Esta es la historia del resto de víctimas de la ocupación alemana en Francia. La historia de mi madre, de la separación de su familia, de su huida, y de la tortura que la persiguió para siempre. Estas son las memorias de mi madre, tal y como ella me las contó. He tratado de contar su historia con tanta precisión como ella solía relatarla, sumándole las partes de sus propios diarios de anécdotas, con las historias que tanto aportaron y animaron la mi vida, y evitando que mis propias interpretaciones de los hechos se interpongan o los exageren. Esta no es una novela de suspense pero, desde luego, para aquellos que vivieron los hechos que voy a contar, el suspense siempre estuvo presente y, desde luego, yo también sentí una gran incertidumbre mientras los escuchaba o los leía. Para que nadie se avergüence al leer estas palabras, en momentos puntuales utilizaré pseudónimos y me centraré sobre todo en mantener la esencia verídica de la historia. Mi madre era francesa, por eso a lo largo del texto es posible que aparezcan palabras o expresiones en francés. He añadido su traducción para cuando sea necesario. También vivió y estudió en Italia antes de mudarse a Israel y, más tarde, a los Estados Unidos. De nuevo, aparecerán palabras o expresiones en esos idiomas, así que las he traducido lo mejor que he podido.
Más o menos, esa era toda nuestra educación religiosa. Maman y Memé nos enseñaban según las habían criado a ellas, pero mi padre prefería que aprendiéramos de una forma más tolerante. Él no creía que fuese necesario vivir siguiendo todas las tradiciones. A día de hoy, se le consideraría un judío reformista por pensar así y por cuestionar e interpretar las Escrituras con tanta ahínco. Vamos, que en lo que respecta a su fe judía, mi padre era menos ortodoxo que mi madre o mi abuela y, en vez de dejar que nos enseñasen religión de una manera tan cerrada, decidió que no se nos inculcaría ninguna religión. Esta decisión acarreó graves consecuencias imprevistas que, en un futuro no muy lejano, sacudieron nuestra familia trágicamente. Bueno a ver, que me estoy precipitando.
Había tan pocos judíos en Valence antes de la Segunda Guerra Mundial, que ni siquiera teníamos un templo o una sinagoga en toda la ciudad. Sin embargo, hubo un año en que mis padres decidieron celebrar misas en casa durante los Santos Días Supremos. Se necesita un quórum de al menos diez varones judíos para poder celebrar la misa, y ese era aproximadamente el número total de hombres judíos que había en Valence y que pudieron invitar. Mis padres movieron todos los muebles del comedor y cubrieron el armario con una sábana blanca. Consiguieron traer una Torá de los templos de Lyon y la colocaron en un arca improvisada. Las mujeres se sentaban en otras habitaciones y miraban a través de la puerta mientras los hombres rezaban en el ‘santuario’. Recuerdo vagamente una disputa que tuvo lugar durante esos Santos Días cuando uno de los hombres que se sentaba en el santuario cruzó sus piernas poniendo un pie por encima de la rodilla contraria. Se formó un gran revuelo entre el resto de hombres, que empezaron a reprocharle que aquella acción era una gran falta de respeto en un lugar ‘sagrado’. Menciono esta anécdota para mostrar cuán sagrado era el judaísmo para mi familia, a pesar de que mi padre hubiese decidido no inculcarnos ningún tipo de educación religiosa.