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Era un pequeño pueblo a orillas de un lago, un lago tan inmenso que podía ser comparado con un mar de aguas dulces. En su centro estaba la Isla, esa de la que solo se conocían leyendas maltratadas con la imaginación de los más jóvenes. En cambio, los más viejos y sabios, solo daban como respuesta su silencio acompañado de una sonrisa cada vez que se les preguntaba sobre algo contado desde tiempos tan remotos, no se sabía a ciencia cierta desde cuándo, y como casi siempre pasa, la leyenda dejó de ser historia y se convirtió en mito. Tampoco se sabía de alguien que hubiera cruzado alguna vez la frontera, solo se pescaba a una distancia razonable de la Isla y se la respetaba como algo sagrado e inaccesible. Tan profundas son las raíces del temor a lo desconocido que llegan al corazón apagando todo deseo de derrumbar la prisión de los hábitos, dominando esa condición inherente al género humano de descubrir un mundo que es nuestro, y que solo conociéndolo se puede comprender y amar.

Cuentan los más sabios que la Isla de Luz era habitada por seres fantásticos de otros mundos. Dioses y monstruosidades la resguardaban de los impuros que se atrevieran a llegar a donde el tiempo no existía y donde los pensamientos tomaban forma.

Durante el solsticio de verano ocurría un desconcertante fenómeno que justificaba en gran medida el temor de la gente. Al caer la noche, la Isla se cubría de un resplandor tal que parecía que el sol no se hubiera escondido, y un velo luminoso envolvía aquel majestuoso templo, como si se cargara de luz durante el día para luego reflejarla cuando las estrellas estaban bien brillantes y la noche desde hacía mucho era noche. Y cuando todo era silencio, el viento de occidente arrastraba rugidos y alaridos mezclados con suaves y armoniosas melodías y cánticos que susurraban en los oídos de los más atentos dejándolos embriagados y soñolientos.

Uno de esos días ardientes que anunciaban la llegada del verano, Ajainín tomaba su siesta recostado al tronco de un viejo laurel sobre la colina, donde corría una deliciosa brisa y disfrutaba aquella vista del lago con la misteriosa Isla en su centro y las chozas que rodeaban la orilla oriental.

El dulce fresco de la colina acariciaba su rostro y Ajainín soñaba imágenes que estremecían su espíritu. Primero vio la imponente Isla, que parecía navegar por el lago acercándose lentamente, después visualizó el hermoso rostro femenino de una diosa que rozaba sus labios con dedos delicados y cuya tierna mano jugueteaba con sus cabellos ondeados. Tenía unos penetrantes ojos negros, que combinaban con su pelo oscuro y sus labios carnosos. Vestía una tela fina de blancura pura que dejaba clarear sus lindas curvas y sus senos perfectos. Unas olorosas azucenas adornaban su cabeza, rodeándola una luz limpia en su silueta. En un estremecimiento de sensaciones, le susurró cálidas palabras al oído erizando la carne:

—Mi alma espera que tu luz la encuentre para volver a ser Uno. Es hora de que la verdad regrese a la orilla… —dijo con voz armoniosa y dulce como la miel.

Lo despertó el trinar de un ruiseñor que se mecía en una rama baja y que aleteó hasta posarse justo frente a sus pies desnudos estirados sobre el pasto. Ajainín abrió lentamente sus ojos, desconcertado por el canto, semejante a esa voz que todavía daba vueltas en su mente confundida por la realidad. Fijó su mirada en el ave que alzó el vuelo lentamente y con majestuoso encanto, la siguió con los ojos y se quedó sin palabras para describir tanta magia. El pájaro se alejó en el horizonte y la presencia de la Isla tropezó como un relámpago en su cabeza.

Recordó cada detalle del extraño sueño. Siempre había sabido seguir sus instintos y descubrir los mensajes que la naturaleza envía con tal sublimidad, los mismos que solo vemos cuando la conciencia está lo suficientemente despierta.

Estuvo contemplando la Isla sin pensar en nada, hasta que el sol comenzó a cubrirla con un manto brillante y rojizo antes de ocultarse en las tranquilas aguas del lago. Entonces sintió una extraña sensación en su pecho, una energía se agitaba en su interior y subía hasta su cabeza produciendo ideas excitantes y peligrosas. Miró de nuevo la Isla antes de que la claridad se extinguiera para dejarlo todo en sombras.

Comenzó a descender de la colina respirando a su paso el delicioso aroma del jazmín que florecía a orillas del camino. Ya empezaba el interminable concierto de los grillos y a pesar de la oscuridad caminaba con paso seguro en un terreno de sobra conocido por él. El ambiente se estaba refrescando y debía llegar a casa, donde su abuelo Udraka, el sanador del pueblo, lo esperaba para cenar.

Al entrar se encontró al abuelo sumido en meditación profunda. Estaba en posición de loto sobre la alfombra, con las manos sobre las rodillas y la espalda recta. Tenía los ojos abiertos pero vidriosos, como si se encontrara en un sitio muy lejano del que solo él mismo era consciente. Su espesa barba, blanca como la nieve, le caía sobre el pecho desnudo, que apenas se movía en un baño de sudor, dando la apariencia de que no respiraba y que lo que allí yacía era un viejo tronco sin vida. La claridad de su calvicie reflejaba la ardiente llama de una vela que se gastaba en una botella sobre la mesa, chorreando la cera por el opaco vidrio verde.

Udraka era un viejo respetado en el pueblo. Conocía a fondo las Leyes Ocultas y ejercía el arte de la curación. Desde que entraba un paciente y lo miraba, sabía qué planta recetarle. A veces bastaba con darle un poco de agua de la tinaja para que sanara. Usaba el poder del frío o el calor, la tierra fangosa o el soplo del aliento, o simplemente ponía su mano sobre la cabeza del enfermo convaleciente y era suficiente para regresarlo a la vida. Venían a verlo de todas partes, incluso de lejanas tierras, y a pesar de su humildad infinita, le ofrecían regalos que él aceptaba más para no herir la estima de los agradecidos que para beneficiarse con algo que él practicaba por deber placentero. Lo cierto es que en la casa nunca faltaba el pan y el buen vino. Muchas veces solía salir de pesca con Ajainín cuando despuntaba el alba para no hacerse creer que su don se había convertido en un trabajo y, al mismo tiempo, para darle paz a una mente que usaba como un músculo más.

El joven cerró la puerta con suavidad, pasó silencioso frente al cuerpo petrificado y vacío de su abuelo. Buscó en la cazuela y encontró un pedazo de tasajo apartado y una olla con sopa de pescado de la que se había consumido la mitad. Evidentemente el viejo le había guardado su cena y ahora reposaba su estómago mientras él viajaba por otros mundos. Comió de prisa, pensando en la revelación que tuvo en la tarde y que pensaba consultar con el sabio Udraka. Cuando terminó de beber el último trago de un vino exquisito, traído del Oriente posiblemente por algún paciente agradecido, sintió una pesada y rugosa mano que le apretaba el hombro.

—¿Has comido bien, hijo? Me pregunto que habrán descubierto tus ojos, que tus pensamientos están tan agitados y solo la noche te ha hecho volver —preguntó una voz llena de vida.

Sus ojos brillaban con luz propia y habían recuperado su vitalidad con una energía creciente, su barba blanca resplandecía y una sonrisa intrigante dibujaba su viejo rostro surcado por los años.

—He visto una diosa, Maestro, y mi corazón ahora late más deprisa. Todavía siento su presencia luminosa y lo peor es que no hago más que pensar en ir a su encuentro.

Habló despacio, pero las palabras salían nerviosas y su semblante expresaba ansiedad.

—La Isla de Luz me está llamando y no creo poder resistir la atracción de una fuerza superior a mi sensatez… —continuó diciendo el joven, que ahora tenía en su mirada el deseo de aventurarse a lo desconocido.

—Todo llega en el justo momento y si tu corazón ya lo decidió, entonces tu tiempo se avecina. Ahora solo te queda cumplir la voluntad usando sabiamente tus dones y virtudes. El camino siempre está esperando al caminante. Si el llamado llegó, de ti depende dar la respuesta adecuada. Recuerda que la Luz no está en el destino, está en el viaje mismo.

El viejo respondió con el entusiasmo y la serenidad de los años. Algo le decía a Ajainín que el astuto anciano sabía mucho de aquello que todos ignoraban, para él los misterios dejaban de ser misterios. Quizás la Isla no era tan virgen como pensaba la mayoría. Udraka respondía siempre con silencio cuando se hablaba del tema y no por ignorancia.

—Dime, abuelo, ¿por qué la gente le teme tanto a la Isla si nadie se atreve a descubrirla? —preguntó el muchacho, inquieto por la serenidad de Udraka.

—Siempre fue, es y será. Los pobres de conocimiento y espíritu siempre estarán. La gente solo dice y hace lo que la gente impone; ellos fabrican reglas que luego no saben romper y las siguen a ciegas, «porque es lo correcto», dicen. Confunden la prudencia con el miedo, y es el miedo el peor de los pecados del hombre, es la ilusión más destructora, la mentira más enrizada de la telaraña de mentiras de este mundo falso. Si alguien dice que el cielo es verde, siempre hay cien ignorantes que afirman con la cabeza fija en el suelo, y cuando cien creen en una mentira, las mentes vagas continúan repitiendo con aires de superioridad, porque creen que tienen conocimiento. Así surge una falsa creencia que se establece como ley social de los hombres y si alguien osa infringir la ley de los ciegos, es condenado con la injusticia de quienes no son capaces de ver a ser quemados en la hoguera de la incomprensión.

»Siempre habrá enfermos, porque los enfermos son ciegos que ignoran que las leyes de la Naturaleza son las leyes de la vida, el que cumple con la ley de la verdad nunca enferma, mas el que sigue las leyes de los hombres pierde su salud, porque las normas de los enfermos sigue. Pero aunque los ciegos quieran vendarle los ojos al que puede ver más allá, nunca lo logran. Los hombres de voluntad conocen la palabra de poder, son como niños traviesos que rompen las reglas del hombre, no porque quieran desobedecerlas, sino porque su inocente y humilde corazón no las entiende. Son esos los que logran oír el susurro suave de su corazón, ese que late con la fuerza del amor y con la ley del amor y la comprensión viven. Ellos deciden su propio destino, y sus palabras de libertad son un decreto que dispersa las tinieblas de los caminos comunes de la vida terrenal; esos caminos que producen desarmonía porque son andados por los hombres que temen. Solo los libres de alma pueden descubrir qué hay más allá, su vida pertenece a ellos mismos. Ellos pueden salvar el mundo por el sendero del medio, invisible para los que no pueden ver. De ellos es el derecho divino de entrar a la Isla de Luz, porque solo los que tienen luz son capaces de enfrentar los peligros del camino que nos lleva hasta la unidad. La fuerza interior vence todos los obstáculos, conduciéndonos a descubrir lo que somos, lo que siempre fuimos.

—Agradezco tus sabias enseñanzas, Maestro, y bendigo la luz que de tu ser procede. Encontré mi camino y he de seguirlo hasta el final, que es la Unidad de todas las cosas —expresó Ajainín emocionado, como si le hubieran recordado algo que siempre supo y necesitaba de nuevo escuchar.

—Es bueno lo que dices, hijo, ya has hallado tu sendero, mas el camino a la iluminación no existe, es solo un símbolo. La vida es la expresión de la suprema verdad y está ocurriendo ahora mismo, el verdadero camino es el eterno hoy, ayer murió y mañana no ha nacido. Por eso deja de viajar y habrás llegado a la luz —sentenció el sabio viejo.

—Pero… y la Isla… ¿Quién es entonces esa hermosa deidad que acarició mi rostro y decía esperarme para volver a ser Uno? —le preguntó angustiado el muchacho, que desde la tarde no hacía otra cosa que pensar en aquella cara de ángel y esa voz melodiosa que le estremecía las entrañas.

—Las respuestas a todos los enigmas las tienes tú. Nadie sino tú puedes saber lo que estás sintiendo. El Creador, hombre y mujer nos hizo, al principio éramos uno, pero no hay posesión en el amor, él solo vive en el clima de la libertad, por eso las dos partes andan juntas pero por distintos caminos. Cada forma evoluciona a un ritmo hasta el día en que ambas vuelvan a encontrarse, el destino de los dos polos es la unidad para que exista el imán. Ya tu parte volvió a ser conciencia de luz, y a ti corresponde llegar a su nivel para volver a ser completo. Nada ni nadie pueden evitar la atracción que produce la fuerza que crea las formas, y si tu tiempo es su tiempo, ni el tiempo será un obstáculo para tu búsqueda. No se puede separar lo que unido fue creado. No hay limitaciones para una mente abierta y ya que los caminos de nuevo se encuentran, tendrás que desafiar tus monstruos para llegar al rayo común y ser lo que siempre fuiste.

»Ahora pon tu vista en el destino y mira con confianza. Recuerda siempre que lo que con la ley ordenas ya está cumplido. Aprende a reconocer el buen fruto del podrido, y el podrido conviértelo en el más delicioso, tu voluntad es la libertad de elegir con qué ojos ver las cosas. Lo que pensaste sintiendo una emoción ya lo creaste y lo verás en materia, por eso procura mantenerte brillante, no sea que las dudas y el temor ensombrezcan tu visión y fracases antes de empezar.

Ajainín asintió con la cabeza y sonrió satisfecho. El viejo Udraka era muy sabio y en su verbo encontraba paz y equilibrio. Lo miró fijo a los ojos, como escudriñando su alma, y no encontró más que nobleza, inteligencia y bondad. El calor de su espíritu se reflejaba en el brillo intenso de su mirada. A pesar de sus años tenía tanta vida como un niño que juega con el mundo, su mundo.

Lo había criado desde muy pequeño. No era su sangre pero lo quería y respetaba como el padre y la madre que nunca vio, y era para él más que un abuelo.

Ya la vela se empezaba a extinguir. Sin decir más nada se abrazaron decidiendo que era hora de irse a la cama. La luna estaba alta en el cenit y un chorrito de luz entraba por las rendijas de la pared. Con la ventana abierta justo en la cabecera de la cama, Ajainín observaba la noche. Las estrellas querían explotar de tanto brillo en el firmamento, semejante a un gran telón negro con millones de agujeros que dejaban pasar la luz que hay detrás de toda apariencia oscura y que está esperando a ser reconocida.

—Por eso los iluminados de espíritu son como estrellas —pensó—, están allí, en medio de la oscuridad, para recordarnos que de luz estamos hechos y como luces podemos atravesar el manto de la oscuridad creada por la ceguera ignorante de un mundo dirigido desgraciadamente por ciegos.

Se echó de bruces sobre la cama con los ojos clavados en el techo. Recordando que fue Udraka quien lo encontró en la orilla del lago mientras caminaba entre las piedras con los pies descalzos y su bastón blanco, ejercitando su mente y desafiando el dolor físico. Ajainín solo pensaba: imaginaba la escena tal como se la había pintado el viejo, ya que él era muy pequeño para tener memoria. Estaba en la orilla, en una pequeña cesta de mimbre hablando la lengua de los bebés y gozando del vaivén de las olas, que hacían chocar su pequeñito bote con las piedras de la orilla.

El borde de la cesta estaba adornado con frescas azucenas, su diminuto cuerpo estaba bañado con pétalos de rosa. Udraka lo levantó, la luz del alba dejaba ver su minúscula silueta. Miró al viejo y sonrió limpiamente como reconociendo a un antiguo amigo, él también le sonrió y desde esa mañana se convirtió en su sabio abuelo, su Maestro, su instructor en el difícil arte de vivir.

Recordó que llevaba colgada en su pecho una delicada cadenita de plata con la figura de una media luna de cuarzo desde el día que Udraka lo había encontrado en su cesta. Puso sus manos de veinte años sobre la extraña figurita y palpó su cuidadosa forma. Algo en su interior le decía que el propio origen de su existencia venía de la Isla y relacionó las azucenas de la cesta con las que adornaban el cabello de su amada diosa. Pensó que, sin siquiera conocerla en carne y hueso, una sensación de gozo indescriptible se había apoderado de su corazón desde que sintió su presencia en aquel sueño.

No ansiaba tocarla, su deseo rebasaba el plano físico donde la materia es más densa y visible a los ojos carnales. Ahora mismo la sentía, el olor de las azucenas envolvía el cuarto y lo embriagaba. Comenzó a elevarse lentamente hasta que vio su cuerpo tendido sobre la cama con los ojos cerrados en expresión serena.

Entonces sintió con fuerza el aroma dulce, mezclado con una emoción profunda. El éxtasis le quemaba las entrañas. Le vino un pensamiento de perfección y bondad suprema, la idea de que con su palabra podía transformar el mundo porque lo amaba sin limitación, veía a todo y a todos como en realidad son, hechos por la misma mano. Fue así que vio su cuerpo físico alumbrar el cuarto, la imagen de la Isla de Luz chocó con su conciencia y empezó a acercarse iluminando las aguas cristalinas del lago. Después no pudo ver más, la luz cegaba la vista. Sintió un placer infinito; podía escuchar el latido fuerte de su corazón encendido inundándolo de vida con cada palpitar. Sus energías crecían en fuerza y decisión para llevar a cabo su arriesgada empresa. Entonces comenzó a descender hasta encontrar su capullo joven y fuerte, sus músculos armoniosos, su cabellera negra y espesa, sus facciones finas y su bello collar de plata con la media luna de cuarzo sobre su pecho.

Los primeros rayos de sol se empezaban a filtrar por las rendijas de la pared cuando sintió un ligero y tierno golpecito en la frente. Abrió confundido los ojos y vio la figura imponente del viejo Udraka, vestido con una túnica y una capa blanca que le llegaba a los tobillos y el duro bastón blanco sostenido entre sus manos grandes y firmes. El extremo superior del báculo le llegaba a la altura de sus místicos ojos y su barba se mecía con la brisa de la mañana. Tenía la apariencia de un dios poderoso.

Inmediatamente comprendió que, como cada mañana, la hora de pescar había llegado.

Se abotonó la camisa raída, ideal para tales menesteres, cubriendo la joya que le colgaba en el pecho, y estiró sus piernas acalambradas. Juntos anduvieron hasta la cocina donde dos jarros con té caliente humeaban en delicia de aroma, esperando ser bebidos.

Desayunaron en silencio, y en silencio caminaron hasta la orilla del lago donde el bote esperaba atado a un poste, acosado por el ir y venir del suave oleaje matutino. Se internaron en el agua hasta sentir cómo el agua bañaba sus pies produciendo un agradable cosquilleo en los tobillos. Apoyado en su bastón, Udraka perdía su vista en el horizonte. Miraba la Isla con la nostalgia de tiempos pasados. El astuto viejo debía conocerla bien.

Permanecieron un minuto en contemplación, respirando el aire de un nuevo día, las golondrinas jugueteando en el cielo formando figuras invisibles con su vuelo, el agua tranquila del lago que bañaba sus pies, los arbustos de la orilla con su verde esmeralda y en plena floración. Esas eran cosas que sabían disfrutar, no había palabras para describir tal panorama, pero lo que sí es seguro es que son pocos los que se detienen a deleitarse con las maravillas de la creación.

La magia está en todas partes, pero es invisible para los que no pueden ver, aquellos que duermen el sueño del hábito, las creencias y las costumbres, que para todo tienen formado un concepto, una idea preconcebida, esos que viven como autómatas, que esperan que haya una vida después de la muerte, porque no saben qué hacer con la que tienen. Desconocen que la muerte no existe y que la vida está en cada segundo dando una enseñanza nueva y eterna.

Ajainín saltó estrepitosamente al bote, salpicando la cara lúcida de su abuelo. Soltó las amarras y extendió su mano al viejo. Este permaneció quieto, sosteniendo su báculo blanco, observando cariñosamente al muchacho que ahora veía como un hombre con su destino en las manos. El joven lo interrogó con la mirada y la mano aún estirada.

—Hoy vamos a pescar sueños y yo no puedo acompañarte en una lucha que has de librar contigo mismo. Tú sueñas con encontrarte a ti y así encontrar a tu mitad, yo sueño con que logres tu propósito y que tu amada presencia te guíe con su luz hasta donde se unen todas las cosas. Es hora de aplicar con sabiduría lo que has aprendido en estos años.

»Ten siempre presente que eres vida y la vida te da salud, nadie puede quitártela, así como tú no puedes quitarla. Eres amor y de amor estás hecho, su fuerza te llevará con la verdad a la unidad. Es lo que hará que se llene tu luna de cuarzo. Usa la inteligencia en todo lo que hagas y que la audacia de tu espíritu te lleve rápido el mensaje que la urgencia amerite. La idea toma forma, así que anda con el principio en tu seno cuidando lo que tu mente fabrique y lo que de tu boca salga. Siembra bien para que los frutos del bien obtengas.

El viejo Udraka estaba emocionado y el joven lo miraba satisfecho y agradecido de que hubiera sido él su guía y preceptor. Se sentía confiado de sí mismo. Tomó los remos y, antes de pedirlo, su abuelo le dio el empuje que necesitaba para comenzar su fantástico viaje, hundió los remos donde el agua era ya profunda y, mirando nostálgico a su Maestro, gritó:

—¡Gracias por todo, sabio santo, que tu luz siga sanando almas y que tu divina palabra sea bálsamo del mundo! Siempre estaré contigo y tú estarás conmigo. ¡Ah! Y cuando vuelva quiero sobre la mesa una botella de ese exquisito vino oriental para festejar mi llegada.

—¡Así será! —contestó el viejo riendo y con lágrimas en los ojos—. Disfruta tu viaje, hijo mío, tu tiempo ha llegado, así que aprovecha todo lo que te pueda mostrar el sendero…

A medida que se alejaba en el ritmo constante de remar, una fuerte brisa hacía ondear las blancas vestiduras de Udraka y chocaba con la cara del joven secando las lágrimas de la despedida. Lo estuvo observando hasta que solo vio un punto que brillaba intensamente en la orilla, como una estrella caída del cielo para alumbrar una tierra oscurecida por la ignorancia. No sabía si lo volvería a ver. En la proa tenía lo desconocido y dentro de pocas horas estaría navegando más allá de donde nadie se atrevía a llegar. Pero sabía que solo se lograría conocer a sí mismo cuando traspasara los límites. Tenía el valor suficiente para entrar a donde ningún ciego de conciencia puede entrar, tierra de dioses, la Isla de Luz…

Isla de luz

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