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Azules los lápices, azules las narices, azules las películas, las leyes, azules las medias y las piernas1, el lenguaje de las aves, las abejas y las flores, tal como lo cantan los estibadores, ese aspecto plomizo que la piel adquiere cuando le afecta el frío, una contusión, la enfermedad, el miedo; el horrible ron o la ginebra que llaman ruina azul y los diablos azules de sus delirios; gatos rusos y ostras2, una respiración retenida o aprisionada, el azul que dicen poseen los diamantes, las profundas fosas en el océano y los blazers que obtienen los deportistas ingleses y se permiten lucir los caballeros; las aflicciones del espíritu –los desánimos, los abatimientos, los lunes 3–todos funestos– la música sencilla y melancólica, las gentes de Nueva Escocia, la cianosis, el tinte capilar, el decolorante, la lejía; la exótica dalia azul, como esa única vez cada luna azul en que acontecen hechos penetrantes4, o la voz de triunfo en el whist5 (pero quién se acuerda del whist o de cómo es la muerte de los juegos que ya no se juegan), y de igual modo la bandera, Blue Peter6, nuestra señal para ponernos en marcha; un ligero bandazo, el dinero confederado, las sombreadas pendientes de las montañas y las nubes, y así la constantemente creciente ausencia del Cielo (ins Blaue hinein, dicen los alemanes), en consecuencia el color de todo lo que está vacío: botellas azules, cuentas bancarias y los halagos, por ejemplo, o, cuando se vuelca el cielo, el lamento verdiazul del mar (ambos el mismo), y, ya en el Infierno, sus minuciosas hileras de casetas de hormigón hasta el horizonte y el azul del gas inflamado; los registros sociales, los cuadernillos de evaluación, la sangre azul, pelotas y boinas, barbas, abrigos, cuellos, ciertos valores7 y el queso… el pedante, indecente y severo8… el atardecer aguado, el hielo en el mar9; por medio de una amalgama de accidentes ha llegado a ser el azul el color de todo esto, igual que ha simbolizado la fidelidad. La leyes azules adquirieron su tonalidad del papel en que se imprimieron. A las narices azules se las llamó así por una patata. La pequeña biblioteca E. Haldeman-Julius, en la que leí por primera vez Evolución del Amor de Ellen Key, esperando en vano que se me empinara, tenía cubiertas azules. En la misma colección, que en aquellos días se vendía por diez centavos, estaban las cartas de amor de aquella monja portuguesa, Mariana Alcoforado, una señora sin duda agitada y cargante, cuya existencia cruelmente olvidé hasta que volví a leer sobre ella en Rilke.

El primero de aquellos panfletos fue, inevitablemente, el Rubáiyát. Tenía los sentimientos adecuados. La extensión adecuada. Venía en hermosos cuartetos. Y al igual que un par de zapatos abrillantados, tenía la fatiga del mundo y el brillo erótico adecuados. El n.º 19, lo más cerca que estuve de la Jarra y la Rama, se titulaba Nietzsche: Quién fue y qué defendía, de M. A. Mugge, Doctor en Filosofía. Todas aquellas mayúsculas antes eran para Dios. Había otro, recuerdo, que reproducía los discursos que en tiempos de guerra dio Woodrow Wilson en una tipografía que en ocasiones se combaba hacia el pie de página como debilitada por el peso de las palabras de la parte superior. El azul de esos libros es ahora pálido, quebradizo el papel como la hostia con que se comulga, mientras que mi asociación de Wilde y Darrow con el color, tan intensa entonces, también se ha desdibujado. Tampoco se alzó mi polla por Nietzsche, como no causó el ensayo de Mrs. Annie Besant sobre el futuro del matrimonio revuelo alguno. Para eso tenías que acudir a la Colección Liveright –a otros colores: Negro y Dorado– donde podía uno calentarse con Stendhal, Huneker, y Jules Romain, con Balzac y Remy de Gourmont, y donde la decadencia de Pierre Louys era genuina y ni una sola pizca de lo azul goteaba sobre el queso apenas cuajado10.

John Middleton Murry editó The Blue Review durante las tres distinguidas entregas que esta sobrevivió, y algo llamado The Blue Calendar predijo el tiempo entre 1895 y 1898 sin acertar ni una sola vez. Por cinco centavos, también azul, salido del mismo arcón estanco del desván, The Bibelot, un boletín liliputiense con letras góticas en la cubierta que poco menos chillaban ARTE, llegó hasta mis enfermizas manos. Venía de Maine en vez de hacerlo desde Kansas, y reimprimía artículos que previamente se habían desvanecido en las páginas de The Dark Blue, una indefinida publicación mensual prerrafaelita con un título tan frustrantemente incompleto como un fraseo musical interrumpido. Estas rapsodias entraron a imprenta y salieron de circulación igual que las truchas, estoy seguro, todavía desaparecen por entre las iridiscencias del frío e insondable Blue Hole11 del Ohio de mi niñez, para volver a emerger de pronto en los claros y veloces arroyos y pozas poco profundas que aquel alimenta, como si nada mágico les hubiera sucedido. Cada una de las exiguas entregas de ambas revistas presentaba un sencillo, ligeramente sagrado, vagamente malicioso y siempre delicadamente perfumado trabajo de William Morris o Francis Thompson, Andrew Lang u otros. La colección que vi concluía discretamente con el tributo de Swinburne al pintor Simeon Solomon (ya por entonces en el azulado olvido). El evanescente ensayo de este poeta olvidado nos provee ahora de nuestro primer ejemplo, antes de que estemos del todo preparados para ninguno: la descripción de dos figuras en un cuadro… dejé para ti la prosa de un azulado matiz.

Una muchacha, con blanca túnica y radiante como blancos nenúfares, ha dejado apenas caer la rosa que en su mano se marchita, desprendiendo hoja tras hoja como lágrimas; ambas poseen la languidez y el aire fértil de las flores en un espacio sofocante; sus miembros reclinados y sus rostros fervientes están colmados de la divinidad; sus labios y ojos seducen y aguardan a los Amantes que invisibles asisten. Las mejillas claras como perlas blancas y las tiernas bocas conservan todavía en torno a ellas la sutil pureza del sueño; despiertas a medias aunque la totalidad del cuadro soporte la pesada e imperativa luz del verano. En los últimos años no se ha hecho nada de belleza más sencilla y brillante.

Lang, con evidente afecto por el color, editó The Blue Poetry Book. Desde su ventana Katherine Mansfield ve un jardín repleto de nenúfares y cacerolas esmaltadas de azul, y plasma la observación en una carta a Frieda Lawrence que jamás enviará. Stephen Crane escribió y publicó The Blue Hotel, Malcom Cowley, Blue Juniata, y Conrad Aiken, Blue Voyage. Como el agua de lluvia y los blancos polluelos12, KM exclama:

¡Qué hermoso, Dios mío! Es un servicio con tetera azul y dos tazas blancas; una manzana roja entre naranjas añade fuego a la llama –en las estanterías blancas vuelan los libros arriba y abajo en escalas de color, con recurrentes notas rosas y lilas, hasta que nada queda salvo ellas, sonando una y otra vez–.

Está además el frío clima canadiense y el color del hielo espeso. Las branquias del pez. La hierba abundante. La ballena. El arrendajo. El billete. El lazo13.

* * *

De entre las derivaciones de la palabra, me gusta en especial blavus, del latín medieval, y la más temprana, más clásica, flavus, por las decoloraciones de un moratón, de modo que en ocasiones significaba amarillo, con quizás indicios de verde bajo la piel igual que un picardías. Tiempo ha, un azul ruborizado, si bien ruborizarse igual que un perro azul, como decía por aquel entonces el cliché, era no ruborizarse en absoluto. Lo ostentaron los covenanters, frente al rojo real. Eran inquebrantables (true blue), decían. Y Boswell nos cuenta, extraído de sus vivencias azules, que Benjamin Stillingfleet asistía a los tés literarios en casa de Elizabeth Montague ataviado con calcetas azules de lana14. Quizás también a los de Elizabeth Carter. E incluso a los de Hannah More.

AZUL: Pocas palabras se introducen con mayor amplitud en la composición del slang y los coloquialismos que bordean el slang que la palabra AZUL. Expresiva por igual tanto del mayor de los desdenes como de todo aquello que los hombres más aprecian y más aman, sus múltiples combinaciones, cualesquiera los diversos matices de significado, saludan al filólogo en cada giro. Todo un Proteo, resiste cualquier intento de rastrear los porqués de muchos de los giros lingüísticos de los cuales forma parte…

(Farmer y Henley: Slang y sus análogos)

De manera que un conjunto aleatorio de significados se ha reunido calladamente en torno a la palabra igual que se juntan las pelusas. Es lo que la mente hace. Una sola palabra, un solo pensamiento, una sola cosa, como enseñó Platón. Cubrimos nuestros conceptos, como a los peces, con nubes de red. Policías y bobbies van de azul. Los captamos y asociamos. Los orígenes imaginados reducen los ruidos de choque y contradicción, como cuando por la calle uno grita asesino azul15. Está el azul para el bebé varón, el azul de las leyes cielo azul16, azul para el pantalón vaquero, azul para el cerdo17. Del fogonero, un salmón, y del sábalo, una especie de trucha, se dice que tienen el lomo azul y tal cual (blueback) se les llama en Yorkshire, Maryland, Virginia, Maine. Desde los tiempos más antiguos ha sido emblema de la servidumbre: entre los galos, para humillar a las meretrices en los correccionales, como color del mandil del tendero, para las libreas y uniformes de toda clase, el vestuario del lacayo.

Blue: brillante, de ciertas afinidades con fuego, pira (bael), de ciertas afinidades con calvo (ballede)18, de ciertas afinidades con vistoso (bold). Curioso. Bien, la barnacla que llaman calva es un ganso azul. Y estas verdiazules y escurridizas fuentes insertan suavemente, como en mangas engrasadas, cada uso por separado en una sencilla –eso pensamos– e imparcial máquina de pensar ordenada en cuadrícula. Qué más dan los grados, lo profundo de las diferencias, los contrastes de tamaños. La misma media azul se ajusta a cualquier pierna. Qué más dan las narices de esas patatas de Nueva Escocia, las narices azules son la consecuencia de la congelación sexual, o son narices demasiado tiempo enterradas en libros subidos de tono, o demasiado a menudo restregadas con severidad arriba y abajo contra muslos en lana azul. No solo es el amor el deseo y la búsqueda de la totalidad. Es una de las pasiones de la mente. Más aún, si hay entre una perfecta mixtura de significados uno que posea un atractivo más inmediato, como de entre los contenidos de un bolsillo es un objeto un caramelo de menta, este asumirá un centro como el sol y requerirá al resto que haga dóciles turnos para girar en derredor.

Este pensamiento es en sí un centro. No regresaré a él.

Poses y actitudes azules, pensamientos azules, gestos azules… ¿es la forma o el contenido lo que se torna azul cuando se dan aquellos?… palabras y fotos azules: una joven posa ante la puerta del remolque de su familia, pechos cohibidos y triángulo atemorizado, vacía su mirada ausente… me pregunto por cuánto vendería su padre las instantáneas. Lo que mejor recuerdo, los hierbajos que crecían entre los peldaños. Pero dicen que la sexualidad puede ser peligrosamente dionisiaca. En ninguna otra parte necesitamos orden más que en cualquier orgía. ¿Qué es la forma, en todo caso, sino un paraguas sostenido ante la total ausencia de nubes? Pelo ralo, cabeza desplomada, sonrisa como un arañazo en la cara… mis amigos se trajeron su imagen de una acampada, y lo que mejor recuerdo, los hierbajos que crecían entre los peldaños. Mis sensaciones eran tan de aficionado como su fotografía. Una manzana roja entre naranjas. Qué hermoso. Dios mío.

Recordemos cómo procede el desesperado Molloy:

Aproveché que estaba en la costa para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros pero los llamo piedras… Las distribuí por igual entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando por turnos. Esto planteó un problema que al principio resolví del modo siguiente. Yo tenía, digamos, dieciséis piedras, cuatro en cada uno de mis cuatro bolsillos siendo estos los dos bolsillos de mis pantalones y los dos bolsillos de mi abrigo. Cogiendo una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo y poniéndomela en la boca, la reemplazaba en el bolsillo derecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mis pantalones, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi abrigo, que reemplazaba por la piedra que tenía en la boca, en cuanto terminaba de chuparla. De manera que siempre había cuatro piedras en cada uno de mis cuatro bolsillos, aunque no exactamente las mismas piedras… Pero esta solución no me satisfacía del todo. Ya que no se me escapaba que, por una extraordinaria casualidad, las cuatro piedras en circulación podían ser siempre las mismas cuatro. En cuyo caso, lejos de estar chupando las dieciséis piedras por turnos, estaría en realidad chupando solo cuatro, siempre las mismas, por turnos.

Beckett es un hombre muy azul, y este es un pasaje muy azul. Al problema se le dedican varias páginas brillantes. La penúltima solución requiere que se guarden a la vez quince piedras en un bolsillo, y que se muevan al unísono: todas las piedras; esto es, las que no se están chupando. Se da, sin embargo, un fastidioso efecto secundario: el del peso de las piedras, en un costado, tirándole del cuerpo.

[…] sentía que el peso de las piedras me tiraba ora de un costado, ora del otro. Así que al abandonar la distribución equitativa, lo que abandoné fue algo más que un principio, fue una necesidad física. Si bien chupar las piedras de la manera expuesta, no al azar, sino con un método, era también una necesidad física, me parece. Tenemos pues aquí dos necesidades físicas incompatibles, en completo enfrentamiento. Cosas que pasan. Pero en el fondo me importaba un comino estar en desequilibrio, tironeado a derecha e izquierda, hacia adelante y hacia atrás. Y en el fondo me daba lo mismo chupar una piedra diferente cada vez o siempre la misma, hasta el fin de los tiempos. Porque todas tenían exactamente el mismo sabor.

De Sade en un harén de quintillizas no habría sido capaz de encarar de una forma más directa la cuestión de los pequeños nutrientes del amor, o el de la jodienda sin rostro, o el del tratamiento equitativo (piedras, esposas, judías, porciones de la anatomía, no lo olvidemos, por turnos), ¿y cómo podría uno describir mejor esa necesidad nuestra de un poco de seguridad en esta nuestra desdichada desagradable/desganada dificultosa/desordenada vida? Y entonces la resolución, cuando llega, ¿no es acaso un triunfo tanto de la voluntad como de la razón?

Y la solución que al final adopté fue la de tirar todas las piedras salvo una, que guardaba ora en un bolsillo, ora en otro, y que por supuesto enseguida perdí, o tiré, o regalé, o me tragué.

Como veremos, y nos avergonzaremos, porque no nos avergüenza decirlo, como ese caramelo de menta extraído del bolsillo que, del manoseo, se ha desprendido de su envoltorio, antes que nada revestimos nuestros sujetos sexuales. Es el motivo primigenio por el cual leemos… el único motivo por el cual escribimos.

Resulta por lo tanto apropiado que azul y revelar (blue/blow) hayan de ser –tan pronto como nos sea posible– del todo confundidos.

Así que, guardando uno en cada uno de mis cuatro bolsillos mientras otro lo mantengo en la boca, describiré cinco métodos comunes con los que se gana el sexo su entrada en la literatura… como a través de puertas acristaladas y ventanas apalancadas irrumpen los ladrones en nuestros sueños para violar a nuestras mujeres, robarnos las herramientas y vandalizar nuestros sueños. El más común, claro está, es el más desvergonzado: la descripción literal de material sexual –pensamientos, actos, deseos–; el segundo implica el uso de palabras sexuales de varios tipos, y verteré en los apropiados porches de vuestros oídos una de cada vil clase, pues pronunciar y alabar la letra impresa al oído es lo que el ojo adecuadamente alentado hace con gusto. El tercero puede considerarse, en cierto sentido, el corazón mismo de la oblicuidad, y la esencia por tanto del arte del artista –el desplazamiento–: el tránsito de la mente con todos sus azules y elásticos bagajes y su equipaje de vuelo desde húmedas escenas sexuales y cuerpos sudorosos a dormitorios con sus armazones de cama, sus mesillas de noche, sus vasos de agua, sus manuales de instrucciones, y de ahí a las sábanas y las fundas de almohada, y de ahí a las mellas en estas, y a los pliegues, las manchas y otros gritos de pasión que han dejado sus huellas, y por fin al oriental rostro pintado de blanco del aire amorosamente aferrado y a montañas, lagos con lascivia penetrados. Al cuarto me referiré ahora tan solo como al ojo azul cielo (en alguna parte, me parece, ha de haber una breve pizca de suspense), y el quinto, en fin, es en realidad en torno al cual canalizaré toda mi tinta, así que mejor será que lo mencione: el uso del lenguaje como un amante… no el lenguaje del amor, sino el amor del lenguaje, no la materia, sino el significado, no lo que la lengua toca, sino lo que forma, ni labios ni pezones, sino verbos y nombres.

* * *

Así que azul, la palabra y la condición, el color y el acto, se las ingenian para contenerse uno al otro, como si la botella del genio fuese su propio vientre, el hálito de la lámpara, el humo del espectro. Está ese aspecto plomizo. Está el plomo en sí, y todos esos que se llevan el plomo (bluey hunters), ladrones, esos que sustraen el metal de los tejados19, y roban también las tuberías. Está la píldora azul que es la punta de la bala20, la nariz, la ciruela, el silbador azul21, y todos los tonos azulados de la muerte.

¿Es la visión de la muerte, la idea de morir? ¿Qué nos hunde en una melancolía más profunda: la inconclusión sexual o su espástica conclusión? ¿Qué parece envolver nuestra vida con satén? ¿Qué trae el colorete a nuestras mejillas? Soledad, vacuidad, futilidad, pena… cada una es en nosotros una ausencia. No nos duele, pero hemos perdido todo placer, y el labio que nuestro labio encuentra es siempre la otra mitad del nuestro. Nuestro estado es exactamente el nombre de precisamente nada, y nuestros recuerdos, con respetuosas caras largas, vienen a vernos y a decirse los unos a los otros que jamás hemos tenido mejor aspecto; que al fin se nos ve en paz; que nuestra muerte fue –bueno– triste –tranquila– sin duda era lo mejor (todo esto con un susurro no sea que la muerte tenga oídos). Decepción, pérdida constante, desesperación, un sabor, una suave cualidad del aire, un color, un pálpito: permanentes en su tránsito. No estábamos en condiciones. Se nos escapó. No pudimos retenerla. Nunca volverá. El pesar que quiebra el júbilo continúa su martilleo. O sea que es cierto: Ser sin Ser es azul.

Lo mismo que el pigmento azul extendido en el lienzo quizás ayude a un pintor a representar la naturaleza con precisión o a proporcionarle a su obra el antedicho cariz, a realzar un área rosa esencial, o a indicar las cualidades del amor celestial, aparecen nuestros colores azules en varias tonalidades y aclaraciones. Tanto Cristo como la Virgen llevan mantos de azul porque cuando las nubes parten, la Verdad aparece. Muchas cosas se etiquetan como azules, se piensan azules, se hacen azules, tan solo porque aquí y allá hay una mota del color en alguna de sus partes como en ese salmón, el reo (bluecap), con su cabeza moteada; o las cosas que sin cuidado se llaman azules porque son violetas o moradas o grises o incluso vagamente rojas, y eso para el ojo abrumado ya se acerca lo bastante, igual que se dice que el halo pardo que rodea la llama de la lámpara de seguridad del minero para advertirle del grisú es también una caperuza azul22. O se les llama con otro nombre por razones más profundas: en el siglo noveno, cuando los escandinavos saquearon África y España, se llevaron hasta Irlanda ejemplares de los hombres azules que allí vivían, y de ahí que aquellos que ya no son vikingos a veces se refieran como azul negrata (nigger-blue) a una oscuridad especialmente resinosa. Y Parridge informa de la expresión: un cielo azul como una cuchilla. Hallamos un ojo tan azul como la propia indecencia, una indecencia tan azul como el humo de batalla, o una batalla tan azul como la pérdida de sangre. Quizás nos quedemos en tales perplejidades: tan azul como… tan azul como… por siempre jamás.

En cualquier caso, sexto (ya que la primera semana tuvo los mismos días laborables), describiré y distinguiré tres funciones para las palabras azules, modos de producción, los describiría quizás un marxista, y argumentaré que son fundamentales por igual. Por último, trataré de enumerar los principales motivos, desde el punto de vista del lector, de la obra y del escritor, para introducir desde el principio material azul. Como el mato, el damasquino y el aciano, azules. En mi recuento personal, quizás no os sorprenda averiguar, suman dieciséis pensamientos separados que con mi boca manchada de Quink23 espero envolver, claro está, por turnos.

Sobre lo azul

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