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I. La caja negra

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La muerte me manda a buscar y yo la busco a ella.

(Canto de bullerengue de la tradición oral)

Mi nombre es Juana Emilia Herrera García. Ese es mi nombre de bautizo, pero me dicen la Niña Emilia y me acabo de morir. Realmente no sé si me acabo de morir como tal, pero lo cierto es que dejé de respirar en el mundo. Ahora mismo no estoy en el cielo, ni en el infierno, porque no veo ni a los ángeles, ni a los demonios, ni a los santos, ni a José Gregorio Hernández ¡bendito! Tampoco estoy dormida en un lugar donde descansan un millón de almas.

Siempre había tenido la curiosidad de ver cómo sería un lugar donde descansan miles de almas hasta que llegase el juicio. Me lo imaginaba grande, más grande que mi pueblo Evitar.

Sé que algo raro acaba de pasar al lado mío, si bien no le veo la cara ni el cuerpo; es como la sensación de que algo está cerca de mí. Ahora, siento un frío que cubre mi cuerpo –o lo que queda de él– y lo que logro ver es a mí misma, pero un poquito opaca, como si me empezara a desteñir.

–Ajá, Emilia, ¿estás lista para volver al principio?

–¿Quién eres tú? ¿Dónde estás?

Siento, el sonido de un tambó; no sé de dónde viene. Yo siento que camino sin querer. Ahora estoy en mi casa. Todo el mundo llora. Mis hijos… aquí están.

En la puerta de la casa hay muchas personas sentando tomando tinto. La única que ha muerto aquí soy yo y, si estoy viendo todo, es porque ya estoy enterrada (supongo). ¿Habrá otro muerto? El tamborero ha cambiado de golpe en el tambó. Me voy a acercar.

El tipo que toca el tambó es sobrino mío; está al pie del cajón y parece que ni me hubiera sentido. Al lado de mis hijos, una mujer con la cara tapada, llora. ¿Será que le pagaron para que estuviera aquí? Me voy acercar lentamente a esa caja negra; voy a mirar.

–¡Ñerda, es que soy yo!

La cara la tengo igualita… no parezco ni muerta. Lo que no me gusta es que no me pusieron mis lentes, ni mis uñas de oro. Eso sí: el vestido está bonito…

…Otra vez siento eso cerca de mí.

–Yo te estaba esperando, Emilia.

–¡Pero da la cara, carajo!

Esa voz… yo la conozco.

–Debes volver a ver tus pasos pa’ que nos podamos ir…

–Pero es que yo no quiero ir.

–Tienes que dejarte morir.

Bueno, para empezar, la verdad es que la vida para mí siempre ha sido una ilusión. Ahora creo que ninguna de las peleas con mi amiga Irene valieron la pena. Ella, que en aquellos tiempos fue la única persona que no me despreció cuando fui la puta del pueblo. O sí, sí valieron la pena, todo es por algo. Sin embargo, para que entiendan más o menos de lo que les hablo, les voy a contar por partes.

Mi madre se llamaba Juanita. Cantadora también. Su familia había sido una de las primeras que pobló el municipio de Mahates, y más específicamente, Gamero, un pueblo de aquí mismo. Se casó muy joven con mi padre, un dueño de fincas en Evitar.

Fueron los Herrera, familia de mi padre, quienes fundaron el corregimiento de Evitar, después de que en Mahates, un hombre de una familia poderosa del pueblo perjudicara a una quinceañera de la familia (algunos en el pueblo pensaban que la culpable era la muchachita por andar “alborotada”, otros nada más decían que, si fue varón para perjudicarla, lo fuera también para casarse con ella). Los Herrera exigieron al hombre que respondiera casándose con la muchachita, pero la familia del hombre no quería que esto pasara porque no eran del mismo bando político: los Herrera éramos liberales. A raíz de eso, las dos familias se agarraban todos los días a palo, convirtiendo Mahates en un campo de batalla. Al final, determinaron que no podían estar en el mismo pueblo y, así, algunos Herrera decidieron irse a los montes cercanos para evitar problemas. Allí se fueron asentando hasta que conformaron el corregimiento cuyo nombre no podía ser otro que el de “Evitar”.

Después de tanto problema, los de la otra familia sintieron que debían irse también. Lo hicieron de mala gana y se asentaron en otro punto también a las afueras de Mahates, pero que estaba lo suficientemente retirado de los Herrera. Hoy en día, este pueblo se llama “Malagana”.

Mientras mi padre hacía las mejores parrandas del pueblo, mi madre podía estar el día y la noche enteros cantando. Cantando de casa en casa a todo el que se llamara Juan y Pedro, mi madre y su grupo recorrían los pueblos cercanos en el mes de junio, durante las festividades de San Juan y de San Pedro. No se perdían tampoco las Fiestas de la Conquista en Evitar y en Gamero, donde también cantaban y se enfiestaban. Mientras esto sucedía, mi padre se quedaba atendiendo las fincas y haciendo desastres con cuanta mujer había en el pueblo.

La Fiesta de la Conquista es una fiesta de negros, es nuestra manera de decirle al resto del mundo:

¡Nuestra música y nuestros bailes nos hacen libres! ¡La libertad es la única realidad!

En la época de la conquista, cuando los blancos españoles mandaban por todas estas tierras, a los negros se nos permitía tener un día de celebración. Así, los negros vestían de reina a la mujer más bonita de su grupo y la ponían a bailar en toda la mitad del fandango. Por eso, los blancos siempre estaban pendientes cuando los negros hacían sus fiestas: para entrar y robarse a la hermosa muchacha que habían elegido.

Además de ser los esclavos que cortaban el cultivo, que trabajan la tierra, que cuidaban de los niños, tenían que soportar que se llevaran a las mujeres, como si fueran cualquier cosa.

Entonces, un día decidieron que en la siguiente fiesta iban a elegir como “reina” a un hombre, que vestirían de mujer. Y así fue. La noche en que sacaron los tambores para formar su fandango y cuando ya el baile había empezado, todos los negros bailaban al son del tambó. Efectivamente, la mujer más bella estaba en el centro del baile contoneando sus caderas. En ese momento, los soldados españoles se metieron en el baile, como dueños de fiesta, y tomaron por la muñeca a la “hermosa mujer”; sin embargo, lo que sintieron fue el grosor y la fuerza de un brazo de negro. Ahí se formó la palera.

Mi madre no cobraba un solo peso por las presentaciones, pues ella y mi papá conformaban una de las familias con más plata del pueblo (si no era la que más tenía). Como ya les dije, en época de fiestas mi mamá amanecía cantando con su grupo; iban de casa en casa, de pueblo en pueblo, y así vivía con mi padre, más o menos como locos.

Su nombre era Francisco: él era alto, su piel estaba tostada y su sonrisa era amplia… sí, mi padre rompía los horizontes cada vez que se reía. Mi madre sabía eso: que la mirada de papá guardaba al sol. Salía a buscarlo por todas partes y donde veía al “Purrongo” amarrado (el caballo amarillo de papá) ahí lo encontraba. Casi siempre estaba tomando trago con sus amigos y con mujeres. Mi mamá lo sacaba de donde estuviese y, cuando llegaban a la casa, se armaba la pelotera: primero, él decía que se llevaba todo; entonces, mi mamá decía que lo empacara él mismo; papá Francisco, le respondía que no lo iba a hacer y luego se iba para los cultivos. Sin embargo, al cabo de un rato ella se le acercaba como si nada le hubiese molestado y le daba de beber agua de panela.

Mientras ellos vivían en ese ir y venir, yo cogía un caballo y me iba a darle serenatas a cualquier amiga por ahí. Cantando rancheras yo aprendí a vivir despechada; me divertía. Uno de esos días que llegué a Evitar, para que papá no se dieran cuenta que yo andaba por Mahates, me metí por el lado del monte que daba a una de sus fincas. Pero, para mi sorpresa, justo cuando me estaba bajando del caballo vi a mi padre frente a mí.

–Coge ese caballo y llévatelo de aquí –le dijo a un muchacho que estaba al lado de él.

El muchacho reaccionó rápido, pero tranquilo: pasó cerquita, rozando mi brazo con su cuerpo, y agarró el caballo. Antes de que se fuera, mi papá siguió regañándome.

–¿Pensaste que nadie se iba a dar cuenta? ¡Quieres andar como la veleta!

No podía ser posible que papá me estuviera haciendo quedar en vergüenza delante del pela’o ese. Salí corriendo de allí y vi cómo el joven se retiraba tras la mirada autoritaria de mi padre.

Después de haberme hecho pasar pena delante de ese pela’o, cuyo nombre quería averiguar enseguida, papá no me dijo más nada. Yo, que para entonces tenía apenas quince años, solo podía pensar en quién era el dueño de esos brazos. Esperé a que la noche cayera, cogí una arepa para comer en el camino y me fui para la calle sin que nadie me viera. Caminé por la llamada “calle larga” del pueblo y aparecí de pronto en la finca La Ceiba, esa misma donde había sido regañada en la tarde. Recuerdo que escuché las notas de una guitarra. Las seguí y descubrí a mi hermano mayor, Andrés, sentado bajo un árbol. Estaba tocando el instrumento y, realmente, lo hacía como los dioses: a veces, lo tocaba hasta con los dientes. Sin embargo, porque era penoso, se cuidaba mucho de que no lo vieran.

Me senté a su lado; tenía los ojos cerrados y ni siquiera se había dado cuenta de mi presencia. Cada vez que Andrés cambiaba la posición de sus dedos, yo podía ver que las estrellas bailaban. Cuando terminó de tocar, abrió los ojos y las estrellas dejaron de moverse.

–Oh, Emilia, ¿tú qué haces aquí a estas horas? –me preguntó.

–Ya me iba para la casa; venía de donde mi compañera del colegio.

–Bueno, ¡arranca, pues!

Yo tiraba el ojo por todos lados a ver si por ahí veía al muchacho. Andrés no dejaba de seguirme con la mirada; prácticamente me estaba sacando a patadas.

–Ajá, Emilia, ¡sal de aquí! ¡Vete pa’ la casa!

Me volé la cerca sin dejar de mirar. Definitivamente, nadie andaba por ahí; al menos, no el que me interesaba. Entonces, resolví irme mirando las estrellas. Me gustaba pensar que ellas me seguían mientras caminaba y, por estar mirando para arriba, me tropecé con una piedra y caí como pepa de guama. Reconocí esos brazos cuando trataban de levantarme: eran los de él… la boquita me temblaba… casi que no podía decir palabra.

–Emilita, ¿qué hace por aquí sola? –me preguntó, como si estuviera hablando con una bebé.

–Nada. Estaba en La Ceiba con mi hermano Andrés que me había pedido un favor. –Lo miré de arriba a abajo y él a mí también; por un momento los dos nos quedamos callados.– Oye, ¿ y tú por qué sabes mi nombre y yo no el tuyo?

–Dago –respondió, acomodándose su pelo afro–. Vamos pa’ acompañarte a tu casa.

Me dejé llevar. Caminábamos juntos y, aunque yo tenía ganas de hablar, el Dago ese no me decía ni una palabra; pero, en cambio, caminaba muy cerquita, ¡qué sensación! Era como si sintiera que me jalaba, y fue así: sin darme cuenta, nuestras manos ya estaban abrazadas. Hasta ese momento solo sabía que se llamaba Dago, que posiblemente trabajaba en La Ceiba con papá, que podía ser enrejador o arreador de ganado, y que tenía cara de tener diecisiete años.


En la imagen Dago en la serie. Fotografía: Archivo del canal TeleCaribe. Foto fija: Freddy Fortich y Jiovanna Osorio.

Cuando ya estaba cerquita a la casa donde vivíamos, pasó mi hermana Martha, mayor que yo, y me miró de forma acusadora. No me dijo nada, pero yo supe que tenía que dejar de abrazar la mano de Dago. Él pareció entender lo que pasaba y yo me pegué a mi hermana.

Cuando llegamos a la casa, le soltó todo a mamá. Mi madre, que era más tranquila, solo me mandó a dormir y me dijo que después hablábamos de ese pela’o. Me acosté al lado de mi hermanita Basilisa que, en esa época, tenía diez años. Ella estaba rendida; la abracé, cerré los ojos y vi, entonces, a Dago. Le acaricié los brazos, lo toqué todo y, ahí, me quedé dormida profundamente.

Al despertar, advertí que Basilisa me estaba mirando como una gallina mira un bulto de sal. Dijo que estaba apalastrá, y apaleada de la estrujadera que le tenía, y lo dijo (eso fue lo peor) delante de todos en la casa. A mí, claro, me dio mucha pena.

Me monté en mi caballo y salí para Mahates, donde quedaba la escuela. En el camino vi un rosal. Me detuve, tomé una rosa y me la puse en la cabeza y escuché entonces esa voz que sabía a tambó.

–Si te pones dos te vas a ver más bonita.

Eso me causó mucha risa. Mi carcajada cautivó hasta al caballo. Esas palabras eran de Dago. Y mi risa lo decía todo.

– ¿Para dónde vas, Emilita, que te estás colocando flores en la cabeza?

–Voy pal’ colegio…–le respondí, cubriéndome la cara.

– ¿Y sabes leer y todo eso?

–Sí, y si tú no sabes, yo te puedo enseñar.

– ¿Tú crees que yo no sé leer?

Era lo más probable. Gente: si hoy en día es difícil que los niños vayan a la escuela, imagínense en esa época en la que yo hasta tenía que tener caballo para ir estudiar. Realmente estudiar en este país es un privilegio de pocos.

–Se te nota –le dije, como desafiándolo.

–Bueno; enséñame pues –me respondió él. – Vamos a ver quién enseña a quien.

–Mañana voy a La Ceiba. ¿Tú trabajas allí? –le pregunté, como si no supiera.

–Sí, ve. Yo te espero allá, en los cultivos.

Me monté en el caballo y, cuando llegué al colegio, no podía pensar en nada diferente al momento en el que iba a estar con Dago tratando de enseñarle las letras y todo eso.

Ya casi era la hora de la salida y yo no quería seguir escuchando al profe, que parecía una garza de lo largo y flaco que era. Lo único que yo tenía en la cabeza era el color del que se iba a vestir el cielo para ver nuestro encuentro. Por cierto, lo que más me gusta de creer en Dios (ahora no se si debería seguir creyendo porque no lo veo) es la idea de subir al cielo: me gusta cómo se ve y me gusta que todos los días haya uno nuevo; me gustan sus colores y sus formas. Sí; siempre había imaginado la posibilidad de subir al cielo, muerta o viva, para sentir las nubes y oler los colores del atardecer.

Aun hoy, eso es lo que más me preocupa de estar acá… que, se podría decir, es nada.

Me inquietaba la idea de estar allá metida, entre las ramas de maíz, de estar con él, encaletados, con el culo lleno de tierra. El solo hecho de estar hablándole de cerca a Dago, me desordenaba la cabeza más de lo que la tenía, o la tengo. Ni siquiera sentí la gana de irme para Gamero después del colegio, a ver mi amiga Irene, a quien visitaba aunque ya era una joven casada con la responsabilidad de un hogar y, sobre todo, de un marido que se emborrachaba después de haber estado trabajando la tierra debajo del sol, y que regresaba a la casa prohibiéndole a ella que saliera en la noche a ver la luna porque de pronto le alcahueteaba los deseos. Pese a eso, Irene siempre me recibía en su casa. Allá, aprovechábamos para cantar cuando su marido no estaba. Los cantos que se escuchaban hasta San Basilio de Palenque a veces la acompañaban a recoger rosas. No sentía el paso del tiempo cuando estaba con ella y, por eso, cada vez que llegaba del colegio papá me daba con un rejo; porque me presentaba en la casa cuando la noche casi estaba cayendo.

Quisiera verla.

En aquellos tiempos en los que yo era una niña de quince años e Irene una joven de veinticinco que cuidaba de mí como si fuese su hermana y con quien tenía largas conversas como si fuéramos contemporáneas, nunca se me atravesó por la cabeza la idea de que ella iba a ser, años más tarde y hasta poco tiempo antes de nuestras muertes, mi peor enemiga. Lo fue, y por las razones más vacías por las que dos mujeres de pueblos resistentes, como nosotras, puedan sentir entre sí, odio. Pueblos como el nuestro, en los que la música ha sido el arma más importante para persistir y sanar: un arma que se ha pasado a los que van llegando.

Ahora que estoy muerta, entiendo por qué nosotros cantamos: nuestros pueblos cantan como siembran; nuestros cantos son nuestra forma de decir estamos aquí, nuestras semillas crecen y no nos vamos. Yo me había prometido que, a la edad de cuarenta y cinco años, iba a salir a ser cantante; de esas cantantes que ponen en los bailes. Yo no participaba en los bullerengues del pueblo en donde las mujeres y los tamboreros se reunían para cantar y celebrar la vida o la muerte, y no lo hacía porque no quería cantar para disfrazar el dolor.

Mi hermana Martha sí cantaba en el pueblo, tanto en las fiestas de junio como en las de la conquista. Ella había decidido seguir el legado de mi madre, que había muerto siendo la más importante del bullerengue en todos estos pueblos.

Cuando el esposo de Irene murió de una mala vaina, ella empezó a sacar todo lo que no cantó por años. Siendo más vieja que yo, se pasaba la vida cantando bullerengue. Cada vez que se reunían a cantar alrededor del fuego, o cuando había fiesta en alguna finca, siempre mandaban a llamar a Irene. Entre los músicos que cuando no estaban trabajando la tierra o pescando en la ciénaga estaban protestando con la música, estaban un primo mío de Gamero que se llama Guido, cantador, otro primo, el Gran Magín Díaz, condenado a vivir para siempre aun después de la muerte, y mi hermana Martha, que se encontraba con ellos de vez en cuando en algunos bailes.

En esos años de mi vida, en los que ya no tenía que saltar cercas para darles de comer cualquier cosa a mis hijos, me dedicaba a llorar y a cantar acompañando al tambor en los velorios, algo que, de alguna forma, hacía para ganarme unos pesitos. La gente cree que entre más se llore al muerto, más seguridad hay de que llegue a donde tiene que llegar; sin embargo, lo que no saben es que el camino solo lo conoce el tambor. Lo que yo creo es que la muerte es un regreso al principio de todo y que, como tal, trae consigo vida.

Recuerdo la muerte de un señor de Gamero, un viejo que vivía en una finca solo, y sobre él la gente decía que tenía pacto con el diablo, porque lo veían salir cuando el sol bajaba y regresar en la madrugada vistiendo sacos hediondos. Incluso, algunos niños que se le metían a la finca a esas horas decían que lo veían enterrando cosas en la tierra. Además de una hija que lo visitaba de vez en cuando y de los empleados de la finca, no había quién lo llorara; por eso, ellos estaban buscando quién se encargara de eso. En realidad, no querían cantos fúnebres ni nada de eso; solo que lo lloraran. Casualmente yo, pipona de mi último hijo, estaba en Gamero con Irene, cuyo marido había muerto por esos días. Sentadas bajo un palo de olivo que había en la puerta de la casa de ella, vimos pasar a un niñito como de doce años.

–Señora Irene, ¿usted no sabe quién llora muertos?

– ¿Por qué? ¿Quién pasó a mejor vida? –le preguntó ella.

–El patrón de la finca “La muerte”.

Yo, que estaba escuchando la conversación, le dije enseguida que yo lloraba muertos y enseguida el jovencito me dijo que fuera.

–Explícame dónde es, que yo llego a la hora del velorio.

Y así fue. A ese velorio fue también un muchacho de Gamero que se llama Samy y que pertenecía a una familia que tenía tierritas en el pueblo. Al parecer, Irene lo conocía bien porque apenas el joven llegó ella le sonrió un poquito entre el llanto. En el momento en el que nos avisaron que ya iban a sacar el cajón, Irene, con ese vozarrón que tenía, empezó a cantar un lamento que yo respondía en el coro hasta que una vieja que recién llegaba a la ceremonia nos interrumpió el viaje.

–¡Están sacando al muerto al revés! –dijo, deteniendo la ceremonia.

Los pies no iban a salir primero que la cabeza y, entonces, se formó la revuelta. Mientras todo el mundo discutía sobre si por delante debían ir los pies o debía ir la cabeza, yo estaba buscando a la hija del muerto para que nos pagara. La encontré orinando de pie, cerca al monte. Se sacó la plata de una de las tetas y yo la recibí y quise metérmela en las mías… pero de esas solo tengo un dibujo. Me la metí, entonces, en la pantaleta, y entré a la casa a buscar a Irene. El muerto ya estaba fuera de la casa y, entre tanto, ella estaba hablando bajo el marco de la puerta con ese muchacho; fue en ese momento que supe su nombre. Era alto, flaco y tenía la nariz como la de una guacamaya; o tiene, mejor dicho, porque él todavía sigue vivo. Su familia, de procedencia turca, era una familia adinerada. Cuando me uní a la conversación advertí que la mirada del muchacho buscaba algo; él llevaba el espíritu de los gatos.

Finalmente, él le dio un abrazo a Irene y le dijo que un día de estos la mandaba a llamar para que llegara a su finca. Luego se fue, casi sin mirar a nadie a la cara. Le pregunté entonces a Irene quién era ese hombre que, aparte de todo, era un tipo simpático.

–Ay, Emilia, tú siempre con la picardía… Oye, deja la travesura; estás vieja pa´ la gracia. Ese muchacho es el hijo de los Merchán, donde yo trabajé cuando era una pelada. En esa época él era un niñito; ahora es músico.

La frase “Ahora es músico” no salía de mi cabeza.

Esto ocurrió finalizando los años sesenta; exactamente en 1969. Después de encontrarse con Irene en el velorio, Samy armó un bullerengue y la mandó a buscar a ella para que fuera a cantar a la finca de él. Ella reunió al grupo de músicos de Gamero con el que animaba bailes, dejando cada uno de ellos sus labores para ir a la casa de Samy Merchán, que venía de unas presentaciones con un conjunto vallenato en donde él era músico.

Después de que terminó de tocar en todos los bailes de los pueblos cercanos, llegó a Gamero para recordar su época de pelado. Fue entonces cuando lo acogió la noticia de que se había muerto ese señor que era su padrino.

En la fiesta también llegó a cantar una amiga de mi mamá que era de Gamero. Como medía dos metros y no le gustaba que la gente le pusiera apodo ni nada de eso, caminaba de rodillas, casi siempre con las piernas envueltas en trapo. Las personas decían que caminaba así porque se le habían quemado y, a medida que los años pasaban, a ella las piernas se le iban desapareciendo de verdad.

Fui allí que cuando Samy se dio cuenta que en la música negra había un potencial comercial. Si ellos habían amanecido bailando al son del tambor, ¿por qué no amanecer tocando en una caseta o en unos carnavales?

Así fue como él vislumbró el éxito: olió al mundo agradecerle por sacar la música negra del anonimato y, en medio de la borrachera, llamó a Irene aparte.

–Yo quiero que el bullerengue lo conozca el mundo entero –le dijo el Samy a Irene al oído. Luego, se separó de ella y gritó:

–¡Vamos a grabar bullerengue, a poner a bailar a todos esos hijos de puta con nuestra música!

A Irene se le esfumó la juma que tenía.

–¿Qué es eso? ¿Cómo así que vamos a grabar?

–Ajá, Irene, pa’ sacar un long play… –le decía el hombre.

Era el amanecer y casi todo el mundo estaba borracho. Aun así, Irene los reunió a todos debajo de un gran árbol de mango. Entonces, Samy Merchán le dijo a todos esos viejos que siempre habían tocado por una botella de ron o por un poco de arroz, que quería formar un grupo con ellos para grabar un disco que sonarían en la radio. Todos ellos dijeron que sí, sin pensarlo. Así fue como al año siguiente grabaron el primer long play en Cartagena, en el que estaba ese tema que dice:


En la imagen, Irene en la serie. Fotografía: Archivo del canal TeleCaribe. Foto fija: Freddy Fortich y Jiovanna Osorio.

Aeaeaeeee rama de tamarindo Aeaeaeeee rama de tamarindo Aeaeaeeee rama de tamarindo Aeaeaeeee rama de tamarindo dime lirio, dime rosa, dime clavel encantado.

Los soneros de Gamero grabaron como grupo ese tema junto con uno que se llama “La pica pica” canciones que hacen parte de nuestro folclore.

El nombre del grupo (Los soneros de Gamero) surgió a raíz de que en ese tiempo se escuchaba mucho la música cubana en la radio. En ella, la palabra “sonero” era frecuente y Samy la eligió pensando en que el grupo tuviera un aire más comercial, como él decía siempre.

Después de que Irene grabó ese disco, yo la fui a visitar y, aunque me recibió como siempre, brindándome café en los mismos pocillos de electro plata, entonces no hablaba de nada diferente al estudio de grabación y Samy Merchán. Recuerdo que llegaron a la casa de Irene mi primo Guido, que era cantador junto con ella, y mi primo Magín, que se había enterado de que yo estaba en Gamero. Irene empezó a cantar una canción que decía De las flores la más hermosa es la que lleva por nombre Rosa… Rosa que linda eres, Rosa que linda eres tú. Luego, Irene cantó “La rama de tamarindo” mientras Guido tocaba el tambor; yo empecé entonces a hacerle los coros hasta que ella detuvo el canto.

–Emilia –me dijo–, te estás saliendo de la tonada.

–Empecemos otra vez pue’ –le dije yo, sin prestarle atención a la razón por la que lo decía.

Sin embargo, cada vez que yo iba a entrar al tema ella se detenía.

Después de eso, mi amistad con ella continuó. De hecho, en ese tiempo yo regresé a vivir a Gamero y allá me ayudó muchísimo. Seguía, por entonces, alegrando bullerengues junto con mi hermana Martha, quien también andaba con un grupo de tamboreros aquí en Evitar. Dos años después, Irene volvió a grabar con Samy.

Ese año, Los Soneros de Gamero pasaron más tiempo en Barranquilla que en el pueblo, dedicados a tocar en las casetas. En una noche, Samy les armaba tres o cuatro toques y, a veces, hasta se llevaba a Irene días antes para Barranquilla para tenerla cerca.

La música que la gente de nuestros pueblos cantaba para liberarse un rato del olvido, el bullerengue, ahora era bailada en casetas y se escuchaba en la radio.

Después de ese disco, todos los conciertos se quedaron trancados. Aunque Samy no iba por Gamero, “Los soneros” seguían tocando en todos los pueblos de Mahates y mi hermana Martha se unió a ellos en los coros.

Se supo después que al Samy le tocó volver a la agrupación vallenata porque, según lo que la gente hablaba, “Los soneros” lo habían dejado en la limpieza y él no veía las ganancias. Así que no le quedó de otra que volver a ser un músico del vallenato.

Permaneció perdido siete años y, en el año ochenta, regresó buscando a su grupo porque, según dijo, se lo iba a llevar para Cartagena a grabar. Yo no me enteré por boca de Irene; no. Me enteré porque mi primo Guido, que andaba por Evitar vendiendo unos pescados, y que me había regalado el último que le había quedado suelto, me dijo que tenía que ir a Gamero porque iban a ensayar con Samy (a él no le gustaba que llegaran sino a la hora que él decía). En ese tiempo en el que yo ya tenía cincuenta y dos años, no había podido grabar el primer disco; es decir, no había podido cumplir la promesa que había hecho una vez, mientras lloraba, a mis hijos. Les había prometido que yo iba a ser una cantante, pero una que todo el mundo iba a bailar. Fui entonces a donde mi hermana Martha y le conté lo que estaba pasando en Gamero, pese a lo cual ella se negaba a ir hasta allá a ver.

–Vamos, Martha… a ver no más –

Aunque Martha no quiso ir, yo sí fui. Se escuchaba algarabía en la casa de mi primo Magín. Al llegar, nadie advirtió mi presencia. Noté que Samy tenía otra cara: sus ojos estaban oscurecidos y miraba para todas partes. Empezaron a cantar una canción que se llamaba “El Lobo”, y que yo conocía porque en las fiestas del pueblo los cantadores viejos la cantaban.

–Bueno, muchachos, vamos a tocar “El lobo”, de Irene Martínez –había dicho.

Después de decir eso, una piedra le dio una cachetada. Él se hizo el loco e hizo la señal de que empezaran tocar. Yo me asomé para ver qué pela’ito había tirado eso, pero no había nadie.

Estuve ahí todo el tiempo hasta que terminaron de ensayar, pese a lo cual ese muchacho nunca se dio cuenta de mi presencia. Solo cuando todos se fueron, yo hablé con mi comaé que me dijo que iban a ir a grabar a Cartagena, cosa que me agradó muchísimo. Yo, entonces, me perdí, aunque escuchaba de vez en cuando, por ahí, a las personas hablando acerca de “Los soneros”. El tema de “El Lobo” fue un batazo musical: todo el mundo bailaba ese disco y, en los carnavales, era el tema principal. Al año siguiente, el Samy llegó a Evitar buscando a mi hermana Martha porque, según dijo, quería incluir a otras viejas en la agrupación. Yo estaba ahí, recogida en una mecedora; casi no me veía entre la gente y tenía mis lentes oscuros puestos. Nuevamente, él hablaba con Martha sin advertir mi presencia.

–Pues sí, Martha, la idea es que te vayas con nosotros pa’ Medellín ahora, pa’ grabar con Codiscos.

– ¿Y pa’ ir pa allá hay que subirse en avión?

– Sí

– ¿Medellín? ¡No señor! A mí eso me da miedo. Yo no soy pájaro pa’ andar montá en esos aparatos.

Entretanto, yo tenía las orejas paradas. Pude escuchar que él siguió explicándole, mientras ella se mantenía en que no iba y, mucho menos, en avión.

–Llévame a mí, Samy –le dije, sin levantarme del mecedor.

–¿Tú eres Emilia? –me preguntó–. A mí ya me habían hablado más o menos de ti, pero tú no cantas bullerengue.

–Sí, la misma Juana Emilia Herrera, soltera y sin compromiso –dije, y luego solté una carcajada–. Yo sí canto –aseguré.

–Tú estás loca, ombe. Además, ¿tú no estás enferma? –me preguntó el Samy.

Y se fue.


En la imagen Samy Merchán en la serie. Fotografía: Archivo del canal TeleCaribe. Foto fija: Freddy Fortich y Jiovanna Osorio.

Déjala morir

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