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PRÓLOGO

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Uno de los rasgos más sorprendentes de las obras maestras es su poder de burlarse, inmarchitas, de todos los olvidos, y su pareja capacidad suscitadora. Espíritus de singular penetración —Goethe, Hugo, Schlegel, Croce— han sentido latir en los dramas de Shakespeare los problemas del arte y de la creación verbal. Ni siquiera es incongruente la actitud polémica de Tolstói, quien, con el fin de refutar el mérito de Shakespeare, erigió un curioso y obstinado sistema de negaciones que ante el lector sagaz sólo sirve como reactivo para iluminar sus fértiles valores.

Nadie ha sondeado tan intrépidamente en zonas diversas y complejas del carácter. Podrá haber autores de genialidad más fecunda —Lope de Vega—, de arquitectura más elaborada —Racine—, de más recóndita sugestión metafísica —Milton, Goethe—, pero ninguno ha sobrepujado a Shakespeare en la aptitud para ver la existencia y a los hombres en sus animados contrastes, en su fuerza y en su debilidad. No reduce su visión a un solo rumbo. El cortesano y el plebeyo, el rey y el esclavo, el guerrero y el artesano, todos los quehaceres se igualan ante su mirada como manifestaciones de la excelsa y vibrante condición de hombre. Contempla la vida tal cual es, aunque la depure por el solo hecho de estilizarla. Hay un cernido naturalismo avant-la-lèttre que le permite considerar el bien y el mal, lo noble y lo injusto, lo triste y lo jocundo, la pureza y la lujuria, los más dispares matices de la pasión y de la personalidad, como formas de un acontecer caprichoso, aunque regido por normas y principios cuyo alcance no podemos abarcar totalmente. Sus materiales son a la vez numerosos y variados. Del contorno estiliza los seres, los elementos naturales, lo sensible y lo insensible, lo que se ve y lo que se sueña, pero sabe también escrutar lo no terrestre, el cielo y el infierno, lo sobrenatural y lo imaginado, como si el mundo de las formas invisibles no le guardase secretos.

Un lector que se acerque a Shakespeare sin la información minuciosa que la crítica ha ido elaborando perseverantemente podrá tal vez perder no escasos detalles reveladores o desvirtuar el sentido de ciertos pasajes, pero el saldo será inmenso, pues Shakespeare, a pesar de ser un hombre de su época y de su raza, superó toda limitación de lo local y de lo personal. De ahí que Taine, a quien le había resultado tan fácil amoldar a otros escritores en sus rígidos esquemas deterministas, debió forzar hasta extremos pintorescos la personalidad del dramaturgo inglés. Shakespeare desborda el marco estricto al cual afanosamente quiso circunscribirlo. Todo lo que es adherencia o sugestión primaria se esfuma en poder de Shakespeare y cobra en cambio categoría lo que es esencia de la criatura humana. Nadie menos que él puede ser visto como un “producto”, según querían los críticos de la escuela de Taine.

Shakespeare contrajo deudas con sus antecesores, utilizó materiales ya tratados en el relato o escénicamente, repitió asuntos, pero a todo le imprimió su estilo y le infundió una vibración intransferible. Los temas de casi todas sus comedias y tragedias eran ya conocidos y tenían a veces una larga trayectoria literaria, pero después que él los afrontó, nadie pudo tratarlos nuevamente sin empequeñecerlos. En aquella época no se era tan exigente como en nuestros días en materia de novedad en los argumentos, pero a pesar de su deuda a libros, tradiciones y fábulas, Shakespeare no alcanzó menos originalidad. Alteró, remodeló, y en sus manos, simples anécdotas amenas se convirtieron en creaciones de complejo significado; tradiciones desvaídas, en conflictos de almas. Shakespeare recogió el clima, la circunstancia histórica, el motivo desencadenante, y lo ensanchó, le comunicó lirismo, imaginación. Como soplo divino sobre el barro, hizo de nombres y de esquemas, seres que, paradójicamente, han alcanzado una vitalidad mucho más prolongada que los de carne y hueso.

Pocos autores dramáticos han logrado esa conexión íntima —que desde Charles Lamb en adelante han señalado todos los críticos— entre la atmósfera y la forma de cada pieza. Hay creadores receptivos, que sinfonizan e infunden armonía y coherencia a lo que el tiempo u otros espíritus les proporcionan inmodelado. Pero Shakespeare tuvo una virtud distinta: su genio consistió en dar nuevo sello, henchir de inéditas tonalidades los esquemas precedentes. Sus obras poseen tal excelencia que los temas han quedado en ellas fijados con una impronta de perfección ya insuperable.

Hacían falta estas aclaraciones para explicar en qué sentido es Shakespeare un clásico. A nadie que lo haya leído se le podrá ocultar que faltan en su obra, precisamente, los elementos que constituyen el arte tradicionalmente considerado clásico. No se conforma a ninguno de los preceptos o principios estéticos del clasicismo: simplicidad, simetría, armónico equilibrio de las partes, predominio de la razón y de la lucidez analítica. Los únicos límites de Shakespeare parecen ser los de la imposición física del teatro, y aun ésos le resultan incómodos y quiere superarlos. El mundo de ultratumba, el fragor de las batallas, todo lo que puede acontecer es trasladado a la escena en sus obras. Hay una multitud imponente de personajes, pero conserva cada uno su rasgo, su perfil individual. Nada lo subordina en su espontaneidad borboteante, en su fantasía pletórica, y por eso a Victor Hugo y a los escritores románticos se les presentó como el arquetipo del escritor anticlásico.

La tragedia tradicional, con sus unidades, sus decorados, sus normas estrictas, carecía del movimiento, de la intensidad y de los contrastes que Shakespeare quiso imprimir a la suya. La variedad de su poder creador descubría a cada paso nuevas formas, recursos inéditos para canalizar su desbordante inventiva. A la elaboración mesurada, armoniosa, opuso las fuerzas espontáneas de la emoción y del mundo imaginativo; a los modelos, la superación de toda disciplina limitadora. Los críticos clásicos han padecido la alergia de Shakespeare. Chateaubriand censuraba el error de mirar a Shakespeare “con el anteojo clásico”, instrumento útil para juzgarlo según las reglas del buen gusto y del equilibrio, pero insuficiente para abarcar su vasto panorama. Y Voltaire —precursor en ciertos aspectos de la estimación moderna de Shakespeare—, en su carta a Lord Bolingbroke (1730), llamaba a sus tragedias “sainetes monstruosos”. Quien ama la arquitectura intelectual, la limpidez en el desarrollo, la lógica decantada, se siente incómodo ante un autor intrépido. Se le llamó bárbaro, extremado, impetuoso, salvaje, deslumbrante, sobrehumano, siempre en procura de una medida para su espíritu extraordinario. Nada más revelador que la confesión de Taine, a quien Shakespeare le resultaba de “una complexión extraña” para los “hábitos franceses de análisis y de lógica”.

La emoción, en efecto, no surge en el teatro de Shakespeare como fruto de una empeñosa voluntad intelectual en la etapa elaborativa. Hay en él, empero, un orden profundo que no se ajusta a teorías preconcebidas, pero que sacude con audacia innovadora, con fuego creador. Insumiso a restricciones de forma o de escuela, no depura, no tamiza emociones y sentimientos; tampoco los intelectualiza, sino que los refleja con todos sus ímpetus. A la llama que ardía en su corazón no ha procurado contenerla ni le ha echado cenizas retóricas.

El observador sagaz ve casi siempre que tras el aparente desorden hay una armonía encauzadora, una solidez que surge del conjunto. El ardor que crepita es también energía transformada, los abismos de la vida sensual o emotiva que explora no son trasplantes, sino que brotan de una profundización incesante en la sensibilidad, el instinto y toda la vida interior del hombre.

Tienen por otra parte sus obras dos virtudes que son inherentes a la escuela clásica: la impersonalidad y la universalidad. En vano algunos críticos —Frank Harris, Georg Brandes, por ejemplo— se han empeñado en buscar equiparaciones biográficas entre Shakespeare y las criaturas por él inventadas. Ninguna particularidad de sus personajes puede autorizadamente ser transferida a su propio carácter. Por lo demás, aunque a veces no ha descuidado los rasgos locales, sus piezas tienen una resonancia sin fronteras. Los estados de la emoción y los rincones más secretos del ser por él analizados pertenecen a todos los hombres. Aun en los dramas de la historia inglesa, las aventuras que viven sus personajes desbordan de un limitado marco geográfico. Pero sobre todo en las tragedias, éstos tienden a lo general, a lo eterno, y despliegan una majestad y una grandeza que se sale de su época para resistir al tiempo. Nada más exacto por eso que la afirmación de Ben Jonson, al decir que Shakespeare “no era de una edad sino de los tiempos todos” —It was not of an age, but for all time. Lo cual, entre otros, fue corroborado por Emerson, quien, a fines del siglo XIX vio a Shakespeare como arquetipo del “poeta de la raza humana”.

La calificación de clásico puede aplicársele además en su estricto significado etimológico. Aulo Gelio (siglo II d. C.) llama clásico —classicus auctor— al escritor de primer orden, último valor de esta expresión que, referida a libros y creaciones artísticas, permanecerá ligado al concepto de obra escogida, excelente, casi próxima a lo perfecto. Aplicóse también la palabra clásico para calificar a los autores de primer rango convertidos en modelos para la clase. Y como estos modelos eran inevitablemente grecorromanos, durante mucho tiempo pareció heterodoxia el que otras formas poéticas, concebidas fuera de los ideales de la antigüedad grecolatina, recibiesen esa calificación. Un concepto más comprensivo y más amplio de la palabra, asociado al primigenio significado etimológico de la misma, permite calificar de clásicas a obras surgidas en conflicto contra el clasicismo tradicional.

Por su originalísima e incontestable calidad y no por su ajuste a las reglas de un arte excesivamente pulido y castigado, puede afirmarse que Shakespeare es un autor que guarda cierta relación con la idea tradicional del clasicismo como escuela. Shakespeare es clásico, pues, debido a la compleja circunstancia de ser un autor de esencias universales, de singular excelencia artística, que ha servido tradicionalmente como modelo de creación dramática. No lo es, si se reduce el alcance de esta palabra a límites menos comprensivos. Pero aun así, su obra, que precisamente por estar en conflicto con aquellos ideales acentúa su modernidad, aunque marche por sendas distintas no desarmoniza con el legado de los grandes creadores teatrales del mundo antiguo, con quienes es posible sorprender sugestivas concomitancias. Milton, que no escribió nunca por capricho, vio bien lo que Shakespeare dejaba como herencia a la humanidad, y no en vano lo llamó “hijo predilecto del recuerdo, gran heredero de la gloria” —Dear son of memory, great heir of fame.

El genio de Shakespeare es demasiado rico y potente para limitarse. Cualquier exigencia, salvo las que surgieran de su ideal de belleza, le hubiera resultado molesta para su trabajo. En sus conversaciones con Eckermann, Goethe, a quien Sainte-Beuve llamó “rey de la crítica”, subrayaba lo asombroso de que las obras de Shakespeare no fuesen propiamente piezas escénicas no obstante haber sido escritas para el teatro. “Shakespeare —decíale Goethe a su amigo— dejaba que su naturaleza se manifestase libremente en sus obras; además, ni su época ni la disposición del teatro de entonces le ponían trabas; las gentes dejaban a Shakespeare que hiciera lo que tuviese a bien. Pero si Shakespeare hubiese tenido que escribir para la corte de Madrid o para el teatro de Luis XIV, probablemente se hubiese acomodado a una forma teatral más severa. Mas esto no es de lamentar, pues lo que Shakespeare ha podido perder como autor de teatro, lo ha ganado como poeta. Shakespeare es un gran psicólogo, y en sus obras se aprende a conocer el corazón humano.” Precisamente esa igualdad a la vida y esa descarnada expresión de los sentimientos, es lo que, a la vez que maravillaba a los románticos, exacerbaba a los clasicistas. Un autor estaba para ellos más o menos distante de la perfección según fuese capaz de someterse a ciertas reglas. La magnificencia de Shakespeare, su originalidad crepitante, no podían sino parecerles bárbaras y antiartísticas.

Shakespeare cultivó la comedia, el drama histórico o de crónica y la tragedia. Será imposible conocerlo a fondo si se le lee fragmentariamente, pues su obra tiene una unidad orgánica que surge del conjunto. Shakespeare vio la vida como un todo, y su poder creador, de igual pujanza en la comedia y la tragedia, volcó en ambos moldes imágenes humanas que se integran recíprocamente. Ningún autor hasta él había logrado descollar parejamente en ambos géneros, que, al parecer, exigen disposiciones muy distintas.

Aunque creaciones con la gracia poética de El sueño de una noche de verano o la ingeniosa vivacidad de El mercader de Venecia le hubiesen bastado para su gloria, el arte de Shakespeare fue granando armónicamente hasta alcanzar en las tragedias su nota más grávida. El consenso común ha puesto las tragedias en un plano de privilegio, quizá porque éstas, como las piezas de inspiración histórica, tienen un valor menos específico y local dentro de la vibrante humanidad del conjunto.

Las tragedias pertenecen al periodo de madurez en la vida y el arte de Shakespeare. Antes de los treinta años sólo había escrito Romeo y Julieta, canto de amor juvenil que no pertenece estrictamente al género trágico; pero es entre los años 1602 y 1608 cuando produce ese grupo de tragedias considerado —como producto de un solo espíritu— inigualable en la dramática inglesa y en la literatura universal. Hamlet, Otelo, Macbeth y El rey Lear, o sea las que el gusto y la crítica han reconocido generalmente como de más valor, pertenecen a ese momento. Pero también en esa etapa produjo Troilo y Crésida, Timón de Atenas, Coriolano y Antonio y Cleopatra, sólo en el campo de la tragedia, ya que también escribió una comedia —Medida por medida— y editó sus Sonetos. Antes o después de ese periodo había forjado obras de ningún modo secundarias, pero es en el curso de tan fecundos años cuando compone las creaciones de más irrefutable genialidad.

Su dominio de la escena y del estilo va integrándose armónicamente. Su prolongada tarea inicial como adaptador y revisor de obras ajenas despertó su instinto teatral, le enseñó la difícil economía del desarrollo, el uso oportuno de las sugestiones poéticas y los efectos del espectáculo sobre el público. Ya Romeo y Julieta, en su iniciación como autor, demuestra que había superado el periodo de los tanteos. Llegó a la tragedia a través de experimentos sucesivos en la comedia y en la historia dramática; cada nueva obra fue para él un ejercicio y una exploración. Si se le lee en orden cronológico es posible advertir una destreza siempre creciente y una variedad de temas en que las sugestiones son cada vez más profundas. Aunque, como hombre de teatro, antes que revelarse a sí mismo procuró abarcar poéticamente el cuadro múltiple de todo lo humano, sin duda alguna el cambio de géneros tiene una significación en la historia de su espíritu. Ese conjunto de tragedias de intensidad no igualada en ninguna literatura, corresponde a una etapa que se admite como muy dolorosa en su vida. No aludimos a causas biográficas concretas ni a transposiciones de lo personal a la ficción, sino a profundas experiencias sin las cuales éstas resultarían inexplicables. A la par que su oficio ha sazonado, Shakespeare ha crecido también en conocimiento del hombre y del mundo. Cuando escribe Hamlet tiene ya en sus manos las llaves del misterio.

Toda su labor anterior parecería una gimnasia, una preparación para la madura realización de las tragedias. Después de sucesivos experimentos al cabo de los cuales la pericia técnica le permitía manejarse con soltura, se decidió a tratar más gravemente la vida. Una gracia alada e irónica, traviesa y sutil burbujea en sus comedias. Ahora va a trabajar con fuerzas gigantescas: pasiones, tiempo, crimen, eternidad... Más allá del bien y del mal, mira al mundo en su enigmática hondura, pero sin doctrinas, condenas, alegatos; con una inmensa piedad y una tierna benevolencia hacia todo lo que existe. “Himno de la vida” llama Edith Sitwell al conjunto de sus tragedias. Y en párrafo que ilumina poéticamente la naturaleza de su creación, apunta: “En estas obras gigantescas hay las diferencias en la naturaleza, en la materia, en la luz, en la oscuridad, en el movimiento, que encontramos en el universo”.

En su esencia, sin embargo, la atmósfera de las tragedias es la misma de las comedias, conserva, en su gravedad, la magia inimitable de Shakespeare. Si antes se deleitaba en frágiles escorzos, ahora sondea, escruta las conciencias y a veces le sobra una palabra para revelar todo el misterio del alma de un personaje. No hay arcano ni pasión que no penetre, pero como si calculase que todo arte fenece con la revelación completa, goza al envolverlos en sombras y al dejar que sus criaturas regresen al misterio originario.

Saca del tiempo al rebaño humano y le insufla vitalidad poética. Reyes y locos, asesinos y enamorados, pastores y verdugos, bandoleros y brujas, son los personajes de una misma e inmensa sucesión de escenas. Por eso los escritores románticos, al hablar de Shakespeare, henchían sus párrafos con palabras como historia, vida, naturaleza, hombre, y las escribían con decorativas mayúsculas, como para revestirlas de un sentido más solemne. Hoy, con más sencillez y sin discrepar en lo que aquéllos quisieron significar, podemos decir que lo que Shakespeare poseyó fue una sutil aptitud para conocer el corazón humano en su heroísmo y en su grandeza, en su pequeñez y en su infamia, en su triste y divina capacidad de dolor, y una aptitud mucho más infrecuente, puesto que sólo aparece alguna vez en el decurso de los siglos, para estilizar con belleza ese conocimiento.

Todo hombre de mediana cultura, aun sin haber leído a Shakespeare, piensa frecuentemente con símbolos y sugestiones poéticas surgidos de sus obras, que la humanidad ha hecho suyas. El amor juvenil, el arrobamiento de la pareja enamorada, trepan por el balcón de Verona y se asocian a los amantes inmortales; los celos toman el rostro atormentado del Moro de Venecia; el mal demoniaco es Yago, y la acongojante tortura del ser, Hamlet en su diálogo con los fantasmas. No se trata de que Shakespeare haya compuesto “tipos” a la manera de Molière, cortados sobre una pasión o una forma del carácter. Su camino es inverso: inventa criaturas con cuerpo y alma propios, que no constituyen síntesis escénicas de modalidades abstractas. Luego esas criaturas —habitantes a la vez del mundo de la poesía y de la realidad— pasan a ser figuraciones que el hombre común asocia a los motivos de su contorno.

El poder del estilo de Shakespeare reside efectivamente en su aptitud para expresar todas las cambiantes tonalidades de la realidad. Su poesía sirve igualmente para lo vulgar y lo magnífico, para la verdad desnuda de las pasiones o el mundo invisible de los silfos y las hadas. La reina Mab y Otelo, Julieta y Falstaff, Puck y Lear, pueden hablar con su voz. Cada personaje tiene su lengua, pero hay una gracia y una energía, una elocuencia y una vibración multicolor en las imágenes que es siempre de Shakespeare. Éste, además, es especialista en otros mundos ajenos al terrestre. Magia, mitología, hechizo, encuentran en su palabra la expresión adecuada. Sabe el secreto de las hadas, el idioma de los espectros, las artes de las brujas, la forma de los fantasmas.

El interés, en la tragedia shakesperiana, surge de una urdimbre delicada, compleja, y no sólo del conflicto de los caracteres. Acción, conjuntos, símbolos, fuerzas imprecisables componen la sugestión emocional. El abstraer elementos aislados únicamente puede justificarse por comodidad didáctica; la disección torna ridículo cualquier aspecto parcial. La trama externa es a veces secundaria. El todo, la construcción única, particular, de orden artístico, es lo que nunca debe perderse de vista para la íntima, cabal apreciación de su maestría. Toda simplificación que la reduzca a caracteres, argumento o cualquier otro factor; toda respuesta parcial, empobrece nuestra comprensión.

Importa también recordar que la fábula escénica está expresada en un lenguaje. El autor ha utilizado métodos, materiales, recursos limitados, pero el poeta ha suscitado con sus recursos la ilusión que vivifica a la anécdota. Las limitaciones del teatro de entonces hacían —¿para mal?, ¿para bien?— que el dramaturgo sólo dispusiese, además del movimiento y el ademán, de la palabra como poder de sugestión mágica ante el público. Shakespeare empleó la prosa y el verso —que guardan en su estilo una sutil interconexión— como el esencial elemento creador.

Sus dramas deben ser apreciados como poesía. Es imposible llegar al disfrute profundo de Shakespeare sin ahondar en el ritmo y la calidad de su verso, en la fuerza intelectual y emocional de sus asociaciones. Sus palabras tienen agudas raíces que se ahondan en la carne de sus personajes, o son aéreas y coloridas como ramaje gallardo. El hechizo de la lengua fue su gran secreto, el que infundió vitalidad y frescura al mundo de sus obras. Copiosa o flexible, melodiosa o áspera, siempre tiene un encanto exclusivo, un lirismo intransferible, en el que armonizan la sutileza y el brío. El misterio de su lengua es intangible, irrevelado; puede comprendérselo y disfrutarlo, pero jamás reducirlo a esquemas, fórmulas o estadísticas como se ha pretendido en estudios ingenuos o fútiles. El lenguaje poético de Shakespeare ha sido el gran conservador de su obra. A veces confluye con la música o con la plástica, en esa zona de penumbra donde todas las artes se vinculan.

Shakespeare no legó, como otros autores, una profesión de fe artística ni un compendio de sus ideas literarias. Pueden, sin embargo, espigarse algunas preciosas referencias de este orden, entre las cuales es fundamental el discurso de Hamlet a los actores,1 evidente transposición de las ideas de Shakespeare. Hamlet les aconseja allí que ajusten la acción a la palabra y la palabra a la acción, todo ello sin violentar la sencillez de la naturaleza. Tal advertencia aclara hasta qué punto procuraba Shakespeare hacer de la lengua un instrumento ceñido al desarrollo teatral, que no debía llegar a oscurecerlo, y de la acción un conjunto de hechos que no sacrificaran las sugestiones de orden verbal. Precisa también en el mismo parlamento, con mayor detalle, el objeto del arte dramático. “Desde que se inició —le hace decir a Hamlet— hasta hoy, fue y es como si dijéramos, presentar fiel espejo de la naturaleza, mostrar a la virtud su verdadero semblante, al vicio su imagen propia, y ser fiel trasunto de la distinta faz y costumbres de cada época.” Esta afirmación descubre la raíz a la vez ética y realista que alimentaba a su arte, pero es insuficiente, por su misma generalidad, para caracterizar el teatro de Shakespeare.

Resultan pintorescas las lamentaciones de ciertos críticos y pedagogos porque Shakespeare no alargara las observaciones de Hamlet sobre la escena, ni dejase prólogos aclaratorios o, por lo menos, compusiera algún Arte poética en que ejercitar su fruición analítica... Sólo la inocente deformación profesional puede explicar esas protestas que revelan, en el fondo, un desconocimiento de lo que es rasgo sustantivo del arte de Shakespeare: su falta de sistema. Esto no importa admitir la imposibilidad de iluminar algunos rasgos genéricos, sino afirmar que éstos surgen del estudio de sus obras, y no del esfuerzo del autor por encauzar sus creaciones dentro de líneas prefijadas.

Hay en la estructura y en la esencia de las obras de Shakespeare puntos en común, que conviene subrayar. Un héroe ocupa el centro de los acontecimientos como en la tragedia antigua. Su acción o su problema son los que dan aliento a los sucesos. Por eso las piezas se llaman con sus nombres: Hamlet, Otelo, Rey Lear, Macbeth. Sólo que ellos no siempre permanecen señeros en su grandeza, pues suelen tener personajes de su misma talla: Yago en Otelo, Gloucester en Rey Lear, y aun heroínas de dramático encanto como Ofelia, Desdémona o Cordelia. En dos de sus tragedias: Romeo y Julieta, Antonio y Cleopatra, las mujeres se elevan al mismo plano y hasta superan el papel del héroe.

Son éstos seres excepcionales, de alta condición, cuya magnificencia y grandeza pueden concebirse en duro contraste con la adversidad. Lear es rey, Hamlet príncipe, Romeo y Julieta pertenecen a casas ilustres, Otelo es general de la República. Pero no sólo están sobre el nivel común por su jerarquía externa; son seres de impulsos intensos, de vitalidad henchida, que permite a veces identificarlos con intereses, pasiones y estados de alma. Están sometidos a vibrantes conflictos íntimos, y, aun en los extremos de más sórdida villanía, los distingue una impronta de grandeza.

El relieve de los protagonistas no borra en el conjunto plástico a los caracteres menores. Quien comienza a penetrar en el arte de Shakespeare queda pasmado por la riqueza de los personajes secundarios. A veces están recortados, fugitivos, en escorzo, pero nunca aparecen porque sí; no se despersonalizan como en el coro de la tragedia antigua ni se reducen a meros recursos mecánicos para salvar las exigencias del movimiento escénico. Igual que en la humanidad, cumplen una misión, por pequeña que sea. El hado los ha puesto para intervenir en sus designios, y Shakespeare no puede prescindir de ellos. En algunas obras las dramatis personae son numerosísimas, mas no se desvitalizan; acompañan u opugnan la marcha del héroe a través de los infortunios que irrefragablemente lo arrastran a la desdicha y a la muerte.

Grandes y pequeños, sin embargo, se enfrentan a una fuerza ciega, inescrutable y caprichosa. La fortuna es el personaje invisible de la tragedia shakespeariana, sólo que su desmesurada omnipotencia se entrelaza sutilmente con el conflicto de los caracteres. El destino no puede ser contradicho por el hombre. A veces se confunde con lo accidental —si Julieta hubiera despertado unos segundos antes, no hubiese habido tragedia—, y otras se encarna en el fantasma del anciano Hamlet o en los brujos infernales que llevan al crimen a Macbeth.

Shakespeare ha reducido el poder del sino o lo ha amalgamado al carácter de sus personajes: ellos tienen albedrío, responsabilidad. Todas sus tragedias son el relato de un desastre, producido por la venganza, los celos, la ambición, la envidia o los mandatos ciegos del instinto, en pugna con los impulsos de bien y abnegación. Es un desborde de conflictos: del hombre en su conciencia, del hombre y los demás, y del hombre contra la naturaleza, como en la patética escena de la tormenta en El rey Lear. Aislados o en grupos antagónicos, encarnan pasiones, ideas, tendencias y hasta realidades más vastas. Edith Sitwell, por ejemplo, los identifica con los elementos naturales: Romeo y Julieta simbolizan el aire; Hamlet representa el agua; Lear, el fuego, y todos ellos, la tierra que los nutre y los acoge en sus entrañas.

El carácter, el conflicto y el hado no son elementos que puedan desgajarse: constituyen facetas del suceso trágico, más allá del cual se vislumbra un orden más armonioso. En Hamlet, sobre la muerte y la devastación, la figura de Fortinbrás anuncia una era de dicha; Albania, en El rey Lear, se nos figura la justicia triunfante; la muerte de los enamorados en Romeo y Julieta reconcilia a quienes se odiaron durante generaciones. Del mal y del horror emergen la piedad y la esperanza.

¿Cómo ha construido Shakespeare esas historias de desventura que son sus tragedias? Toda reducción formal procurará en vano resolver ese problema. Detalles externos —cinco actos, mezcla de prosa y poesía, movimiento—, recuentos prolijos sobre el número de versos o extensión de los parlamentos, historia y crítica textual, procuran en vano allanar el secreto de su ingenio. Sólo cabe constatarlo y subrayarlo. Con pericia agudísima en el manejo de los efectos y en la duración, sabe graduar los momentos expositivos o de conflicto, de sosiego o de impulso. A veces agrega a la trama principal otra semejante, que patentiza más transparentemente el tema primario: la situación de Lear y sus hijas es semejante a la de Gloucester y sus descendientes; Laertes enfrenta en Hamlet el mismo drama que el protagonista.

No sólo sabe empalmar acciones paralelas sin que decaiga el interés de ninguna, sino que es capaz de desarrollar a la vez el asunto en dos planos: uno superficial de acción y movimiento, otro subyacente de índole más abstrusa. Esa simultaneidad aclara el éxito paralelo de Shakespeare entre los más diversos niveles de público. En las tragedias encuentra satisfacción quien va en ávida busca del argumento, pues los hechos se suceden torrencialmente y obligan a una continua tensión emocional. Sabe acrecerla cuidadosamente, inspirarla, dosificarla con destreza. La aparición de la sombra de Hamlet puede ser un modelo de habilidad para crear la pausa expectante, el “suspenso”, como decimos hoy. Impulsos más profundos, símbolos, valores poéticos, despiertan en los espíritus más granados placer estético, meditación.

Las condiciones de la escena isabelina obligaron a Shakespeare a suscitar la atención del espectador con el cambio continuo de los movimientos escénicos, a punto de que muchas veces el plan se oscurece por la riqueza de situaciones. Shakespeare ha explotado todos los recursos, y, entre ellos, la sorpresa dramática, el sesgo inesperado. Su arte es tan sorprendentemente contemporáneo, que se acerca a lo cinematográfico, incluso, por la riqueza anecdótica y el manejo de los contrastes de color y sonido. Hamlet es una de las obras en que Shakespeare ha buceado más a fondo en la vida interior de un personaje, y sin embargo, ¡qué derroche de acción y movimiento! Al efecto patético de la aparición del fantasma en la explanada de Elsinor le sigue la pompa de una gran escena de corte, la nueva aparición de la sombra en la disputa de Hamlet con la madre, fuerzas guerreras en el escenario, la locura de Ofelia, el clamor de rebelión que irrumpe en palacio, un entierro y una fiera lucha junto a la tumba, un duelo a muerte y asesinato, veneno, destrucción, sobre todo lo cual se escucha la música marcial de Fortinbrás. Los acontecimientos desbordan de la escena y nos enteramos del viaje a Inglaterra, de la burla a la estratagema del rey, del episodio de los piratas; más aún, asistimos a la ardua experiencia de la ilusión de un teatro dentro del otro. Todo esto, que supera las exigencias de cualquier libreto de aventuras, en la tragedia de un héroe cuyo rasgo más firme no es la acción ni la intrepidez. Sería, sin embargo, absurdo interpretar ese despilfarro de inventiva como subalterno o melodramático, ya que no se trata de superposiciones, sino de un todo amalgamado con el curso profundo de la vida psicológica de los personajes. Como sucede con la mayoría de las obras de Shakespeare, el asunto de Hamlet no le corresponde exclusivamente,2 su bosquejo inicial se remonta a Saxo Grammaticus, escritor danés de fines del siglo XII, que compuso una crónica de los reyes de ese país —Historia Danica— impresa por primera vez en París el año 1514. La misma trama se desarrolla en varias sagas de los siglos XIV, XV y XVI, y uno de esos antiguos poemas ofrece extraordinarias semejanzas con el drama inglés. Éste, sin embargo, parece estar inspirado en Belleforest, que lo trata sintéticamente en sus Histoires tragiques (1570 y después), utilizadas en otras piezas de Shakespeare.

Referencias concretas de Thomas Nash (1587 o 1589) y Thomas Lodge (1596), además de otros datos concurrentes, permiten afirmar con certeza la existencia de un Hamlet anterior, probablemente de Thomas Kyd, que no se ha conservado y que puede situarse entre 1586 y 1589. Otra obra de Kyd —Spanish Tragedy (en torno a 1587)— muestra en su tratamiento y en su héroe tantos puntos de contacto, que es imposible pensar que su Hamlet no haya servido para la tarea de Shakespeare. Por lo demás, desde el punto de vista de la trama, Hamlet pertenece a una categoría dramática bien definida: las tragedias de venganza.3

Asimismo, el propio Shakespeare sometió su obra a diversos tratamientos y le introdujo modificaciones, algunas fundamentales, hasta fijar el texto en el in-quarto de 1604. La crítica textual y filológica ha sacado sugerentes consecuencias de estas reelaboraciones del viejo asunto. Importa destacar que Shakespeare consolidó los diversos estratos del tema, les infundió vida, los fijó de manera perenne. Se ha exagerado a veces, por parte de ciertos críticos, el valor de estos antecedentes literarios. En la mayor parte de las tragedias, y más aún en Hamlet, la trama tiene escasa importancia frente a la estilización de los materiales en manos del poeta.

Hamlet es la tragedia más larga de Shakespeare —tiene doble extensión que Macbeth—, la más controvertida y analizada de todas las suyas. Se han acumulado estudios sagaces, escolios sugerentes, pedantería erudita. La sugestión de Hamlet-carácter ha oscurecido el conocimiento de Hamlet-pieza teatral. Se le ha extraído de la obra para someterlo a la tarea disociadora del análisis, a la luz de los más dispares criterios literarios, filosóficos, históricos. Cada escuela, cada época, ha hundido su escalpelo en el proteico personaje. “Es la Mona Lisa de la literatura”, observa T. S. Eliot.

Pero Hamlet es el que Shakespeare creó, y sólo existe en Hamlet. Todo otro punto de vista resulta artificial, o extravagante. ¡Con cuánta razón reclamaba Gustav Landauer que la crítica se confinase a un texto impreso que comienza en la primera página y concluye en el punto final! El agudo crítico advirtió que “cuanto hay de enigmático en este drama no surge desde dentro, sino que viene de fuera”. Hamlet, como Ofelia, Polonio, Laertes y los demás protagonistas del drama, no es una criatura real sino un ser de ficción. Todo punto de vista histórico o biológico es equivocado para juzgarlo, ya que pierde de vista la motivación eminentemente estética de la obra. Sólo acercándonos con precaución, sin olvidar nunca que estamos frente a una elaboración artística, podemos esquivar el absurdo. Shakespeare fraguó poesía: debemos aceptarla como tal para verla adecuadamente y no trasladarla a otros planos donde ha de resultar inevitablemente falsa.

A los románticos les deslumbró esta tragedia sombría y compleja. La historia de uno de esos deslumbramientos está referida en Wilhelm Meister. “De mí puedo decir —escribe allí Goethe— que creo que nunca se ha imaginado nada tan grande, y que, en el caso presente, no sólo se ha imaginado sino que se ha realizado”. La identificación Shakespeare-Wilhelm, que se siente orgulloso por compartir el mismo nombre con el dramaturgo, expresa la identificación Shakespeare-Goethe. Cualesquiera sean los reproches que justificadamente puedan hacerse a los diversos juicios que en ese libro expone sobre Hamlet, es imposible desconocer que el autor de Fausto intuyó algunos de los rasgos característicos de la obra y del personaje. Goethe logró ver, por de pronto, que la tragedia de Hamlet no está ni en la pasión ni es de orden intelectual, sino que nace de su voluntad insumisa, de una disensión íntima muy profunda entre el propósito y su cumplimiento.

Señaló asimismo que la tragedia excede el problema del protagonista, pues el héroe no va hacia su objeto directamente, sino que contraría sus inspiraciones y marcha falto de plan, pero sin escapar por ello a sus designios. Goethe subrayó nítidamente el papel que el destino —entrelazado al problema esencial del príncipe— desempeña en la pieza. Supo romper el hechizo del personaje y advertir cómo la obra rebasa su significación individual.

La fascinación y la perplejidad que nos produce la conducta de Hamlet ha oscurecido el significado que el destino asume en la obra. En pocas tragedias de Shakespeare, sin embargo, las decisiones humanas son tan azarosamente contrariadas por los acontecimientos. El príncipe se propone castigar al fratricida y salvar a la reina, pero éstos sucumben; quiere matar al usurpador y asesina a Polonio; el rey Claudio trama la muerte de Hamlet y caen en la trampa sus mensajeros. Todas las maquinaciones ceden a un designio más poderoso que el individual. Hamlet lo reconoce gravemente, cuando le dice a Horacio:

There’s a divinity that shapes our ends,

Rough-hew them how we will.4

Mientras tanto, la vindicta de Hamlet se cumple, mas no por su impulso, ya que un mero accidente lo conduce a realizarla. Su mano, ya casi sin vida, ejecuta un mandato del destino que ya ha aprisionado a todos en su invisible tejido. El duelo con Laertes desencadena la hecatombe, y es ésa la más reflexiva de sus acciones. ¿Por qué va Hamlet al desafío?, ¿para demostrar a Laertes su arrepentimiento?, ¿para probar su amor hacia Ofelia?, ¿para decidir la apuesta del rey Claudio? Este acto de arrojo nada tiene que ver con el verdadero motivo de su obsesión: la venganza; más aún, es un ardid criminal del monarca usurpador. Pero por aquel instante de energía, repentino y fortuito, se verifica su propósito. ¿Y hasta qué punto ha sido el mismo destino, entonces, el que una vez y otra ha ido postergando la vindicta de Hamlet? El papel del fatum está tan inmerso en la hosca personalidad del príncipe, que se ha perdido ese punto de vista para estimar a la obra sólo como una tragedia del carácter.

Hamlet expresa confusiones inconscientes, fuerzas regresivas, un mundo subterráneo que no logra aflorar. El príncipe danés es un personaje inmaduro, se ignora a sí mismo, y en la búsqueda de su equilibrio y de su conocimiento, revela algunos de los matices más esquivos del espíritu. Hamlet se desdobla, es a la vez actor y espectador de sus actos o de sus inacciones. Sus monólogos expresan su inevitable silencio, su abismal soledad en una atmósfera que lo agobia. Su pena se hace dolor del mundo y piensa en el suicidio, si las leyes divinas no lo impidiesen. Los soliloquios le ayudan a afirmarse en su espíritu, para apartarse de ese contorno de bajeza.

La irresolución es el rasgo principal del carácter de Hamlet.5

Su patética debilidad es tan recóndita, que la obra, rica en acontecimientos y aventuras, cuando se la piensa, suscita una impresión primaria de aplastante inmovilidad. Esa sensación desconcertante tiene quizás explicación, pues aunque en la obra acontecen muchos sucesos, la vida aparece en ella como fuera de quicio, impedida, desbaratada. Los planes del sino —expresados en el mensaje del fantasma— son contrariados por Hamlet, y la fatalidad no admite que nadie se le interponga.

Hay una lenta transición entre el pensar y el actuar; poco a poco la acción envuelve a Hamlet y le dicta sus mandatos. Pareciera que todo ocurre sin su participación, pero él es el único poseedor de la verdad completa. Todo se convulsiona y Hamlet permanece estático, agitado sólo por su razón. Contribuye a dar esa impresión el hecho de que el conflicto real del príncipe, aunque lo suscitan causas externas, en realidad se confina en su propio yo. Hamlet no dialoga, habla consigo mismo. Es un abstraído, usa una lengua a menudo incomprensible, pues en sus palabras está cifrado el enigma. De ahí que su dramatismo surja, más que del choque con los otros, de su conflicto íntimo. Sus monólogos son verdaderos diálogos en que un Hamlet habla a otro Hamlet. Eso explica que los momentos de más henchida dramaticidad sean aquellos en que el Hamlet del “ser” enfrenta al del “no ser” en una horadante batalla interior.

Su misión es para él mucho más universal que la simple venganza. El llamamiento del fantasma paterno lo incita a purgar la culpa, y aunque maldice su destino, asume resuelto la tarea. Siente que el mundo está fuera de quicio y que él ha sido llamado a ordenarlo. Aquí confluye su tragedia personal con el papel de la fatalidad. Él es una criatura extraviada en esa época de efervescencia, de embriaguez y desborde; en vano buscará conducir a los hechos, porque hay algo más fuerte que los dirige.

En su soledad, en su terca afirmación de virtud —sin recaer en interpretaciones aventuradamente alejadas del texto— es posible ver cómo Hamlet proyecta una luz sobre épocas que están más allá de la suya. Es personaje nuevo: su ámbito no es la batalla, la acción, la lucha física. Es un héroe que maneja armas ingrávidas, palabras apenas, fuerzas del espíritu y de la inteligencia. Por eso está aislado en el corrupto Estado de Dinamarca: es la razón lúcida condenada por la vanidad, la violencia y el desenfreno sensual, pero al fin vencedora.6

Hamlet siente que su presencia no es estéril, que algún papel representa en esa lucha: su solo conocimiento es ya acción, aunque no lo comprendan las criaturas que lo circundan. Su venganza no es un acto de intrepidez —él sabe que no podrá encontrar alivio al ejecutarla—, antes constituye un sacrificio. Su fingida locura es el método para indagar la verdad: eso le permitirá replegarse más, velar su secreto, elegir su momento. Hamlet habla bajo el disfraz de la locura, y acaso el poeta habla bajo el disfraz de Hamlet: la condición humana, la corte, las mujeres, la vanidad, los vicios, todo lo que nos concierne más íntimamente es tamizado en sus quemantes aforismos.

En el soliloquio que cierra el acto segundo, cuando Hamlet ha preparado ya la representación de El asesinato de Gonzaga para poner a prueba los datos de la sombra, él mismo advierte que se trata de un mero recurso dilatorio, una manera de encubrir sus vacilaciones. Se insulta, se llama vil, miserable, falto de voluntad. Clama venganza y grita su cobardía en palabras reveladoras:

Prompted to my revenge by heaven and hell,

Must, like a whore, unpack my heart with words,

And fall a cursing, like very drab,

A scullion! 7

Desahogo mi corazón con palabras... He ahí su drama: todo se diluye en espirales meditativas, en discursos complejos. Su voluntad le manda: ¡venganza!, pero su cerebro la posterga, la somete a finos cernidores. Por eso, cuando ve marchar a los soldados de Fortinbrás alegres hacia la muerte por un día de gloria,8 y él, infamado, no se decide a la acción, vuelve a incriminarse su pasividad con cruel dureza.

Hamlet es un enfermo de irresolución. Matar, vengar al rey difunto, poner orden en la tremenda injusticia, le hubiese devuelto la calma, pero se sondea, reviste con palabras su pobreza de acción. Quiere refugiarse en el olvido del sueño, pero aun así le sobrecoge la posibilidad de que en el dormir profundo del no ser lo acosen las sombras del ensueño. Hasta de la muerte recela, pues también es incógnita. Ni siquiera en esa perspectiva encuentra paz su conciencia.9

Hamlet, sin embargo, no es sólo circunspección e inteligencia. Hay en él una energía virtual, reprimida. La escena con la madre lo muestra feroz con su diatriba; en acción rápida sacrifica a Polonio; junto a la tumba de Ofelia, enfrenta a Laertes con bravo arrojo; no vacila en ir al certamen con el mismo Laertes. Al final de la tragedia ya no titubea: afirma su amor por Ofelia, elogia la audacia, al contar sus peripecias al fiel Horacio, y cuando la obra está a punto de llegar a su horrendo desenlace, encuentra que la osadía sirve mejor que los planes discretos.10 Experimenta visible gozo al referir a Horacio el ataque de los piratas, la artimaña con que frustró el ardid del rey Claudio, las aventuras de su regreso a Dinamarca. Parece contento por haber dejado que brotara su reprimido amor por Ofelia. Su conducta no es lastimera; aunque su dolor esté replegado en su alma, hay siempre algo de arrogancia en su comportamiento.

Hamlet vive en un mundo de sueño y con la máscara de la locura parece ahondarse el aislamiento de su alma. Se envuelve en discursos como en un manto protector. Las palabras son la razón de su existencia, el tónico para su voluntad, al mismo tiempo que la causa de su extravío. Los críticos han reiterado la circunstancia de que Hamlet sea el personaje de Shakespeare que ha hablado más. Hamlet lucha ansiosamente por lograr su verdad, su identidad, y pocas veces se ha mostrado de una manera más precisa en la escena el trabajo de lo inconsciente por elevarse y alcanzar claridad. Edith Sitwell observa con sutil perspicacia: “Hamlet es una historia de cacería, la de un hombre que está cazando su propia alma y nunca la encuentra”.

El asunto real de la obra, más que la venganza, es efectivamente la postergación de la venganza; pero hay otro tema que lo sobrepasa o que al menos, lo comprende, y que Shakespeare no ha logrado destacar suficientemente en la trama: el efecto de la conducta de la madre de Hamlet sobre su carácter. Se ve que hay un impulso, borroso e ininteligible casi siempre, que supera al del simple castigo. Para Robertson el motivo que Shakespeare quiso desarrollar sin lograrlo es el viejo tema de los efectos de la culpa materna sobre un hijo. Ya antes de conocer que su padre había sido víctima del crimen, desconcertado su espíritu por la rapidez del nuevo casamiento de la madre, Hamlet pronuncia palabras que evidentemente se refieren a esa actitud: Frailty, thy name is woman!11 Esa desilusión, al extenderse, conviértese más tarde en desengaño del género humano. Cuando aconseja a Ofelia que se refugie en un convento, la obsesión del pecado materno es la que realmente le dicta sus palabras. Y cuando después de la pantomima, al observarle Ofelia la brevedad del prólogo, Hamlet le responde en su lenguaje de retruécanos: As woman’s love,12 tales palabras, al margen de su sentido genérico, aluden allí directamente a su madre. Fragilidad, brevedad: he ahí las pruebas que él ha tenido del amor.

¿Por qué se aleja Hamlet de Ofelia? La locura fingida del príncipe no explica satisfactoriamente sus actitudes. La ligereza de su madre tiende una sombra entre ellos. Ofelia es víctima del desengaño de Hamlet; éste ve en ella la simiente del pecado materno. Por eso, sólo cuando Ofelia ha muerto y es ya un imposible, manifiesta con exaltación orgullosa su amor por ella, y esa pasión lo impulsa a la lucha. Un ímpetu de amor pone la espada en su mano y desencadena por fin la venganza.13

Enfrentadas las fuerzas indomeñables del carácter, Ofelia, incorpórea como un hada, no influye en los acontecimientos. Cuando se escucha al fantasma desde la explanada de Elsinor, hay una grávida vibración de realidad; cuando habla Ofelia, su voz es la de una criatura de un mundo desconocido. Ese mundo es el del verdor vegetal, el de la refloreciente primavera. Hamlet es la soledad, el invierno, el frío; ella es un rayo de luz y de vida. Ofelia mezcla en sus canciones la agonía por la ruina de su amor y la aflicción por la muerte de su padre. Cuando pregunta y se repite: And will a’not come again?,14 identifica a Hamlet con Polonio, pues a ambos los ha perdido.

A la luz de esta interpretación dejan de ser enigmáticas las aterradoras palabras de Hamlet a Polonio, cuando se refiere sarcásticamente a la concepción:15 ellas, como las de Lear en la terrible maldición a su hija, contrarían la ley de la vida, pero tienen la amargura del amor imposible. Ese imposible es Ofelia. En la tragedia ella parece un dibujo, una abstracción, un símbolo, y no un personaje real. Fluye como una continuación del que en los juegos rituales de la primavera representaba la lucha entre esa estación y el invierno. Diosa de la fertilidad, vive —como la Ondina de Giraudoux— en las aguas. Viene al mundo, pero, como no puede cumplir su misión, regresa, virginal, a la corriente. Va ceñida con guirnaldas de flores y brotan de sus labios canciones con viejas reminiscencias, de inocente frescura en su crudeza. Asombra que algunos críticos hayan querido inferir de esas canciones que Ofelia no fue precisamente un modelo de virtud. Es absurdo interpretarlas literalmente: versos adormecidos en la inconsciencia, suben a sus labios desde el recuerdo en la vibración de la locura, y representan todos los impulsos de amor y de fecundidad que ya han muerto.16 Leve y poética, Ofelia, como ninguna de las criaturas shakespearianas, es el símbolo de la vida y de la gracia; por eso Laertes, en la escena del cementerio (V, 1), anuncia que de su cuerpo puro y hermoso brotarán violetas.

Pero ni aun la figura de Ofelia alcanza a compensar la sugestión de Hamlet. La crítica romántica —con muchos aciertos y distorsiones profundas— acumuló páginas y páginas en torno al príncipe de Dinamarca y, sin embargo, poco es lo que se ha avanzado en el estudio del personaje.

A la entrega, al espíritu de simpatía con que lo vieron los románticos, han sucedido numerosos intentos para estimarlo más impersonalmente, empresa en la que muchas veces despunta un indisimulable prurito de originalidad. El punto de vista de L. C. Knights es característico de esta actitud antirromántica. Knights no desconoce el ingenio de Hamlet, pero, en pugna con el criterio tradicional, le atribuye una condición limitada y peculiar. Para ello se ha visto forzado a deformar el panorama en que Hamlet tiene que comportarse. Sus celos de reforma, su prontitud en señalar los defectos, le parecen a Knights —aunque todos estos motivos sean reales— manifestaciones de un exagerado sentido de la indignidad característico de ciertos neuróticos. Para el crítico, el inquieto talento, la rectitud y la crueldad de Hamlet obedecen a una suerte de flojedad moral que deforma sutilmente los valores por los cuales dice luchar. “Con muy pocas excepciones —apunta—, es enteramente destructivo, malicioso y estéril.” En su aparente preocupación por la castidad de Ofelia, en las palabras hirientes que le dirige en la escena de los actores, en su insistencia en el tema de la lujuria, no ve la espontánea desilusión de su espíritu frente a la culpa materna, sino una manera de dar rienda suelta a cierto sospechoso e incontrolable despecho contra la carne. No necesito subrayar hasta qué punto todas estas conclusiones son ingeniosas, pero refutables.

Wilson Knight, otro ensayista que reacciona contra la simpatía hacia el personaje, característica de los escritores románticos, destaca la amargura, el odio y el cinismo de Hamlet en las escenas medias de la obra. Su dureza con Ofelia, el placer demoniaco para asegurarse la condena del rey, la insensibilidad con que envía a Rosencrantz y Guildenstern a la muerte, el fiero sarcasmo con que se dirige a su madre, constituirían en el héroe formas de escapar al complejo proceso de ajuste propio del vivir normal. Su actitud de apartamiento, odio, autocomplacencia y autorreproche serían típicas de su inmadurez. Wilson Knight encuentra, sin embargo, algo que ennoblece el carácter de Hamlet: su postura ante la muerte. En ella supera sus negaciones y su cinismo: solamente cuando está a solas con el más allá conocemos al verdadero Hamlet.

Para el autor de Explorations, no obstante, estas opiniones constituyen una concesión al Hamlet romántico. Sin desconocer los elementos de belleza y de sensibilidad que contienen las expresiones del príncipe sobre la muerte, ve en ellas sólo una manifestación de su obsesiva preocupación sensual. Hay un nexo admisible entre la repugnancia del pecado y las expresiones de Hamlet sobre la muerte, pero el crítico, al exagerarlo, lo desfigura.

Las observaciones, por cierto perspicaces, de estos autores, adolecen del mismo defecto que las románticas censuradas por ellos: sacan al personaje de la ficción artística y lo analizan con ideas, juicios y elementos estimativos ajenos a la obra. No es menester anotar los riesgos que implica conceder a estas opiniones valor permanente. Frente a tan intrépidas exploraciones cabe destacar el rígido método historicista que conduce a Oscar James Campbell a ver en Hamlet un tipo de malcontent vinculado a una antigua tradición satírica.

El desconcierto frente al personaje ha llevado a algunos críticos, principalmente a Frank Harris, a tomarlo como clave para inferir conclusiones sobre el carácter de Shakespeare. La criatura más compleja por él creada constituiría así una imagen estilizada de sus propios conflictos psicológicos. Para Frank Harris el sentimiento personal de Shakespeare inspira toda esa obra autorreveladora. Es verdad que pueden precisarse interpolaciones y que otros elementos de juicio autorizan a pensar que Shakespeare introdujo en la tragedia pensamientos personales, no concebidos dramáticamente; mas todo ello no autoriza a que se desvíe el análisis a un plano de menudas equivalencias biográficas cuya falta de solidez resulta incontrovertible. La poesía es misterio, transfiguración. Los materiales, las experiencias con las cuales se nutre, no aclaran su enigma; surgen por identificación, por oposición, por curiosos paralelismos. Sus resortes suelen ser caprichosos, arbitrarios, y nada puede autorizar transposiciones, por provisorias que sean, al plano biográfico. Shakespeare, criatura histórica, nada tiene que ver con Hamlet, criatura poética. Tal vez haya, empero, una equiparación de motivos lógica: falta en Hamlet la madurez, la perfección de otras piezas de Shakespeare, y eso permite pensar que el espíritu del personaje refleja, en sus incertidumbres, el problema de Shakespeare frente a esa obra.

Hamlet es un personaje dual. Al analizarlo tropezamos a cada paso con la contradicción. Es un héroe de la duda, pero al final deja desbordar su energía. Resulta a veces admirable pero da muestras de perversidad de carácter; es una mezcla de violencia y de debilidad, de pesimismo y obstinación. Hay en él constantemente dos fases; ofrece siempre varias posibilidades de interpretación, y en muchas ocasiones, como la fuente, suele devolvernos nuestra propia imagen. En esta suerte de continua ambivalencia, puede que los impulsos que nos arrastren a una conclusión sean verdaderos o falsos, o ambas cosas a la vez. Cualquiera sea el camino que tomemos, tendremos una perspectiva mutilada. No existe el Hamlet romántico ni el Hamlet antirromántico, existe el Hamlet-puzzle, el Hamlet problema.

ANTONIO PAGÉS LARRAYA

1.

Hamlet, acto III, escena 2.

2.

El tema primario de la obra es muy antiguo. Gilbert Murray lo ha visto como manifestación de la difunta historia ritual de los Reyes de Rama dorada. En lo que atañe al asunto mismo encontró, en un ensayo tan breve como sugestivo (Hamlet and Orestes. A Study in Traditional Types, Oxford, 1914), profundas concomitancias entre Orestes —el hijo de Clitemnestra, atormentado por las furias que le recuerdan su horrendo crimen—, el antiguo Amlodi —prototipo de Saxo Grammaticus— y Hamlet.

3.

Ese problema de la acción originada por la muerte de un padre o de un hijo está desarrollado de una manera similar en obras contemporáneas, como en la ya citada Spanish Tragedy, de Kyd y Antonio’s Revenge, de Marston. Lo que nos parece propio del Hamlet de Shakespeare es también una característica de estas obras, inspiradas en Séneca: la dilación de la venganza producida por la actividad intelectual del héroe y el contraste de una corte brillante con el horror del crimen.

4.

Hay una divinidad que determina nuestros designios, aunque los desbastemos a nuestra voluntad (acto V, escena 2).

5.

Por lo demás, y para que esa profunda falla del protagonista cobre mayor relieve, Shakespeare ha trazado un conflicto paralelo que destaca con nitidez los rasgos de Hamlet. La conducta de Laertes —que marcha sin hesitaciones, apasionadamente resuelto, a la venganza de su padre asesinado por el príncipe—, se opone a la del propio Hamlet, que vacila en matar al rey usurpador. Es casi una cruel ironía que sea el propio rey Claudio inmune quien elogie la acción e incite a obrar y conduzca a Laertes a la venganza.

6.

Frank Harris apunta agudamente al respecto: “[...] con su inquietud intelectual, su mórbida introversión, el análisis cínico de sí mismo y su aversión al derramamiento de sangre, es un personaje mucho más típico del siglo XIX que del XVI”. (El hombre Shakespeare y su vida trágica.)

7.

¡Yo, a quien el cielo y el infierno impulsan a tremenda venganza, desahogo mi corazón cual hembra, con palabras, y a maldecir me doy como ramera o grumete! (Acto II, escena 2; traducción de G. M.)

8.

Acto IV, escena 4.

9.

El famoso monólogo que comienza: To be or not to be... (III, 1) ha dado lugar a complejas discusiones críticas, centradas principalmente en la cuestión de si Hamlet es inspirado primeramente por pensamientos de suicidio o de activa oposición al rey. Ha asombrado a los estudiosos cómo este desarrollo se aparta de los hechos, y se ha señalado su ausencia de elementos directamente alusivos. Hasta se pensó que habría sido intercalado por su relación con la atmósfera de la escena. En un momento vibrante de su dolor, Hamlet lo generaliza, lo intelectualiza.

10.

Acto V escena 2.

11.

Fragilidad, tienes nombre de mujer (I, 2ª).

12.

Como amor de mujer (III, 2ª).

13.

Hamlet no puede matar como Orestes. En todo momento Shakespeare ha soslayado la idea del matricidio. Ni el fantasma paterno le ordena venganza contra la madre, ni el príncipe la desea. Quiere influir sobre ella, alejarla del pecado, redimirla, pero no puede cegar la fuente de su infinita congoja.

14.

¿Y no ha de volver nuevamente? (IV, 5ª).

15.

III, 2ª

16.

Edith Sitwell ha precisado, en averiguación a la vez precisa y poética, el significado de las flores con que Ofelia se adorna en la escena de la locura, y las que ofrece a los demás. Todas ellas descubren emblemáticamente su tragedia: romero, flor de los funerales y las bodas; hinojo, flor del galanteo y la lisonja; aguileña o pajarilla, flor de los amantes separados; ruda, hierba de la Gracia; margarita, flor de protección para las mozas frente a las promesas de los solteros.

Hamlet

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