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El mundo era todo colores y olores de otoño.

El pleno otoño llegó así, de repente, y era tan denso el dulce aroma del maíz que no había forma de disiparlo. El amarillo, que todo lo cubría, se condensaba sobre los aleros de las casas, las briznas de hierba y el cabello de los labriegos en forma de gotas a punto de precipitarse, irradiando centelleos de ágata e iluminando la aldea entera.

Iluminando la sierra.

Y el mundo.

La cosecha había sido copiosa. El año comenzó con una sequía moderada a la que siguieron fuertes inundaciones, pero cuando llegó el momento de la polinización en los cultivos de maíz, llovió e hizo sol en su justa medida. De resultas, pese a que en llanuras y valles la recolecta se vio reducida a la mitad, en los altos de la sierra se logró una abundancia inusitada. Las mazorcas, abultadas como pantorrillas, hicieron que se encorvaran los tallos, vencidos por el peso. Algunas plantas llegaron incluso a quebrarse para seguir creciendo a ras de suelo. La aldea Youjia, más conocida como «la aldea de los cuatro imbéciles You», descansaba sobre un puñado de pendientes. No es preciso abundar en el panorama de la exuberante cosecha, que algunos comenzaron a segar ya entre el Rocío Blanco1 y el Equinoccio de Otoño.

El terreno de You Sipo, cuarta esposa de la familia You, se encontraba en la cresta de la sierra, sobre la cima más retirada. Cuando un año antes se repartieron las parcelas, los aldeanos no quisieron aquel terreno porque estaba demasiado apartado. Intervino el alcalde: «You Sipo, tus imbéciles comen lo suyo. Labra tú ese campo y siembra tantos mu2 como quieras». Así, You Sipo agarró a su tercera hija y al cuarto idiota, y sembró aquel terreno. Sembró la cima entera, unos ocho o diez mu tal vez, sin imaginar que la producción sería tan abundante como los mares y las montañas.

Después de tres días recolectando y transportando maíz junto a sus hijos, You Sipo apenas había cubierto una tercera parte del sembrado. Se sentía exhausta ante aquella abundancia convertida en molestia. El maizal interminable estaba tan atestado de tallos verdes y hojas secas que quien se adentraba en él creía sumergirse en un mar. You Sipo cargaba con un cesto repleto de maíz en dirección a la linde de la parcela cuando la alcanzó por la espalda el grito lívido de su tercera hija: «¡Madre!... ¡Madre!... Vigila al cuarto idiota. Me está persiguiendo para tocarme las tetas. ¡Me las ha pellizcado y me ha hecho daño!». Las mazorcas amontonadas junto a la parcela formaban ya un montículo. El cielo estaba alto; las nubes, diáfanas y distantes. Bajo los rayos del sol, sobre la cresta del monte, flotaba el polvo que los filamentos cárdenos del maíz soltaban al quebrarse. You Sipo se volvió hacia los gritos y vio, en efecto, cómo el cuarto de sus hijos perseguía a la tercera y le abría la blusa. Los pechos turgentes de la joven saltaban jubilosos, blancos y relucientes, como cabezas de conejos a punto de escapar de un brinco. You Sipo miró atónita a la tercera hija mientras su hermano le agarraba los pechos. En su cara no se veían pudor ni disgusto. Más bien al contrario, su rostro lucía rubicundo, igual que en las ilustraciones de Año Nuevo. Absorto detrás de su hermana, el cuarto idiota soltaba risotadas —ja, ja, ja—, mientras dejaba escapar un reguero de saliva y dos lágrimas de terror al ver a la madre. You Sipo quería saber cómo habían llegado a esa situación, y pensó en preguntar para aclarar las cosas, pero en vista del retardo de ambos hijos, no sabía por dónde empezar. Dubitativa, se giró y vio al marido, You Shitou, al borde de la parcela. Este se lo explicó todo. Le contó que el cuarto hijo había empezado desabrochándole la blusa a su hermana. «Lo he visto perfectamente desde aquí», añadió. You Sipo apartó la mirada y se dirigió al cuarto idiota: «Hijo, ven aquí. Tu madre te quiere decir algo». El niño se acercó vacilante. Entonces, You Sipo elevó la mano en el aire y la dejó caer, cruzándole la cara de un bofetón.

El cuarto idiota rompió a llorar agarrándose la mejilla —buaaa, buaaa—, mientras You Sipo le gritaba: «¡¿Pero es que no ves que es tu hermana?!», tras lo cual el chaval corrió a esconderse en lo más hondo del maizal, como un perro apaleado que busca refugio en la maleza, y allí se acuclilló y continuó llorando con la mirada vuelta al cielo, inundando el campo entero con su estúpido llanto.

You Sipo se dispuso a retomar la tarea, convencida de que el asunto estaba zanjado y la tormenta había amainado. Volcó en el suelo las mazorcas del cesto y le dijo al marido: «Tú, a lo tuyo. Trabajo de sol a sol. En adelante no hace falta que aparezcas cada dos por tres». Dicho esto, se giró y se encontró con que la tercera hija seguía plantada en el sitio, contemplándola fijamente con cara apenada, como una hambrienta suplicando alimento.

—Ya he abofeteado a tu hermano, ¿qué más quieres que haga?

—Madre, quiero un marido. Yo también quiero que me abracen por la noche, como a mis dos hermanas mayores.

You Sipo se quedó de piedra.

Y de piedra se quedó también su marido. De pie junto al montón de mazorcas, ella observó a la hija retrasada: le sacaba una cabeza de alto y un hombro de ancho, y tenía los pechos abultados como montañas. De pronto, le asombró pensar que la joven tuviera ya veintiocho años. Con esa edad, You Sipo era madre de cuatro hijos. Fue precisamente a los veintiocho, cuando el más pequeño apenas tenía año y medio, que el marido renunció a la vida y se le fue.

Aquel día llevaron al crío en brazos hasta el centro de salud de la ciudad y allí el médico extinguió la última llama de esperanza de los You.

A los diecisiete, ingresó en la familia You canturreando óperas. Con dieciocho, empezó a traer hijos al mundo, a una media de una niña cada año y medio. Cuando dio a luz a la primera, disfrutó de los cuidados del marido mientras guardaba cantarina el mes de posparto,3 metida en la cama. Sin embargo, para su sorpresa, las tres primeras hijas nacieron con falta. Con medio año tenían la mirada perdida y el blanco de los ojos les resaltaba más que el iris y la pupila. A los tres o cuatro años comenzaban a decir «mamá». Con cinco o seis seguían cogiendo del suelo heces de cerdos y caballos, y pasados los diez todavía se meaban en los pantalones y mojaban la cama. Después de dar a luz a tres niñas retrasadas, le daba pánico volver a concebir un hijo con su marido. Hasta dejó de cantar óperas. Pero pasados algunos años, se le antojó un niño varón y desafió a la suerte. Marido y mujer se pusieron a ello hasta acabar agotados y, al fin, tuvieron un hijo. Al medio año, el bebé comenzó a balbucear y, con ocho o nueve meses, a corretear de acá para allá. Creyeron haber alumbrado al fin un vástago inteligente y, a veces, le hacían aprenderse unos cuantos versos de alguna ópera. Sin embargo, de forma inesperada, el niño se vio aquejado de altas fiebres al año y medio de edad. Al principio creyeron que se trataba de una enfermedad corriente, pero cuando sus padres lo examinaron detenidamente una mañana, tras una noche febril, lo encontraron con la boca torcida y los ojos vueltos. Perdió el habla, se volvió incapaz de sostener el cuenco de la comida y ya no supo hacer nada, salvo sonreír como un idiota —ja, ja, jaaa— y mirar al vacío atontado —eh, eh, eeeh—.

Los vecinos de la aldea se quedaron atónitos ante aquel cambio. En cuanto a You Sipo y su marido You Shitou, la conmoción les cubrió el rostro, el cuerpo, la casa y el patio con un manto lívido y lóbrego.

«Id a la ciudad cuanto antes para que lo vean en el centro de salud», les recomendaron los aldeanos.

Y así hicieron.

—¿Cuántos hermanos tiene? —preguntó el médico.

—Con sus hermanas son cuatro.

—¿Están bien las hermanas?

—Bueno, lo que es de la cabeza… no están bien del todo.

El médico se sobresaltó ligeramente. Observó a You Sipo durante largo rato.

—¿Hay algún antecedente de esta enfermedad en su familia?

—Ninguno —replicó ella—, mis padres eran personas normales.

—¿Y sus abuelos?

—También normales.

—¿Bisabuelos?

—No llegué a conocerlos. Mi padre contaba que mi bisabuelo vivió hasta los ochenta y dos años, y que aun entonces seguía bailando las danzas del león y del dragón. Mi bisabuela se sabía de memoria largos pasajes de óperas con setenta y nueve años.

El médico no hizo más preguntas a You Sipo.

—¿Y usted? —preguntó, dirigiendo la mirada a You Shitou.

Este guardó un silencio sepulcral. Su mujer le dio un codazo:

—Te están preguntando.

El marido contestó entre dientes:

—Mi padre era epiléptico. Cuando yo tenía tres años, se fue un día a arar a lo alto del monte. Allí le dio un ataque y se murió. Se cayó por un precipicio agarrado del arado.

You Sipo endureció la mirada. El médico dejó escapar un largo suspiro.

—Vuelvan a casa —dijo tranquilo—. Esta enfermedad no la cura ni el mismísimo Hua Tuo.4 Es común que se salte una generación, de modo que, si tienen cuatro hijos, los cuatro serán retrasados. Si tienen ocho, lo serán los ocho. Lo mismo si tienen cien. Vuelvan y piensen en la mejor manera de atender a sus hijos mientras vivan.

No había más que decir. Salieron de la consulta.

Con el cuarto hijo a hombros, You Shitou siguió a su mujer de regreso a la aldea Youjia, en el corazón de la sierra de Balou. Nada más salir de la ciudad intercambiaron unas pocas frases hueras. Al rato, cuando el sol emprendía su marcha hacia el oeste y sus rayos ardían con más fuerza, dejaron de hablarse. Se sentían cansados, y hasta el niño se había quedado dormido, babeando a hombros del padre. Al llegar al río de los Trece Li, al pie del monte de la aldea, You Shitou se detuvo a contemplar el agua y, allí, volvió la cabeza y miró al hijo. El niño hacía muecas con la boca, dejando entrever ora una sonrisa, ora un puchero, hasta que tembló de pronto y puso los ojos en blanco. El padre se sorprendió al verlo. La anormalidad pareció disiparse de pronto, como una racha de viento o de nubes, y el niño se quedó dormido, mitad lloroso, mitad sonriente.

Junto a la orilla del río, el padre observó largamente a su hijo.

A lo lejos, su mujer se giró:

—Venga, date prisa. El calor es insoportable.

—Toma al niño en brazos y descansa un momento junto a aquel árbol. Voy a beber agua y ahora os alcanzo.

Ella tomó al hijo en sus brazos y fue a esperar a la sombra de un agriaz. Aguardó largo y tendido, hasta que el ocaso se le echó encima sin que apareciera el marido. Entonces, recorrió el margen del río gritando:

—¡Marido!… ¡Marido!… ¿Dónde te has metido?… ¿Acaso te has muerto, marido?

Al cabo de varios centenares de pasos, avistó a You Shitou, el mismo que le había dado cuatro hijos tontos, flotando como un tronco podrido en una poza. You Sipo corrió hacia él y arrastró el cuerpo hasta la orilla, le acercó una mano a la nariz para comprobar si respiraba y se espantó un instante. Acto seguido, trotó cual caballo de vuelta a la aldea para anunciar la muerte.

Su marido había muerto. Murió aterrado, pensando en la vida que le esperaba. Y muerto él, la luz de los días se extinguió de pronto. En época de labranza no hubo ya quien echara mano de la pala y la hoz. En tiempos de descanso, no quedó con quien charlar y desahogarse. Si la tinaja del agua se quebraba por culpa del frío en mitad del invierno, o si había que reforzarla con alambre, You Sipo estaba sola con sus dos manos.

Ese mismo año, cuando maduró el trigo, You Sipo ató a los cuatro hijos a un árbol junto al trigal, como si de perros se tratara, y les colocó delante saltamontes, gorriones, piedrecitas y tejas, para que se entretuvieran mientras ella segaba. Estuvo trabajando desde que amaneció hasta que, con el sol en lo más alto, regresó a descansar al árbol. Allí se encontró con que los niños habían aplastado los saltamontes y los gorriones con las piedras y las tejas —chas, chas, chas—, rociadas ahora de sesos de pájaro, salpicaduras de sangre y puré de cabeza de saltamontes como ajo machacado. Entretanto, los cuatro niños mordisqueaban las patas, las alas, las tripas y las cabezas de los gorriones, con la boca y la cara teñidas de rojo, inundando el aire de un olor a sangre cárdena.

Al principio, You Sipo se quedó helada, clavada en el sitio. A continuación, rompió a llorar de pronto. Se deshizo en llanto con la mirada fija en la cima en la que estaba enterrado el marido y, entre lágrimas, lo maldijo:

—¡You Shitou, mereces que te corten en pedazos por haberte ido en busca de la felicidad mientras nos dejabas a tus hijos y a mí aquí penando!

Lo insultó:

—¡¿Acaso se puede considerar hombre a un perro?! Me has arruinado la vida y se la has arruinado también a tus cuatro hijos.

Y aún:

—Creíste que estarías mejor muerto, que te quedarías tranquilo, pero escucha bien lo que te digo: no dejaré que descanses en paz hasta el día en que todos tus hijos tengan casa y sustento.

Añadió:

—You, condenado, ¡ven aquí ahora mismo! ¿Dónde te has metido después de largarte de este mundo?

Y prosiguió:

—¡Ven aquí y arrodíllate ante mí, maldito You! ¡Arrodíllate y mira a tus cuatro hijos! ¡Mírame a mí, segando sola toda la mañana este enorme trigal!

A medida que soltaba quejas e improperios, la voz de You Sipo se fue apagando hasta volverse ronca. Del mismo modo, el enrojecimiento iracundo de su rostro fue dando paso a un tono cetrino. Poco a poco enmudeció, con la mirada puesta en un claro de tierra que tenía delante. Situado entre el trigal y el camino de la cresta del monte, el claro tenía el tamaño de una esterilla de palma y estaba plagado de pedruscos y matas de carrizo que tapaban las rocas entre las que habían crecido. En el centro, aplastando el carrizo, estaba You Shitou arrodillado. El sol atravesaba su sombra, cenicienta y delgada como alas de langosta, ondeando entre el carrizo y las rocas. En lontananza, los labriegos de la aldea, que habían regresado a comer a sus casas, salían de nuevo de la aldea con las hoces afiladas, de camino cada cual a su parcela. Algunos de ellos esparcían ya el trigo recolectado para que se secara al sol. El marido arrodillado levantó primero la cabeza para mirarla, y la agachó a continuación, hundiéndola en el pecho.

—Si en mi vida he estado en deuda con alguien, ha sido contigo —le dijo.

»Te he abandonado en este mundo, sola entre un sinfín de penurias y fatigas.

»Por más cansada que te sientas, debes criar a los niños hasta que sean adultos, formen una familia y tengan un sustento. Entonces podrás vivir tranquila.

Al oírlo mencionar a los niños, You Sipo se giró y observó a los cuatro idiotas, todavía devorando saltamontes y pajarillos crudos. Poco a poco, la palidez descamada de su rostro se desvaneció y fue sustituida por el tono cetrino de hacía un momento. Acto seguido, agarró la hoz del suelo y se abalanzó emprendiéndola a golpes contra el marido. La hoja metálica le aterrizó a discreción en la cabeza, la cara y los brazos, mientras el sonido claro de cada embestida inundaba la ladera y, de esta, saltaba a la siguiente. Los rayos del sol se hicieron añicos bajo las sacudidas de la cuchilla y la fresca brisa que soplaba, fina y alargada, acabó truncada en secciones y abrasada.

Al año siguiente, logró terminar de cosechar el trigo, pero no llegó a tiempo a sembrar para el otoño. Sobre las parcelas de algunos vecinos asomaban ya los brotes de los sembrados, pero el terreno de You Sipo seguía pelado. Los bueyes de tiro de cada casa trabajaban sin descanso de sol a sol, y a You Sipo no le quedó más remedio que afanarse a la luz de la luna para arar los rastrojos de trigo ayudándose de una pala. Colocó una esterilla a un lado del terreno y allí dejó a los niños durmiendo, mientras ella removía la tierra con el pecho descubierto, primero de esta punta a aquella, y a continuación de vuelta en sentido contrario. La tierra recién labrada exhalaba un olor fresco y húmedo, color bermejo. Los frondosos rastrojos del trigo relucían blanquecinos bajo el resplandor lunar, despidiendo aromas claros, cálidos y untuosos. Ambas fragancias, una rojiza y la otra blanca, se propagaban lentamente, como humo o bruma en la noche, acompañadas del tris tras del suelo revuelto y la respiración de los niños dormidos al claro de luna. Cuando la venció el cansancio, You Sipo se sentó a descansar en la tierra fresca, recién arada. En ese instante vio que alguien bajaba por la cresta del monte, un hombre de mediana edad, natural de la aldea vecina. El hombre clavó la pala en la parcela y, contemplando el busto desnudo de ella, dijo:

—¿Todavía no has terminado?

You Sipo se echó a un lado para cubrirse con la blusa.

El hombre sonrió.

—No hace falta que te cubras. ¿Crees que son los primeros que veo?

You Sipo se sentó de nuevo, con la cara y los senos apuntando a aquel hombre.

—¿Quieres que te labre yo la tierra? —se ofreció.

—De acuerdo.

—¿Qué me das a cambio?

—¿Qué quieres?

—Te puedo arar la parcela mejor que un buey y romper los terrones hasta que parezcan harina refinada. A cambio, deberás permanecer sentada a un lado así como estás, desnuda, para que pueda verte cada vez que me gire o levante la vista.

—De acuerdo —replicó You Sipo.

—Cuando termine de arar, te sembraré para el otoño. Lo único que te pido es que nos acostemos esta noche, aquí en el monte.

—Deja de hablar y ponte a arar —respondió ella.

El hombre comenzó a remover la tierra con la espalda encorvada. Era cierto que un hombre araba mejor y más rápido que una mujer. Introducía con fuerza la pala de hierro en el suelo, la hundía meneándola adelante y atrás, se inclinaba, la levantaba con brío, y el olor de la tierra sacudida se arremolinaba quedamente sobre el campo. Luego, el hombre levantaba la mirada y contemplaba los pechos al aire de You Sipo.

—Sabes, aunque no lo creas, tienes unos pechos bonitos. —Volvía a arar, a levantar la cabeza, y comentaba—: Me he fijado bien. Tienes los mejores pechos de la zona, firmes y tiesos, aun después de haber amamantado a cuatro hijos. —Removía la tierra, alzaba la vista y añadía—: Si tienes frío puedes echarte la blusa sobre los hombros, siempre y cuando no la abroches.

You Sipo se puso la blusa por encima, tapó a los niños con una sábana y se sentó de nuevo en el borde de la esterilla sacando pecho, erguida frente al hombre, que se alejaba arando de espaldas y, de tanto en tanto, la miraba. Deshacía el camino andando hacia atrás cuando llegaba a la linde, en lugar de dar media vuelta y seguir de frente, para verla mejor. Y, cada vez que la miraba, le soltaba de paso algún cumplido. Ella, sin embargo, se abstuvo de darle conversación y se limitó a permanecer con los senos al aire y los brazos cruzados en el regazo o relajados sobre los costados, para que el otro la mirara, más o menos cerca, con más o menos atención. La sierra, sumida en el silencio, parecía un buey que durmiera tendido. En ese momento, You Shitou, el marido de You Sipo, se sentó a su lado.

—¿Acaso no sabes quién es ese? Es un burro de la aldea de enfrente.

You Sipo hizo caso omiso de las palabras de You Shitou.

—Mujer, jamás habría imaginado que fueras de esas ni que te comportarías como una perdida, descarada y sinvergüenza. Si tus hijos se despertaran y te vieran de esta guisa, se te echarían encima como locos o no serían mis hijos.

Al fin, You Sipo se giró, lanzó una mirada al marido bajo el resplandor de la noche y, ¡puaj!, le escupió a los pies:

—Si tienes vergüenza, ponte a labrar la tierra igual que el burro.

You Shitou no dijo nada más. Balbució un par de frases y se encogió detrás de su mujer. Ella lo oyó lloriquear a su espalda, pero no volvió a dirigirle la palabra, ni siquiera una mirada. Permaneció allí sentada como una estatua de barro, hasta que al hombre de la aldea vecina solo le quedó por arar una estrecha franja, como un cinto de tela gris al borde del barranco. Cansado, el hombre se puso a pensar en otras cosas.

—Acostémonos —dijo.

—Te falta un suspiro para terminar. Luego podrás pensar en que nos acostemos.

—¿Es necesario arar también aquella esquina?

—Claro que sí. En ese hueco caben cuarenta o cincuenta tallos.

Al cabo, desaparecieron los rastrojos de trigo blancos junto al precipicio y, entre los resquicios de la noche, cuando la luna se ocultó y las estrellas escasearon, la tierra se volvió de un rojo oscuro, fino y mullido, como una pradera de flores bermellón. El relente cubría la parcela y la hierba y, en mitad del sueño, la hija mayor se incorporó y, sin abrir los ojos, orinó al lado del hermano menor, que introdujo los pies en el charco humeante de orín, se encogió y se giró, diciendo:

—Madre, madre, ¿quién me ha metido los pies en una olla de agua hirviendo?

You Sipo volvió a arropar al niño con la sábana.

—Duérmete. Nadie te está cociendo los pies.

El hombre avanzó en dirección a You Sipo, atravesando con gesto tierno el campo recién arado. Era corpulento y caminaba con determinación, hundiendo a cada paso los pies en la tierra ahuecada. Al verlo aproximarse, You Sipo se apartó y se acercó a los niños. Se puso la blusa al momento y la abotonó.

El hombre lanzó la pala a un lado.

—¿Por qué te abrochas?

You Sipo lo miró.

—¿Estás dispuesto a desposarme? Si no lo estás, no te acuestes conmigo.

El hombre se quedó atónito.

—Teníamos un trato. Si yo te araba el terreno, tú te acostabas conmigo aquí esta noche.

—También te has comprometido a sembrarme la parcela. ¿Acaso lo has hecho?

Irritado, el hombre echó de nuevo mano de la pala.

—Me he deslomado la noche entera. Está a punto de amanecer. Si te atreves a negarte, te dejo aquí tiesa de un palazo.

You Shitou palideció y, con un golpe seco —¡pom!—, se echó de rodillas a los pies del hombre.

You Sipo contempló al marido arrodillado y la pala en alto. A continuación, fijó la mirada en el rostro enrojecido del otro hombre. Serena, avanzó algunos pasos hacia la pala, se acuclilló bajo esta y dijo:

—Mátame entonces. Cargo con cuatro hijos tontos y hace mucho que he perdido la ilusión de vivir. No tendrás que pagar por matarme. Bastará con que te ocupes de criar a mis hijos.

Habló tranquila y con entereza, sin dejar ver el menor atisbo de miedo hacia la pala alzada. Una luz tenue le alumbraba gélida el rostro.

—Mátame —insistió—, mátame si no te importa criar a mis hijos.

El hombre se giró hacia la esterilla de palma y contempló a los niños que, ya despiertos, se restregaban los ojos, mirándolo entre balbuceos. Dejó caer la pala. Le asestó una patada, ni fuerte ni floja, a You Sipo en el pecho y espetó:

—Maldita seas. Como me calientes, te violo.

You Sipo se sacudió la tierra de la delantera.

—Si me violas, me colgaré delante de tu puerta. Y, entonces, bien pagas con tu vida por la mía, bien te ocupas de mis hijos hasta que tengan casa y oficio.

Tras un instante inmóvil, el hombre se marchó maldiciendo, y el nuevo día rayó piando, bajo el sonido de sus pasos y las miradas de You Sipo y su marido, You Shitou.

You Sipo preparó, sembró, abonó y escardó su pedazo de tierra. Finalizada cada campaña, comenzaba a trabajar en la siguiente y, así, la sucesión de cosechas, como el paso de los días y de las noches, fue empujándola hacia delante y le crio a sus cuatro hijos tontos. Su cabello encaneció y, poco a poco, se hizo vieja.

1Uno de los veinticuatro términos solares del año, según el calendario tradicional chino. El Rocío Blanco, comprendido entre los días 7 y 9 del mes noveno, marca la llegada del frío. Lo sigue, entre los días 23 y 24 del mes noveno, el Equinoccio de Otoño.

2Medida de superficie, equivalente a 666,5 metros cuadrados.

3La medicina tradicional china manda que las mujeres observen un mes de reposo después de dar a luz para restablecerse y adaptarse a su nueva condición de madres. Esta tradición antiquísima, que se remonta a la dinastía Han (206 a. n. e. - 220), establece diferentes pautas que dictan desde la alimentación hasta las temperaturas a las que se debe exponer la madre.

4Conocido médico de la dinastía Han (206 a. n. e. – 220), recordado por realizar la primera cirugía con anestesia.

Canción celestial de Balou

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