Читать книгу Señales que precederán al fin del mundo - Yuri Herrera - Страница 6
1 LA TIERRA
ОглавлениеEstoy muerta, se dijo Makina cuando todas las cosas respingaron: un hombre cruzaba la calle a bastón, de súbito un quejido seco atravesó el asfalto, el hombre se quedó como a la espera de que le repitieran la pregunta y el suelo se abrió bajo sus pies: se tragó al hombre, y con él un auto y un perro, todo el oxígeno a su alrededor y hasta los gritos de los transeúntes. Estoy muerta, se dijo Makina, y apenas lo había dicho su cuerpo entero comenzó a resistir la sentencia y batió los pies desesperadamente hacia atrás, cada paso a un pie del deslave, hasta que el precipicio se definió en un círculo de perfección y Makina quedó a salvo.
Pinche ciudad ladina, se dijo, Siempre a punto de reinstalarse en el sótano.
Era la primera vez que le tocaba locura telúrica. La Ciudadcita estaba cosida a tiros y túneles horadados por cinco siglos de voracidad platera y a veces algún infeliz descubría por las malas lo a lo pendejo que habían sido cubiertos. Algunas casas ya se habían mandado a mudar al inframundo, y una cancha de fut, y media escuela vacía. Esas cosas siempre les suceden a los demás, hasta que le suceden a uno, se dijo. Echó una ojeada al precipicio, empatizó con el infeliz camino de la chingada, Buen camino, dijo sin ironía, y luego musitó: Mejor me apuro a cumplir este encargo.
Su madre la Cora la había llamado y le había dicho Vaya, lleve este papel a su hermano, no me gusta mandarla, muchacha, pero a quién se lo voy a confiar ¿a un hombre? Luego la abrazó y la tuvo ahí, en su regazo, sin dramatismo ni lágrimas, nomás porque eso es lo que hacía la Cora: aunque uno estuviera a dos pasos de ella era siempre como estar en su regazo, entre sus tetas morenas, a la sombra de su cuello ancho y gordo, bastaba que a uno le dirigiera la palabra para sentirse guarecido. Y le había dicho Vaya a la Ciudadcita, acérquese a los duros, ofrézcales servirles, yái que le echen la mano con el viaje.
No tenía ninguna razón para ir primero donde el señor Dobleú, pero un apuro de agua la condujo al vapor donde aquél se mantenía. Sentía la tierra hasta debajo de las uñas como si ella se hubiera ido por el hoyo.
El cobrador era un muchacho sanguíneo y orgulloso con quien Makina la había desgranado en una ocasión. Había sucedido de la manera torpe en que esas cosas suelen suceder; pero como los hombres, todos, están convencidos de que son buenísimos para ese brincoteo, y como había sido claro que con ella había brincado chueco, desde entonces el muchacho le bajaba los ojos cada que se la encontraba. Makina caminó despacito frente a él y él asomó de su caseta de cobranza como para decirle No, no se puede, o más bien Usté no, usté no puede: con un ímpetu que le duró tres segundos porque ella no se detuvo y él no atinó a decirle ninguna de esas cosas y sólo pudo levantar los ojos con autoridad cuando ella ya lo había pasado y se dirigía al turco.
El señor Dobleú era un espectáculo feliz de redondeces pálidas surcadas por venitas azules; el señor Dobleú se mantenía en la sala de calor húmedo. Las páginas del diario de la mañana estaban pegadas al azulejo y el señor Dobleú las iba pelando una a una conforme avanzaba en la lectura. Reparó en Makina sin sorpresa. Qué le hubo, dijo, ¿Una chelita? Juega, dijo Makina. El señor Dobleú sacó una cerveza de una cubeta con yelos a sus pies, la destapó con la mano y se la pasó. Se empinaron la botella, ambos, hasta el fondo como si fuera un concurso. Luego disfrutaron en silencio la escaramuza entre el agua de fuera y la de adentro.
Y cómo está la señora, preguntó el señor Dobleú.
Hacía mucho tiempo la Cora había auxiliado al señor Dobleú, Makina no sabía exactamente qué había sucedido, nomás que el señor Dobleú andaba huyendo en ese entonces y la Cora lo escondió mientras pasaba la tormenta. Desde aquello para él
lo que dijera la Cora iba a misa.
Está, nomás, ya sabe cómo dice ella.
El señor Dobleú asintió y luego añadió Makina: Me manda a hacerle un mandado, y señaló un punto cardinal.
¿Vas a cruzar?, preguntó el señor Dobleú. Makina hizo sí con la cabeza.
Está bueno, vete y yo mando un mensaje, ya que estés allá mi gente se encarga de pasarte.
¿Quién?
Él te reconoce.
Se quedaron en silencio otra vez. A Makina le pareció que podía escuchar toda el agua del cuerpo trepándole la piel de adentro hacia la superficie. Era agradable, y siempre disfrutaba los silencios con el señor Dobleú, desde que lo había conocido como un animal reseco y asustado al que le llevaba pulque y cecina en sus épocas de fuga. Pero tenía que irse, no sólo para ir a hacer lo que debía hacer, sino porque por más conchabados que estuvieran ella sabía que no podía meterse ahí; una cosa eran las excepciones y otra cambiar las reglas. Dio las gracias, el señor Dobleú dio el de qué mi niña, y jarchó.
Sabía dónde hallar al señor Hache pero no estaba segura de poder entrar aunque también conociera al que guardaba la entrada, un malora al que no le había aceptado sus flores, pero a quien conocía de piel para adentro. Se decía que, entre otras chambas, había entambado al lado de una carretera a una mujer por órdenes del señor Hache. Makina le preguntó si era verdad, en la época en que la cortejaba, y él respondió Qué más da si lo hice o no, lo que importa es que a ninguna le niego el placer. Lo dijo como una gracia.
Llegó al lugar. Pulquería Raskolnikova, decía el letrero. Debajo, el guardián. A éste no podía contonearlo de largo, así es que se le paró enfrente y le dijo Pregúntale si puede recibirme. El guardia la observó con un odio helado y asintió, pero no se movió de la entrada; se metió un chicle a la boca, lo masticó un rato, lo escupió. Miró un poco más a Makina. Luego se dio media vuelta con desgana, como si se metiera a orinar nomás por distraerse; entró a la pulquería, regresó y se recargó en la pared. Seguía sin decir nada. Makina resopló, sólo entonces el guardia dijo ¿Vas a pasar o qué?
Dentro habría no más de cinco borrachos. Era difícil precisarlo porque frecuentemente había alguno perdido en el aserrín. El sitio, cual debe ser, olía a meados y a fruta fermentada. Al fondo, una cortina separaba a los mugrositos de la gente importante: aunque fuera nomás un pedazo de tela, nadie entraba al privado sin permiso. Apúrate, oyó Makina decir al señor Hache.
Hizo a un lado la cortina y tras ella encontró al relumbrón de oro y camisa estampada de pájaros que era el señor Hache resolviendo un dominó con tres de sus esbirros. Todos los esbirros se parecían, ninguno tenía nombre que ella supiera, mas nadie extrañaba fusca. El esbirro .45 hacía pareja con el señor Hache contra los esbirros .38. El señor Hache tenía tres fichas en la mano y miró de reojo a Makina sin soltarlas. No iba a invitarla a sentarse.
Usted le indicó a mi hermano a dónde tenía que ir para resolver su asunto, dijo Makina, Ora voy yo para allá, a buscarlo.
El señor Hache encerró las fichas en un puño y la miró de lleno.
¿Vas a cruzar?, dijo con ansia, aunque la respuesta fuera obvia. Makina contestó que sí.
El señor Hache sonrió de un modo siniestro, con la misma naturalidad con que entrelazaría las piernas una serpiente disfrazada de hombre. Gritó algo en una lengua que Makina no conocía, y cuando el cantinero asomó tras la cortina dijo Tráele un pulquito a la muchacha.
La cabeza del cantinero desapareció y aquél dijo Claro que sí muchacha, claro que sí… Me estás pidiendo ayuda ¿verdad? aunque seas orgullosita y no lo digas con todas sus letras me estás pidiendo ayuda y yo, mírame, te digo claro que sí.
Ahora vendría el sablazo. El señor Hache no podía ver burro sin que se le antojara viaje. El señor Hache sonreía y sonreía, pero no dejaba de ser un reptil en pantalones. Quién sabe cuál era la relación del duro éste con su madre. Sabía que no se hablaban, pero lo atribuía a soberbia de poderoso. Alguien le había chismeado que la Cora y él eran parientes, alguien más que tenían un disgusto atorado, sin embargo ella nunca había preguntado porque si la Cora no le había dicho por algo sería. Pero Makina podía sentir la mala obra flotando en el ámbito. Ahora venía el sablazo.
Nomás te voy a pedir que lleves algo, una cosita de nada, se lo entregas a un compadre y él mismo te orienta sobre lo de tu carnal.
El señor Hache se inclinó hacia uno de los esbirros .38 y le dijo algo al oído. El esbirro se levantó y jarchó del privado.
El cantinero apareció con una catrina rebosante de pulque.
Démelo curado de nuez, dijo Makina, Y fresquito, llévese esa chingadera babosa.
Tal vez había sido excesivo, pero alguna insolencia tenía que mostrar. El cantinero miró al señor Hache, que asintió, y fue a cambiar la catrina.
El esbirro volvió con un bultito envuelto en paño dorado, pequeñín, como si contuviera un par de tamales, se lo dio al señor Hache y éste lo recibió con las dos manos.
Es una sola cosa, sencillita, la que te estoy pidiendo, no hay por qué apendejarse, ¿verdad?
Makina afirmó con la cabeza y cogió el bulto pero el señor Hache no lo soltó.
Chínguese su pulquito, dijo, señalando al cantinero que reaparecía catrina en ristre. Makina extendió lentamente una mano, se bebió el curado hasta el fondo y el dulce sabor terroso le alebrestó las entrañas.
Salucita, dijo el señor Hache. Sólo entonces dejó ir el paquete.
Una no hurga bajo las enaguas de los demás.
Una no se pregunta cosas sobre las encomiendas de los demás.
Una no escoge cuáles mensajes lleva y cuáles deja pudrir.
Una es la puerta, no la que cruza la puerta.
A esas reglas se atenía y por eso la respetaban en el Pueblo. Estaba a cargo de la centralita con el único teléfono en kilómetros y kilómetros a la redonda. Timbraba, ella respondía, le preguntaban por tal o por cual, ella decía Voy vengo, llama de nuevo en un ratito y te contesta tu persona o yo te digo a qué hora la encuentras. A veces era gente de pueblos de por ahí la que llamaba y ella contestaba en lengua o en lengua latina. A veces, cada vez más, llamaban del gabacho; éstos frecuentemente ya se habían olvidado de las hablas de acá y ella les respondía en la suya nueva. Makina hablaba las tres, y en las tres sabía callarse.
El último de los duros tenía un restorán llamado Casino que sólo abría por las noches y que durante el resto del día era despejado para que su dueño, el señor Q, leyera los diarios sentado a la una única mesa en medio del bodegón de techos altos, altos ventanales cuadriculados y duela relumbrante. Con el señor Q Makina tenía su propia historia: dos años atrás había chambeado como emisaria de urgencias en las negociaciones que él y el señor Hache sostuvieron para repartirse las candidaturas a alcalde cuando la gente de uno y otro ya estaban al filo de los machetazos. Recaditos a media noche a un acelerado que se movía por fuera del enjuague y que, repentinamente, al escuchar las palabras transmitidas por Makina (que ella no entendía, aunque sí entendiera), decidía retirarse. Un sobre entregado a cacique pueblerino que de la reticencia pasó a la diligencia tras ojear las nuevas. Por su vía los duros repartieron resignación o huesos y así todo se resolvió con discreta efectividad.
El señor Q nunca recurría a la violencia —por lo menos no había nadie que pudiera decirlo—, y sin duda jamás se le había escuchado levantar la voz. En todo caso, Makina ni se hacía ilusiones ni perdía el sueño culpándose por haber inventado la política; llevar mensajes era su manera de terciar en el mundo.
El Casino estaba en un segundo piso, y la puerta en la planta baja no la guardaba nadie, para qué; de quién que se atreviera. Pero Makina no tenía tiempo para pedir cita y quien la conociera sabía que ella no era de incomodar nomás porque sí. Ya había arreglado lo del cruce y cómo hallaría a su hermano, ahora quería asegurarse de que habría quién la ayudara a volver; no quería ni quedarse por allá ni que le sucediera como a un amigo suyo que se mantuvo lejos demasiado tiempo, tal vez un día de más o una hora de más, en todo caso bastante de más como para que le pasara que cuando volvió todo seguía igual pero ya todo era otra cosa, o todo era semejante pero no era igual: su madre ya no era su madre, sus hermanos ya no eran sus hermanos, eran gente de nombres difíciles y gestos improbables, como si los hubieran copiado de un original que ya no existía; hasta el aire, dijo, le entibiaba el pecho de otro modo.
Subió las escaleras, atravesó el pasillo de espejos y entró a la bóveda. El señor Q estaba, como de costumbre, vestido de negro de pies a cuello; había dos ventiladores a su espalda y en la mesa un periódico de circulación nacional abierto en la sección de política. Al lado, una perfecta taza blanca de café negro. El señor Q la miró a los ojos desde que Makina jarchó del pasillo de espejos, como si la hubiera estado esperando, y cuando estuvo frente a él inclinó la cabeza un par de milímetros a manera de Siéntese. Unos segundos después, sin que mediara orden, se acercó un mesero en filipina con una taza de café para ella.
Voy al Gran Chilango, dijo Makina; no tenía caso dilatarse en preámbulos o reverencias con el señor Q: aunque pareciera que repasar las noticias era ocio, ahí estaba el mundo en sus trabajos; y añadió A tomar un camión, tengo que arreglar un asunto de familia.
Vas a cruzar, dijo el señor Q. No estaba preguntando. Claro, ni caso había en averiguar cómo podía saberlo tan temprano.
Vas a cruzar, repitió el señor Q, y ahora sonaba a orden, Vas a cruzar y vas a mojarte y vas a rifártela contra gente cabrona; te desesperarás, cómo no, verás maravillas y al final encontrarás a tu hermano, y aunque estés triste llegarás a donde debes llegar. Una vez que estés ahí, habrá gente que se encargará de lo que necesites.
Dijo todo con gran claridad, sin mayor énfasis, sin mover un músculo de más. Terminó de hablar y le cogió una mano a Makina, se la encerró en un puño y dijo Éste es su corazón, ¿ya lo vio?
El señor Q no parpadeaba. La luz barría transversalmente el vapor de sus tazas de café, que saturaba la bóveda de un aroma amargo. Makina dio las gracias y jarchó de ahí.
Se detuvo en el pasillo de espejos a pensar por un momento en lo que le había dicho el señor Q; a veces prefería las palabras brutas del señor Hache y sin duda el fiesterismo lento con que hablaba el señor Dobleú; pero con el señor Q no había desperdicio, era siempre como si brotaran piedras de su boca, aunque no supiera exactamente qué significaba cada una.
Miró los espejos: al frente estaba su espalda: miró detrás y sólo halló el interminable frente curvándose, como invitándola a perseguir sus umbrales. Si los cruzaba todos eventualmente llegaría, trascurvita, al mismo lugar; pero de ese lugar desconfiaba.