Читать книгу El árbol del mundo - Xavier Mas de Xaxàs - Страница 8
ОглавлениеTenía 26 años en abril de 1991 cuando subí al circo de Isikveren, un lugar remoto donde los dioses reinaban sobre los hombres y les negaban la vida.
Estados Unidos acababa de derrotar a Sadam Husein en Kuwait. Perdida la guerra, el dictador iraquí se había replegado en Bagdad, protegido por un ejército que todavía era temible. El presidente de Estados Unidos pidió, entonces, al pueblo iraquí que se levantara. Los chiíes en el sur y los kurdos en el norte, tal vez los menos iraquíes de los pueblos iraquíes, atendieron la llamada. Kurdos y chiíes pensaban que los norteamericanos irían en su ayuda tan pronto como los rebeldes se hicieran con el control de las comisarías y los ayuntamientos.
Isikveren se encuentra en un extremo de Anatolia, a casi 2.000 metros de altitud, en la cordillera de Hakkari, a donde se llegaba por una carretera bacheada y salpicada de controles militares turcos que luego se convertía en un camino forestal de alta montaña.
Los kurdos, casi todos sunitas, alguno cristiano, habían alcanzado aquel santuario de la miseria humana primero en automóvil y luego a pie, desde Erbil, Mosul, Dahuk y Zakho, atravesando las llanuras orientales del Tigris y subiendo las laderas meridionales de la cordillera de Hakkari que hace frontera con Turquía.
El primer día que subí allí me encontré con un cabo del ejército turco que tenía 18 años, un fusil de asalto cruzado sobre la espalda y un palo con el que golpeaba a los niños, las mujeres y los hombres que se arrodillaban sobre sacos rotos de grano, aguantando el castigo mientras recogían con las manos todo lo que podían.
Los más afortunados se habían hecho con fardos de mantas y comida que pesaban más de veinte kilos. Caían y lloraban bajo los golpes de los soldados, pero seguían adelante, subiendo hacia sus campamentos cientos de metros más arriba.
El cabo dejó de gritar para hablarme en inglés y ser amable.
–Jodidos kurdos –me dijo–. No quieren lo que les damos. Intentamos ayudarlos y se quejan. No puede uno fiarse de ellos ni tratarlos bien. Son peligrosos, mala gente, y yo de usted no volvería. Aquí no hay nada agradable que ver y, además, podría pasarle algo.
Los militares turcos empujaban a los kurdos montaña arriba. No querían que bajaran al valle. No querían que tuvieran acceso directo a la ayuda humanitaria que había llegado por carretera. Cuando las varas no eran suficientes, lanzaban piedras. Los militares más envalentonados disparaban al aire. No todos calculaban bien la altura.
El día anterior habían matado a una niña de 4 años mientras dispersaban a la multitud. Los aviones estadounidenses, como hacían a diario, habían lanzado ayuda en paracaídas, cajas que se reventaban al tocar el suelo. Contenían raciones militares, botes de leche en polvo, pan, galletas, chocolate y ropa.
Yo estaba con ellos. Tomaba notas y hacía alguna pregunta estúpida. Buscaba alguien que hablara inglés.
Me fijé en un joven que estaba en el suelo, de rodillas, protegiendo con los brazos lo que había conseguido, metiéndoselo en los bolsillos, por dentro del jersey. Me devolvió la mirada y se puso en pie, me sonrió y justo en ese momento una bala le perforó el pecho. Se desplomó al instante, con los ojos muy abiertos y las manos sujetando las galletas, el chocolate y la leche en polvo.
Un silencio muy espeso cayó entonces sobre nosotros, los refugiados y los soldados. Nadie se movió ni habló durante unos segundos que me parecieron horas. Un oficial turco dio finalmente la orden de replegarse y sus hombres obedecieron.
El joven yaciente aún sonreía, o eso al menos me parecía a mí. Era la primera vez que veía a una persona abatida. No me atrevía a moverme y no podía dejar de mirarlo. La herida tenía el tamaño de una moneda, pero no sangraba. Era un agujero oscuro en un suéter también oscuro. Le brillaban los ojos, tenía las manos muy sucias, el pelo enmarañado y el pie derecho mal torcido. Tres hombres lo levantaron y se lo llevaron a un dispensario de Médicos Sin Fronteras.
Entonces llegaron las mujeres con ululeos agudos, largos y sostenidos.
Al día siguiente regresé al campo con una mochila llena de aspirinas, mantas, calcetines y jerséis de lana gruesa que había comprado en el mercado de Cizre. Los periodistas acreditados ante el ejército turco y que disponíamos, además, de un salvoconducto de Naciones Unidas podíamos cruzar cualquier puesto de control. Yo había alquilado un Fiat 131 en el aeropuerto de Diyarbakir y conducido 250 kilómetros hasta Cizre, base entonces de la prensa y el personal humanitario. La carretera cruzaba la meseta hasta Mardin, una de las ciudades más bonitas de Anatolia, y bajaba después hacía las tierras bajas del Éufrates para girar hacia el este siguiendo la línea fronteriza con Siria.
Paré en Cizre porque allí estaba el último teléfono, una línea fija gestionada desde la centralita del hotel. Transmitir era lento y caro. Las colas para llamar eran largas y la fiabilidad del servicio muy baja. El sentido y la utilidad de mi trabajo la decidía, en gran parte, la calidad técnica de aquel teléfono. Escribía lo que veía sin tener una idea muy clara ni del contexto ni de mi papel. Pensaba que en aquellas circunstancias regalar una manta era más importante que redactar una crónica.
Desde Cizre había que conducir un par de horas hacia el este. La carretera pronto se convertía en una pista. Los camiones que llevaban alimentos y otros productos básicos aguardaban en la cuneta a que los militares les permitieran seguir.
Aparcaba el coche junto al último control, a la entrada de una aldea reconvertida en campamento militar. Desde allí, seguía a pie, remontando la pendiente durante un par de horas hasta alcanzar la zona en la que se encontraban los refugiados. A media ascensión, un médico francés que caminaba a mi lado me preguntó por qué llevaba una mochila tan grande si era periodista. Le expliqué el asesinato de la víspera.
–No tienen nada, se están muriendo, hay que ayudarles –le dije.
–¿A cuántas personas ayudarás con dos mantas, varias prendas de abrigo y unas aspirinas? –me preguntó–. ¿Has visto la multitud que hay aquí? ¿Y cómo sabes que repartirás la ayuda entre los que más lo necesitan? ¿No has visto cómo mucha gente revende la que recoge? Una mochila de veinte kilos como la tuya sirve de poco. Lo siento, pero me temo que te has confundido, y perdona si te molesta lo que te digo. Entiendo que no de debe ser fácil. Tampoco lo es para nosotros ver morir a tantas personas, pero hacemos todo lo que podemos por salvarlas. Y tú deberías intentar lo mismo. Haz todo lo que puedas para explicar Isikveren. Estas personas necesitan que el mundo conozca su sufrimiento, la traición de la que han sido víctimas. Las noticias, las imágenes de lo que aquí sucede reproducidas en las televisiones de Occidente, pueden conseguir que las fuerzas aliadas los protejan.
El médico se quedó con todo lo que yo había comprado.
Los soldados seguían gritando y golpeando, mientras los refugiados seguían peleándose por las cajas que caían de los aviones norteamericanos. La historia se repetía, y yo tenía una segunda oportunidad.
Me acerqué a un hombre de mediana edad. Le pregunté su nombre. Lo apunté en la libreta. Anoté que vestía los pantalones abombados típicos de los kurdos, camisa y americana, zapatos de cordones. Añadí que tenía los ojos claros y la barba de varios días.
Se llamaba Ursh. Había metido galletas, pan y leche en un saco de arpillera. Era mediodía y hacía mucho calor. La temperatura se mantendría alta hasta el ocaso. Entonces bajaría en picado. Las cumbres que rodeaban Isikveren seguían nevadas.
En aquel circo había decenas de miles de personas. Habían levantado tiendas de campaña, tendido telas y lonas entre los árboles, cubierto el suelo con plásticos y mantas.
Había llovido mucho. La hierba había desaparecido, la tierra estaba húmeda y muy comprimida. Los árboles que aún seguían en pie habían perdido las ramas.
Los refugiados defecaban donde podían, por todas partes. Las heces líquidas se confundían con el barro. Las cabras que aún no habían sido sacrificadas aguardaban junto a las cabezas y las vísceras de las que ya lo habían sido. Las entrañas se pudrían bajo el mismo sol que secaba las pieles.
Ursh pidió a su esposa que preparara el té, un té iraquí traído de casa en una bolsa de plástico. El agua era nieve que se conseguía subiendo hacia las cumbres, cada día un poco más arriba, más lejos. La mujer me ofreció una de las galletas que caían del cielo, recogida por su marido bajo los golpes.
El hermano de Ursh se llamaba Fuad. Eran topógrafos y habían trabajado hasta el momento de la huida. No pensaban que fuera a alcanzarlos la tragedia, no después de la derrota de Sadam Husein en Kuwait.
Habían confiado en la rutina. Creían que mientras pudieran hacer lo mismo estarían a salvo. Decían que sin el trabajo no podían vivir, que no tenían ahorros para emigrar. Insistían en que la rutina es vida, en que la constancia es buena. No calcularon, sin embargo, que no tendrían tiempo de nada cuando las fuerzas de Sadam se les echaran encima.
Ursh y Fuad tenían los ojos claros, el pelo castaño y rizado. Hablaban un inglés lento y preciso. “More tea and buscuits?”, preguntaban a cada rato. La poca dignidad que les quedaba la empleaban en acogerme con un te caliente, en hablarme con palabras inglesas aprendidas en la Universidad de Bagdad y transmitirme el orgullo que sentían por haber levantado mapas para empresas mineras y petroleras.
“Sin ideas ni lógica, no hay paz”, reflexionaba Fuad mientras intentaba contar los días que llevaba atrapado en Isikveren:
Abandonamos Dahuk antes de que la artillería atacara el centro de la ciudad, aunque ya lo había hecho en las afueras. Vimos los cadáveres de cuatro o cinco niños en una cuneta. Estaban junto al de su madre. Nadie se detenía a enterrarlos, y también nosotros seguimos adelante. Esto fue el domingo de la semana pasada. Han transcurrido ocho días que me parecen una eternidad. Partimos en dos coches. Toda la familia. Dieciséis personas. Diez son niños. La más pequeña tiene ocho meses. A las tres horas tuvimos que abandonar los coches y seguir a pie. Caminamos durante dos días. Al alcanzar la frontera turca, los soldados no nos dejaron seguir. Dispararon al aire. Llovía y nevaba. Hacía mucho frío. Las mantas estaban empapadas. No podíamos guarecernos porque no nos permitían montar tiendas. Con nosotros habíamos traído algo de pan, harina, té, leche y azúcar. Era para los niños. Nosotros tenemos paciencia, pero ellos no. Al segundo día nos dejaron entrar en Turquía. Caminamos durante tres jornadas más. Llevamos solo lo que pudimos acarrear. El frío nos impedía dormir. La lluvia y la nieve nos dificultaban el camino. Al llegar aquí nos sentimos miserables, abandonados y sin ayuda. Montamos una tienda con mantas, palos y plásticos para las mujeres y los niños. Nosotros seguimos durmiendo al raso. No sabe usted lo que significa dormir sobre este suelo, con este frío, sin una cobija ni un techo. Piensas que tendrás que enterrar a tus hijos, que tú tampoco sobrevivirás.
Isikveren olía y sabía a lo que huele y sabe el mundo, el barro y la miel mezclados con lo putrefacto. Describirlo exigía un gran esfuerzo físico, intelectual y emocional, pero si mirabas despacio y aguantabas las náuseas, el cuerpo te acompañaba y te dejaba escribir.
Respiraba por los ojos y escribía con las vísceras. Las notas resumían mi inexperiencia, gritaban bajo el peso de aquella fuerza descomunal.
La fuerza lo es todo. La fuerza y el azar, mucho más que el pensamiento y la justicia, trazan los caminos que transitamos como caballos uncidos.
La fuerza y el azar nos doblegan y nos levantan. Nadie los posee del todo ni tampoco está completamente huérfanos de ellos.
Dos topógrafos de Dahuk, dos hombres derrotados, al borde de su resistencia, podían llegar en pocas horas a un lector de diarios en la otra punta del mundo. Historias como la suya, sufrimientos como el de Magid, acarreaban el conocimiento del que nacen las conciencias.
Magid era un niño de 8 años abrasado por un agente químico, seguramente napalm. No era la primera vez que Sadam utilizaba gases contra los kurdos. El pequeño había perdido la piel de la cara y de las manos. Ni hablaba ni lloraba. Las moscas picoteaban en sus llagas y sus ojos. Si las notaba, no tenía fuerza para espantarlas.
Dejó que le hiciera fotos, acuclillado junto a su madre, que le había puesto una camisa blanca para que saliera más guapo. Estaba limpio y parecía en paz. Su padre me habló de un fuego que había caído sobre la columna de refugiados y que varias personas habían muerto. A Magid le lavaron las heridas y siguió caminando.
No publiqué las fotografías. Me pareció indigno, y todavía hoy creo que me equivoqué. La información bien hecha no es ajena al dolor. Podemos reproducir un dolor que denigre a las víctimas mientras alimenta el morbo de los espectadores, pero también podemos publicar otro que dignifique el sufrimiento. Incluso las imágenes más crueles tienen esta capacidad, y es a través de esta dignificación que la información puede ayudarnos a entender mejor las causas del mal.
La tienda de Magid estaba junto a uno de los cementerios que brotaban de manera espontánea en aquel campo de refugiados, representación escatológica del destino del pueblo kurdo. Le visité varios días seguidos. Apenas se levantaba, nunca le oí hablar. Las tumbas crecían a su alrededor.
Una mañana dejó de estar. Lo sepultaron antes de que yo llegara. Le cubrieron el rostro con una tela. Sobre la mortaja colocaron hojas secas y sobre las hojas, piedras planas. Una estela corta y sin inscripción marcaba el túmulo. A su lado, a izquierda y derecha, había decenas de tumbas pequeñas, de no más de un metro de longitud.
Dentro de la tienda familiar, un anciano liaba un cigarrillo recostado sobre la manta que le servía de lecho. Me dijo que era el abuelo de Magid y que lo aceptaba todo, incluso el hambre y la muerte de los niños, si a cambio de aquel sufrimiento los estadounidenses asesinaban a Sadam Husein y transformaban Irak en un país que estuviera en paz consigo mismo. “Nos han forzado a salir de nuestros hogares, y aquí no se puede vivir”, dijo exhalando el humo. Yo asentí, y él levantó los ojos, sonrió al cielo con los pocos dientes que le quedaban y pidió un deseo.
En aquel instante, dos aviones de guerra hicieron una pasada sobre el campo. Fue una casualidad más que un milagro porque la fuerza aérea estadounidense hacía días que patrullaba la zona, pero el anciano tuvo palabras de agradecimiento a su dios misericordioso.
Se trataba de dos A-10 norteamericanos, conocidos como Thunderbolt, diseñados para atacar tanques. Diez minutos más tarde, aparecieron cinco helicópteros. Los refugiados levantaron la cabeza. “Es James Baker, es James Baker, es James Baker”, exclamaron algunos viéndolo pasar de largo.
Bois, un peshmerga de 35 años, apenas levantó la cabeza. Ya no esperaba nada de nadie y menos de los estadounidenses. “No sé a cuánta gente habré matado en mi vida –me contó–, pero seguro que a mucha. Los gobiernos de Irak y Turquía me obligaron. Ahora no quiero matar a nadie más. Me gustaría volver a mi pueblo y vivir como antes”.
Bois se había dedicado a matar para vivir y sobrevivir en nombre de los otros, de la patria, de la historia y la religión. Matar por Dios, obligado por la jerarquía, satisfecho con la misión encomendada. Segar vidas, acabar con el enemigo y ampliar el territorio, eso era todo.
El guerrillero tenía las manos encallecidas y los ojos opacos. Añoraba el pasado agrario y sedentario de su juventud. Había pasado seis años en el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y había participado en más de un centenar de atentados y ataques armados, casi todos contra objetivos militares turcos e iraquíes. Los peshmergas robaban y repartían parte del botín en las aldeas kurdas. Él no lo admitía, pero decenas de civiles turcos habían muerto en aquellos golpes de mano.
El mayor éxito de su partida había sido ocupar Kirkuk y Dahuk. Fueron doce días de gloria, pero luego el ejército iraquí contraatacó y no pudieron resistir. “Nos faltó un líder sólido porque cada uno iba a lo suyo. Demasiados años en las montañas decidiendo por nosotros mismos, debe de ser eso”.
Refugiado en Isikveren, se sentía estafado. La guerra acostumbra a hacerlo con los supervivientes. Estaba cansado y había dejado de creer en la causa kurda. Aquellos doce días de gloria no justificaban los seis años de lucha.
Decenas de miles de kurdos murieron durante aquellas semanas de primavera en la cordillera de Hakkari, víctimas de la política exterior norteamericana. Creyeron en un dios que había sido cruel con ellos.
No existe la piedad geoestratégica. Los líderes que se desviven por salvar a un hombre son los mismos que aceptan la aniquilación de muchos.
La gracia es la culminación de la tragedia, algo muy excepcional. Alejandro, Napoleón y Stalin podían asesinar y perdonar, ser crueles y magnánimos. Stalin decía que matar a un hombre es muy difícil, pero que matar a un millón es muy fácil.
El 2 de diciembre de 1805, después de la batalla de Austerlitz, derrotados los ejércitos rusos y austriacos, Napoleón ordenó disparar los cañones contra los lagos helados sobre los que huían los supervivientes. Los rusos calculan que perdieron a 21.000 hombres en aquella retirada. El emperador francés, sin embargo, salvó la vida de un oficial ruso herido que pedía auxilio sobre uno de los témpanos de hielo. Ordenó a dos de sus lugartenientes que lo sacaran del agua antes de que muriera congelado. Quien horas antes había decidido la suerte de decenas de miles de hombres, ahora se apiadaba de un enemigo moribundo. El soldado ruso recuperó la pierna herida por un proyectil, pero uno de los dos oficiales franceses murió por el esfuerzo realizado en aquellas aguas heladas.
Las grandes magnitudes refuerzan la abstracción en la que fructifica la barbarie, mientras las pequeñas nos colocan frente al reto, mucho mayor, de matar con nuestras propias manos. Nada parece haber cambiado mucho desde Troya.
La agonía kurda en la cordillera de Hakkari alcanzó finalmente las mentes de millones de ciudadanos occidentales, y la Casa Blanca entendió que no podía seguir siendo cómplice de aquellas muertes que, de ser lejanas y abstractas, habían pasado a ser domésticas e individuales.
Sadam Husein conservó el poder, y la coalición internacional, liderada por Estados Unidos, estableció una zona segura para los kurdos en el norte de Irak y otra para los chiíes en el sur. Los aviones iraquíes no podían sobrevolar esas regiones. La CIA creó un nuevo sistema de seguridad en el Kurdistán, y el ejército estadounidense instaló campamentos para los refugiados de Hakkari. Aunque los combates se alargaron hasta octubre, a partir del verano los kurdos fueron bajando de las montañas y regresando a sus pueblos y ciudades.
Muchas veces he tenido la sensación de que Isikveren es un principio, una historia que contiene las otras que he escrito a lo largo de mi carrera. Me enseñó, por ejemplo, que el hombre, muy a menudo, no tiene más remedio que vivir entre la traición y el sufrimiento.
También me enseñó que cuanto más te fijas en el mundo, más entiendes que son derrotas lo que sostienen sus cimientos. Creo que los derrotados, los derrotados libres, no sometidos a la esclavitud, al vasallaje de los vencedores, siempre han sido los grandes arquitectos del presente. El mundo es mucho más de ellos que de los vencedores porque, al ser hijos genuinos de la derrota, lo son también de la paz. Los vencedores, en cambio, para aceptar la paz, deben reconocer también la parte de derrota que habita en ellos. Tal vez por esto, al fin y al cabo, todos podemos reconocernos en una derrota pero no muchos pueden hacerlo en una victoria.
Isikveren también es un paradigma de la fuerza que nos retuerce el alma. Podría haber sido un episodio de la Ilíada, un pasaje más de los hombres que se destruyen ajenos a los caprichos de los dioses.
Fue la primera tragedia de la que fui testigo, y todas las demás se le han parecido. ¿Qué batalla, al fin y al cabo, qué verdadera pugna por el poder no está en este poema que Simone Weil nos ayudó a ver como un poema de fuerza?
La Ilíada –reflexiona la pensadora francesa– es algo único por esa amargura que procede de la ternura y que se extiende sobre todos los seres humanos, igual que la claridad del sol. Nunca su tono deja de estar impregnado de amargura, nunca tampoco se rebaja al lamento. La justicia y el amor, que apenas pueden tener lugar en este cuadro de violencias extremas e injustas, lo bañan con su luz sin que se dejen percibir más que por el acento. Nada valioso, destinado o no a perecer, se desprecia; la miseria de todos se expone sin disimulo ni desdén; ningún hombre es colocado por encima o por debajo de la condición común de todos; todo lo que se destruye es lamentado. Vencedores y vencidos están igualmente próximos, son por igual los semejantes del poeta y del oyente. Si hay una diferencia, es que la desdicha de los enemigos se siente quizá con mayor dolor.
Isikveren, al igual que la Ilíada, muestra la subordinación del hombre a la fuerza, pero también el reequilibrio y la continuación, y yo creo que el tiempo histórico nos demuestra que el mundo funciona así, sin respuestas definitivas, pero tampoco con rupturas eternas.
En mi principio, junto a Isikveren, también estuvieron un kibutz en Israel, un muro en Berlín, unos aviones que cayeron sobre Washington y Nueva York y un joven que se prendió fuego en Sidi Buzid.
Israel, en mi creación personal del mundo, representa la fe y la inocencia.
Era 1982, verano. Yo iba a cumplir 18 años, había leído a Leon Uris y creía que la epopeya del pueblo judío marcaba el paso de la humanidad. Por encima de los errantes y los exterminados estaban los supervivientes y los constructores, y por encima de todos ellos los justos resplandecían con una blancura renovada. Levantar un Estado comunitario sobre la tierra prometida me parecía el mejor de los destinos.
Israel utilizaba la sinagoga de la calle Avenir de Barcelona para las gestiones consulares. Había llamado a la puerta en el invierno de 1981, pero me dijeron que debía esperar un año porque los kibutz no aceptaban voluntarios menores de edad.
Israel, en aquel 1982, me permitió salir de la Barcelona posfranquista y meterme en una novela de aventuras utópicas.
Me asignaron Givat HaShloshá, un kibutz a las afueras de Petaj Tikva, en el centro de Israel. No sabía dónde estaba.
La misión de los kibutz me parecía de las más puras, un modo de vida honesto y equilibrado, donde la causa colectiva se fundía de modo natural con la aspiración individual. La propiedad privada y el dinero perdían gran parte de su sentido en aquellas comunidades de pioneros.
Los responsables de Givat HaShloshá me explicaron que el nombre era un homenaje a tres trabajadores judíos de Petaj Tikva que murieron torturados en 1916 en una cárcel otomana de Damasco acusados de espionaje a favor de los británicos.
No me explicaron que el kibutz se había levantado sobre los terrenos de Majdal Yaba, una ciudad árabe con tres mil años de historia. En el Antiguo Testamento aparece como Afek, un enclave amurallado que, como tantos otros en la región, cambió de manos muchas veces. Los israelitas se la arrebataron a los cananeos, pero la perdieron luego ante los filisteos. Los romanos la llamaron Antipatris, y los cruzados franceses, Mirabel. Los musulmanes la bautizaron como Torre de Nuestro Padre, Majdal Yaba.
El 10 de julio de 1948 la comunidad judía de Petaj Tikva, entonces una colonia de judíos ortodoxos fundada en 1878 con dinero del barón Edmond de Rothschild, atacaron Majdal Yaba. Los 1.500 habitantes fueron expulsados, víctimas de la nakba, la tragedia del pueblo palestino. Cientos de miles de árabes perdieron sus hogares aquel año ante el empuje del nuevo Estado de Israel.
Los palestinos –me dijeron entonces en Givat HaShloshá– no huyeron de los judíos sino de la guerra que los países árabes iniciaron contra Israel nada más declarada la independencia. La mayoría habían encontrado refugio en Jordania, “su nuevo país”.
La verdad es que entonces no me preocupaba el pueblo palestino. Me interesaba el Estado judío, las chicas del kibutz y las excursiones de fin de semana a Tel Aviv.
De domingo a viernes trabajábamos moviendo las tuberías de riego en los campos de algodón, pintando los depósitos de pienso en la granja de pollos o enganchando suelas de botas militares en la fábrica de calzado. Nos levantábamos antes del amanecer y no parábamos hasta el mediodía. Las tardes las pasábamos en la piscina, tendidos sobre el césped.
La hierba verde, regada con aspersor, simbolizaba la superioridad del orden sionista.
Muchos años después, en Tucson (Arizona), volví a comprobar la jerarquía racial que pueden marcan los céspedes. Allí simbolizaban el dominio angloestadounidense sobre el desierto y los indígenas latinoamericanos.
Los oprimidos suelen recorrer a pie los caminos más polvorientos y desérticos, sea en Sonora, el Sáhara o Judea. Sin duda, la vegetación cultivada del kibutz reforzaba nuestro convencimiento de que el ejército israelí, el que llevaba las botas que fabricábamos en Givat HaShloshá, tenía todo el derecho a invadir Líbano en nombre del progreso occidental.
La propaganda israelí explicaba que la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) tenía su cuartel general en Beirut y que era una organización terrorista, antisemita y antisionista. No había duda. Era un hecho que yo no disputaba porque entonces, a mi ignorancia sobre el pueblo árabe palestino, añadía otras dos igual de graves: que la etiqueta terrorista era una de las más aleatorias de la historia y que, en medio de una guerra, no hay más víctima que la población civil. La inocencia de los civiles atrapados en un conflicto no supe interpretarla bien hasta Isikveren.
Miramos al mundo como queremos que sea, no como es en realidad. Incluso los analistas más fríos no pueden evitarlo. Nuestro cerebro tiene un mecanismo que dificulta la comprensión de los puntos de vista que nos parecen contranaturales. Los reporteros que vemos el mundo en primer plano y nos enfrentamos a la tarea de escribir el primer borrador de la historia topamos constantemente con este muro. Creemos que podremos mejorar las cosas si denunciamos lo que no encaja en nuestra visión preconcebida de los acontecimientos. Es un error, pero, paradójicamente, también es una ilusión a la que no renunciamos porque a veces tenemos razón.
Durante más de treinta años he escrito cientos de notas desde lugares complejos, sitios donde lo que menos vale es la palabra hecha promesa política, porque las personas que se enfrentan a la nada, las que se exponen al vacío que va a tragarse sus vidas, empezando por sus propios cuerpos y acabando por las memorias que creían imperecederas, están muy cerca de la verdad.
La falta de futuro les lleva a actuar por instinto. Abandonan el tacticismo, que no es más que miedo, y prescinden de los matices, que entorpecen la clarividencia. No importa si pertenecen a un partido que es una escisión o un reagrupamiento, si el derecho les ampara o les condena, solo importa si están en paz con Dios y consigo mismos, si tienen un primo policía o un tío funcionario, si la familia ha tomado las decisiones estratégicas adecuadas para sobornar a los guardianes del toque de queda y del control de carreteras, así como a los centinelas fronterizos, último obstáculo que deberán superar para seguir adelante. No hay más, pero tampoco menos.
Este orden natural del presente empecé a comprenderlo escuchando las historias de los supervivientes de la Shoah en Givat HaShloshá. Eran ancianos con el tatuaje en la muñeca, europeos que nunca más volverían a huir. Israel llenaba su nada. Allí podían ser felices y dormir en paz.
El conflicto entre árabes y judíos es el más antiguo y violento de la historia contemporánea. Reposa sobre la Shoah, el exterminio sistemático de seis millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Las barbaries del siglo XX aún lastran nuestro presente europeo, y nadie puede predecir si algún día las superaremos, no solo como ciudadanos de Europa, sino como individuos.
Igual que hay una física cuántica, también debe existir una historia cuántica. Si las partículas del mundo más pequeño se comportan de manera diferente a las del mundo más grande, nuestra historia íntima también debe regirse por leyes peculiares, diferentes a las que sustentan la gran historia de la humanidad.
Newton descubrió las leyes de la física grande, y al entender por qué caen las manzanas del árbol pudimos enviar al hombre a la Luna. Los grandes guerreros de la humanidad nos mostraron los fundamentos de la fuerza, y aún hoy la violencia pesa más que la diplomacia.
Las leyes de la historia grande no se comportan del mismo modo en la historia pequeña de nuestras neuropatías. Los físicos aprenden a medir el mundo microscópico de las partículas subatómicas, y la frontera del hombre ya no está en la Luna.
Los periodistas, los escritores, los historiadores, los antropólogos y psicólogos, y con ellos todos los artistas, en la búsqueda activa de los principios que nos hacen vivir, intentan lo mismo, y así amplían los límites interiores del ser humano, lo hacen más comprensivo y sofisticado.
¿Cómo ven el futuro los palestinos, y con ellos los pueblos que se sienten víctimas de la historia? El futuro para ellos, lamentablemente, no es más que el espacio donde resolver las injusticias del pasado.
La dinámica de los objetos históricos, especialmente de los más atroces, como el Holocausto, supera con mucha facilidad la resistencia del perdón y el olvido. Las generaciones posteriores quedan atrapadas en un bucle de dolor, venganza y resistencia que no pueden controlar. Están a merced de sus recuerdos y de las personas que los atizan por todo tipo de motivos políticos, religiosos, económicos y militares.
Más que vivir en el orden que proporciona el Estado de derecho, estas personas, y entre ellas hay muchas privilegiadas del sistema liberal, viven en un caos emocional, que se nutre de nostalgia, mitomanía, heroísmo y revolución.
El 11 de septiembre del 2001 este caos intentó tragarse a decenas de millones de familias en Estados Unidos, incluida la mía.
Osama Bin Laden, heredero de un clan saudí muy rico e influyente, dirigía desde Afganistán una organización terrorista que pretendía dominar el mundo islámico. Había atacado las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, así como un destructor de la Armada americana frente a las costas de Adén, y anhelaba desde hacía décadas un ataque como el del 11-S.
Yo vivía entonces en un suburbio de Washington. Casa con jardín, la puerta siempre abierta, los árboles de treinta metros, las barbacoas a punto, los vecinos discretos y solidarios. La capital del imperio no podía protegernos de la violencia callejera, pero se suponía que sí podía hacerlo de los enemigos del mundo exterior, los que vivían al otro lado de ese foso, entonces todavía más imaginario que real, que separa a los unos de los otros.
Nosotros éramos los unos, y Bin Laden quería convertirnos en los otros. Quería expulsar a los soldados estadounidenses de los países musulmanes, acabar con el dominio del cristianismo sobre el islam, derrotar a las dictaduras árabes prooccidentales y restablecer la umma, la comunidad de creyentes que ideó Mahoma en el siglo VII.
La causa palestina era la principal motivación que tenía para intentar revertir el flujo de la historia. Un pueblo sin Estado, sometido a la ocupación militar israelí con la ayuda de Estados Unidos, simbolizaba todo el mal que el cristianismo y el judaísmo habían causado a los pueblos islámicos.
Bin Laden creía que, atacando el territorio estadounidense como ningún otro país había hecho a lo largo de la historia, conseguiría el cierre de las bases del Pentágono en los países árabes. Estaba convencido de que los estadounidenses, enfrentados al horror del 11-S, saldrían a la calle, como hicieron al final de la guerra de Vietnam, para exigir a su gobierno la retirada militar de los territorios islámicos. Las dictaduras corruptas y vasallas de Estados Unidos perderían entonces a su principal aliado, y Al Qaeda podría combatirlas desde dentro con plenas garantías de éxito.
El 11 de septiembre del 2001 era un martes. Los niños habían ido al colegio y los padres al trabajo. El sistema funcionaba como siempre, con las puertas abiertas y el optimismo a flor de piel. Wall Street se disponía a vivir otra jornada de intenso mercadeo financiero sin saber que un fanático en Kabul había encontrado la manera de pervertir el sistema de ganancias.
Los comandos suicidas secuestraron cuatro aviones comerciales. Estrellaron dos contra las Torres Gemelas en Nueva York y uno contra el Pentágono, a las afueras de Washington. El cuarto lo más probable es que hubiera hecho blanco en el Capitolio pero se vino abajo en una zona rural de Pensilvania. Aquellas aeronaves transformadas en misiles causaron casi 3.000 muertos.
Bin Laden expuso la profunda soledad del poder estadounidense, su gran vulnerabilidad ante los desafíos más radicales. El presidente George W. Bush, volando en el Air Force One sobre el espacio aéreo continental sin encontrar una forma segura para aterrizar en la base área de Andrews y alcanzar la Casa Blanca, indicaba el gran éxito que había tenido Al Qaeda.
Estados Unidos había sufrido un segundo Pearl Harbor, unos atentados que equivalían a una declaración de guerra.
Durante todo el día, la población estadounidense, sobre todo en Washington y Nueva York, estuvo expuesta a la misma nada que aflige a los desposeídos.
Bin Laden contaba con este fuerte impacto emocional. Pensaba que los estadounidenses se rebelarían contra el gobierno que no había sido capaz de protegerlos. Pensaba que el individualismo, la defensa de la propiedad privada, las mismas fuerzas del capitalismo, forzarían un cambio radical en la política exterior y que Estados Unidos se replegaría sobre sí mismo.
El pueblo estadounidense, sin embargo, cerró filas con su presidente y secundó el llamamiento a las armas. Había sucedido lo mismo después del ataque japonés a la flota del Pacífico en la base hawaiana de Pearl Harbor la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941. Si Estados Unidos entró entonces en la Segunda Guerra Mundial, ahora iba a hacerlo en una “guerra contra el terror”. El contraataque diezmó a Al Qaeda y aplastó al régimen talibán que lo había acogido en Afganistán.
Han pasado veinte años desde el inicio de esta guerra contra la insurgencia yihadista, el último gran error estratégico de Estados Unidos en el siglo XX, aunque formalmente en el XXI, causante de uno de los grandes desequilibrios en la trama que sostiene a las naciones.
Destruir es más fácil que construir. Lo vemos en un partido de fútbol, en un Parlamento y en todo el universo, donde la destrucción es irreversible. A la fuerza que tienen los sistemas para comportarse de la forma más probable los físicos la llaman entropía. Es, además, una fuerza expansiva. Un gas siempre ocupará todo el espacio en un recipiente cerrado y un tren sin frenos en una pendiente siempre irá más deprisa. La entropía no es reversible. El gas no se contraerá sin más y el tren no se detendrá por sí mismo.
Hay una entropía en la historia y, al igual que sucede en la física, marca la dirección y la intensidad del tiempo. Los astrofísicos creen que el universo seguirá expandiéndose hasta que agote la entropía que lo mueve. En ese momento, la parálisis es muy probable que provoque su extinción. No habrá vuelta atrás. No somos Dios. No sabemos darle cuerda al reloj de la existencia.
Cuando un jarrón de cristal cae al suelo y se rompe no puede volver a componerse solo. Aunque metamos los trozos en una bolsa y la agitemos, no lograremos que se recomponga porque eso supondría, de algún modo, volver atrás.
Del mismo modo que no hay retorno, no hay satisfacción plena por las heridas sufridas.
El líder humillado buscará satisfacción en el campo de batalla. Enviará a sus ejércitos a conquistar la tierra que ha de darle la inmortalidad y morirá sin ver el alcance de la destrucción surgida de su error, del tremendo error de creerse que la historia está para ser construida. La historia no se hace, se vive. La historia somos nosotros, los buenos y los malos. No hay hecho histórico que no nazca de la cabeza y el corazón de un hombre. Es nuestra voluntad o la falta de ella la que acciona el movimiento de la historia, la que determina el progreso, la gran ambigüedad que encierra cada paso adelante.
Siglos de zarismo y estalinismo no han llevado a la armada de Vladímir Putin hasta los bosques, las ciudades y los campos de cereales de Ucrania. Ha sido su ambición de querer estar en la historia, para él épica y gloriosa, de una Rusia inventada, soñada, idealizada y, por tanto, irreal, ajena a la verdad.
Putin está en una historia ilusoria, como estuvieron los caudillos megalómanos. Está en ella comiendo tierra, devorando vidas, sin asumir la responsabilidad de sus decisiones porque esto es algo que solo pueden hacer las personas capaces de ser antes de estar, y los autócratas como él no son, solo están, no pisan los campos, sobrevuelan quimeras, se atrincheran en palacios, edificios inexpugnables, castillos kafkianos en los que nunca podremos entrar. Desde allí ordenan, mandan y liquidan, eliminan al adversario, modifican las fronteras, se acomodan en la historia, como si la historia fuera un sofá, un trono, una cama imperial, un mausoleo como el de Lenin en la plaza Roja de Moscú.
Así se fraguan las derrotas de los sátrapas ilusos y el sufrimiento de los súbditos inocentes.
Ucrania no devolverá nada a Rusia. Puede que un día remoto le diera la luz, pero ahora ya no tiene nada más que darle. La historia no es un objeto que pueda cambiar de manos. Nadie puede inventarla ni adueñarse de ella. Putin puede aplastar ciudades y conquistar el territorio, pero la victoria, la victoria que la historia certifica, es otra cosa y está fuera de su alcance.
George W. Bush también pensaba en la eternidad cuando invadió Afganistán a finales del 2001. Buscaba venganza, la venganza del humillado por los yihadistas del 11-S, una humillación muy parecida a la que ha llevado a Putin a la guerra de Ucrania, pero se encontró con la derrota del prepotente, del invasor ilusionado con su mundo y su historia, su tecnología y su moral, convencido, engañado, cegado por una superioridad irreal.
Veinte años de guerra en Afganistán, la más larga a la que se ha enfrentado Estados Unidos, le sirvieron para aniquilar Al Qaeda, pero no para impedir que su lugar lo ocupara el Estado Islámico. Incluso la derrota del califato en Irak y Siria no impidieron que el terrorismo islámico fuera y siga siendo la mayor amenaza a la que se enfrentan muchas sociedades en todo el mundo.
No hay victoria posible para el que no puede conquistar las mentes de sus enemigos. Por eso las guerras territoriales, las que se libran hoy siguiendo el patrón de siempre, solo pueden acabar en derrotas.
Las guerras nos rodean. Incluso las que no lo son y, por no serlo, podemos ganar. Las amenazas a las que nos enfrentamos, por ejemplo, son tan grandes que hablamos de ellas como si fueran guerras. Nuestros líderes aparecen en televisión para decirnos que estamos en guerra contra la crisis climática, contra la pandemia, contra los nacionalpopulismos y las autocracias, cuando en realidad estamos ante amenazas, retos sin duda enormes, generacionales, que exigen una acción global. Pero exceptuando el calentamiento de la Tierra, que no tiene precedentes, el resto son peligros antiguos, que la humanidad ha aprendido a superar.
El hombre sabe convivir con las guerras, los virus y las sequías. Camina y se adapta. Esta es una de sus grandes habilidades, y así ha sido desde que se puso en pie. Pero, al mismo tiempo, este hombre contemporáneo vive subyugado por los popes de la política y la religión, chamanes que agravan las plagas para predicar la resignación. Los oráculos insisten en que debemos resignarnos aunque esto suponga mantener el statu quo que alimenta la injusticia. Aseguran que es por nuestro bien. Hablan de la estabilidad. Intentan convencernos de que es primordial, que los cambios son más efectivos si son graduales y consensuados.
Claro que luego nos meten en la cabeza todo lo contrario. Nos llaman a filas, nos movilizan y sacrifican en el altar de los valores abyectos y las ideas abstractas.
Es entonces cuando el hombre sensato y desesperado pierde la paciencia. Deja de escuchar las historias antiguas y de creer en las mitologías. Reafirma su fe en la ciencia y la tecnología. Comprende que el freno a la evolución siempre lo han puesto el poder, la voluntad política, la codicia del sometimiento. Al comprender, este hombre liberado se hace el sordo, desoye las órdenes y las advertencias de las autoridades, se transforma en un fanático y en un revolucionario de su propia revolución, coloca su vida en el alambre y ahí la deja, a merced de las fuerzas que determinan el destino.
El 17 de diciembre del 2010, a las once y media de la mañana, una hora después de que la policía volviera a confiscarle el carro de verduras con el que se mal ganaba la vida, Mohamed Buazizi se prendió fuego frente al Gobierno Civil de Sidi Buzid, una ciudad pobre e inhóspita de 40.000 habitantes en el centro de Túnez. Había llegado al final. Sin dinero suficiente para sobornar a los agentes, alimentar a su familia y pagar deudas, este hombre de 26 años había perdido la dignidad, su último refugio.
Poco después de su sacrificio, mientras agonizaba en la cama del hospital municipal con quemaduras en un 90% del cuerpo, decenas de personas se concentraron frente a la misma sede oficial, ahora con la verja y las ventanas cerradas, para lanzar las primeras consignas contra la dictadura de Ben Ali. Entre ellos, según se ve en el vídeo que Ali Buazizi, primo de Mohamed, grabó con su móvil, destaca un joven que gritaba: “Alá es el más grande”.
El régimen de Ben Ali, uno de los más firmes aliados de Europa y Estados Unidos, había convertido su presidencia en una cleptocracia y a Túnez en un estado policial. Disponía de 160.000 agentes para una población de diez millones y medio de personas. Decenas de miles de activistas por la democracia y los derechos humanos habían sufrido detenciones arbitrarias, torturas y encarcelamientos prolongados.
Mohamed Buazizi falleció el 4 de enero. Unos días después, en una calle del centro de Túnez, frente a las líneas policiales que disparaban gases lacrimógenos y pelotas de goma, los estudiantes se jugaban la vida. Los francotiradores, apostados en las azoteas, tiraban a matar. Antes de empezar a correr, uno de ellos me dijo exultante que Buazizi lo había liberado. “Me ha liberado –gritó para que pudiera oírle bien–. Ahora sé que no volveré a tener miedo”.
No era esta la intención de Buazizi. Se prendió fuego para liberarse a sí mismo, porque una mujer policía lo había humillado, no porque quisiera hundir una dictadura o llevar a los islamistas al poder, como acabó sucediendo.
Sin embargo, son los seguidores los que transforman a un desgraciado en un líder, los que convierten una protesta local en una revolución internacional.
Unas semanas después de la caída de Ben Ali, el presidente israelí, Shimon Peres, reflexionando sobre el alcance de los levantamientos populares en casi todos los países del Norte de África y Oriente Medio, me dijo en su residencia de Jerusalén que “el gran problema del mundo árabe es la necesidad y el odio. El resto es política. Las revoluciones han aliviado el odio porque han aportado libertad, pero aún no han solucionado el desayuno de nadie”.
Buazizi abrió una página en blanco para los que nunca habían podido hablar, y cinco años después de su muerte, en la avenida principal del centro de Sidi Buzid rebautizada con su nombre, junto a un monumento vandalizado que representa el carro de verduras, los jóvenes lo maldecían con la voz recuperada.
“Si un día no trabajo, no como. La revolución no ha cambiado esto”, reconocía un vendedor de frutas y verduras, tan joven y desesperado como lo estuvo Buazizi. “Maldito Buazizi –decía otro–. Él puede estar en el paraíso, pero yo no tengo trabajo ni vida”.
El primer mártir de las primaveras árabes, el héroe a su pesar, se había convertido en un traidor. Su madre y sus hermanas tuvieron que dejar Sidi Buzid, acosadas por los vecinos y los insultos en las redes sociales, que las acusaban de haberse salvado a expensas de todos los demás. Es verdad que pocos días antes de huir a Arabia Saudí, Ben Ali las indemnizó, y Canadá acabó acogiéndolas, pero también es cierto, como me explicó su primo Alí en la casa familiar, que “el martirio de Mohamed unió a los árabes”.
Durante unos meses, los jóvenes tunecinos y con ellos los de gran parte del mundo árabe, unieron sus miedos, se reconocieron en sus frustraciones y arriesgaron sus vidas para vencer a la tiranía. Lo consiguieron sin ayuda de nadie. Ningún país occidental les tendió la mano, no tenían líderes ni más capacidad organizativa que las redes sociales.
La espontaneidad de la protesta fue su gran ventaja táctica y, aunque cantaron victoria, su lema, la consigna de tantos alzamientos populares en países a priori muy dispares, sigue siendo hoy una aspiración: “Libertad, trabajo y justicia social”.
Los alzamientos populares del 2011 fracasaron. Ninguno con más desgracia que el de Siria. Medio millón de muertos y diez años de guerra no han bastado para derrocar a Bashar el Asad, uno de los dirigentes más sanguinarios del mundo.
La violencia y el radicalismo del islamismo político convencieron a muchos árabes de que la democracia no es para ellos, y volvieron a besar los pies del general, del monarca, del sumo sacerdote que les niega el cielo pero no el pan.
Otros muchos, sin embargo, no se han dejado engañar por los milagros y los misterios. Han protestado en Argelia contra la gerontocracia militar y han depuesto a un dictador en Sudán, mientras que en Irak y Líbano se han levantado contra la violencia y el sectarismo religioso, contra el mal gobierno y la corrupción.
Han tenido suerte porque los autócratas y los monarcas absolutistas en Turquía, Egipto y Arabia Saudí encarcelan y asesinan a la disidencia política, algo que no haría un régimen seguro de sí mismo. Reprimen, en gran medida, porque sus economías son hoy mucho más débiles que hace diez años. Les cuesta más repartir el sustento y gestionar la ambición de una juventud que sigue aspirando a la dignidad. También son más vulnerables porque han eliminado la sociedad civil y las instituciones públicas que ventilaban las frustraciones.
Los pueblos de Oriente Medio y el Norte de África siguen lejos de la libertad. Nadie sabe si algún día volverán a tocarla ni cómo será ella cuando lo hagan antes del último muerto, pero parece claro que no van a dejar de buscarla.
Si en el invierno del 2011, Túnez me enseñó los límites de la revolución, Berlín me había demostrado todo lo contrario en el otoño de 1989.
Pocas semanas después de la caída del muro de Berlín, es decir, del colapso del comunismo en Europa Central y Oriental, vi a un hombre llorar frente al altar de Pérgamo. Sus manos acariciaban el mármol del friso, las figuras de los dioses y los titanes. Estaba absorto en la violencia de su lucha, en la belleza helenística y barroca de los cuerpos desnudos. La iluminación no era buena y las sombras añadían dramatismo al combate de los Hércules.
El hombre lloraba tranquilo, con el sombrero y el abrigo puestos. Era una tarde de principios de diciembre, hacía frío y no había nadie más en la gran sala del museo. El hombre me pidió disculpas. “No se asuste, no pasa nada –me dijo–. Soy un profesor de griego en Berlín Occidental y no pensaba que después de tantos años iba a emocionarme así”.
Había cogido el metro hasta la estación de la calle Friedrich para ver esta gran obra del arte heleno. Allí había pasado el control de pasaportes, entrado en Berlín Oriental y caminado hasta el Museo de Pérgamo, a orillas del Spree. Al salir de la estación le había sorprendido la tienda moderna de Cuba Tabaco y luego las paredes grises de todos los edificios, sin apenas comercios ni letreros. Era la primera vez que se alejaba tanto del Muro.
El museo, sin apenas visitantes, con las obras sucias de polvo, mal iluminadas con fluorescentes que tanto servían para una escuela como un hospital, atesoraba lo que pocos podían apreciar.
Recorrimos varias salas, y al salir ya había anochecido. El profesor me preguntó si podía acompañarme hasta la estación. Llovía un poco. Caminamos por el centro de una calle desierta. Los adoquines mojados por la lluvia brillaban bajo la escasa de luz de las farolas. Estábamos metidos de lleno en la estética de la guerra fría, inmersos en las ruinas del Berlín comunista, con la derrota de la ciudad manifestándose a flor de piel, en cada centímetro de lo que veíamos y pisábamos, cargando sobre nuestras espaldas el peso enorme de aquella república agonizante.
“Ahora somos un pueblo, una familia”, me dijo antes de entregar su pasaporte al guardia germanooriental que iba a permitirle ganar el lado occidental de la ciudad y volver a su casa, a su vida y a la vida.
“Un pueblo, una familia, una patria” era un canto habitual en aquellas semanas posteriores a la caída del Muro. Había más gente como el profesor, personas que tenían miedo y estaban desorientadas. Creían que la revolución tranquila tenía trampa. No se fiaban de las masas. Decían que eran imprevisibles y que todo podía pasar. No habían perdido la memoria de los cristales rotos.
La Unión Soviética mantenía a 360.000 soldados en la RDA, la República Democrática Alemana, y aunque el líder ruso Mijaíl Gorbachov había prometido que no obstaculizaría las reformas que habían iniciado los países hasta entonces vasallos de Moscú, ¿quién podía garantizar que algún general soviético no fuera a borrarlas de un plumazo?
Los intelectuales de izquierda también andaban perdidos. No se encontraban a sí mismos cuando un día de marzo de 1990 me topé con ellos en una sala de la Universidad Humboldt, otro edificio inmenso y decrépito del Berlín Oriental. Se acercaban las primeras elecciones multipartidistas de la RDA, y aquellos profesores de la primera institución académica del país no sabían a quién votar. La caída del Muro los había descolocado. Se sentían pequeños en aquella sala de paredes que parecían acantilados. Formaban parte de la inteligencia disidente pero también eran comunistas. Como Gorbachov, también ellos creían que aún era posible la reforma del sistema. No querían ceder ante el capitalismo ni perder su república en una reunificación precipitada. Querían lo nuevo sin perder lo viejo, querían ser libres con las ideas de ayer.
Once años después me encontré con otro grupo de hombres enfrentados a un dilema similar. Fue en Túnez, justo después de la caída de Ben Ali. Eran periodistas. Se habían citado en la sede de la Asociación de Periodistas, un edificio pequeño, blanco, colonial, rodeado de un pequeño jardín.
Era un día radiante, y recuerdo a un veterano del oficio poniéndose de pie y levantando la voz. Llevaba un cigarrillo en la mano. Dio una larga calada mientras se hacía el silencio y dijo que “ahora solo nos queda ser libres. Si ahora no lo hacemos, si ahora no vencemos el miedo y asumimos la responsabilidad de informar, la revolución morirá”.
Mencionó a Fahem Boukadous, y el silencio a su alrededor aun fue más profundo. “Nuestro colega lleva dos años en prisión por defender lo que la mayoría de nosotros no hemos tenido los cojones de defender, yo el primero, pero ahora digo basta. No más autocensura, no más vivir cómodamente a expensas del sistema”.
“Ahora nos toca a nosotros –le secundó un periodista más joven–. Debemos acabar esta revolución. El pueblo nos ha dado una responsabilidad histórica y debemos proporcionarle la información que necesita. Nadie debe volver a decirnos sobre qué escribir”.
Junto a los aplausos, también rumor de protestas y algo de alboroto. Varios colegas estaban molestos con tanta autocrítica. Habían escrito y publicado a las órdenes de un régimen que podía haber cometido algún exceso, pero que también había defendido el progreso social de las mujeres y mantenido a raya a los islamistas. Además, era aliado de los europeos. Sostenían, asimismo, que el periodismo siempre sería un instrumento político del poder. Veían la información como una correa de transmisión del Estado. Apelaban, por último, a la responsabilidad del gremio para no publicar “informaciones desestabilizadoras”.
Aquella reunión en Túnez acabó mal. A gritos, sin opción de consensuar un comunicado.
El encuentro de los académicos de la Universidad Humboldt también acabó igual de mal, pero sin gritos ni necesidad de consensuar ninguna nota.
Los jóvenes germanoorientales defendían la unificación rápida de Alemania, abrazaban el capitalismo, el consumo y las libertades asociadas a un estilo de vida que creían insuperable. La mayoría más veterana, sin embargo, aspiraba a una unificación lenta que, en todo caso, respetara el sistema comunista.
Deng Xiaoping había demostrado en China que era posible adaptar la estructura política del estado comunista a la economía capitalista. “Un país, dos sistemas”, decían los reformistas chinos, y aquellos intelectuales alemanes, nostálgicos de lo que estaban a punto de perder, creían que era la mejor salida.
“Si no lo conseguimos, creo que me iré”, me dijo un profesor de antropología social. Había cumplido 60 años y creía que era demasiado tarde para cambiar de principios. “Me gustaría trabajar en una universidad que pagara mejor y en un país que no tuviera miedo al marxismo. ¿Cree usted que Francia sería un buen lugar?”.
El presidente francés, François Mitterrand, había dado la razón a los germanoorientales que temían la avalancha occidental. Temía la reunificación de Alemania tanto como ellos y había puesto unos cuantos millones de dólares encima de la mesa para financiar las reformas que necesitaba la RDA. “Mitterrand es nuestro aliado –decían los veteranos de Humboldt–, y Gorbachov no permitirá que la República Federal nos engulla”.
Sin embargo, se equivocaron. De tanto mirar al pasado para anticipar el futuro se habían olvidado de mirar a su alrededor.
Estados Unidos presionó a Francia y a Gran Bretaña para que no pusieran palos en las ruedas de la reunificación. Gorbachov, concentrado en salvar a la URSS, dio por perdidos a los antiguos satélites del Pacto de Varsovia. La Alemania comunista no tuvo ninguna posibilidad.
El comunismo, además, había dejado de ser relevante. Los jóvenes encaramados al Muro, frente a la puerta de Brandemburgo, ya no le prestaban atención. Sin ningún esfuerzo se habían desprendido de la ideología marxista. Habían visto el otro lado, la oferta comercial de la avenida Kurfürstendamm, sus escaparates rebosantes de atajos a la felicidad.
Europa, para ellos, era mucho más que una idea. Era una aspiración y un destino, el reverso de la utopía marxista-leninista. Años después y de un modo muy similar, también se convirtió en la aspiración de los jóvenes árabes, igual que hoy sigue siéndolo de millones de asiáticos y africanos.
Una tarde me uní a un grupo de jóvenes de Berlín Oriental, veinteañeros como yo, que habían estado bebiendo cervezas junto al Muro, cerca del Checkpoint Charlie. Habían reunido unos cuantos marcos occidentales, los suficientes para comprar un equipo de alta fidelidad, un Sony con doble platina, radio y tocadiscos. Los soldados norteamericanos que vigilaban el paso fronterizo no pusieron ningún problema. Fuimos a una tienda cerca de la avenida Ku’damm.
Un par de horas después volvíamos a estar de vuelta en Berlín Oriental, en los bajos de una casa muy cerca de la Sinagoga Nueva de la calle Oranienburger, un gran edificio de estilo morisco del que solo quedaba la fachada. Allí conectamos el equipo, pusimos Desintegration, el álbum de The Cure que había salido unos meses antes, y abrimos unas botellas más. La música nos acercó al fin del mundo. Era trascendental, a ratos épica y a ratos catastrófica, incluso depresiva. Suerte que también había algún tema, como Lovesong y Pictures of you, más accesibles, optimistas y liberadores.
De alguna manera, The Cure encajaba bien con la decadencia del Berlín Oriental y la atmósfera que respiraban aquellos jóvenes que sabían de dónde venían pero que aún no podían saber a dónde iban.
Aquel invierno de 1989 y 1990 lo pasé entre Barcelona y Berlín. Cogía un avión a Frankfurt y allí el puente aéreo de Pan Am hasta el aeropuerto de Tempelhof. Me acercaba al Muro, intentaba arrancar algún trozo con grafiti y comía los bocadillos de carne asada con mostaza y pepinillos que se vendían en puestos callejeros. Aquellos carritos fueron de los primeros negocios privados del Berlín poscomunista.
También frecuentaba una cantina de Kreuzberg donde los inmigrantes turcos explicaban historias de un capitalismo que les explotaba, pero que les permitía ganar lo suficiente para comer salchichas y beber cervezas antes de volver a explotarlos.
Un día conocí a una peluquera en un mitin de Willy Brandt en Rostock y pocos días después fuimos juntos a un pequeño cabaret cerca del mercado de Hackescher. Actuaban unas amigas suyas, que habían dejado Rostock, el principal puerto de la RDA, para probar fortuna en “la grande y libre” Berlín.
Tenían fe en sus cuerpos y estaban cansadas de cortar el pelo a mujeres sin nada que contar. La nueva Alemania era una aventura para las antiguas obreras del comunismo. Ni por un momento dudaron en apoyar a los democristianos que les prometieron la unidad perfecta: Estado de bienestar y libertad en una patria recuperada. Hasta iban a cambiarles sus marcos orientales por los del Bundesbank, gracias a una decisión política, sin ninguna coherencia financiera, pero todo el sentido histórico: una misma moneda para un país reunificado. Se frotaban las manos. Eran ricas. Imitaban a Lili Marlene con sentido del humor, sin dolor y sin nostalgia.
No es lo habitual, pero hay alzamientos populares que acaban bien, como el de Corea del Sur en junio de 1987, cuando el coraje de los estudiantes derribó a la dictadura, y también como el de Berlín en 1989.
La paz, en todo caso, es muy esquiva. No he sido testigo de ninguna que responda al significado pleno de la palabra paz. Es más, no creo que sea adecuado hablar de paz en ninguna circunstancia.
Toda la claridad que ilumina la violencia se vuelve oscuridad cuando aparece la paz. No debería ser así, la violencia es negra y la paz es blanca, barbarie frente a sabiduría, pero en la práctica, la violencia es muy translúcida y la paz muy opaca. Quien ha visto la muerte no se equivoca. Sabe lo que tiene delante. Quien solo ha visto la vida, sin embargo, está en la duda. No sabe a ciencia cierta si esa vida es guerra o es paz.