que promover un conjunto de intereses particulares.
Es difícil negar que estos testimonios apuntan a ciertos progresos significativos en el periodo de ciento cincuenta años que separa los dos conjuntos de acontecimientos. Se había producido un grado sustancial de integración política, así como lo que parece una politización de las relaciones sociales y legales, es decir, una mayor conciencia propia por parte de los grupos con estatus de que tenían responsabilidades con respecto al conjunto político y una reconsideración de sus funciones en relación con dicho conjunto y sus intereses y obligaciones políticas. No es que el conjunto de la sociedad no fuera reconocido a principios del siglo XIV –las referencias a las antiguas buenas leyes de los viejos reyes, al conjunto del reino y al consentimiento común de la parte más sana así lo indican–, pero queda claro que, por entonces, las libertades de los estamentos y de los distritos jurisdiccionales eran una preocupación más apremiante y real que el bien común, fuese lo que esto fuese. En la década de 1460, por otro lado, los tentáculos del gobierno central estaban por todas partes y la participación en la alta política se había difundido muy ampliamente, de una manera u otra, en la mayoría de sociedades europeas. En consecuencia, la comunidad política era en todos los países un fenómeno mucho más extenso, complejo y omnipresente, de modo que los políticos de todas las clases se veían obligados a interactuar con dicho fenómeno tanto en términos verbales como reales. Fueron cambios, pues, no solo en el vocabulario de la política, sino también en sus formatos, sus objetivos y su naturaleza. Lo que aquí acabamos de ver es la prueba de un cambio estructural, y un cambio estructural en aquello que los historiadores han considerado comúnmente como un recorrido creativo y positivo –hacia la confección de sistemas políticos coherentes y extensivos, de sociedades políticas–. Una historia que tenga en mayor consideración la importancia de las estructuras políticas y la presencia de la evolución política a lo largo de nuestro periodo podrá capturar una parte destacada de la vida política europea de la Baja Edad Media. Aún más, podrá ser un punto de partida nuevo para la historiografía, al menos para aquella que analiza el continente de manera conjunta.
1. LA HISTORIOGRAFÍA
A pesar de que se ha publicado una gran cantidad de bibliografía especializada en las últimas décadas, además de los múltiples volúmenes de The New Cambridge Medieval History (de aquí en adelante NCMH) y un número importante de estudios por países, las principales visiones generales introductorias sobre la política bajomedieval de las que dispone el lector anglófono tienen ahora aproximadamente treinta o cuarenta años. Later Medieval Europe from St Louis to Luther, de Daniel Waley, se publicó por primera vez en 1964; Europe in the Fourteenth and Fifteenth Centuries, de Denys Hay, en 1966; el libro de George Holmes Europe: Hierarchy and Revolt, 1320-1450 llegó en 1975, y States and Rulers in Medieval Europe, de Bernard Guenée, que se editó en inglés en 1985, era una traducción de una obra publicada en Francia en 1971. Estos libros han sido revisados y reeditados, en algunos casos varias veces, pero de manera inevitable, y con todas sus virtudes, no han acabado escapando al estado de las investigaciones e interpretaciones que prevalecían cuando fueron inicialmente redactados. Los volúmenes de la NCMH, por otra parte, contienen muchos cuestionamientos fundamentales a aquellos puntos de vista anteriores y una importante riqueza de material nuevo, pero, como es lógico en una colección de obras de autores diversos, no ofrece una nueva síntesis y las introducciones realizadas por los editores muestran normalmente un perfil prudente respecto a las grandes explicaciones de cada centuria. Han emergido algunas visiones nuevas, como Transformation of Medieval Europe, 1300-1600 (1999), de David Nicholas, o Europe in a Wider World, 1350-1650 (2003), de Robin W. Winks y Lee Palmer Wandel, pero su principal novedad consiste en mostrar el siglo XVI junto al XIV y el XV; no ofrecen, por el contrario, reinterpretaciones en torno a la política de la Baja Edad Media. Sin embargo, es precisamente una reinterpretación lo que se echa en falta. Antes de ir más lejos, nos será de ayuda explorar cómo se ha desarrollado la historiografía del periodo y tener en cuenta qué puede haber de incorrecto en algunas de sus suposiciones principales.
Quizás, la mayor influencia sobre nuestra comprensión de los siglos XIV y XV subyace en el propio término «Baja Edad Media», así como en las narrativas del «declive» y la «transición» con las que es asociado. La invención de la Edad Media y la subdivisión de dicha época en tres amplias fases –«Alta», «Plena» y «Baja»– han tenido un efecto perdurable en la forma en qué se ha abordado el periodo. Se han considerado como características de la civilización medieval una serie de instituciones y formas culturales que crecieron o florecieron entre los siglos X y XIII –sobre todo la Iglesia Latina, unida bajo el papa, y el Sacro Imperio Romano Germánico de los Salios y los Hohenstaufen, pero también las cruzadas y la caballería, el «escolasticismo» y los derechos romano y canónico, la arquitectura y el arte góticos, el «feudalismo», los monasterios o las comunas–. Si bien la aparición de estos fenómenos es a menudo considerada como repentina y revolucionaria, su desintegración durante la Baja Edad Media sería lenta, conformando uno de los polos gemelos de atención de la historiografía bajomedieval. El declive del Imperio y el papado es el título del penúltimo volumen de la Cambridge Medieval History anterior a la Segunda Guerra Mundial; El otoño de la Edad Media es el título que se escogió para la traducción del famoso estudio de Johan Huizinga sobre la cultura de los siglos XIV y XV. Los trabajos modernos no están tan imbuidos de aquella atmósfera de descomposición general, pero la sensación de que las viejas reglas no funcionaban, o de que los viejos modos se iban corrompiendo, sigue siendo habitual. En parte, ello se debe a la suerte diversa que ha gozado el que se supone que fue el principal organismo beneficiado por el declive papal e imperial: el estadonación. Los reinos jurídicos, que habían parecido tan poderosos y prometedores a finales del siglo XIII, sucumbirían a la guerra y la división interna en las siguientes décadas, mientras el Imperio se hundía en la anarquía y las disputas en Italia se volvían incluso más profundas y complejas. Como consecuencia de ello, y siguiendo las voces de las resonantes críticas de los observadores de la época, muchos historiadores de la política han visto el periodo como una época de orden declinante, guerra expansiva y violencia profundamente creciente. Además de la decadencia y corrupción del viejo orden, por tanto, el desorden y el caos son temas preeminentes en la representación de la Baja Edad Media. Pero los siglos XIV y XV no son solo conocidos por lo que Richard W. Southern llamó «la era del desasosiego» y David Nicholas «la vejez de una civilización».11 Como «fin de la Edad Media», también están en el umbral de la «modernidad» y el segundo polo gemelo de la historiografía bajomedieval es la búsqueda de los orígenes de lo nuevo.12 Para muchos historiadores este es un periodo de «transición», aunque la «transición» en cuestión tome formas diversas. Para algunos, como George Holmes, el «Renacimiento» es el motivo clave.13 De manera más común, especialmente en las obras británicas, la transición tiene un enfoque más político: el surgimiento largamente demorado de las nuevas monarquías y estados nacionales, o de las iglesias nacionales en época de Hus y Lutero. En buena parte de la bibliografía continental, por otro lado, la transición que subyace es socioeconómica, del «feudalismo», en un sentido marxista, al «capitalismo»: dicha revolución lenta, como veremos, se usa tanto para explicar las convulsiones de la política bajomedieval como para presagiar el surgimiento de los estados más fuertes de finales del siglo XV.
Estas grandes narrativas sobre el «declive» y la «transición» generan, no obstante, considerables problemas para el historiador de la política. En primer lugar, muy pocas de ellas exploran, o ni tan siquiera rastrean, los procesos de cambio que pretenden identificar. Por ejemplo, según un estudio publicado por W. K. Ferguson en 1962, Europe in Transition, el crecimiento del comercio y el de la economía monetaria, sumados al declive del señorío, habrían desestabilizado el viejo orden, facilitando la aparición del estado centralizado y socavando las tendencias particularistas de la nobleza y el clero. Es una tesis atractiva y comprensible, aceptable para la investigación moderna, pero pronto se observa que muchos de los supuestos cambios que contempla son muy locales y que los desarrollos económicos y políticos que identifica están generalmente desfasados. Los progresos mercantiles de Italia, Flandes y el norte de Alemania, por ejemplo, no produjeron estados centralizados en dichas áreas y, aunque el reino capeto tardío sí que parezca un producto clásico de la economía política del siglo XIII, no hay nada en el trabajo que explique su doble desintegración durante los dos siglos siguientes, ni se da ninguna razón real para su subsiguiente recuperación. En el prefacio se admite que el carácter transicional del periodo se establece realmente no por el movimiento o el desarrollo, sino por «la coexistencia de elementos medievales y modernos en un constante estado de fluctuación», un reconocimiento de que el libro no ofrece ninguna explicación real sobre los procesos de cambio.14
El libro de Ferguson es típico en relación con todo ello. Muchos manuales hacen uso de un periodo de «crisis» para explicar la brecha entre los potentes estados del siglo XIII y los de finales del XV, pero no por ello dejan de ser selectivos a la hora de elegir los ejemplos, ni corrigen la tendencia a relatar una «transición» que acaba sustituyendo toda explicación global por una mera descripción simbólica. Las obras generales se mueven normalmente desde un siglo XIII de «expansión y hegemonía», plasmado en «el triunfo de la monarquía francesa», a través de un siglo XIV de guerra, hambruna y peste, en el que «las derrotas francesas y los ideales de caballería», la «fragmentación alemana» y «una Europa de violencia» marcarían la tónica, hasta un siglo XV enmarcado por el florecimiento cultural de Italia y Borgoña, la «recuperación» de Francia, la nueva monarquía de Inglaterra y la unificación de España.15 Los manuales tienen que simplificar, por supuesto, ¿pero debe ser realmente la política del continente explicada de este modo? La noción de «declive» solo tiene una especie de sentido superficial para la Iglesia occidental y en menor medida, quizás, para el Imperio. Asimismo, si «crisis» y «recuperación» describen a grandes rasgos lo que ocurrió en el reino de Francia de los Valois, o –aun a más grandes rasgos– captan el progreso de la corona de Castilla desde la deposición y muerte de Alfonso X en 1284 hasta los éxitos de Fernando e Isabel dos siglos más tarde, estas narrativas no encajan muy bien con las trayectorias de muchas otras sociedades políticas europeas, ya fueran reinos, como Inglaterra, Polonia y Hungría, principados como Bretaña, Flandes o Sajonia, o ciudades-estado como Florencia, Núremberg o Novgorod. La evidente adaptación y supervivencia de antiguas instituciones como el derecho romano y la tenencia feudal, las cruzadas, los monasterios o incluso el Imperio y el papado, y el florecimiento de instituciones que solo tienen una existencia limitada en muchas partes de Europa fuera de nuestro periodo –como las ligas y los estamentos representativos– sugieren que el «declive» y el «renacimiento», o la «medievalidad» y la «modernidad», no son términos muy útiles para abordar el periodo. Conectar los siglos XIV y XV a las épocas de antes y después, mejor conocidas, debe continuar siendo un objetivo fundamental para los historiadores del periodo, pero seguro que hay mejores formas de lograrlo.
2. TRES GRANDES NARRATIVAS
La estabilidad de los viejos leitmotivs de declive y transición es en cierta medida sorprendente, dado que más o menos en el último medio siglo se han elaborado tres interpretaciones relativamente complejas y ambiciosas sobre la dinámica de la Baja Edad Media. A pesar de que ninguna de ellas es primordialmente política por naturaleza, todas ofrecen alguna explicación del curso de los hechos políticos y sitúan el periodo en el marco de un razonamiento más amplio del desarrollo histórico. Dada su calidad estructural, en ocasiones rigurosa, se podría haber esperado que ofrecieran una corrección de las antiguas interpretaciones, pero, en cambio, han acabado tendiendo a asimilarse a aquellas otras aproximaciones más vagas. Hay muchos puntos en los que los tres relatos se solapan y refuerzan, pero conviene observarlos uno a uno para valorar sus fortalezas y debilidades, antes de acudir a las razones de su fracaso a la hora de modificar la visión tradicional.
La crisis social y económica
La primera narrativa se centra en la percepción de que la Baja Edad Media presenció una profunda crisis social y económica. En algunos relatos es una crisis del feudalismo: la descomposición de un orden sociopolítico basado esencialmente en la extracción de excedentes campesinos por los señores laicos y eclesiásticos y su reemplazo gradual (cuando menos, en Occidente) por unas condiciones económicas y sociales más cercanas al capitalismo. En otros relatos es un conjunto menos preciso de convulsiones provocadas por una mezcla de superpoblación, guerra, cambio climático y enfermedades epidémicas. Se apunta a que las hambrunas que golpearon buena parte de la mitad norte de Europa entre 1315 y 1322 prolongaron un periodo de recesión y estagnación económicas, que empeoró y se alargó con las cargas fiscales, la inestabilidad monetaria y las bancarrotas de las décadas de 1320, 1330 y 1340. El impacto de la Peste Negra (1347-1352) y las subsiguientes plagas en una población debilitada y su tambaleante economía habrían generado otro siglo de depresión, marcado, gran parte de él, por los efectos adicionalmente dañinos de la guerra, la tributación y la escasez de metales preciosos. Aunque hubiera señales de recuperación económica en sectores o lugares concretos a lo largo de dicho periodo, eran generalmente de corta duración o locales, de modo que el regreso sustancial a la prosperidad solo sería discernible durante la segunda mitad del siglo XV.
Se considera que esta mezcla de transición y depresión habría tenido una relevancia tanto general como específica para la política del periodo. Para historiadores marxistas como Robert Brenner, Rodney Hilton y Guy Bois esto es axiomático –para ellos, el orden sociopolítico dirige el movimiento de la economía, independientemente de lo que dicho orden deba a su vez al modo predominante de producción–, pero las principales bases que sirvieron para abordar la política bajomedieval desde un punto de vista socioeconómico fueron puestas por un grupo de historiadores franceses de posguerra con unas afiliaciones ideológicas más variables e imprecisas: Édouard Perroy, Robert Boutruche, Jacques Heers, Michel Mollat y Philippe Wolff, entre otros.16 Los estudios de esta tradición proponen que las adversidades de la sociedad del siglo XIV crearon una atmósfera general de dislocación que estaría en la base de las revueltas, parcialidades y guerras del periodo. Más específicamente, las condiciones socioeconómicas habrían provocado los alzamientos populares y pogromos que estallaron tanto en las áreas urbanas como en las rurales en torno a las décadas de 1320, 1350 y 1380, al tiempo que una crise nobiliaire, resultante de la caída de los ingresos señoriales, habría estimulado la violencia aristocrática y la agitación a lo largo del continente. En Occidente, los nobles empobrecidos habrían impulsado a sus gobernantes a la guerra para sacar provecho de los «presupuestos por el servicio nobiliario» –ya llegaran en forma de sueldos militares pagados a los capitanes o en forma de derechos para controlar la recaudación y el gasto de los tributos reales que se imponían sobre la población local–.17 Así pues, la dependencia resultante de la nobleza respecto a los sueldos, los oficios y las pensiones del rey estaría supuestamente en la base de las diversas guerras civiles y conflictos del periodo, especialmente en el siglo XV: la distribution of patronage, por usar la expresión típica en la historiografía inglesa, habría sido una cuestión de profundo significado económico y social para los propietarios que ya no eran capaces de mantenerse únicamente con los ingresos de sus tierras; se ha sugerido así que esta era la realidad subyacente a las intrincadas luchas que dominaron la política de los estados emergentes. Mientras tanto, en áreas donde el poder central era menos efectivo, especialmente en la Europa Centro-Oriental, pero también en España, los señores habrían tenido éxito limitando las libertades del campesinado, imponiendo una «segunda servidumbre» y defendiendo vigorosamente su control de los excedentes campesinos contra las intrusiones reales. Al mismo tiempo, gentes como los raubritter («caballeros-ladrones») o los routiers («mercenarios ambulantes») habrían protagonizado abiertamente «guerras por la tierra», buscando reemplazar los ingresos señoriales perdidos a través del antiguo arte del saqueo. Así pues, gran parte de la cultura y la política de la Baja Edad Media se ha explicado teniendo en cuenta esta intensa serie de alteraciones demográficas, económicas y sociales, y el papel adjudicado a la economía ha sido central en la mayor parte de la bibliografía acabada de citar, por no decir que en toda.
Existen, sin embargo, importantes problemas con las interpretaciones políticas invocadas por dicho contexto socioeconómico generalizado. En primer lugar, hay –y siempre lo ha habido– un desacuerdo sustancial entre los historiadores sociales y económicos acerca de qué estaba sucediendo en verdad durante aquel periodo. Como el propio Perroy señalaba en 1949, «crisis» es una palabra ambigua –puede significar punto de inflexión, pero también depresión y, en este sentido, los historiadores han disentido profundamente sobre la condición de la economía bajomedieval, por no hablar de la naturaleza de su relación con la vida social y política–.18 Si bien existe un gran consenso sobre la estagnación de la primera mitad del siglo XIV y la deflación de mediados del XV, las valoraciones sobre el final de ambas centurias varían ampliamente, con algunos autores que enfatizan la vitalidad y la expansión (especialmente en las manufacturas) y otros que destacan la recesión y el declive. Puede parecer obvio que el descenso generalizado de la población de finales del siglo XIV y principios del XV produjera una contracción de la economía, pero, evidentmente, el mismo descenso demográfico también generó un balance más positivo entre población y recursos, creó nuevos mercados para bienes y, como han enfatizado especialmente los historiadores marxistas, coincidió con ciertos progresos socioeconómicos agudamente divergentes en Oriente y Occidente. Incluso se han llegado a cuestionar algunas de las presunciones más básicas de la historiografía, con un destacado historiador que ha desafiado la antigua creencia universal de que Europa había llegado al límite de su sostenibilidad demográfica en torno a 1300, mientras que otro ha sugerido que la población de Francia en 1328 era quizás tan solo la mitad de lo que solíamos creer.19
Al mismo tiempo, los historiadores franceses y alemanes son cada vez más escépticos sobre el supuesto empobrecimiento de la nobleza bajomedieval: por más que las rentas estrictamente agrarias pudieron haber declinado, dichas familias siempre habían extraído ingresos de una notable variedad de recursos –molinos, mercados, peajes, tallas, diezmos, jurisdicciones– y siguieron haciéndolo; ciertamente se pudieron beneficiar de los nuevos mecanismos gubernamentales, como la fiscalidad real, pero también continuaron beneficiándose de los antiguos.20 No en vano, la propia noción de «crisis» ha quedado en entredicho: el difunto Stephan Epstein la reconfiguró como una «crisis de integración» –un proceso de ajuste de las estructuras mercantiles del continente– y muchos historiadores italianos han abandonado el término en general, prefiriendo hablar de «reconversión» o «transformación».21 Por supuesto, para los historiadores de la economía que trabajan con datos fragmentarios y locales resulta complicado distinguir las sacudidas cíclicas de las tendencias a largo plazo, por lo que es difícil decidir dónde poner el énfasis cuando cada cambio demográfico o social produce una mezcla de resultados positivos y negativos. Si alguna vez fue posible llegar a un cierto consenso, o si existieron debates manejables entre los que enfatizaban los aspectos depresivos de la economía y los que se centraban en las áreas de crecimiento, la imagen es ahora demasiado compleja como para resistir a una generalización. Bajo estas circunstancias, la pretensión de que la economía sirva como mecanismo central de explicación e interpretación de la vida política medieval parece endeble.
De hecho, los intentos por relacionar las causas económicas y las consecuencias políticas siempre han sido algo escurridizos. En primer lugar, los modelos principales de la economía política tienden a centrarse en el siglo XIV, dejando para el XV una mezcla relativamente poco teorizada y explorada de estagnación y recuperación.22 Es cierto que hay un énfasis bien establecido en el papel de los factores monetarios en los problemas de mediados de siglo y que ha habido también cierto interés en la «economía del Renacimiento», pero, en conjunto, las explicaciones economicistas no dominan los relatos de la política del siglo XV como lo hacen con el XIV.23 A su vez, a partir de investigaciones más detalladas ha quedado claro que ni las dificultades económicas ni el bienestar explican demasiado sobre las revueltas políticas del periodo, ya fueran populares o aristocráticas. La visión de Mollat y Wolff acerca de que el empobrecimiento habría dado lugar a los alzamientos de las décadas de 1350, 1370 y 1380 se ha mostrado errónea en suficientes casos como para que la descartemos definitivamente como causa general, mientras que la explicación alternativa –la prosperidad creciente de las capas bajas– únicamente funciona a medias para la revuelta de los campesinos ingleses y no encaja en otras insurrecciones bien conocidas como la rebelión flamenca de 1323-1324, la de los Ciompi de 1378, los pogromos hispánicos de 1391 o el alzamiento de Caux en 1435. Si reparamos en que muchos movimientos populares involucraron a otros grupos, incluyendo a los que tenían intereses económicos opuestos, se nos muestra probable que hubiera otros factores más importantes en la configuración de dichos episodios; en este sentido, para explicar el comportamiento de los rebeldes, Samuel Cohn ha destacado de manera reciente la prominencia de los sentimientos de injusticia y otros valores políticos que ellos mismos alegaban.24
En sus interpretaciones, Mollat, Wolff y otros prestan cierta atención a las causas políticas, incluyendo algunas generales como la fiscalidad y el crecimiento del estado, pero invariablemente las consideran secundarias. La historia económica de hoy, por otra parte, pone mayor énfasis en la interacción de factores económicos, sociales y políticos, lo que ha permitido que estos últimos influyeran por fin sobre los dos primeros. La audaz reinterpretación de la economía bajomedieval de Epstein atribuye un papel mayor, incluso primordial, a un proceso esencialmente político, el de la formación del estado, en la configuración del cambio económico: a corto plazo, argumenta, el desarrollo de los estados fue un factor para el crecimiento de la guerra y contribuyeron con ello a las crisis de distribución y a la poca inversión de comienzos del siglo XIV; a largo plazo fomentó un mejor crecimiento, al romper los obstáculos a la especialización y al intercambio que unos municipios y unos señores feudales anteriormente independientes habrían impuesto.25 Otros estudios locales han enfatizado igualmente el papel de la política gubernamental y la cultura política en la producción de resultados económicos, de manera que, por ejemplo, se ha mostrado que la opresión del campesinado catalán provino principalmente del orden legal y político desarrollado en el siglo XIII, mientras que en Castilla se ha indicado que la suerte de la industria de la lana y el textil durante siglo XV estuvo condicionada por las relaciones de poder entre los reyes, los magnates y los municipios.26
No es difícil ver por qué la noción clave de crisis socioeconómica ha alterado tan poco las narrativas convencionales de declive y transición. De hecho, en todo caso, las ha fortalecido, reconociendo la importancia histórica de la elevada mortalidad del periodo y proporcionando el peso historiográfico de la teoría marxista a unos relatos más tradicionales. De esta manera la historia política ha sido incuestionablemente enriquecida por el reconocimiento de sus circunstancias sociales y económicas, pero al mismo tiempo parece que la abrumadora preeminencia de aquel tipo de interpretación en las explicaciones de nuestro periodo –especialmente para el siglo XIV– se base en el atractivo de inserirse en una explicación a gran escala y en la falta de tesis alternativas ofrecidas por los historiadores políticos y constitucionales de mediados del siglo XX. Las hambrunas, la Peste Negra, el descenso demográfico prolongado, la escasez de plata en torno a 1400 y a mediados del siglo XV, las fluctuaciones de la producción urbana y rural y los patrones cambiantes de la explotación económica debieron afectar a la política, y negarlo no es, en absoluto, la intención de este libro, pero de todo lo que hemos expuesto debería quedar claro que los procesos económicos son demasiados complejos y diversos para dar el tipo de explicación general sobre la política bajomedieval que se les ha forzado a ofrecer. Ahora que se reconoce que los factores políticos también ayudan a configurar el comportamiento social y económico, parece aún más importante tener también en consideración el papel que los progresos de la cultura política y gubernamental pudieron haber jugado en el estallido de las crisis políticas de nuestro periodo.
La guerra y el desorden
Una segunda gran aproximación realizada para explicar las condiciones políticas de los siglos XIV y XV se centra en la prominencia de la guerra y el desorden durante el periodo. De nuevo, no es difícil advertir que dicha visión se puede subsumir fácilmente en las visiones tradicionales sobre la decadencia bajomedieval y, en parte, tal vez derive de la clásica descripción de Huizinga sobre «el tenor violento de la vida» en aquella época.27 Como hemos visto, la guerra y sus concomitantes sufrimientos –la tributación, las fluctuaciones monetarias, la destrucción resultante de las campañas y el ingobernable comportamiento de las poblaciones militarizadas– han sido, desde hace tiempo, un componente integral de los relatos franceses de la crise del siglo XIV. Gracias en parte a la amplia influencia de la historiografía francesa, dichos efectos se han generalizado al conjunto del continente. Para Philippe Contamine, por ejemplo, «la guerra impuso su formidable peso sobre una Cristiandad latina que estaba por otra parte desorientada, ansiosa, incluso dividida y rota por profundas rivalidades políticas y sociales, económicamente debilitada, desequilibrada y demográficamente desangrada».28 Para Richard W. Kaeuper, por su parte, «parece que la casi continua, destructiva y altamente costosa guerra ayudó a crear la depresión bajomedieval», de modo que también habría ayudado a generar «la crisis bajomedieval del orden».29 En las décadas de 1280 y 1290, se argumenta, los gobernantes pudieron reunir ejércitos más grandes y mantenerlos durante más tiempo, y esto, a su vez, permitió una guerra de mayor escala. Como consecuencia, los siglos XIV y XV sufrieron una serie de largas guerras, a menudo de una intensidad sin parangón y que afectaron a buena parte del continente. Las luchas eran más sangrientas, ya que los contingentes de infantería no estaban interesados en la sutileza de los rescates, mientras que la costumbre de pagar sueldos significó la creación de una gran masa de mercenarios que en tiempos de paz se mantenía en armas, rapiñando la tierra y estimulando nuevos conflictos al ofrecer sus servicios a los contendientes regionales. Al mismo tiempo, la ubicuidad de la guerra en el periodo alimentó y fomentó la cultura caballeresca que atrajo buena parte de la atención y de los recursos de las clases gobernantes de Europa, frenando o desbaratando el desarrollo burocrático y legal y distrayendo las finanzas en usos improductivos. En este escenario, el orden se deterioró y las parcialidades aumentaron, mientras los gobiernos reales y otros regímenes oscilaban entre los triunfos fugaces de las victorias militares y las divisiones provocadas por las tensiones y las derrotas. Para muchos historiadores, por tanto, las grandes guerras habrían sido una característica nueva y principalmente negativa de la Baja Edad Media, que habría contribuido significativamente a la generalización del caos político.30
Otra vez, sin embargo, esta visión condenatoria del periodo merece un examen más atento. La guerra, sin duda, es siempre espantosa, ¿pero fueron las guerras de los siglos XIV y XV mucho peores que las anteriores? Gran parte de ellas no parecen haber sido tan enormes, frecuentes y destructivas como las del XVI o el XVII, pero la guerra no ha moldeado la interpretación de estos periodos de una manera tan desalentadora. Las estadísticas de Sorokin sobre la frecuencia de las guerras registran 311 para el siglo XV, 732 para el XVI y 5.193 para el XVII: por muy cuestionables que puedan ser sus datos, las diferencias en proporción son espectaculares, especialmente cuando se les suma la multiplicación por diez del número total de soldados en Europa entre 1500 y 1800.31 Si bien los ejércitos de finales del siglo XIII tenían ciertamente un tamaño considerable –Eduardo I llevó unos 30.000 hombres a Escocia en 1298, Felipe III 19.000 a Aragón en 1285, los florentinos tuvieron 16.000 en Montaperti en 1260 y los ejércitos de la batalla de Courtrai/Kortrijk de 1302 fueron probablemente de 10.500 cada uno–, las altamente móviles fuerzas del siglo XIV eran, en general, bastante más pequeñas.32 Eduardo III llevó poco más de 5.000 hombres a Francia en 1338, mientras que el Príncipe Negro tuvo quizás unos 8.500 hombres en Nájera en 1367 y Juan de Gante lideró unos 6.000 en su cabalgada de 1373; las Grandes Compagnies, que aterrorizaron el sur de Francia en la década de 1360, no eran más de 4.500 en su momento álgido, mientras que las compañías mercenarias más grandes de la Italia de mediados del siglo XIV no excedían los 10.000 combatientes.33 Es cierto que la Baja Edad Media experimentó largas e intensas guerras, ¿pero tan diferentes eran a los conflictos de Normandía en torno al año 1100 y la década de 1150 (o los de 1193-1204)?, ¿o tan distintos eran a la secuencia de guerras que se prolongó casi ininterrumpidamente en Italia desde la primera invasión de Barbarroja hasta la década de 1260? Los conflictos de los siglos XI y XII conllevaron normalmente abundantes saqueos, incendios y matanzas, y podemos cuestionar que las destrucciones causadas por las cabalgadas de Eduardo III, o por las guerras husitas, fueran realmente mayores que las de las cruzadas anticátaras de las décadas de 1210 y 1220, las invasiones mongolas de 1240, las guerras ibéricas de 1229 a 1265 o, por otra parte, que las de las guerras italianas de los decenios posteriores a 1494. Por lo que respecta a la brutalidad, Malcolm Vale sugiere que –dejando a un lado las guerras civiles– la más discernible corresponde a la violencia del final de nuestro periodo, es decir, a partir de las últimas décadas del siglo XV, que es, en este sentido, la época en que el tamaño de los ejércitos volvió a aumentar y se renovó la función de la infantería.34
Podemos cuestionar, por tanto, que los siglos XIV y XV fueran testigos de una expansión significativa de la guerra. Una razón por la que el periodo anterior se considera como relativamente pacífico es que muchos de sus conflictos tuvieron lugar fuera de Francia, o se resolvieron en favor de la corona de los Capetos, por lo que han tenido un impacto menos negativo en la historiografía francocéntrica. Por otra parte, también es importante recordar que incluso un conflicto como la Guerra de los Cien Años comportó largos periodos de tregua y que respetó grandes áreas de Francia (por no hablar de Inglaterra, Escocia o España). Incluso en el siglo XIV la guerra se mantuvo como un fenómeno localizado y la cultura de las parcialidades y los enfrentamientos que comúnmente invocan los historiadores para generalizar su extensión fue, en todo caso, más o menos endémica por casi todo el continente, como ha señalado de manera reciente Howard Kaminsky.35 Hay un aspecto muy revelador de la insistencia de la corona francesa en que la guerra «privada» debía abandonarse durante los periodos de guerra «pública» o del rey: sugiere que los problemas con los routiers y écorcheurs eran más habituales en las sociedades fragmentadas y militarizadas de la periferia francesa de lo que podríamos imaginar.36 Igualmente, las diversas exacciones impuestas sobre el campesinado francés por parte de señores armados, captores de botín y jefes militares son, por un lado, difícilmente separables de las tradicionales tailles señoriales y, por otro, de los nuevos impuestos reales.37 Es cierto que la violencia marcial se organizó de una manera distinta durante la Baja Edad Media –las bandas y los ejércitos se unieron mediante mecanismos diferentes y algunas de estas organizaciones adquirieron nuevos tipos de poder o de perdurabilidad– y no sorprende que en ocasiones los coetáneos reaccionaran con protestas amargas ante dichos cambios. Pero dichos factores nos pueden aportar más información sobre las transformaciones de la tecnología política, la opinión pública o los discursos predominantes que sobre el nivel real de violencia en la sociedad.
Esto lleva a una importante acotación sobre las fuentes materiales. Contamine comienza su análisis sobre la guerra en expansión de los siglos XIV y XV destacando una explosión de pruebas, pero este destacado factor no refleja simplemente el aumento de los conflictos: sobre todo, es testimonio de un aumento de la escritura, de unos gobiernos en crecimiento y de las propias expectativas generadas durante el periodo. Lo mismo pasa seguramente con el incremento de las pruebas sobre el desorden: cuantas más intrusiones judiciales y mayor registro documental hubo, más pruebas de violencia y criminalidad tenemos, y mayor el horror aparente mostrado por la sociedad, cuyos comentaristas ajustaron rápidamente sus expectativas para reflejar el fracaso recurrente de lo que la legislación real prometía respecto al orden público. Los historiadores ingleses están familiarizados con las formas en las que los resortes ofrecidos por el sistema judicial estimularon tipos particulares de alegación: si acusar a alguien por agresión «con fuerza y armas» permitía que el juicio fuera elevado a un tribunal más alto y poderoso, entonces había buenas razones para realizar dicha acusación, independientemente de lo que hubiera sucedido en realidad.38 Como K. B. McFarlane señaló hace mucho tiempo, «es la propia riqueza de sus fuentes la que ha dado una mala reputación a la Baja Edad Media».39 Cuando miramos con más atención al mundo anterior al año 1300, a menudo lo encontramos tan brutal y desordenado como el periodo posterior: era más amable con las clases altas, pero eso explica más cosas sobre la relativa concentración de poder en manos aristocráticas que sobre el aparente orden público. La Europa de la Alta y la Plena Edad Media pudo diferir más del periodo subsiguiente en los testimonios que dejó y en los mecanismos limitados por los que fue gobernada que por sus principios políticos generales.
El surgimiento del «Estado»
Quizás el mayor problema de dar demasiado poder causal a la guerra resida en el hecho de que en realidad la guerra era simplemente una consecuencia. Las guerras de los siglos XIV y XV fueron producto no solo de la violencia, sino también de un desarrollo conceptual y gubernamental –del crecimiento de las jurisdicciones centralizadas, las intrusiones gubernamentales y la capacidad administrativa–. Así pues, explicar la política de la Baja Edad Media en términos de guerra es, en cierto sentido, explicarla en términos de crecimiento estatal. Esto nos lleva directamente a la tercera gran narrativa sobre el periodo bajomedieval: su papel como lugar de nacimiento del «Estado moderno».
Hasta hace relativamente poco los relatos sobre la formación estatal obviaban en general la Baja Edad Media. Obras clave como Lineages of the Absolutist State (1974) de Perry Anderson o la colección de Charles Tilly sobre The Formation of National States in Western Europe (1975) se centraban en un periodo que se iniciaba a finales del siglo XV, y cuando los medievalistas alegaban unos orígenes previos comúnmente llamaban la atención sobre el periodo anterior a 1300.40 En la formulación clásica del historiador estadounidense Joseph R. Strayer, por ejemplo, los logros judiciales, administrativos y financieros de los reinos plenomedievales fueron fundamentales en la construcción de los estados modernos, pero quedaron frenados por los problemas de los siglos XIV y XV: durante casi doscientos años cesaron las innovaciones gubernamentales y el «Estado soberano» dejó de realizar progresos hasta que la relativa prosperidad y paz social de finales del siglo XV permitió la recuperación.41 Por tanto, conectaran o no con la Edad Media, las viejas historias del «Estado» encajaban pulcramente con la narrativa tradicional de la estagnación bajomedieval y la recuperación renacentista; con todo, a partir de la década de 1970 hubo entre los medievalistas dos vías de reflexión alternativas –una derivada del interés por la guerra y la otra de una maniobra deliberadamente revisionista de Bernard Guenée– que llevaron a realizar interpretaciones distintas.
La concisa observación de Tilly, «la guerra hizo el estado y el estado hizo la guerra», refleja un razonamiento apuntado por Strayer, y su primera mitad, en particular, ha quedado reflejada en el trabajo de diversos historiadores que han explorado el papel de la guerra en la configuración de la evolución política y gubernamental de la Baja Edad Media.42 En determinadas interpretaciones, como las de Gerald Harris sobre Inglaterra, lo dinámico es positivo: las tensiones de las guerras de los siglos XIII y XIV produjeron desarrollos fiscales y de representación que forjaron una comunidad política cohesionada.43 De manera más común, en cambio, la visión suele ser neutral o negativa: el «estado de la ley» de Richard W. de Kaeuper, modelado sobre las ideas de Strayer y que avanzaba netamente en torno a 1300, habría sido perturbado y parcialmente anulado por las guerras del siglo XIV, incluso a pesar de que el «estado de la guerra» que emergió en dicho periodo hubiera mostrado ciertas fortalezas, especialmente en Francia.44 En cualquier caso, todas estas interpretaciones tienden a reafirmar la visión de que la guerra es el gran motor de la vida política bajomedieval y eso mismo queda reflejado en las obras de síntesis, que tienden a narrar los principales progresos de la fiscalidad y la representación presentándolos sobre todo como un subproducto de la presión bélica. Por consiguiente, aunque la mayoría de los manuales documenten el innegable crecimiento de las instituciones fiscales y políticas durante el siglo XIV, lo hacen de una manera esencialmente alejada de la política doméstica. Esto, a su vez, tiene serias consecuencias tanto para la historia de las instituciones como para la de la política, de modo que la primera parece casi exclusivamente conducida por las exigencias de la actividad militar, mientras que la segunda queda reducida a una narrativa de buenos reyes, malos reyes, facciones y patronazgo.
Bernard Guenée tomó un camino bastante distinto. En varios ensayos publicados en la década de 1960 y en su libro de 1971 sobre Les États, lanzó una poderosa y multifacética crítica contra las antiguas obras que hablaban del crecimiento estatal. Una parte esencial de su interés era apartarse del énfasis en «la transición» que realizaban los relatos del periodo. Pensó que las formas de estado de la Baja Edad Media debían ser vistas en sus propios términos, como algo distintivo de los siglos XIV y XV. Lo que en su visión caracterizaba a los estados de este periodo era un tipo de dualidad: la prominencia equivalente del gobernante, por un lado, y del país, la nación o la comunidad, por el otro, en las ideas y estructuras de la época. El primero era normalmente un príncipe; el segundo estaba parcialmente representado por organizaciones estamentales, pero también podía manifestarse a través de redes aristocráticas o revueltas populares. La cultura política prescribía el «diálogo» como la mejor manera para hacer funcionar dicha estructura dual, y el desarrollo de las instituciones gubernamentales y las prácticas políticas del periodo se combinaron para asegurar que aquella fuera ciertamente la figura clave de la evolución política. Una consecuencia del intento de Guenée por rescatar el periodo de la posición que ocupaba en las narrativas de gran escala fue que se centró más en describir las estructuras de los estados bajomedievales que en explicarlas u observar sus transformaciones con el paso del tiempo. Con todo, su obra no está desprovista de un elemento narrativo y, como se ha indicado anteriormente, ofrece, de forma esquemática, un modelo de tres fases para el periodo. Según proponía, desde finales del siglo XIII a mediados del XIV se habría producido un largo periodo de crecimiento burocrático que incluía la aparición de oficinas de gobierno y la multiplicación de los oficiales, lo que acabaría favoreciento a los estados regios y estimulando la conciencia nacional, aunque no hubiera una continuidad. Las crisis de las décadas de 1340 y 1350, causadas por las pestes, la guerra y la escasez de plata, habrían frenado el desarrollo gubernamental e introducido un segundo periodo de cincuenta a setenta y cinco años protagonizado por las órdenes caballerescas, las instituciones representativas, las revueltas populares y la concesión de privilegios a nobles, municipios y provincias. Estas tendencias descentralizadoras habrían producido una corriente democrática que habría alcanzado una especie de cénit en torno a 1400, aunque el caos que acompañaría los acontecimientos posteriores, como el «movimiento conciliar», la revolución husita de Bohemia o las luchas entre los Borgoña y los Armañac en Francia, habrían llevado a un tercer periodo de reafirmación monárquica, que ganaría fuerza a partir de 1425 aproximadamente. En muchos sentidos, la Baja Edad Media habría finalizado con un regreso a la situación de finales de siglo XIII –reyes fuertes que gobernaban mediante burocracias nacionales–, pero con ciertos avances permanentes por la experiencia de aquellos dos siglos: un sentido más fuerte del estado nacional, quizás, y una sociedad más organizada y estratificada.
Estas ideas llegaron demasiado tarde como para causar un impacto notable en el contenido de los manuales británicos, que fueron redactados mayoritariamente en la misma época. En todo caso, además, a pesar del refrescante razonamiento que había detrás, el modelo de tres fases de Guenée se basaba en ciertas explicaciones habituales sobre el cambio constitucional que recordaban a las antiguas narrativas de crisis y recuperación. En su énfasis en el diálogo, sin embargo, y en su serio intento de conectar con la sociedad política y con la cultura política (o con los propios procesos políticos en sí mismos), el trabajo de Guenée anticipó en cierta manera los proyectos europeos de estudio del crecimiento estatal iniciados por Jean-Philippe Genet y Wim Blockmans en la década de 1980. Gracias a la iniciativa de estos, ha empezado a emerger un relato comparativo más rico y razonado sobre la formación de los estados europeos en la Baja Edad Media. Los volúmenes temáticos publicados por la European Science Foundation abarcan de 1200 a 1800 y prestan una atención variable a nuestro periodo, pero, en cualquier caso, el «modelo de funcionamiento» de Genet sobre la «génesis» del estado moderno está directa y sensiblemente relacionado con los siglos XIV y XV, y ha ejercido una influencia muy amplia, en particular en Francia y en España.45 En esta interpretación el nacimiento del estado moderno se da aproximadamente entre 1280 y 1360, y su factor clave es, nuevamente, la presión de la guerra y los mecanismos fiscales y de representación vinculados a ella. Los cambios socioeconómicos, que junto al desarrollo de la fiscalidad estatal erosionaron la independencia política de los señores feudales, facilitaron su crecimiento y aseguraron que las jerarquías sociales informales se remodelaran en torno a las estructuras estatales en expansión, buscando controlarlas más que rechazarlas. Este patrón, conocido como bastard feudalism en la historiografía inglesa, pudo implicar alguna perturbación del poder estatal, pero Genet destaca que también ayudó a confirmarlo y a esparcir su influencia entre la sociedad; así, la ambivalente relación entre gobierno y sociedad política puede ayudar a estructurar y explicar tanto los convulsos hechos políticos de la Baja Edad Media como su resultado a comienzos del siglo XVI en un tipo de estados con menos impugnaciones y mayor centralización. De manera similar, el temprano desarrollo del estado secular habría tendido a producir conflictos con la Iglesia, pero en el largo plazo las técnicas clericales, el personal y en definitiva la institución en sí misma habrían sido asimilados con éxito. Finalmente, no habrían sido solo los factores sociales y políticos los que habrían determinado el progreso del estado, sino también los culturales. Genet pone un especial énfasis en tres desarrollos: la creación de una comunidad política nacional en diálogo con el príncipe, que sitúa en la década de 1290; la gradual evaporación del monopolio eclesiástico sobre los lenguajes del poder, en favor de una diversidad de campos discursivos, y la creciente preeminencia de un lenguaje específicamente político a finales de siglo XV. Ciertamente el estado afrontó problemas en dicho periodo y aún más tarde, pero constituía ya irreversiblemente el presente de la política europea.
Wim Blockmans, por su parte, presta más atención al papel de las ciudades en el desarrollo de los estados.46 Según argumenta, después de que una primera ola de formación estatal en los siglos XI y XII creara reinos y principados feudales, una segunda ola, vinculada a la comercialización del siglo XIII, habría producido un escenario más complejo, en el que los gobernantes pudieron crear a menudo gobiernos más poderosos, al tiempo que los municipios recién enriquecidos aprovecharon su concentración de capital y población para adquirir derechos políticos. En consecuencia, los siglos XIV y XV se habrían caracterizado por un espectro de formas políticas que iba desde las ciudades autónomas, allí donde los gobernantes eran notablemente débiles, hasta los reinos aristocráticos, allí donde los municipios estaban menos desarrollados. Entre ambos extremos se daría otra situación más habitual en la que unos reyes y príncipes razonablemente vigorosos se enfrentaban a unos municipios cuyo poder era sustancial, pero no arrollador. Normalmente, estos municipios se unirían con otros en ligas o estamentos representativos, lo que acabaría contribuyendo a una política de negociación con los gobernantes circundantes. A finales del siglo XV, sin embargo, las exigencias de los «sistemas estatales» en desarrollo llevarían a los gobernantes más poderosos a reunir ejércitos más grandes e imponer tributos más onerosos, mientras que la estagnación económica habría reducido la riqueza relativa y el poder de negociación de la mayor parte de los municipios. Bajo estas circunstancias, los municipios quedarían definitivamente subordinados, las instituciones representativas perderían gran parte de su vigor y surgirían así los «estados monárquicos consolidados».
Queda claro que todas estas interpretaciones conllevan ciertos avances muy notables respecto a la antigua bibliografía sobre la formación estatal. No solo reconocen la expansión de las instituciones gubernamentales y prestan cierta atención a la dinámica política del periodo, sino que además, como en el trabajo de Guenée, admiten tímidamente que el crecimiento de las formas estatales pudo contribuir a la complejidad y conflictividad política –quizás este sea el tema más importante que obvian el resto de obras históricas sobre el periodo–. Estos modelos van más allá de un enfoque estrechamente institucional y reconocen no solo la importancia de las ideas –al fin y al cabo la historiografía del siglo XIX ya lo había hecho–, sino también el papel de las estructuras y el comportamiento sociales, los patrones de comunicación y otros aspectos similares; en definitiva, ofrecen un relato mucho más completo y realista del crecimiento estatal. También abandonan las afirmaciones finalistas que caracterizaban la antigua bibliografía sobre el estado. Para un escritor como Joseph R. Strayer, el estado francés se habría construido por la acción deliberada y determinada de reyes como Felipe IV y sus instruidos ministros, pero en el modelo de Genet es en cambio una machine folle, un manojo irreflexivo de estructuras y nociones que se movía hacia delante por una mezcla de usos sociales y tendencias propias inherentes.47 Esto parece mucho más plausible y también evita el antiguo problema de la acomodación de los muchos valores y prácticas de los contemporáneos que no parecían tener en consideración los intereses del estado. Las acciones de Carlos V, que puso las bases de la fiscalidad permanente y el ejército nacional, pero también fomentó la existencia de los principados semiindependientes de Borgoña, Berry y Anjou, son mucho más comprensibles desde esta perspectiva y, de hecho, su comportamiento fue, como veremos, absolutamente característico de los líderes políticos de la época.
En el presente libro aceptaremos y seguiremos muchas de estas ideas, pero también señalaremos, a continuación, algunas de sus limitaciones. Un problema inmediato es la importancia causal otorgada a la guerra, cuando, como acabamos de indicar, las guerras del periodo fueron tanto la causa como la consecuencia del desarrollo político y constitucional. El papel de los conceptos legales y judiciales y de las instituciones, que se desarrollaron en muchas partes de Europa con bastante anterioridad al periodo 1280-1360 y seguramente guiaron muchos de sus conflictos, merece más atención en la explicación del progreso de los estados: de hecho, un lamento particular de Tilly era que las instituciones judiciales no habían sido tenidas en cuenta por su equipo de investigadores de la década de 1970.48 Igualmente, no puede ser suficiente decir que los gobernantes de finales del siglo XV tenían la obligación de imponer tributos más altos y reunir ejércitos más grandes por la presión de las guerras que se esperaba que mantuvieran: necesitamos saber por qué la escala de la guerra estaba en expansión y de qué manera los gobernantes fueron capaces de incrementar las peticiones sobre los recursos que estaban bajo su jurisdicción. La guerra puede ser una de las formas más drásticas en que los recursos políticos humanos se implementan y coordinan, pero está muy lejos de ser la única, de modo que una explicación de los procesos políticos centrada en la guerra implica tanta distorsión en la causación política como las que se centran en la lucha de clases.
Otros problemas provienen de la preocupación de estas obras por el nacimiento del estado moderno. Ha sido una preocupación de la historia académica desde sus orígenes en la cultura nacionalista del siglo XIX, cuando la historia política y constitucional se centraba en la evolución de los estados nacionales por entonces existentes. Dicha empresa conllevó toda una serie de sesgos y distorsiones: la imposición de las fronteras modernas en un mundo que estaba dividido de una manera distinta, o totalmente distinta; un énfasis en la singularidad nacional, a costa de obviar el extenso patrimonio común de los pueblos europeos, y un relato del desarrollo histórico que se centraba en la forja de la unidad política nacional. Esto último, en particular, significó que los actores que parecían trabajar en favor de los objetivos de los estados del siglo XIX (típica pero no exclusivamente reyes y ministros) fueran extensamente estudiados y celebrados, mientras que los actores, fuerzas y grupos que parecían actuar en contra de aquellos objetivos –municipios y magnates particularistas, imperios e iglesias universales, rebeldes, cortesanos o facciosos– fueron obviados y despreciados. La nueva bibliografía sobre el surgimiento de los estados escapa en gran parte a la vieja inevitabilidad nacionalista: presta mucha más atención que en el siglo XIX a ciertos sistemas políticos, como el ducado Valois de Borgoña, la Liga Hanseática o las ciudades y los estados territoriales de Italia; está dispuesta a hablar de «transformación» más que de «creación», y se muestra tan inclinada a examinar ideologías, gobiernos locales o relaciones entre regímenes y repertorios de protestas como a centrarse en la guerra y la fiscalidad.49 Un espíritu igualmente revisionista ha prevalecido en el tratamiento de los desarrollos políticos y gubernamentales de cada país: generalmente también se ha prescindido de los paradigmas del siglo XIX y ahora existen una gran cantidad de interpretaciones altamente sofisticadas y persuasivas que incorporan el crecimiento de las instituciones en los mecanismos de la sociedad política. Pero a veces el trabajo comparativo de la tradición Genet-Blockmans revela antiguos presupuestos. Dado que su relato central es el surgimiento de estados étnicos nacionales, dicha clase de narrativa tiende a observar el resto de formaciones de poder –la Iglesia y el Imperio universal, las otras iglesias, los principados, los estamentos, los municipios, las comunas rurales o las ligas– esencialmente en relación con aquellos Leviatanes emergentes. Incluso Guenée, que notablemente no mostraba interés por el camino hacia la modernidad, refleja esta tendencia a privilegiar el ámbito nacional, o «regnal» según el término utilizado por Susan Reynolds.50 El problema con esta interpretación es que diversas formas de poder europeas, como las jurisdicciones de tamaño considerable que existían por encima y por debajo de los estados, estaban experimentando muchos de los procesos que también experimentaban esos mismos estados en formación. En concreto, aquellas diversas formas de poder interactuaban directamente entre sí y no solo a través de mecanismos «regnales», por lo que hablar simplemente de «diálogo» puede resultar una simplificación drástica de la multiplicidad de relaciones políticas que había en un determinado territorio. Durante mucho tiempo, además, estas otras formas de poder tuvieron legitimidad objetiva y credibilidad para extenderse de manera similar a como lo hacían las autoridades «regnales», que fueron las que finalmente triunfaron. El propio Blockmans, como cabría esperar de un historiador de los Países Bajos, es altamente sensible a esta cuestión, pero incluso en su obra es difícil encontrar una vía de desarrollo entre el primer surgimiento de la negociación entre las autoridades principescas y urbanas a principios del siglo XIV y el triunfo de los «estados consolidados» a finales del XV; sin embargo, necesitamos saber por qué los marcos «regnales» fueron capaces de prevalecer, finalmente, sobre las otras estructuras estatales. El surgimiento de los estados nacionales ofrece, ciertamente, una ruta para navegar por los complejos procesos políticos de la Baja Edad Media, pero necesita ser entendido en relación con la política del periodo y compensado con el reconocimiento de otras clases de estados –y otras clases de crecimiento estatal– que configuraron dichos procesos políticos. Como mínimo, los desarrollos institucionales en otros niveles políticos deben ocupar un papel principal en la explicación de los conflictos del periodo: los états intermédiaires de Genet no solo propagaron una familiaridad con el estado del rey, sino que al mismo tiempo también facilitaron la resistencia a sus pretensiones y excesos.51
Existen también otros problemas. Genet, como la mayoría de los analistas modernos del estado, destaca lo mucho que los poderes seculares tomaron prestado de la Iglesia en la evolución de sus propios regímenes; no obstante, en su modelo la Iglesia es presentada como un tipo diferente de institución, un «otro» junto al que inevitablemente existía el estado secular en tensión, hasta que lo absorbió de manera efectiva a final de nuestro periodo. ¿Merece «la Iglesia» esta cualidad distintiva entre las muchas otras estructuras de poder que existieron junto al estado regio? Parece dudoso. Por más que hubiera legitimaciones y prácticas peculiares de las estructuras de poder eclesiásticas, muchísimas de ellas se compartían con otras formas políticas del periodo. Siguiendo a Maitland, Sir Richard W. Southern presentó a la Iglesia universal, como es sabido, como un «estado»; por otra parte, muchos historiadores se han preocupado igualmente por las pretensiones espirituales, incluso taumatúrgicas, de los reyes y otras autoridades.52 Southern procedió a señalar que las estructuras y mentalidades eclesiásticas cambiaron junto a las del resto de la sociedad y, en efecto, la política de la Iglesia papal –de hecho, de todas las iglesias– recuerda durante los siglos XIV y XV a las políticas laicas, incluso cuando interactuaba con ellas. Nuevamente, necesitamos distanciarnos de todo énfasis indebido sobre el estado «regnal»/nacional, reconociéndolo como una forma entre otras muchas del periodo: las estructuras de tipo estatal no derivaban necesariamente de él, ni eran suyas en exclusiva. De hecho, siguiendo este punto, podemos enfatizar que las prácticas de tipo estatal no eran la única manera, ni incluso la manera normativa, a través de las que gobernaban los reyes. La gracia era el medio característico a través del que se expresaba la autoridad personal, al menos en el contexto cara a cara en el que buena parte de la actividad política medieval se gestionaba todavía: justicia flexible, misericordia e ira, regalos, sobornos y compromisos, acuerdos tácitos o recompensas –a veces muy vagamente definidas– en expectativa de futuros servicios o de un beneficio inmediato, etc. Esta clase de poder tenía que ser ejercida a menudo –cada vez más– y tenía que ser justificada en ocasiones en contextos públicos, pero era una forma diferente de poder a la del «estado» y descansaba frecuentemente en legitimaciones, escenarios y medios diferentes. Cuando los reyes la ejercían con éxito, como hacían frecuentemente, es muy fácil confundirla con el avance del estado, pero la libertad que caracterizaba dicho modo de gobernar no encajaba a menudo con las expectativas y formalidades que acompañaban al poder estatal, y, en este sentido, su ineludible provisionalidad ayuda a explicar la fluctuación en la eficacia del gobierno en todas sus formas, tanto en este periodo como más adelante. Genet admite la presencia de la autoridad informal en la Baja Edad Media, pero tiende a verla como una característica de los señores, no de los reyes. La ve también como jerárquica y vertical, y la yuxtapone con las asociaciones horizontales del estado, pero cabe tener en cuenta que las asociaciones de grupos de iguales –facciones, partidos, gremios, ligas– podían ser tan formales o informales como las afinidades, los grupos familiares u otras organizaciones estratificadas. Otra vez, más que dar prioridad a una forma de poder –el «estado moderno» emergente– y mirar hacia todo lo demás a través de su lente, necesitamos, sobre todo en este periodo, reconocer la interacción de una multiplicidad de formas y tipos vigentes y efectivos de poder.
Ciertamente nos hemos alejado en algunos aspectos de las grandes narrativas que dieron base en su momento a la última generación de manuales, pero también es cierto que las interpretaciones analíticas de gran escala sobre la política bajomedieval no han alterado aquellos antiguos relatos tanto como se podría esperar. La crisis de la sociedad feudal –sea esencialmente percibida en términos económicos, sociales o militares– ofrece una explicación general atractiva sobre los desórdenes políticos del siglo XIV; el crecimiento de las formas estatales se trata principalmente como un producto de dichos desórdenes y ofrece un motivo para que su resolución a largo plazo desemboque en los sistemas políticos más estables de principios del siglo XVI. Podemos preguntarnos, en cualquier caso, si estas interpretaciones han obtenido tanto sustento de las antiguas historias sobre el declive y la recuperación como han acabado contribuyendo a ellas. A pesar de todo su potencial, descansan sobre presunciones problemáticas y, más allá de lo que puedan ofrecer en el campo más amplio del cambio de lo «medieval» a lo «moderno», la mayoría de ellas ayudan sorprendentemente poco a explicar el curso de los acontecimientos y los desarrollos políticos del propio periodo de los siglos XIV y XV. Como consecuencia de ello, la historia política paneuropea permanece esencialmente sin sentido: una sucesión aleatoria de gobernantes fuertes y débiles, generada por los antojos de la herencia; incesantes juegos de facciones, que ascienden y se derrumban cuando la riqueza y el poder son redistribuidos y las redes se forman o vuelven a formar; una serie de guerras y luchas dirigidas por los instintos codiciosos y agresivos de las dinastías, las compañías mercantiles o las élites urbanas. Espero haber expuesto los suficientes argumentos como para sugerir que es necesario acercarse a los procesos políticos del periodo de una manera diferente –un acercamiento distinto que, de hecho, ya está presente en la mayoría de obras de ámbito nacional o regional–. En cualquier caso, antes de abandonar la historiografía y pasar a exponer las bases de una nueva posible interpretación, me gustaría mencionar un último problema que afecta a la mayor parte de la bibliografía existente. Es uno muy habitual: el alcance restringido de la «Europa» que se describe.
Generalmente, la historia europea medieval se ha interesado ante todo por el área actualmente ocupada por Francia, Alemania e Italia, con Gran Bretaña (o más bien Inglaterra), los Países Bajos y la península Ibérica en un lugar secundario, y cualquier otra zona muy por detrás en cuanto a cobertura e importancia. Las versiones actualizadas de Hay y Waley incluyen capítulos especialmente encargados sobre los reinos al este del Elba (aunque apenas sobre Escandinavia), pero el libro de Holmes está básicamente restringido a las tierras carolingias centrales y el Mediterráneo: siendo un trabajo para el mercado británico, excluye Inglaterra e ignora el resto del archipiélago.53 Evidentemente, han habido serios obstáculos para incorporar la historia de la Europa Septentrional y Oriental a las obras escritas en Occidente: el conocimiento limitado de las lenguas nórdicas y eslavas entre los occidentales; la imposición de la ideología oficial marxista-leninista entre los historiadores del bloque oriental; la dificultad de acceso a los archivos y el relativo subdesarrollo de la historia política medieval en algunas de esas regiones. Muchos de estos obstáculos comenzaron a poder ser superados a partir de las décadas de 1960 y 1970 –cuando se escribió la generación actual de manuales–, y los volúmenes de la NCMH, por ejemplo, contienen tratamientos actualizados en inglés de todas las formaciones políticas de la órbita europea. Los estudios adecuadamente comparativos e integradores han comenzado a darse en ciertas áreas, generalmente en aquellas en las que el encaje con el resto de Europa es casi ineludible –por el comercio y la circulación monetaria, por ejemplo, o por el destino divergente del campesinado entre Oriente y Occidente–, al tiempo que los volúmenes de la European Science Foundation sobre los orígenes del estado moderno también han realizado serios esfuerzos por incorporar a su análisis una Europa más amplia. Pero, aun así, todavía hay muchos retos para cualquier historiador que desee implicarse en un trabajo de este tipo. Naturalmente, la historiografía de la Europa Septentrional y Oriental también está llena de mitos nacionalistas, algunos en paralelo a los de Occidente y otros confrontados, mientras que dichos nacionalismos, al mismo tiempo –y en algunos campos–, también se han visto revitalizados como consecuencia de la historia reciente de aquellos países. Por otra parte, los intentos de los historiadores occidentales por recobrar aquellas historias tradicionalmente subalternas pueden tender a reforzar la división del continente al centrar exclusivamente su atención en la «Europa Centro-Oriental», en los «Balcanes» o en «Escandinavia», ignorando, o simplificando, las interacciones entre estas regiones y las formaciones políticas del oeste y del sur. En relación con todo ello, ciertamente no es fácil para el escritor de un manual identificar paralelos y discernir diferencias de una forma en la que pueda liberarse de las narrativas que discute y en la que, al mismo tiempo, evite la exageración, la subestimación o el desacuerdo, haciendo parecer que su propia explicación sea irrefutable.
3. LAS ESTRUCTURAS
Hemos sugerido en las páginas anteriores que los historiadores deberían prestar más atención a las estructuras y procesos políticos cambiantes de la Europa bajomedieval. Esto, por supuesto, es lo que han intentado las historias recientes sobre la formación estatal, pero no es necesario encuadrar –casi podríamos decir «incrustar»– la historia estructural de la política en la noción de estado.54 Como hemos sugerido, hubo muchas formas, prácticas y procesos políticos aparte de los que alimentaron al estado o de los que son comúnmente asociados con sus operaciones en las mentes de los historiadores. Ni, tampoco, las estructuras de autoridad y de poder, o incluso de gobierno, estaban necesaria o coherentemente coordinadas del modo que un término como el de «estado» puede implicar. Aunque los estados hubieran emergido durante este periodo, como algunos autores desean demostrar, no queda claro que dicho proceso sea un eje útil para abordar la historia política; de hecho, organizar el relato de esa manera podría hacer que explicar el surgimiento de los estados fuera finalmente más difícil, en vez de más fácil. Por el contrario, es más probable que una perspectiva con un final más abierto sobre las estructuras políticas cambiantes del periodo pueda ofrecer no solo una narrativa nueva y plausible, sino también una mejor explicación de los desarrollos del propio periodo.
La palabra «estructura» es una de esas que pesa, y tal vez necesite de alguna explicación previa. La uso para referirme a los marcos, formas y patrones en los que tuvo lugar la política; marcos, formas y patrones que condicionaron dicha política y que tuvieron también cierto papel a la hora de causar, así como de explicar, la acción política –porque proporcionaban herramientas, soluciones, ideas o posibilidades a los políticos–. Entre las más habituales de aquellas estructuras estaban las instituciones políticas y sociales sobre las que la atención histórica ya se ha prodigado: reinos, imperios, iglesias, comunas, principados, ligas, gremios, compañías, estamentos, tribunales, señoríos, dinastías, afinidades, partidos, etc. Dentro de ellas, y en ocasiones trascendiéndolas, había otras estructuras institucionales o subestructuras: redes de tributación, representación, administración y organización militar; jerarquías formales e informales; organismos de comunicación, explotación o regulación. Quizás valga la pena destacar que los acuerdos informales también pueden ser vistos en términos estructurales, incluso institucionales: las relaciones y prácticas de gracia o de servicio, el señorío o la asociación, descansaban igualmente en códigos y expectativas, reflejaban modelos y poseían toda clase de rasgos típicos; podemos destacar los aspectos interpersonales y flexibles de dichas estructuras para diferenciarlas de las rutinas y procedimientos más estandarizados, como los vinculados a las burocracias, pero también podemos reconocer sus formas comunes sin forzar demasiado sus variaciones –una afinidad, alianza o bando era tan parecida a otra afinidad, alianza o bando como una cancillería, un código legal o un rey a sus equivalentes–.
La historia política no puede quedar restringida a las organizaciones de poder que existieron físicamente; también debe ocuparse de los lenguajes e ideas y de las estructuras que se pueden identificar en dichas áreas. Hubo, por ejemplo, grandes cuerpos de terminología y razonamiento interconectados, como los derechos romano y canónico o las obras de Aristóteles y Agustín de Hipona. Fueron algunos de los grandes marcos del pensamiento político de la época –sus «lenguajes», como los ha denominado Antony Black–.55 Pero si nos interesamos por el uso político y social de las ideas, también debemos considerar otros formatos habituales de expresión, como los sermones, los romances, las cartas o los manifiestos. Estos influyeron en la presentación y conexión de las ideas, canalizándolas hacia tipos particulares de audiencia y creando tipos particulares de impacto: una vez Heiko Oberman llamó la atención sobre la cualidad «fraternal» de la religión en el siglo XIV, pero, como veremos, la predicación de los frailes tenía efectos mucho más allá de la propia esfera religiosa; los sermones de los mendicantes ayudaron a moldear la manera en que se explicaba el poder ante los públicos nacientes del periodo y también ante la posteridad, a través de crónicas y otros documentos moralizantes.56 Más allá de todas estas estructuras, aún hay otras: un sinfín de imágenes recicladas, narrativas y topoi que simplificaban y moldeaban la presentación de la realidad, como, por ejemplo, las convencionales fórmulas de las vidas de santos, los supuestos derechos y virtudes (o vicios) de los reyes, el repertorio de malvados consejeros con los que hemos iniciado la introducción, etc. En conjunto, se puede considerar que estas formas y patrones, físicos, mentales y lingüísticos, eran las unidades básicas a través de las que se dirigía la política bajomedieval: ayudan a explicar por qué la política de estos siglos siguió los cursos que siguió y por qué y cómo cambió a lo largo del tiempo.
Las aproximaciones estructurales han conllevado muchas críticas. En primer lugar, no queda claro que los paralelos entre cosas similares –los tribunales de los reyes de Inglaterra y Francia, por ejemplo– puedan ser tratados de manera útil como variaciones de un mismo tema: quizás las diferencias sean más importantes que las similitudes y que no sean solo espaciales, evidentemente, sino también temporales; con estructuras que se disuelven, fusionan y reforman con el paso del tiempo, las continuidades percibidas pueden proceder de distorsiones del observador. O quizás la contingencia sea tan importante a la hora de determinar lo que sucede que cualquier intento de modelar el desarrollo de instituciones similares esté condenado a ser inexacto y demasiado esquemático. Son viejos problemas.57 El argumento de este libro, en cualquier caso, será que podemos ganar más que perder a través de una aproximación estructural a este periodo concreto; algunas de las razones para esta postura se avanzarán más adelante, pero primero parece lógico detenernos en algunas de las objeciones más habituales que se realizan a los relatos estructurales.
Las obras que enfocan la atención en estructuras particulares han generado críticas por ponerlas en el centro y cosificarlas o esencializarlas de manera excesiva –como la propia crítica que hemos expuesto anteriormente respecto a las historias sobre la formación estatal–. El influyente trabajo de Otto Brunner ha experimentado esta objeción, ya que sus críticos dudan de que la «comunidad de la tierra» (land) que identificó en la Austria bajomedieval tuviera una existencia real, y destacan que el «señorío» (herrschaft) que suministró otra de las estructuras principales de su obra era un término que los coetáneos no utilizaban.58 Se han realizado críticas similares al relato de Georges Duby sobre el mallus publicus –el tribunal público cuyas presuntas alteraciones en el siglo XI en el Mâconnais están en el núcleo de su identificación de la mutation féodale–.59 Pero el objetivo del presente libro es tener en consideración muchas estructuras diferentes, o, más bien, proponer que hubo una significativa cantidad de formas comunes a través de Europa que interactuaron de diversas maneras para producir patrones particulares en la política del continente. Las estructuras por las que estaremos interesados, además, serán las que recibieron un reconocimiento coetáneo, una condición que reduce en algo la molestia de concretar, o inventar, lo que realmente no existía. Ni, tampoco, tenemos necesidad de asumir que las estructuras del periodo eran coherentes con un «sistema», como conllevan muchas tradiciones estructuralistas: de hecho, muchos de los testimonios bajomedievales apuntan hacia otra dirección –hacia un mundo en el que, de hecho, hubiera áreas de coherencia estructural, pero también abundantes divergencias e incompatibilidades–. En realidad, las interpretaciones estructurales pueden ayudar a poner en duda las interpretaciones esencialistas de otras clases. Por ejemplo, si reconocemos un reino, o una etnicidad, como una «estructura», más que como una unidad, lo convertimos en algo diferente y quizás más plausible –el objeto o la herramienta de la acción de los individuos, en vez de un sujeto sin complejidades–; podemos descubrir que dichas formas poseen o generan lo que Susan Reynolds denomina «solidaridad afectiva», pero no debemos considerar que su presencia estaba garantizada.60 Igualmente, también podemos evitar en parte el finalismo que frecuentemente hace que los relatos históricos de la motivación política sean poco convincentes: en lugar de especular sobre las creencias sinceras o las posturas cínicas de los políticos, podemos poner más énfasis en la variedad de estructuras a través de las que actuaban. Los hombres de la generación de Villena y Warwick, con quienes hemos empezado este capítulo, han sido condenados como ambiciosos y egoístas porque se levantaron en favor de programas públicos que posteriormente dejaron de apoyar, pero esto equivale a infravalorar y tergiversar en gran medida su dilema. Dichos programas eran lo que la retórica y los marcos políticos del periodo fomentaban; recibieron el apoyo de muchos otros grupos de poder y no solo (puede que incluso ni mayoritariamente) de los magnates que los lideraban; chocaron con otras estructuras, como la corona y todos aquellos poderes, redes e intereses que esta representaba, y normalmente socavaron la seguridad aristocrática, más que incentivarla. No sorprende, pues, que las iniciativas de la década de 1460 tuvieran resultados mixtos: los incognoscibles objetivos de sus supuestos líderes juegan únicamente una parte diminuta en la explicación de aquellos episodios.
Otra faceta de las interpretaciones estructurales que ha provocado críticas es el hecho de que el nivel estructural –normalmente el económico– sea a veces considerado como un nivel fundamental que cambió muy lentamente, o nada, y modeló en sentido amplio y básico las actividades supuestamente más superficiales de la cultura y la política. Esto ha generado la crítica de que tales acercamientos son apriorísticos y no se pueden falsar: preceden a la lectura de la prueba y nadie los puede verificar excepto sus autosatisfechos creadores. Pero no está claro que las estructuras tengan que ser fundamentales para ser reconocibles o para afectar a los comportamientos. Por otra parte, las formas y patrones tratados en este libro serán, hasta donde se pueda, empíricamente demostrables y abiertos al cuestionamiento empírico. También, de manera significativa, serán estructuras políticas, no económicas. Durante la mayor parte del siglo pasado, la historia estructural asumió la primacía de las presiones y marcos socioeconómicos sobre la política, pero, como han llegado a admitir los historiadores influenciados por la Escuela de los Annales –que han sido los principales exponentes de dicha clase de historia, junto a los marxistas–, «la política y las instituciones pueden contribuir por ellas mismas a la comprensión de la propia política y las propias instituciones».61 No se trata, por supuesto, de que la política sea un proceso totalmente independiente, sino del hecho de que necesita aprehender y dar preeminencia a sus propios patrones de causación e interacción, junto a otros. Es interesante que Wolfgang Reinhard haya desarrollado un modelo de causación política en paralelo al modelo de tres niveles de Fernand Braudel. Hay una «base» o «macro-nivel», compuesto por las influencias sociales más amplias; una «estructura» o «meso-nivel» de «procesos autónomos», determinado por las instituciones y paradigmas predominantes, y una «superestructura» o «micro-nivel», constituido por las operaciones a corto plazo de los individuos y grupos de interés.62
Finalmente, las interpretaciones estructurales han tenido normalmente problemas con la acomodación del cambio: si la acción está influenciada por la estructura, ¿por qué hay cambios? Si aceptamos que hay muchas estructuras en juego y que eran incompletas y estaban solapadas entre sí, no es difícil comprender que las propias estructuras estarán sujetas a procesos de adaptación y manipulación. Cualquier hombre que quisiera llevar un caso legal durante nuestro periodo sabía que debía contar con las estructuras de la ley y de los tribunales, pero también podía buscar ayuda en el señorío, los amigos o los profesionales. Estas estructuras diferentes se desarrollaban relacionándose parcialmente las unas con las otras: las leyes se modificaban para dar cobertura a la variedad cambiante de quejas o para estimular o anticipar las actividades extralegales y semilegales de los señores, amigos y abogados; los tribunales modificaban su estatus o sus procedimientos cuando se enfrentaban a la competencia de otros tribunales o sentían la influencia de nuevas leyes o de órdenes ejecutivas; las redes de amistad y señorío cambiaban con el clima social, legal y judicial, etc. Estos procesos de interacción y adaptación no eran infinitos –si lo hubieran sido, las estructuras no habrían tenido apenas significado–, pero eran suficientes como para explicar los cambios, como el crecimiento de la jurisdicción equitativa administrada de manera central (y su tendencia a convertirse en formal, para lo que eran necesarias más disposiciones) o la gradual centralización de la interferencia política en la justicia, así como su reenfoque por parte de los usuarios hacia las argucias legales, más que hacia las amenazas y sobornos.
Más allá de su conjunto de fortalezas y debilidades, parece que las interpretaciones estructurales, tienen algunas ventajas particulares para el historiador de la política bajomedieval. Ya hemos indicado una: la política de este periodo ha quedado poco conceptualizada y poco explicada, de modo que un acercamiento estructural puede prestarle un molde, un cierto rigor. Pero también hay otras razones firmemente arraigadas en las realidades pretéritas. Como hemos visto, los hombres y las mujeres de la Baja Edad Media estaban claramente expuestos a una variedad de marcos y entidades, muchos de los cuales estaban real o potencialmente en conflicto. Nuestro hombre en busca de justicia, por ejemplo, probablemente podía elegir entre diversos cuerpos diferentes de leyes y costumbres; con un poco de ingenio y algunas conexiones útiles, podía tener acceso a un amplio conjunto de tribunales diferentes, tribunales que no estaban mayoritariamente organizados en jerarquías claras; también podía buscar ayuda extralegal, como hemos visto, y la de diversas posibles entidades diferentes –la parentela, los amigos, los señores o patrones, los vecinos, los socios de negocio, etc.–. Esta multiplicidad de estructuras, presente en muchas esferas de la vida social y política, no solo en la judicial, ayuda a explicar rasgos habituales del periodo, como la tendencia de las grandes colectividades a experimentar altibajos, incluso a fragmentarse, o de las lealtades a ser flexibles y limitadas. Puede proveer algunas razones sobre la adhesión a asociaciones y métodos de mantenimiento de la paz informales y, además, también da indicios, a través de las estructuras jurisdiccionales en pugna, sobre los fundamentos de los conflictos y la escalada de las disputas.
Otras razones por las que las interpretaciones estructurales pueden ser útiles están en relación con los hábitos de pensamiento y expresión de la época. Analizaremos esto más adelante, pero algunos rasgos bien conocidos de la cultura bajomedieval, como el deseo común de basar la acción en la autoridad adecuada, la tendencia a lo sistemático en el pensamiento académico, la celebración y circulación de un número bastante limitado de textos mayores, los sesgos particulares de la educación bajomedieval o la «restringida capacidad de leer y escribir» que caracterizó a la sociedad política del periodo, se conjugaron estimulando el reconocimiento, la preservación y la transferibilidad de estructuras entre áreas y grupos diferentes. Esto no previno la mutación –todo lo contrario–, sino que significó la reproducción de formas comunes reconocibles a lo largo del continente. La consideración de estas estructuras ayuda a revelar las dinámicas que guiaron la política. Por supuesto, también nos ayuda a interpretar las evidencias. Cuando observamos que tanto Felipe IV de Francia (1285-1314) como Juan II de Castilla (1406-1454) son descritos por los cronistas coetáneos como indolentes y aficionados a la caza, podríamos percibir un topos en funcionamiento, más que una presentación fidedigna de la realidad; yendo más allá, podríamos reconocer tales observaciones, entre otras cosas, como formas de capturar el surgimiento de marcos de gobierno más burocráticos, que en determinados sistemas políticos podían aparecer bien rescatando al gobernante de su actividad a tiempo completo, o bien diluyendo el criterio y la energía personal en el acto de gobernar. El tono de queja y frecuentemente crítico de muchos de los textos más «medievales» del periodo, así como la lascivia, el cinismo o el seudorrealismo asociados a las voces «renacentistas», han tenido una poderosa influencia en la manera en que los historiadores han visualizado y descrito la Baja Edad Media. Pero, como sugieren todas las obras especializadas, dichos textos necesitan ser leídos a través de la deconstrucción: a menos que conozcamos las rutinas retóricas y la herencia textual de los escritores del periodo, no podemos encontrar demasiado sentido a lo que escribían.
Finalmente, el posicionamiento de nuestro periodo tras los grandes movimientos nacidos en los siglos XI, XII y XIII ayuda a explicar por qué la atención a las estructuras, y a las estructuras comunes en particular, puede ser útil. Las tendencias internacionalizadoras del periodo –la difusión de una Cristiandad coordinada por el papado, la empresa de las cruzadas, las redes comerciales y de crédito establecidas por los italianos o catalanes– ayudaron a crear un espacio político y social común, por muy superficial e incompleto que fuera todavía. La enseñanza legal y teológica de Bolonia, París y Oxford, las escuelas notariales y retóricas u otros centros donde se educaban las élites administrativas europeas, las cancillerías de los papas y de los reyes, o la predicación de los frailes, esparcieron un conjunto particular de nociones y tecnologías por todo aquel espacio. «La formación de Europa» en este periodo de «formación de la Edad Media» prepara el escenario para los siglos que nos ocupan, tanto historiográficamente como históricamente.63 Historiográficamente, como hemos visto, el «crecimiento» y la «formación» fueron aproximadamente seguidos por la crisis, el declive y la recuperación o el renacimiento: en efecto, solo es posible construir narrativas de la formación haciéndolas acabar entre 1250 y 1350, cuando las limitaciones, divergencias, desviaciones y fracasos de los procesos «plenomedievales» todavía no parecían claros. Históricamente, por el contrario, el «crecimiento» y la «formación» simplemente continuaron: la contracción de la población del continente no significó una contracción de todo lo demás. Un estudio de la política de la Baja Edad Media debe comenzar, por lo tanto, con una visión general de las formas y estructuras heredadas de la «edad del crecimiento», y ese es precisamente el tema del capítulo siguiente.64
1 En inglés existen tres términos principales relacionados con el campo semántico de la política: politics, policy y polity. El primero, politics, se refiere a «la política» tal y como solemos entenderla en castellano, que envuelve los procesos, ideas y hechos políticos; el segundo, policy, hace más bien referencia a las normas y actuaciones que una institución puede imponer o desarrollar de manera concreta; finalmente, el tercero, polity, se refiere a los grandes sistemas políticos, con todo el conjunto de estructuras que permiten mantener formas de gobierno complejas. En general, aquí hemos traducido los dos primeros términos, politics y policy, como «política», mientras que para el tercero hemos utilizado la expresión «sistema político». De hecho, hemos traducido el título del libro The Making of Polities: Europe, 1300-1500 como La formación de los sistemas políticos: Europa (1300-1500); no es que en Europa no existieran «sistemas políticos» con anterioridad a la Baja Edad Media, pero el proceso que explica John L. Watts a lo largo del libro es, precisamente, el de la formación y desarrollo de unos «nuevos» sistemas políticos, más amplios, complejos, poderosos, integrados y coordinados, resultantes del desarrollo de las diversas estructuras y factores comunes a las sociedades bajomedievales europeas. Véase la explicación sobre el uso del término polity realizada por el mismo autor, más adelante, en las pp. 404-405. Por otra parte, sobre la traducción de los nombres de los personajes históricos que aparecen a lo largo del libro, véase el comentario realizado al inicio del índice toponomástico y temático, en la p. 483 [N. del t.].
2 B. Guenée: States and Rulers in Later Medieval Europe, traducción de J. Vale (Oxford, 1985), pp. 207-208.
3 G. Holmes, Europe: Hierarchy and Revolt, 1320-1450 (Londres, 1975), p. 12.
4 D. Hay, Europe in the Fourteenth and Fifteenth Centuries, 2.ª ed. (Harlow, 1989), pp. 25-26.
5 J. Heers, Parties and Political Life in the Medieval West, traducción de D. Nicholas (Ámsterdam, 1977), pp. 1-2.
6 Publicado en J. O. Halliwell (ed.), A Chronicle of the First Thirteen Years of King Edward the Fourth by John Warkworth D. D., Camden Society, serie antigua, 10 (Londres, 1839), pp. 46-51.
7 Memorias de Don Enrique IV de Castilla, edición de F. Fita y A. Bonilla, Real Academia de Historia (Madrid, 1913), vol. II, pp. 328 y ss.
8 Publicado en Diplomatarium Danicum 2.raekke, 8.bind, 1318-1322, edición de A. Afzelius et alii (Copenhague, 1953), n.º 176.
9 Les ordonnances des rois de France de troisième race, edición de E. de Lauri et alii, 22 vols. (París, 1723-1849), vol. I, pp. 562-563.
10 Ordonnances, vol. I, pp. 354, 562; English Historical Documents, vol. III, edición de H. Rothwell (Londres, 1969), pp. 485-486.
11 R. W. Southern, Western Society and the Church in the Middle Ages (Londres, 1970), cap. 2.II; D. Nicholas, The Evolution of the Medieval World, 312-1500 (Londres, 1992).
12 Citas en J. L. Watts (ed.), The End of the Middle Ages (Stroud, 1998) y D. Nicholas, The Transformation of Europe, 1300-1600 (Londres, 1999), p. I.
13 Holmes, Hierarchy and Revolt, p. 11: «Muy a grandes rasgos, este libro trata sobre la transición de la Europa “medieval” a la del “Renacimiento”».
14 W. K. Ferguson, Europe in Transition, 1300-1520 (Londres, 1962), p. vii.
15 Los títulos y subtítulos de dichos capítulos han sido tomados de D. Waley y P. Denley, Later Medieval Europe, 1250-1550, 3.ª ed. (Londres, 2001) y J. Le Goff, The Birth of Europe, traducción de J. Lloyd (Oxford, 2005).
16 Las obras claves son las de R. Brenner, «Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe», Past and Present, 70 (1976) (véase también The Brenner Debate, edición de T. H. Aston y C. H. E. Philpin (Cambridge, 1985)); R. Hilton, Bond Men Made Free (Londres, 1973); G. Bois, The Crisis of Feudalism (Cambridge, 1984); É. Perroy, «Les crises du XIVe siècle», Annales ESC, 4 (1949), 167-182; R. Boutruche, La crise d’une société (París, 1947); J. Heers, L’Occident aux XIVe et XVe siècles: aspects économiques et sociaux (París, 1963); M. Mollat y P. Wolff, The Popular Revolutions of the Late Middle Ages (Londres, 1973).
17 La frase es de Philippe Contamine, «The French Nobility and the War», en K. Fowler (ed.), The Hundred Years War (Londres, 1971), pp. 135-162 (en la p. 151).
18 Perroy, «Crises», p. 168.
19 S. R. Epstein, Freedom and Growth. The Rise of States and Markets in Europe, 1300-1750 (Londres, 2000), pp. 38 y 41-46; J. Goldsmith, «The Crisis of the Late Middle Ages, The Case of France», French History, 9 (1995), pp. 417-450.
20 Véanse, por ejemplo, P. Charbonnier, «La crise de la seigneurie à la fin du moyen âge, vue de l’autre France», en Seigneurs et seigneuries au moyen-âge, Actes du 117e Congrès Nationale des Sociétés Savantes (París, 1995), pp. 99-110; T. Scott, Society and Economy in Germany, 1300-1600 (Basingstoke, 2002), pp. 153-166.
21 Epstein, Freedom and Growth, cap. 3; F. Franceschi, «The Economy: Work and Wealth», en J. M. Najemy (ed.), Italy in the Age of the Renaissance (Oxford, 2004), cap. 6, p. 125.
22 J. Hatcher y M. Bailey desarrollan una explicación en cierta manera similar en Modelling the Middle Ages. The History and Theory of England’s Economic Development (Oxford, 2001), p. 175.
23 Sobre el papel de la escasez de plata en la deflación de mediados de centuria, así como cierta atención sobre sus consecuencias políticas, véase P. Spufford, Money and its Use in Medieval Europe (Cambridge, 1988), cap. 15. Para la «economía renacentista», véase, por ejemplo: H. A. Miskimin, The Economy of Early Renaissance Europe, 1300-1460 (Cambridge, 1975).
24 S. K. Cohn, Lust for Liberty. The Politics of Social Revolt in Medieval Europe, 1200-1425 (Cambridge, Massachusetts, 2006), especialmente los caps. 9-10.
25 Hemos traducido sistemáticamente la palabra inglesa town con el término genérico «municipio» y no como «villa», ya que no siempre respondía a este significado particular del castellano. Esto, además, ha permitido reservar el término «ciudad» para el original inglés city, el de «villa» para vill y el de «municipalidad» para municipality [N. del t.].
26 P. Freedman, The Origins of Peasant Servitude in Medieval Catalonia (Cambridge, 1991); J. Vicens Vives, An Economic History of Spain, traducción de F. M. López-Morillas (Princeton, 1969), pp. 257 y 259-260.
27 J. Huizinga, The Waning of the Middle Ages, traducción de F. Hopman (Harmondsworth, 1955), el título del cap. 1.
28 P. Contamine, War in the Middle Ages, traducción de M. C. E. Jones (Oxford, 1984), p. 123.
29 R. W. Kaeuper, War, Justice and Public Order: England and France in the Later Middle Ages (Oxford, 1988), p. 390 y cap. 2.4.
30 Los que han destacado el papel de la guerra en el impulso del proyecto más positivo de la formación estatal serán tratados un poco más adelante.
31 W. Reinhard (ed.), Power Elites and State Building (Oxford, 1996), p. 9. Hay otras sugerentes estadísticas sobre el crecimiento de los ejércitos desde finales del siglo XV en P. Contamine (ed.), War and Competition Between States (Oxford, 2000), p. 131.
32 M. C. Prestwich, Edward I (Londres, 1988), p. 479; Contamine, War in the Middle Ages, p. 116; C. J. Rogers, «The Age of the Hundred Years War», en M. H. Keen, Medieval Warfare, A History (Oxford, 1999), p. 137 (y véase también la p. 273); Najemy, Italy in the Age of the Renaissance, p. 199; J. F. Verbruggen, The Art of Warfare in Western Europe during the Middle Ages, traducción de S. Willard y S. C. M. Southern (Ámsterdam y Oxford, 1977), p. 143.
33 Contamine, War in the Middle Ages, pp. 129, 152; K. Fowler, Medieval Mercenaries. I. The Great Companies (Oxford, 2001), pp. 6 y 331-332. M. Mallett, Mercenaries and their Masters. Warfare in Renaissance Italy (Londres, 1974), pp. 29-36, discute el tamaño de cuatro compañías, tres de ellas con 3.000, 3.500 y 6.000 miembros respectivamente, así como la de Fra Moriale, a la que se atribuyen 10.000 en 1353-1354. En tanto que es la estimación de un cronista, los números reales pudieron haber sido bastante menores. Los ejércitos reales franceses eran todavía aparentemente muy grandes en la década de 1340 –más de 40.000 hombres en armas en 1340, y 20.000-25.000 con Felipe VI en Crécy–: Holmes, Hierarchy and Revolt, pp. 25-26; J. Sumption, Trial by Battle: The Hundred Years War, I (Londres, 1990), p. 526.
34 M. G. A. Vale, War and Chivalry (Londres, 1981), pp. 156-157 y cap. 5.
35 H. Kaminsky, «The Noble Feud in the Later Middle Ages», Past and Present, 177 (2002), pp. 55-83.
36 R. Cazelles, «La réglementation royale de la guerre privée de Saint Louis à Charles V, et la précarité des ordonnances», Revue Historique de Droit Français et Étranger, serie 4.ª, 38 (1960), pp. 530-548.
37 N. Wright, Knights and Peasants: The Hundred Years War in the French Countryside (Woodbridge, 1998), caps. 2-3, y nota de la p. 126: «Hubo, sin duda, más lucha a realizar contra los enemigos públicos que en otras épocas de mayor orden, y las inseguridades vitales fueron más pronunciadas, pero los patrones familiares del señorío fueron patentes en todas partes».
38 A. Harding, The Law Courts of Medieval England (Londres, 1973), pp. 76-77; C. Carpenter, «Law, Justice and Landowners in Late Medieval England», Law and History Review, 1 (1983), pp. 205-237, pp. 207-209.
39 K. B. McFarlane, The Nobility of Later Medieval England (Oxford, 1973), p. 114.
40 La siguiente discusión se centra en las obras generales y comparativas sobre el estado bajomedieval, sin considerar la montaña de trabajos que exploran el crecimiento de los estados en países individuales. Se pueden encontrar en la bibliografía ejemplos de estos últimos, muchos de los cuales han ayudado a conformar las perspectivas críticas expresadas en este texto.
41 J. R. Strayer, On the Medieval Origins of the Modern State (Princeton, 1970). Para una aproximación continental, que también se centra en el periodo que va del año 900 al 1300, véase H. Mitteis, The State in the Middle Ages: A Comparative Constitutional History of Feudal Europe, traducción de H. F. Orton (Ámsterdam, 1975; 1.ª ed. 1940).
42 C. Tilly, The Formation of National States in Western Europe (Princeton, 1975), p. 42
43 G. L. Harriss, King, Parliament and Public Finance in Medieval England to 1369 (Oxford, 1975) y Shaping the Nation: England, 1360-1461 (Oxford, 2005).
44 Kaeuper, War, Justice and Public Order. Véase también lo que hemos indicado anteriormente, en la p. 36.
45 J.-Ph. Genet, «L’État moderne: un modèle opératoire», en Genet (ed.), L’État moderne: genèse (París, 1990), 261-281; también «Which State Rises?», Historical Research, 65 (1992), pp. 119-133.
46 W. P. Blockmans, «Voracious States and Obstructing Cities: An Aspect of State Formation in Pre-Industrial Europe», en C. Tilly y W. P. Blockmans (eds.), Cities and the Rise of States in Europe, A.D. 1000 to 1800 (Boulder, 1994), cap. 11; también A History of Power in Europe: Peoples, Markets, States (Amberes, 1997).
47 J. R. Strayer, «Philip the Fair - A “Constitutional” King?», American Historical Review, 62 (1956), pp. 18-32; Genet, «L’État moderne», p. 278.
48 Tilly, Formation of National States, p. 6. Estos temas, en cualquier caso, se tratan en uno de los volúmenes de la European Science Foundation: A. Padoa-Schioppa (ed.), Legislation and Justice (Oxford, 1997).
49 Véanse, por ejemplo, H. Spruyt, The Sovereign State and its Competitors. An Analysis of System Change (Princeton, 1994); C. Tilly, «Entanglements of European Cities and States», en Tilly y Blockmans (eds.), Cities and the Rise of States, cap. 1 (p. 6 para la «transformación»); G. Chittolini, «The “Private”, the “Public”, the State», en J. Kirshner (ed.), The Origins of the State in Italy, 1300-1600 (Chicago, 1995); T. Ertman, Birth of the Leviathan: Building States and Regimes in Medieval and Early Modern Europe (Cambridge, 1997); C. Tilly, Regimes and Repertoires (Chicago, 2006).
50 S. Reynolds, Kingdoms and Communities in Western Europe, 900-1300, 2.ª ed. (Oxford, 1997), p. 254. [N. del t.: En la presente traducción hemos adaptado al castellano el adjetivo inglés regnal, un útil neologismo historiográfico creado por Susan Reynolds, que utilizaremos entrecomillado como «regnal». Véase una mayor explicación de la cuestión más adelante, en las pp. 87 y 403-404].
51 Genet, «L’État moderne», p. 268.
52 R. W. Southern, Western Society and the Church, cap. 1. Los tratamientos clásicos sobre los aspectos espirituales y mágicos de la monarquía son, respectivamente, los de E. H. Kantorowicz, The King’s Two Bodies (Princeton, 1957) y M. Bloch, The Royal Touch, traducción de J. E. Anderson (Londres, 1973).
53 Sin embargo, Bizancio y los otomanos son tratados en las tres obras.
54 Véase más escepticismo sobre los estados en Rees Davies, «The Medieval State: The Tyranny of a Concept», Journal of Historical Sociology, 16 (2003), pp. 280-300.
55 Véase, más adelante, la p. 150.
56 H. A. Oberman, «Fourteenth-Century Religious Thought: A Premature Profile», Speculum, 53 (1978), pp. 80-93, y más adelante, pp. 150-151.
57 P. Burke, History and Social Theory, 2.ª ed. (Cambridge, 2005), pp. 127-140, ofrece una introducción.
58 Véanse Land and Lordship: Structures of Governance in Medieval Austria, traducción con una introducción de H. Kaminsky e introducción de J. Van Horn Melton (Filadelfia, 1992), y B. Arnold, «Structures of Medieval Governance and the Thought-World of Otto Brunner», Reading Medieval Studies, 20 (1994), pp. 3-12.
59 S. D. White, «Tenth-Century Courts at Mâcon and the Perils of Structuralist History: Re-reading Burgundian Judicial Institutions», en W. C. Brown y P. Górecki (eds.), Conflict in Medieval Europe: Changing Perspectives on Society and Culture (Aldershot, 2003), pp. 37-68.
60 Reynolds, Kingdoms and Communities, p. 248.
61 F. Braudel, The Mediterranean and the Mediterranean World in the Age of Philip II, traducción de S. Reynolds, 2 vols. (Londres, 1972-1973), vol. II, p. 678. Sobre la creciente preocupación entre la Escuela de Annales de la década de 1960 y 1970 por haber descuidado la historia política, véase T. Stoianovich, French Historical Method: The Annales Paradigm (Ithaca, Nueva York, 1976), pp. 91-95.
62 Reinhard, Power Elites, pp. 4-18. Jacques Le Goff realizó una sugerencia similar en su ensayo de 1967 sobre la historia política: «Is Politics still the Backbone of History?», traducción de B. Bray, en F. Gilbert y S. Graubard (eds.), Historical Studies Today (Nueva York, 1971), pp. 337-355 y 347 en particular.
63 R. Bartlett, The Making of Europe: Conquest, Colonization and Cultural Change, 950-1350 (Londres, 1993); R. W. Southern, The Making of the Middle Ages (Londres, 1953).
64 La expresión de R. W. Southern en Western Society and the Church, p. 34.