Читать книгу En el corazón del corazón del país - William H. Gass - Страница 7

PREFACIO

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Pocos de los relatos por contar que uno guarda en su ser llegan a ser contados, porque el corazón rara vez confiesa a la inteligencia sus necesidades más profundas; y pocos de los relatos por narrar que uno guarda en la cabeza llegan a ser narrados, porque la mente no siempre dispone de una voz que darles. Incluso cuando la voz está ahí, y la lengua está flácida como sucede con el licor o con el amor, ¿dónde se mete ese sensible, ese elogioso par de orejas?

Ningún tribunal demanda nuestras diversiones, requiere nuestros halagos, necesita nuestras fieles ampliaciones ni nuestras mentiras conmemorativas. La fama no es una ramera a la que podamos telefonear. El público gasta su dinero en el cine. Llena estadios con sus vítores; baila el ruido organizado; y mientras los libros mueren en silencio, y con mayor prontitud que sus autores. Mammón1 no está interesado en nuestros servicios.

Antes la literatura mantenía unidas a las familias mejor que las riñas. Forjaba una ascendencia común con el simple vibrar del aire, y poblaba un pasado a menudo vacío y olvidado con dioses, demonios, enemigos meritorios y sus debidos héroes, hasta que se volvió responsable en gran medida de ese orgullo que todavía sentimos a veces por ser atenienses o vascos, un adepto o un fan. Pensad en los mitos con los que hemos envuelto a Lincoln, esa figura que hemos convertido en ficción con el fin de hacerla inmortal. Pensad en la satisfacción que se da al animar a cualquier equipo que gana. No es un regalo menor, esa sensación de valía que nos alcanza antes que cualquier acción propia, como el cabello al nacer, y que posibilita las empresas brillantes.

Algunos de los relatos de este libro llevan vivos (tal es hoy día la brevedad vital del relato: la del flash del fotógrafo) mucho tiempo (que no es tiempo, desde luego, pues Un corazón sencillo, de Flaubert, tiene ya un centenar de años); no, conforme a la medida de la inmortalidad no es mucho, y es no obstante un período que sorprende, como el pez en tierra que nos sobresalta con un estertor tardío. Ahora voy a disponer unas palabras ante ellas –estas historias sin argumento y sin gente, me han dicho– y a preguntarme si deberían servir como sirven los tambores apagados o los pasos pausados: para aprestar el respeto ante la llegada del coche fúnebre.

Tal vez sea el caso de muchas invenciones, pero me impacta la facilidad con que podrían no haber sido en absoluto; cuán irracionalmente provisional resulta su entera existencia. ¿Como la de todos, decís?, ¿no somos acaso accidentes genéticos y condiciones de acidez, de un teje y un maneje elementales?, ¿producto de la posibilidad y la inclinación, simples negligencia y malicia? Sí. Oh. Sí. Por supuesto. Pero brotamos con la sencillez con la que cae el agua. Crecemos del modo ruin en que lo hace un cáncer. Hectáreas baldías atestiguan los incólumes requerimientos de nuestras necesidades. Supongamos que fuese diferente, y que una madre debiera formar cada célula de su niño. ¿Cuántos de nosotros, en ese caso, habríamos alcanzado una existencia completa?

¿Qué hay de la lacerante pasividad de la letra impresa? Si rompo un plato, la física se hará cargo de mi libertad igual que un carcelero, y no habrá pringue de mi dedo en sus pedacitos esparcidos. El vómito grasiento de mi gato, ay, revela más de mí que las virutas de mi sacapuntas. Aun así, estos –los desechos del lenguaje– no podrían existir sin el testarudo sostén de mi voluntad… asombroso de contemplar… un lugar común en el que encontrarse. Compuestos a conciencia pues, estos relatos están cargados naturalmente de deudas, como si hubiesen estado en Hawái, y rodeados de flores exóticas. Si el cabello de mi héroe es rojo como la herrumbre, de quién es mérito: ¿de un gen recesivo en la inmencionable constitución de mi abuela? Y todos los autores con los que he yacido, a quienes he amado, abandonado, ¿a cuáles hay que culpar por mis listas de la compra de una página de largo, mi vulgarizada jerigonza, mi hojalatosa prosa?, ¿de quién es la sangre que palpita en el bebé cuando nadie reclama la paternidad ni se conoce a la madre?

Nacer libre de cargas no es la ventaja absoluta que de inmediato cabría imaginar. Aunque la lucha por liberar al yo juvenil de la religión, de los parientes y la región está de tal suerte muy simplificada, puesto que no hay complicados grilletes que descerrajar, ni sutiles nudos que desanudar, el yo en cuestión es tan vago y está tan vagamente embrollado como un renglón emborronado. Nací en un lugar tan desprovisto de distinciones como mi escritorio. Cuando escribí la mayoría de estos relatos, lo hice en la mesa de la salita, tan falta de atributos como Fargo. Y nací en un tiempo tan indigno de mención en la localidad que la memoria pública moría de hambre, aunque apenas tenía seis semanas cuando me sacaron en volandas de Dakota del Norte en un canasto de mimbre igual que a Moisés. Ay… el parecido fue breve y superficial, porque mi canasto lo pusieron en el asiento trasero de un viejo Dodge que horadó casi dos mil kilómetros de polvo de grava hasta que emergió en la tiznada ciudad industrial de Ohio, donde mi padre fue a enseñar y, por último, a sujetarse con fuerza los huesos con una garra dolorida y acusatoria.

De nacimiento oscuro (los rumores circulaban en secreto como dinero mal emitido: ¿vine por cesárea?, ¿de nalgas?, ¿eran de fórceps esas marcas en mi cuellecito rojo?, ¿mi papá estaba jugando al béisbol cuando mi madre me trajo a gritos al mundo?, ¿se suponía que debía importarme que mi nacimiento fuese oscuro?) y padres que a duras penas honraban su herencia ni siquiera con la molestia de forzarse a olvidarla, y que tenían muchos prejuicios pero pocas creencias (la ciudad en la que crecí con rapidez estaba al parecer llena de nigs, micks, wops, spicks, bohunks, polacks, kikes;2 en los paseos públicos, por los pasillos del instituto, uno nunca se cuidaba lo suficiente de los labios profanados de las fuentes de agua); y si bien había mucho por lo que quejarse, tal como lo hay en cualquier familia –mucho a lo que oponerse–, era todo bastante particular, palpable, concreto. Un buen dependiente, mi padre odiaba a los obreros, a los negros y a los judíos, del modo en que esperaba que las mujeres odiaran a los gusanos. No había fe que abrazar ni ideología que desdeñar, salvo quizás el atisbo general de un republicanismo ponzoñoso, o un respeto periódico por ciertas Marcas Registradas. Recuerdo que decidí, en largos paseos o durante ensoñaciones veraniegas o hundido en el lecho de la noche, no ser así, cuando así era cualquier cosa que me rodeara: Warren, Ohio –humo de fábrica, depresión, pesadumbre doméstica, resentimientos, enfermedades, fealdad, desesperación, etcétera, y pequeñez, por encima de todo, cortedad, la intrusión de lo enjuto y lo magro–. Yo no voy a ser así, dije, y naturalmente crecí de modos ocultos y especiales hasta ser más así de lo que nadie podría imaginar, ni yo mismo admitir. Incluso de adulto todavía alardeaba a la desesperada de que habría escogido otro coño del que salir. En fin, Balzac quería su de y yo quería anonimato.

Al principio la escuela era un aburrimiento; yo era un estudiante lento, mis logros intermitentes e impredecibles como un cable pelado. Decoraba mis días con mentiras extravagantes, indignantes. Pero también leía a Malory, y escuchaba a Ginebra dar a Lancelot su adiós:

Pues al igual que os he amado, mi corazón no me servirá para veros a vos; pues por vos y por mí se destruye la flor de reyes y caballeros. Así pues, sir Lancelot, marchaos a vuestro reino, y allí tomad esposa, y vivid junto a ella con júbilo y dicha, y de corazón os ruego que recéis por mí a nuestro Señor, para que pueda enmendar mi errada vida.

Enmendar mi errada vida. Y entonces todo en mí dijo: yo quiero ser así… igual que esa frase dolorida. Muy extrañamente, en un tiempo en el que nadie permitía ya que la lectura o la escritura les otorgara un rostro, un lugar o una historia, me vi forzado a formarme con sonidos y sílabas: no tan solo mi alma, como solíamos decir, sino también mis entrañas, un cuerpo que sabía que era mío porque, como respuesta al trabajo en que devenía lo que fuese que de mí hubiera, ulceraba de ira.

Leía con la rabia hambrienta del bosque en llamas.

Quería ser bombero, recuerdo, pero a los ocho había abandonado aquel cliché muy real por otro igualmente irreal: quise ser escritor.

…qué? Bueno, escritor no era lo que sea que fuese Warren. Escritor era lo que sea que fuese Malory cuando escribió sus uves: mi corazón no me servirá para veros a vos. Y eso era lo que quería ser yo: una sucesión de acentos.

…qué?

El escritor estadounidense contemporáneo no forma en modo alguno parte de la escena social o política. De ahí que no lleve bozal, pues nadie teme que muerda; ni se lo llama a que componga. Cualquier obra que produzca ha de proceder de una temeraria necesidad interna. El mundo no atrae con ademanes, ni en abundancia recompensa. Esto no es ni un alarde ni una queja. Es un hecho. Hoy día la escritura seria ha de ser escrita por amor al arte. La condición que describo no es extraordinaria. Ciertos científicos, filósofos, historiadores y muchos matemáticos hacen lo mismo, y promueven sus causas como pueden. Uno ha de contentarse con eso.

A diferencia de este prefacio, que pretende la presencia de vuestro ojo, estos relatos surgieron de mi interior en blanco para morir en otra oscuridad. Su existencia fue mi voluntad, pero desconozco el porqué. Salvo que de cierto modo vago quería, yo mismo, tener alma, una especial habla, un estilo. Quería sentirme responsable donde pudiese asumir la responsabilidad, y de una página endeble crear una lámina de acero: algo que por cansancio no corriera a perder su forma como todo lo demás que había conocido (creía yo). Su aparición en el mundo fue, también, oscura: lenta, concisa y poco a poco, entre dientes apretados y mucha desesperación; y si alguna persona fuese a sufrir semejante nacimiento, veríamos que la cabeza asoma un jueves, que la piel aparece al final de la semana, más tarde el hígado, y que las mandíbulas llegan después justo de almorzar. Y ninguno de nosotros, menos aún la propietaria de la abertura por la cual salió centímetro a centímetro, sabríamos qué especie planearía la criatura finalmente copiar y reivindicar. Porque escribí estos relatos sin imaginar que habría lectores que los sostendrían, hoy existen como si carecieran de lectores (una especie extraña, en efecto, como el pez plano y albino de los mares profundos, o el camarón ciego y transparente de las grutas costeras), aunque a veces algún lector deje caer sobre ellos una luz desde ese otro mundo, menos real, de la vida común y de las cosas placenteras y cotidianas.

Ocasionalmente, la compañera de uno, con unas raras ganas de amor, dirá: «Bill, cuenta lo de la vez que increpaste a aquel camionero en el parking de camiones»; pero el público de Bill sabe que no es el emperador de las anécdotas, como Stanley Elkin, y en el mejor de los casos esperarán que no los aburra, los divierta sin vigor, ni los edifique ni los eleve, ni los cimiente ni los recomponga; y, ocasionalmente, la hija de uno todavía querrá que le cuenten un cuento, improvisado sobre la marcha, ni leído sin más ni recitado de flácida memoria. Entonces suplicarán muchísimo mejor que un perro.

Cuéntanos un cuento, pawpaw. Cuéntanos un cuento desolado. Cuéntanos un cuento largo y desolado sobre gigantes de manos pringosas que no tienen casa, porque queremos llorar. Cuéntanos el cuento de los leones demasiado amables. Cuéntanos el cuento del perro triste que no tenía ladrido. Cuéntanoslos, pawpaw, cuéntanoslos, porque queremos llorar. Cuéntanos el del puente largo y el vagón corto y el del portazguero alto y el gran caballo del portazguero y la colita marrón del gran caballo del portazguero alto que no alcanzaba a espantar las moscas azules… porque queremos llorar. Queremos llorar.

Bueno, ¿cuál?…, ¿qué cuento debo contaros para que os pongáis tristes y que así lloréis?

Oh, no hagas eso, pawpaw. Queremos llorar. No ponernos tristes. Solo queremos llorar. Cuéntanos un cuento desolado. Cuéntanos el de los gigantes. Cuéntanos el de los leones. Cuéntanos el del perro. Pero no nos pongas tristes, pawpaw, solo haznos llorar.

Bueno, cuál…, ¿cuál debo contaros entonces si lo que queréis es llorar…?, ¿qué cuento?

De bosques.

De bosques. Sabía que habría bosques. Sabía que habría bosques cuando habéis dicho que os contara el de los gigantes y los leones y el perro. Sabía que habría bosques cuando me habéis dicho que os contara el del puente largo y el vagón corto y la carretera estrecha que discurre hasta el puente donde descarriló el vagón.

No hay ninguna carretera estrecha en el cuento, pawpaw. No. No hay ninguna carretera estrecha.

Oh. Bueno. ¿Hay quizás un cochino rechoncho?, ¿un cochino rechoncho agachado en un gran leño?, un gran leño tirado en la carretera estrecha que discurre hasta el puente en el que descarriló el vagón.

No, pawpaw, pues claro que no. Sabes que no hay ninguna carretera estrecha, y, por tanto, a duras penas puede haber ningún cochino rechoncho agachado en un gran leño tirado en ninguna carretera estrecha. No. No puede haberla porque no la hay. Y porque los cochinos no se agachan, nunca. Y en los leños, no, nunca. O sea.

Oh. Bueno. ¿Hay quizás una serpiente delgada? ¿Quizás tomando el sol en una roca ancha que reposa a un lado de la carretera que discurre hasta el arroyo por el que pasa el puente?

No. Eres odioso y eres horrendo. Sabes que no hay ninguna carretera como esa. Que nunca, nunca la hubo. Lo único que hubo siempre es el puente largo y el vagón corto y el portazguero alto y el gran caballo que no podía espantar las moscas azules. Nos acordamos. Nos acordamos de eso. Queremos oír hablar de bosques.

Bosques. Sabía que habría bosques. Queréis llorar.

No. Ya no queremos llorar. Antes sí, pero ahora ya no, pero todavía queremos oír hablar de bosques, o sea que di algo sobre bosques, di algo sobre bosques.

Oh. Bueno. Bosques. Total, sabía que habría bosques.

Bueno, pues cuéntanos uno de bosques. Uno de bosques.

Recordáis los bosques igual de bien que yo. Os conozco. Recordáis los bosques.

Sí. Desde luego. Recordamos los bosques. Lo recordamos todo al respecto. Los recordamos de cabo a rabo, totalmente y por completo. Y por eso, por ese motivo, queremos volver a oírlo todo. Queremos oírlo todo de principio a fin, pawpaw. Anda. No te dejes nada. No incluyas nada. Recordamos los bosques completamente, y por eso queremos oír hablar de ellos ahora mismo, o sea que di algo, y di cómo eran, y por qué eran. Y dilo todo.

Bosques. Muy bien. Muy bien, bosques. Bueno…

Rítmicos, repetitivos, copiados, hechos de simples frases igual que pequeños bloques cuadrados (dibújame un payaso, constrúyeme un castillo, hazme un sombrero, echa al vuelo mi avión de papel), con una lógica mágica e imaginaria, sus hechos clavados con esmero a las nubes, a menudo fastidiosos, estos relatos eran ingenuas posesiones que ingenuamente poseían a sus poseedores igual que muñecas… ¿recordáis? Y los mejores eran esos que sonaban, cuando los oías por primera vez, como si los hubieses oído otras muchas veces. Por supuesto, los párrafos que acabo de disponer en la página no son el inicio de ningún relato semejante; tratan del carácter y la calidad y la construcción de dichos relatos, y, por tanto, no se asemejan a la mente infantil ni a ninguna mortalidad en absoluto.

Tras esos relatos que una vez usamos para cautivar los oídos de los niños, vinieron los calculados para colgar –no solo a ti o a mí, sino a todos– nuestras almas en el cordel de la colada igual que trapos blancos; y que fueron escritos para manipular una suerte de mecanismo universal en nuestras psiques: el romance gótico sacó provecho de la pasividad, igual que los relatos de enfermeras ponían a las niñas en su lugar, mientras la privada dureza de mirada devenía un duro y sofisticado falo. En mi adolescencia renuncié a Malory para ir en busca de empatías ramplonas. Leí sobre G-8 y sus Ases de la Batalla, sobre Doc Savage y La Sombra.3 Amenazas, complicaciones y sangrientos desenlaces se seguían unos a otros con magnitud creciente y rapidez gratificante. Las tramas cubrían mi vida igual que el mapa de un buscador de tesoros. El consuelo que contenían era tan inmenso como fullero, ya que siempre había una salida. Ahora me pregunto si ese atracón de sangre y alocada acción no tacharon en mí todo relato de trivial, infantil y vulgar. Más tarde avancé con penurias hasta Thomas Wolfe y al igual que él hice del mundo un ejemplo de Whitman y una lista de dulces. También despotriqué contra ese enemigo misterioso, el sexo opuesto, porque no era yo lo que sea que pensara que querían las mujeres que mi propia sexualidad fuera.

Si Gertrude Stein entendió los primeros principios, y mucho de su ritmo mágico e hipnótico lo cogió prestado de los cuentos infantiles (todo salvo los bosques y las brujas), Kafka se aferró a los segundos con una mano impía. Sencillamente, su especialidad no eran los desenredos.

Había desembarcado al alba, deseoso de ver las luces de la ciudad –había oído que había muchísimas–, y quizás, nunca se sabía, sacar algo de provecho de índole honrado de un vino y una conversación. Apenas había cruzado las dársenas y accedido a las calles estrechas que provenían del muelle cuando nueve sargentos de policía, que salieron a la carrera de los portales, lo atraparon con una red de plástico, y con el esfuerzo bambolearon sus charreteras y oscilaron en sus pecheras sus cadenas de plata; y lo llevaron cabeza abajo sobre el hombro derecho del más alto, un hombre de fuerza terrible, de tal forma que lo único que veía a su alrededor mientras rebotaba contra el trasero de aquel hombre eran nueve pares de soberbios pantalones y los dieciocho zapatos resplandecientes que como flechas salían de ellos, agitándose sus cordones de plata, al tiempo que veía en la calzada parches de aceite de un brillo iridiscente. Pendía con tal inclinación que varias veces su cabeza dio contra el pavimento hasta que con crueldad torció el cuello. Una vez se acordó de gritar pero una sacudida hizo que se mordiera la lengua y se atragantó con la saliva. La sangre se acumulaba por encima de sus ojos, provocándole náuseas y miedo a hablar. En aquel estado lo presentaron ante un juez que lo interrogó enseguida.

Probó a contestar, pero el juez se limitó a mirarlo, meneaba constantemente la cabeza de tal forma que de su peluca volaba polvo. Continuaron las preguntas, que recibieron las mismas respuestas que las anteriores. Pero esa sangre en sus mejillas, gritó el juez, ¡que me traigan una jofaina! Lo único que supo hacer él fue suplicar. El juez se levantó enojado y le arrojó la peluca, se levantaron nubes de polvo que lo forzaron a estornudar. El juez sacó una carpeta con fotografías que agitó una tras otra de modo que las imágenes parecían borrosas. ¡Aquí! ¿Qué dice usted a esta, señor? ¿Qué dice usted a estas? Al fin, con terrible enfado, contestó a gritos: es usted un loco, un loco, una criatura en mi pesadilla; y, de inmediato, uno de los sargentos entró y le golpeó en las manos y la cara con la correa de un reloj mientras el juez repetía con fastidio: este carece de dignidad, fijaos en su nariz.

Franz Kafka y Lewis Carroll, Laurence Sterne y Tobias Smollett, James Joyce y Marcel Proust, Thomas Mann y William Faulkner, André Gide y Joseph Conrad: ¿qué podía hacer un pobre principiante? Y de qué agarre resultaba más fácil escapar: ¿del grosero agarre del escritorzuelo o del agarre astuto de los grandes?

En cualquier caso, soltarse. Empezar. Y empecé por contar un relato para distraer de un dolor de muelas. Para distraer de un dolor de muelas tienen que darse muchísimos incidentes, algo de tensión, muchos peligros. Cuando decidí escribir el relato, lo llamé «Y despacio llega la primavera» porque esa frase fragmentada me parecía de algún modo pertinente y poética (no era el caso); pero hasta que no pasaron varias semanas no empecé a borrar la trama para hacer ficción con ella, ya que no se puede contar con que un dolor de muelas dure de por vida. Entonces, lo titulé «El chico de Pedersen», y porque pensé que me haría bien (y así resultó ser), probé a formular al relato una serie de requisitos tan claros y rigurosos como los de un soneto. Sin embargo, desde el comienzo me mostré en exceso preocupado con el tema. No había descubierto aún que eso que descubriría más tarde era para mí una regla de oro de la composición: la búsqueda exasperantemente lenta entre las palabras que ya había escrito de las palabras que estaban por venir, y la necesidad de una revisión continua, de tal forma que cada obra parecía no ser sino el primer párrafo reescrito, inflado con a veces años de escrutinio en torno a esa primera herida verbal, una de la naturaleza que uno anhela, como tan bellamente ha escrito François Mauriac: «los miembros de una particular raza de mortales que nunca pueden dejar de sangrar».

¿Pero qué sabrán los principiantes?, pues demasiado. Eso que creen que saben es lo que los convierte en principiantes. En todo caso, he aquí algunas de las indicaciones que redacté (o establecí) para mí mismo durante aquel enero de su comienzo hace casi veinticinco, no, casi treinta años.

El problema reside en presentar el mal como una visitación: repentino, misterioso, violento, inexplicable. Todo debería subordinarse a ese fin. La representación física debe ser sobria y en staccato; la representación mental debe fluir y ser un tanto repetitiva; el diálogo realista pero musical. Se necesita un efecto ritual. Se da, creo, en tres partes, y cada parte se divide en tres. La primera parte la conforman el descubrimiento del chico, el descubrimiento de lo que el chico ha visto, el descubrimiento (lo peor de todo) de que van a tener que hacer algo. La segunda parte la conforman los esfuerzos: el esfuerzo que se hace por alcanzar la granja; el esfuerzo necesario para construir un túnel; el esfuerzo que se hace por acceder a la casa desde el granero. La clave aquí es el trío, que ha llegado hasta tan lejos únicamente por medio de una presión social mutua, y que, en aterida bravuconería, debe seguir, conocedores de su ignorancia de las causas –de la fuerza en sí– («No está ahí»). Pero los disparos dejan a Jorge solo en la casa. La presión que lo ha llevado hasta allí se ha retirado, y sustituido por la presión del miedo: la amenaza de muerte. La tercera parte contiene el intento de Jorge de huir y su renuente recorrido por la casa, su espera en la ventisca y la noche y su rescate por la mañana. La fuerza se ha ido tal como ha venido. Los Pedersen han desaparecido y el enorme esfuerzo moral de los Jorgensen, por así decirlo, obligado a cada paso, es en vano y queda en nada.

Aunque eliminé el rescate, más que separarme de ella, compliqué esta concepción, y cubrí la capa moral con la escarcha de la duda epistemológica. En cualquier caso, durante la escritura en sí, el manejo de los monosílabos, la alternancia de frases cortas y largas, la integridad emocional del párrafo, la elevación de la dicción más vulgar hasta cierta apariencia de poesía, se convirtió en mi fanática preocupación.

Trabajando durante el verano, acabé el relato en septiembre, y después de eso pasaron siete u ocho años, y podéis imaginar cuántos rechazos editoriales (me parecieron cientos; todavía oigo el golpe seco del correo en el escalón de la entrada, la punzada de vergüenza en las mejillas, la humillación, las dudas, la confusión; oigo las risas de millares); y podéis imaginar cuánta compasión bienintencionada, remitida como postales navideñas, cuántas sillas rotas y tragos amargos y riñas domésticas, pensamientos oscuros y tercas resoluciones, intervinieron… antes de que John Gardner tuviese la generosidad de publicarlo en su revista, MSS.

Uno debe comenzar, pero debe saber cómo acabar. Es un conocimiento que he perdido por completo. «El chico de Pedersen» tenía un comienzo al que podía apuntar. Como la muerte, sabía que llegaría. Como la muerte, no sabía cómo iba a encararlo. Que el resto de estos relatos sean cortos; que La suerte de Omensetter sea largo y que El túnel, al parecer, se halle en interminables excavaciones: estas son cosas de las que no tenía ni idea cuando comencé. Me doy cuenta, además, de que cada uno fue escrito con conocimiento pleno del fracaso de público de los demás; escritos, por tanto, con un nerviosismo cada vez peor. Exploraba esto, probaba aquello, pero como un jardinero ignorante y descuidado, nunca sabía qué semilla había plantado, así que me sorprendía que creciera tan alto, la naturaleza de su floración.

La escritura y la lectura, como lo masculino y lo femenino, el dolor y el placer, son íntimos pero divergentes. Aunque en sí la escritura pueda ser un sustituto parcial de la expresión sexual (durante la adolescencia, en todo caso), la curiosidad sexual propulsó mis lecturas igual que un cohete. ¿Cuántas páginas áridas pasé en busca de agua? Más allá del siguiente párrafo, a vuelta de página, se materializaba un oasis de sensualidad, difuminado al principio a la luz del desierto, pero luego claro, preciso y detallado igual que un dibujo guarro. Mis rompecabezas sexuales se desprendían como sujetadores, los misterios caían a mis pies como braguitas pasadas las rodillas. ¡Ay!, un aliento ardiente como ese soplaba sobre la página hasta que amustiaba todo oasis. ¿Qué aprendí de Pierre Louÿs? ¿Balzac? ¿Jules Romains…? Sus rompecabezas y sus misterios, sus confusiones y sus mentiras. Yo no entendía. No me daba cuenta. Yo quería suciedad o pureza, inocencia o cinismo, jamás el embarrado revoltijo, el monto fijo, los tonos invariables de la verdad. Llevaba conmigo un crítico a todas partes que se levantaba a aplaudir los pasajes apasionados con desvergonzada ausencia de discriminación, y en lo que duraba la palpitante bulla que formaba era incapaz de sentir con honestidad ni de percibir con nitidez ni de pensar con claridad. Cómo no, la curiosidad sexual sigue siendo el tercer señuelo de la lectura, y, aun así, qué enorme cantidad de bello rubor corporal se malogra en la más tonta de las puerilidades cuando el escritor escribe por la razón por la que los lectores leen.

Se preguntó cómo se habían formado sus pechos en realidad. Adivínalo, dijo ella. ¿Habían emergido los pezones como gotas de lluvia en un estanque, y eran los huecos de sus muslos como copas que contendrían sus besos? Imagina lo que te plazca, dijo ella. Las ropas de ella siempre lo combatían. Sus dedos eran incapaces de construir el resto de lo que tocaban, ni siquiera cuando alguno, escurriéndose bajo las lindes de su ropa interior, traspasaba un límite sagrado. Ella le permitía cualquier libertad a condición de que entre ellos la ropa siempre los envolviera igual que un vendaje, pero sus manos o sus labios o sus ojos o cualquier cosa salvo la piel de costumbre hacía que ella se pusiera rígida, que contuviese el aliento hasta que lo soltaba como burbujas por una pajita. Él se percató de que era más agua helada que herida. Un día, de hecho, ella se había quitado todas sus prendas superiores salvo una fina blusa suave y verdosa de Celanese, y por entre sus hilos dóciles él la había comprimido. Que él protestara había sido inútil. Adivínalo, decía ella siempre. Y al final, cuando con amargura suficiente y extraordinaria él se había quejado de la dureza con la que lo atormentaba, ella había pedido el falo a sus pantalones como quien le pide una rana a un árbol. Cosita mía, dijo ella; te voy a liberar de mí. Por último, en eso se convirtió su amor, como estrecharse la mano, y al final, él aceptó este proceder porque, como él mismo explicó, se asemejaba mucho al mundo. Ella sonrió ante aquello y despacio sacudió la cabeza: tú conservas tu sueño, dijo ella, y yo mi sorpresa.

El material que conforma un relato ha de ser sometido a una compresión terrible, pero este no libera sin más su significado tal como hace un chiste. Ha de ser epifánico, y seguir no obstante siendo un enigma. Su brevedad ha de ser una función formal: la intensificación de la comprensión, el oscurecimiento del diseño.

En cierto sentido, «La señora Ruin» es un relato de curiosidad sexual trasvasado, una vez más, a lo epistemológico, pese a que tuvo su inicio en una observación que jamás usé.

3 de agosto de 1954. El retablo que sigue en la Casa con Muchos Niños: el padre se va a trabajar y está de pie junto al coche hablando con su esposa. Es alto, delgado, moreno, con mucha barba, de modo que, aunque se afeite, siempre tiene mucha sombra, casi azul, a cada lado de la cara y en el mentón. Ella es ancha, de pechos grandes, gorda, tiene ojos de cerdo, es rubia. Los niños fastidian al padre y este les chilla con una voz cavernosa, a uno lo abofetea con fuerza y a los demás los espanta con un vigoroso barrido del brazo de dentro afuera (como a gallinas). Los niños huyen, llorando y gritando y de berrinche. El padre se marcha. La madre se despide con la mano y cuando él desaparece con un furioso acelerón (el coche se le cala dos veces), ella se vuelve hacia la casa; las cabezas de los niños asoman. Ella pone voz profunda y áspera como la de él y les grita. Lanza un manotazo hacia uno o dos de ellos (falla por mucho), y hace con los brazos ademanes para espantarlos. Los niños rugen encantados. Ella entra y todos la siguen en alegre tropel.

Observé esta escena, representada con tan solo ligeras variaciones, muchas veces, y lo que me interesó de ella, finalmente, fue el triángulo que formaban la madre, los niños y mi yo público-privado; pero no empecé a inventar un Ojo narrativo, me dice mi diario, hasta el 12 de julio de 1955, cuando las primeras palabras del relato aparecieron en forma ya madura. Vacías de todo detalle persuasivo, mal enfocadas, de orden inepto, ritmo flojo, esas tempranas frases iniciales carecen de objetivo, de tono, de figura, son magras.

La llamamos señora Ruin, mi mujer y yo. La vista que tenemos de ella, igual que la vista de su marido y de cada uno de sus hijos, es la vista desde el porche. Cómo es su vida en el interior de su casita solo podemos suponerlo, pero en las cálidas, sofocantes tardes de domingo, mientras procuramos mantener fresco el porche y la vemos renquear a pleno sol, vara en mano para pegar a sus hijos, pensamos muchísimo en ello.

En noviembre advierto que he empezado a escribirme a mí mismo notitas alentadoras: anímate, muchachote, y demás. Se ha convertido en un asunto sombrío, como la escritura de todas mis ficciones. Imaginad un adulterio lleno de falsos comienzos, procrastinación, indecisión, excusas pobres, impotencia y, sobre todo, planes.

La idea que debo tener en mente es cómo puedo a) contar la historia del señor y la señora Ruin públicos, tal como la ve el «yo» del relato, b) hacer del «yo» más que un pronombre: más bien una personalidad pronunciada, c) cambiar lenta e imperceptiblemente de la crónica fáctica a las proyecciones imaginarias del «yo». El problema es igual de espinoso que en PK,4 e igual de agradable. El final será, por supuesto, insatisfactorio, tal como terminará en la imaginación, no en el hecho, como si la imaginación hubiese llenado los espacios con más hechos, pese a que ahí no haya más que fantasías. Todos los relatos deberían acabar de manera insatisfactoria.

Un mes más tarde tenía una página, y completé la obra en un momento indeterminado de 1957.

Escribo estas fechas, hoy, y recorro estos espacios temporales con la mirada y una suerte de asombro atontado, porque me veo de nuevo obligado a aceptar la manera absurda en que mis relatos han sido compuestos a paladas: pasta sobre plasta, como esas catedrales que tienen pórticos barrocos, naves góticas y criptas románicas; ya que en ellas las obras siempre fueron lentas; pasaba el tiempo, luego volvía a pasar, los obispos y los príncipes perdían el interés; se terminaban los fondos; morían los hombres; los proyectiles hacían añicos sus radiantes vidrieras; se convertían en víctimas de robos, fuegos, curas, arquitectos, vientos; y, al haber sido puestas en servicio mientras aún estaban en construcción, el pavimento había desaparecido, los pilares estaban en estado de derrumbe, llegado el momento en el que la cúpula estaba lista para el remate en oro o las torres para doblar sus campanas; de modo que para mí la dificultad era bastante obvia: como autor naturalmente deseaba cambiar, desarrollarme, crecer, mientras a su vez cada relato quería que el escritor que lo había empezado no se apartara de él hasta el final como un padre fiel. Este dilema, igual que la bebida, casi destruyó el trabajo de Malcolm Lowry. La absurdidad ensancha como la nariz de un payaso, además, cuando uno se percata de que la estructura a la que al final se le aplica el mortero y el revoque y que se ensambla a martillazos se parece más bien a una maison de convenience que a la más modesta de las iglesias. Aun así, lo humilde y lo ridículo atienden sus necesidades igual que lo señorial y lo sublime.

En cualquier caso, se hacía necesario (siempre es necesario) reescribir las secciones más tempranas de lo que fuese aquello en lo que me viera finalmente atrapado, en consonancia con los estándares y con el estilo de la parte que en ese momento tuviese en marcha; porque, aunque pudiera parecer que en el interior de un relato el tiempo pasa, ha de dar la sensación de que el relato en sí es un borrón que hubiese goteado de una sola sacudida de la pluma.

Y cuando vuelves sobre tus pasos, incluso si tu intención es cambiarlos, la senda que ya has abierto ahonda; se hace cada vez más difícil escapar de tus errores iniciales, distinguir un modo verdaderamente nuevo de resolver problemas que se repiten; y mientras, ciertos puntos a lo largo de la ruta, como lugares en los que a menudo has caído, amenazan tu temple, de forma que te inclinas por buscar nuevos senderos que bordeen la montaña y que no requieran para cruzarla una escalada a la intemperie.

Entretanto la mente susurra al alma razones que explican por qué una línea mala es preciosa; cómo han triunfado maravillosamente todas tus estrategias; por qué ha de ser confiado tu desfile con calzado de cartón, pues quién se va a dar cuenta. Mi aprendizaje me había surtido de racionalizaciones igual que un estanque. Bastaba con largar una sola línea para pescar uno. La frase pobre, la conexión remilgada, el chiste fácil, la observación trillada, ese giro encantador que has ideado, la actitud pedante, las ideas infantiles y las innumerables aliteraciones, el baño de oro que acabas de verter sobre un párrafo: estos y otros espantos son parte de ti; provienen de la más profunda de las cavernas; y han de ser repelidos como un bebedizo imbebible sin importar lo que diga la etiqueta, ni tu grado de humillación.

Hay mucho miedo. Se asienta en el estómago como un nubarrón de ácido. Los médicos prescriben leche. Saben que en la bondad no hay calcio. Aunque indispuesto, uno trata de disponer sin fisuras sus palabras; pero tal vez, mientras escribo esto, los enunciados a los que estos enunciados se supone que han de hacer de frontal deben fundirse como carámbanos, y que punzantes desaparecen; así que, lector, cuando pases las últimas páginas de este prefacio, afrontarás un vacío pálido y pretencioso; y si eso sucede, sé quién de nosotros será el más tonto, pues los pocos céntimos gastados en este libro suponen una pequeña pérdida a raíz de un pequeño error; piensa en mí y sonríe: yo he malgastado una vida.

Mi diario empieza a balbucir… a agonizar ya. Se acabaron los pequeños planes, se acabaron los registros de melancolías y las exhortaciones gloriosas, y se acabaron también las prácticas de párrafos, como escamas atropelladas en la calle. Antes de empezar «El chico de Pedersen» los practiqué durante varios años (y también frases simples, y palabras inventadas, y sonidos que esperaba hubiesen caído de Alicia); tres de los cuales he incluido en este prefacio como trocitos de fruta sueltos en un pudin –un simple cambio de textura y algo de acción para la dentadura– y dichos ejercicios no eran sino otra idiotez, porque sabía que las palabras eran comunidades que creaban los repetidos cruces de contextos igual que las vías del tren dan forma a los pueblos, y que los enunciados no nadan indiferentes entre otros como bancos de peces de otra especie, sino que eran tramos de telaraña dentro de una telaraña, pese a la sensación propia de que el diseño interno es el del punto anudado.

Una vez más acertados con respecto al arte y equivocados con respecto al mundo, los filósofos idealistas habían argüido de igual modo, la sugerencia de Leibniz de que toda verdad era analítica, y que todos los predicados legítimos serían finalmente hallados (por Dios) encastrados como una miríada de gorgojos en un único sujeto, no era ningún dulce; pero entonces, a la inversa, ¿era un enunciado como esa flor en una pared agrietada, esa pizca de arena en la que vemos quizás un mundo, y en la que dentro de su yo sintácticamente pequeño uno podría observar la forma de una turba ajetreada?, ¿serviría la unidad de una frase bien formada como modelo para la unidad de Todas o de Cualquiera? Supongo que era eso lo que yo esperaba.

Horas de locura y evasión… horas inventando expresiones como «bésame los dientes» y preguntándome luego qué significaban… horas de locura y evasión… horas pasadas mirando objetos como si fuesen mujeres, bosquejando ceniceros, por ejemplo, y advirtiendo en uno de cristal

…los ojos, las líneas de luz, el lustre vivo del cristal; los patrones, el flujo y el reflujo; sombras, vetas; su curso como el del agua en las corrientes silenciosas con el sol en ellas; la espuma y las burbujas del cristal…

y concluyendo el estudio a lo grande (¿quién fingía ser yo? ¿Maupassant tutelado por Flaubert?) con este mandato:

Nunca menciones un cenicero a menos que seas capaz de transformarlo enseguida en el único de su especie en este mundo.

Una regla que obedecí no mencionando jamás un cenicero.

Como debería resultar obvio por mi colección de palabras referentes al cenicero, no podía aprender a ver sin, al mismo tiempo, aprender a escribir, pues las palabras, y la observación que comprenden, se funden. Si uno no tiene vida y lustre, tampoco la tiene el otro. No he hecho aquí nada por apagar una colilla en… un agrupamiento tan quemado y gris como la ceniza.

Así, oscura y fortuitamente, el azar trajo al mundo estos relatos de la nada. Los carámbanos, por ejemplo, gotearon sólidos una vez desde mis aleros. Pensé que eran notables porque parecían crecer como consecuencia de su propia aflicción, y me pregunté si mis sentimientos se helarían en mí cuando hubiesen atravesado mi altura, y si cada uno de nosotros no tendremos el tamaño exacto de nuestra consciencia solidificada; pero estas invenciones apenas se colaron en el relato que, como «El orden de los insectos», y cuanto he escrito desde entonces, es una exploración de la imagen. Me impresionó no solo su belleza, fría y perecedera, sino la sensación que tenía de que eran míos, y que, aunque un accidente los hubiese fijado a mis tripas tal como los había hecho colgar de todas partes, nadie tenía derecho a provocar su pronta destrucción. Pero donde podría reposar hoy el ojo su mirada, ¿no está magullado por los vándalos y sus víctimas? No importa. El relato lo inició este mero pensamiento, no se creó de una pieza como un carámbano debería, de tal forma que las pasiones entibiadas en otra parte se enfriaran a medida que atravesaran el texto hasta que, en el afilado extremo, ellas mismas se volvieran texto. Eso habría sido ideal. ¡Eso habría sido algo!

Horas de locura y evasión… recogiendo nombres con la esperanza de que resultaran ser el premio gordo, y que los relatos cayeran de repente en chaparrón como monedas…

Horace Bardwell, Ada Hunt Chase, Mary Persis Crofts, Kelsey Flowers, Annie Stilphen, Edna Hoxie, Asher Applegate, Amos Bodge, Enoch Boyce, Jeremiah Bresnan, James G. Burpee, Curtis Chamlet, Decius W. Clark, Revellard Durcher, Jedediah Felton, Jethro Furber, Pelatiah Hall, George Hatstat, Quartus Graves, Leoammi Kendall, Truxton Orcutt, Plaisted Williams, Francis Plympton, Azariah Shove, Peter Twist; y además los miembros del club de cocina de Mt. Gilead, Ohio, 1899: Dean Booher, Floxy Buxton, Nellie Goorley, Ira Irwin, Bessie Johnson, Clara Kelly, Sadie McCracken, Clara Mozier, Josie Plumb, Sarah Swingle, Maude Smith, Anna, Belle, Deane e Ivan Talmadge, Roberta Wheeler.5

Nombres redondos, maduros y llenos de semillas como estos rara vez se encuentran y no se pueden inventar, aunque pudieran presentarse de la más dulce de las maneras. No podría haberlos vareado de ningún árbol local porque carezco de localidad. Yo no soy un hombre de Warren. ¿Qué significa ser de Warren?, ¿o a desgana mitad protestante, mitad católico?, ¿un anodino blanco medio-wasp6?, ¿de sangre alemana y escandinava tan pálida que incluso a los arios puros repugna?, ¿y con un nombre destinado a divertir, uno que, incluso en alemán, significa «callejón»7? Aunque lo soy, Gassy8 no es lo peor que me han llamado. Soy el hijo de nadie, ni padre, al parecer. Ni norteño, ni estadounidense, ni teósofo, ni erudito, ni Prufrock, ni el danés9. Y pese a todo reuní estos nombres. De un libro… libros… de las páginas que son mis calles.

Raro es que la naturaleza entre en bucle. La naturaleza repite. Esta primavera no es la primavera anterior repensada, sino meramente otra, de alguna forma la misma, de alguna forma no. Sin embargo, en una ficción, las ideas, las percepciones, los sentimientos, regresan como reconsideraciones, y cuanto más veas una parte de prosa imaginativa como una aventura de la mente, más se plegarán y se interrumpirán las linealidades de la vida. Igual que la revisión en sí está hecha de regresos meditativos, así la reaparición de cualquier tema la constituye dicho tema reviéndose a sí mismo. De lo contrario, no hay avance. Hay estancamiento. La quieta espiral de la concha, un giro, incluso un remolino, un túnel que se eleva por los aires: estas son las formas apropiadas, los contornos acertados; aun así el lector no debe sucumbir a las tentaciones de la simple ubicación, sino experimentar en el ascenso, tornar el renglón en visión panorámica, igual que un planeador que traza círculos en una corriente térmica, y sentir al mismo tiempo que como un sacacorchos desciende al interior de la materia, una profundización progresiva en torno al ojo que lee, una penetración en lo particular que es en parte el tema de «La señora Ruin»: a la vez evasión y entrada, un interior sacado a la fuerza y un afuera metido a presión, como es también el caso de mi único relato corto, «El orden de los insectos».

Horas de locura y evasión… en las que escribo versos inadecuados, leo, rabio… recojo anécdotas que como manchas se desvanecen en la página… marco el tiempo con la punta de mi lápiz… mordisqueo con los dientes la piel floja de un lateral de mi mano… elaboro intrigas y tropos igual que horóscopos… practico la catacresis como si fuese croquet… grrruño… pateo papeleras a los rincones… advierto que cuando imagino mis métodos de construcción todas las imágenes son arquitectónicas, pero cuando sueño la ficción definitiva –esa entidad animal, el inventado ser silábico– estoy tratando de vigorizar los viejos y gastados órganos robados igual que el Dr. Frankenstein… trrrituro… arrojo fajos mojados de Kleenex por un resfriado primaveral o invernal al rincón donde en su mayoría yerran la cesta… O… Ohio: Oigo el aullar de ambas Oes… juego al ring agroan the rosie…10 deambulo… devuelvo a mis calzoncillos una furiosa erección… rimo…

Entonces, ocasionalmente, en la página ante mí percibo algunas líneas que… mientras yo estaba en otra parte debieron de… sí, algunas líneas que tienen… que tienen el sonido… el verdadero silbido del espíritu. Verás cuando lean esto, digo, puede que incluso en voz alta, por encima del agua que corre por el fregadero, por encima del sonido de la lamparita de mi escritorio, el café que se enfría en la taza, el grruñido de mis tripas. Pero cuando levanto la palma de la mano derecha del papel en el que, blasfemando, la he posado, el silbido en esas palabras ya no está, y solo la lámpara canta. Hasta que tiro de su cadenita como en un retrete.

Así, la idea de un público regresa como un picor entre los dedos de los pies, ya que ahora tenemos palabras que observan palabras… no es de extrañar: ¿qué habrían de hacer los árboles de Berkeley, ocultos en sus bosques, si se enteraran, si creyeran, si supieran que desapercibidos lo probable es que no sean nada?, ¿alentar a las aves?, ¿criar ojos y orejas y frotar las hojas que les queden como billetes extranjeros? Cuando Henry James, magullado por su fracaso en el teatro, regresó a la novela con La edad ingrata, él mismo escribió la escena; creó a sus actores y les otorgó sus discursos y ademanes. Más aún, llenó de sensibilidad los espacios alrededor de ellos: otras observaciones; la perfecta vasija de aprecio: él mismo, o mejor, su escritura ambagiosa. Su método ha devenido modelo. Ahora, en la página, aunque el escenario está lleno, el teatro está a oscuras y vacío. Bombillas rojas brillan sobre las salidas. Y cuando el teatro está vacío, y el reparto continúa hablando entre bambalinas y van del aparador al sofá como si en plena emoción, ¿a quién hablan sino a ellos mismos? De repente no hay nada sino acción; las palabras imaginadas son reales; los actores son los papeles que representan; las preguntas ya no son apuntes; las réplicas son auténticas réplicas; se acabó el drama; las condiciones del ensayo han devenido las condiciones de la realidad, y la luz que como papel de colores cae a raudales de los focos es la única mañana que hay y habrá.

1. Continúa trabajando…

2. Estudia a los maestros…

3. Haz ejercicios deliberados…

4. Toma notas regularmente… agudiza esa mirada peculiar y olvidadiza…

5. Dedícate a bosquejar… detalles… exactitud…

6. Empápate de historia…

7. … la mejor palabra… la mejor palabra… la mejor palabra…

8. Asume que van a pasar cinco años hasta que des con una…

9. Espera…

Un antiguo estudiante, que había alcanzado las laderas más bajas de una revista nacional, me escribió caritativamente para pedirme que escribiese algo sobre cómo era la vida en el Medio Oeste. Sin saber muy bien si mi respuesta sería sí o no, empecé aun así a recopilar datos sobre el tema, aunque pronto quedó claro que a la revista no le interesaban los desórdenes logarítmicos de mi lirismo. En mi obra siempre he evitado lo autobiográfico, al razonar que era una trampa para principiantes en la que no pensaba caer (más sabiduría imbécil), y ahora había empezado a desconfiar de mi propio desapego. ¿Sería capaz de escribir tan pegado a mí mismo, o sería la letra B, hacia la que decía mi narrador que había navegado, la inicial de bathos11?

Vivía en Brookston, Indiana, por entonces, pero lo llamé B porque así era como se representaba a veces a las personas y los lugares en los viejos tiempos. Pamela está siempre quitándose del busto la zarpa del señor B12. En ocasiones los personajes de Turguénev esperan en un porchecito bajo que como un cinturón se ciñe a una posada o a una oficina de correos, y que se eleva igual que un chichón reciente en la carretera que va –digamos– a S., aunque todavía no haya nada a la vista cuando nos los encontramos. Igual que el lector, están a la espera de que el libro empiece. (Por su parte, las carreteras de Beckett carecen de letras, y sus personajes están a la espera de que el texto acabe). El narrador no solo ha venido a B con un juego de palabras (un mal lugar), con la inicial también buscaba invocar los ramajes dorados y los pájaros cantores de la Bizancio de Yeats. Más aún, sabía que cuando hubiese acabado, ya no sería Brookston, Indiana, sino un lugar tan lleno de sueños y fabricaciones como aquella ciudad fabulada. Dentro de mis cautelosas frases, y en contraste con la monumental poesía de Yeats, B se convertiría en un emblema inverso de la imaginación del hombre.

Desde luego no recurrí a la letra por timidez ni por un sentimiento tardío de discreción; pero, a medida que entendía con claridad mis «hechos» (clubs, cultivos, productos, perspectivas, la forma del pueblo, del tamaño de bares y cobertizos), recordé el entusiasmo con que había llegado a la comunidad, cuánto había necesitado sentir que mi mente –por una vez– corría libre y abiertamente en paz, en sana y despreocupada amplitud, de la misma manera que antes mis piernas en Larimore, Dakota del Norte, me habían llevado por calles hechas a una escala perfecta para la infancia; y poco a poco advertí que, mientras redactaba mis listas (trabajos, tiendas, clima), y señalaba los estratos sociales igual que un niño cuenta los pisos de un pastel, estaba tomando notas del pueblo tan alejadas de sonar en nada significativas que no me iban a permitir encontrar ni siquiera una vaca; aun así hice mis estimaciones (cambios de población, transporte, educación, vivienda, amor), y realicé mis censos (de iglesias y sus clientelas, de dietas y enfermedades); hice mis suposiciones con respecto a la privacidad de los lugareños (diversiones, juegos, ñaca-ñacas, altas y bajas finanzas: quién da o quién toma, gorroneo, trueque o subasta), como haría cualquier geógrafo, impresionado por la seriedad del hábito, además, de la simple charla o un ocioso escupitajo o un acuclillado prolongado; una mierda reflectante en un campo a lo lejos; y, a medida que con cautela empezaba a distribuir mis datos por mi manuscrito, comenzó una disolución constante de lo real; porque, con cuanta mayor precisión uno baja por una calle verbal, con mayor precisión, en efecto, se retratan las pilas de basura, las sombras vagabundas, las hileras de maleza, el tacto del viento y las grietas en los muros; cuando, de hecho, todo lo que es concebible de entrar en la conciencia –como la luz nívea y los arreos de un caballo, el grano que se derrama y el olor a aceite, el crecimiento de los setos y la hierba, el frío sabor a hojalata en una taza abollada de hojalata– entra como el miembro de una orquesta, armado de un instrumento (el zumbido de la abeja o la muerte de una mosca, por ejemplo); con cuanta mayor exhaustividad, en resumen, observemos más que meramente advirtamos, contemplemos más que percibamos, imaginemos más que tan solo sopesemos, entonces con mayor plenitud deben el lector y el escritor, conforme sus frases ponen un pie en la página, percatarse de que ahora están ante la gentilmente amenazante presencia del Ángel de la Introversión, ese radiante guardián de las Ideas de las cuales Platón y Rilke hablaron con tanto ardor, y que Mallarmé y Valéry invocaron; ya que una sensación de resonante universalidad surge en la literatura siempre que alguna callada y por lo demás trivial, aunque única, banalidad se experimenta con una exactitud intensamente pasional: a través de un anillo de similitud que, además, define para cada objeto su tierra de disimilitud (aunque ¿dice esto alguien más aparte de Schopenhauer, que con respecto al mundo estaba también equivocado?); y, en consecuencia, el corazón del país se volvió el corazón del corazón tan súbitamente que me dejó incomodado, en B y no en Bizancio, no en Brookston, se apartó de ese yo que creí que podría expresar, en ningún lugar cercano a la niñez y con pensamientos que encerré en los párrafos como animalitos enjaulados.

Horas de locura y evasión… romper el papel en tiras delgadas como hilos: nada fácil… deslizar luego hileras de palabras de un lado a otro de la página, esperando en vano que la diferencia será conveniente… en lugar de una particularidad pasional, intentar una tintineante singularidad… anular, tachar, XXXXX… parar.

El gentil Turguénev (y uno de los maestros, sin duda, si amamos su arte arrogantemente modesto), al escribir sobre Padres e hijos –al escribir sobre sí mismo–, dijo: «Tan solo unos pocos elegidos son capaces de transmitir a la posteridad no solo el contenido sino también la forma de sus pensamientos y sus visiones, su personalidad, la cual, en términos generales, no es de la incumbencia de las masas». La forma. He ahí el fin de la larga búsqueda; porque la forma, como nos enseñó Aristóteles, es el alma en sí, la vida de toda cosa y la plenitud de toda cosa inmortal. Es la B del ser13. Unos pocos elegidos… unos pocos felices… esa pandillita de hermanos… Bueno, los elegidos no pueden elegirse ellos mismos, y, sin embargo, hacen la vista gorda.

Y pidió a sus compañeros escritores de Rusia que guardaran su lengua. «Tratad esta poderosa arma con respeto», suplicó, «en manos diestras puede obrar milagros». Pero los milagros tampoco pueden elegirse. Y aquellos de nosotros que no hemos obrado ninguno, aún podemos ingeniárnosla para el respeto. Una estúpida esperanza nos sostiene: que la próxima vez la destreza estará ahí, y que acontecerá el milagro.

De modo que sigo siendo el hombre oscuro que escribió estas palabras, y si alguien iba a preguntarme una vez más por las circunstancias de mi nacimiento, creo que finalmente debería responder que nací en algún lugar en mitad de mi primer libro; que la vida, hasta ahora, no ha sido extensiva; que mi estado natal es la Ira, un lugar no en alguna parte del continente sino más bien en lo profundo de mis tripas; que en la actualidad resido en la Sicilia del alma, en el México de la mente, la torre en Duino, la casa con jardín en Rye14; y que estaré encantado de alquilar, vender o ceder estos relatos, que habría amueblado de manera más pródiga de haber podido permitirme el gasto, a cualquiera que quizás quisiera visitarlos, o –aleluya– habitarlos. Sin embargo, para sustituir esa improbabilidad, voy a confeccionar un lector para estas ficciones… ¿de qué tipo, preguntáis?, bueno, diestro y generoso con su atención, para empezar, paciente con las longeurs, que perdone todo error y la autoindulgencia del autor, ávido de detalles… ah, y amante de las listas, que juguetee con los renglones. ¿Ha de entregarse ocasionalmente ese lector a articular una palabra en voz alta o al deseo de leer a su compañía en un punzante susurro de biblioteca?, sí; ¿y ha de ser ese lector alguien cuyo pulso se altera con los tiempos verbales?, eso estaría bien; ¿y se ha de pillar toda alusión como se pilla un resfriado?, no, comerse igual que el pescado, entero, con aletas y piel; ¿y ha de darse una frente amplia que con asombro se arrugue ante la retórica?, ¿bruscas bocanadas de aire?, ¿y hallar los pensamientos profundos y que las emociones que sienta sean de la mejor clase?, sí, y aplaudidos los patrones… pero no hay necesidad de que pongamos pelo o nariz a nuestro lector, ni ninguna otra abertura ni señuelo… ni un músculo necesita ser imaginado… es un cuerpo bastante indiferente al tiempo, a la dieta… es todo ojos… ¿cómo?, oh, será una suerte de tardón en la página, dará sorbitos a las frases, rebosará pausas reflexivas, así que debería designarse un dedo para guardarle el sitio; ¿un movedor de labios, pues?, justo eso, sí, unos anchos y dulces y húmedos, de un rojo natural, de una blandura natural, pero hechos solo para conformar sílabas, ya me entendéis, para cantar… cantar. ¿Y este lector, mientras el libro se abre, ha de sombrear la página como una palmera?, sí, eso sería tal vez lo mejor (sin embargo, ojo al esfuerzo del espíritu, no hay gafas que corrijan eso); ¿y ha de hundirse ese lector en el papel?, ¿volverse la letra?, ¿y florecer al otro lado con placer y sensualidad… desde el tacto de la mente, y del amor que perdura en el lenguaje?, sí. Imaginemos un ser así, entonces. Y empecemos. Y entonces empecemos.

St. Louis, Missouri

26 de mayo de 1976

26 de enero de 1981

1 Mammón es una palabra aramea que significa ‘riqueza’; aparece en Mateo 6:19-21,24 y Lucas 16:13, y en la Edad Media devino personificación del demonio de la avaricia. [Todas las notas son del traductor.]

2 Adjetivos despectivos para referirse, respectivamente, a negros, irlandeses, italianos, hispanos, centroeuropeos, polacos y judíos.

3 G-8 es un espía aviador de la Primera Guerra Mundial que el autor pulp Robert J. Hogan puso de moda entre 1933 y 1944 con más de cien títulos; en esa misma década, triunfaron los relatos del polifacético héroe Doc Savage, (en España, se publicaron en la década de los setenta); también en los años treinta apareció, en una serie radiofónica, el misterioso La Sombra, de la mano de Walter B. Gibson.

4 Iniciales de «Pedersen Kid»; es decir, «El chico de Pedersen».

5 Muchos de estos nombres pertenecen a personajes que, en mayor o menor medida, aparecen en La suerte de Omensetter. Al igual que el ficticio pueblo de Gilead (más tarde Gilean), en el río Ohio.

6 Wasp es el acrónimo de blanco, anglosajón y protestante. (White Anglo-Saxon Protestant).

7 En alemán, ‘callejón’ es Gasse.

8 Algo así como ‘flatulento’ o ‘pedorro’, por la obvia similitud entre Gass y gas.

9 Prufrock, del poema de Elliot «Canción de amor de J. Alfred Prufrock». En el acto V, escena I, Hamlet se llama a sí mismo «Hamlet el danés» (Hamlet the Dane).

10 Hay aquí un juego de palabras intraducible. El juego infantil en corro, algo parecido al español «El patio de mi casa», es Ring around the rosie (o también Ring a Ring o’Roses); Gass juguetea con el around (alrededor) y lo transforma en agroan, que esconde el verbo groan, ‘gemir’, ‘quejarse’.

11 Bathos es un término literario inglés de origen griego que apunta hacia el tránsito de lo sublime a lo ordinario, una especie de anticlímax retórico.

12 Personajes ambos de Pamela o la virtud recompensada, de Samuel Richardson (1689-1761).

13 The B in being, en el original. Being es el infinitivo de ‘ser’, y también de ‘estar’.

14 Referencias a Lowry, a Rilke y a Henry James; el México de Lowry en Bajo el volcán, el Duino donde Rilke compuso sus Elegías y el Rye en el que Henry James vivió entre 1898 y 1916. Puede que con Sicilia Gass aluda a las estancias de Platón en Siracusa.

En el corazón del corazón del país

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