Читать книгу Derecho penal de principios (Volumen I) - Yvan Montoya - Страница 14
ОглавлениеEn el presente capítulo, pretendemos introducirnos, de manera muy breve, en el debate contemporáneo que, desde la filosofía política y moral, se ha desarrollado con relación al fundamento o justificación de las sociedades actuales —especialmente las sociedades democráticas occidentales, complejas y plurales—. En otras palabras, de manera muy resumida, daremos cuenta del debate sobre el fundamento filosófico moral y político de las obligaciones, derechos e instituciones en una sociedad democráticamente organizada (Estado). Evidentemente, este debate constituye el presupuesto esencial para, posteriormente, adoptar coherentemente una posición sobre el fundamento de toda norma jurídica (penal) en el Estado moderno, así como de su obligatoriedad. En buena cuenta, se trata de obtener las bases que nos permitan, posteriormente, adoptar una posición sobre el fundamento del derecho penal y de la pena en el marco de nuestro actual Estado constitucional y democrático de Derecho.
A partir del propósito anterior, analizaremos brevemente dos de las perspectivas más relevantes de la filosofía política y moral, las cuales han influido e influyen en las materias que son objeto de este texto —a saber, el fundamento o justificación del derecho penal y la pena—. Nos referimos, en primer lugar, a las teorías funcionalistas sistémicas, principalmente aquella propuesta por el filósofo social Niklas Luhmann2, y, en segundo lugar, a las teorías neocontractualistas, especialmente la defendida por Jürgen Habermas3. Sobre Luhmann, cabe precisar que, si bien su teoría pretendería constituir solo una descripción general del funcionamiento de las sociedades modernas, no puede evitarse considerar dicha explicación o descripción como una justificación indirecta de dichas sociedades: en efecto, como veremos posteriormente, Luhmann destaca la función del sistema social y de uno de los subsistemas que lo integran como elementos determinantes de la explicación del rol del derecho y, en particular, de la norma y la sanción. Se trata, así, de un caso en el que la explicación termina cumpliendo el rol de una justificación.
1. LA PERSPECTIVA FUNCIONALISTA SISTÉMICA DE NIKLAS LUHMANN
Es posible afirmar que Luhmann se plantea las siguientes dos preguntas centrales: ¿cómo es posible el orden social? (García Amado, 1997, p. 103), ¿qué explica su funcionamiento? Para adoptar su respuesta, el autor rompe con la tradición de la Ilustración y de la tradición europea clásica (Izuzquiza en Luhmann, 1990, p. 15)4, la misma que intentó —desde distintas fórmulas— responder a esa pregunta. Dicho rompimiento generó la propuesta de una teoría general de la sociedad, sumamente abstracta y asentada en algunas características principales que discutiremos a continuación.
En primer lugar, se trata de una teoría que parte del diagnóstico de una gran complejidad de las sociedades modernas. Esta complejidad debe entenderse como «el conjunto de todos los sucesos posibles en una sociedad». La existencia de todas estas posibilidades en sí mismas constituiría un caos. Dado que ello no ocurre en una sociedad compleja y moderna como la nuestra, nuestras sociedades expresan, aunque sea en grado mínimo, una suerte de orden social, es decir, un sistema social. En consecuencia, la existencia de un orden social revela un sistema social cuya tarea constante y permanente consiste en esa reducción de la complejidad (sobre la reducción de la complejidad como tarea de la teoría de sistemas, véase Luhmann, 1990, pp. 66-87; García Amado, 1997, pp. 104-105) y en la superación del caos. La reducción de esa complejidad y la superación del caos es, entonces, lo que legitima —es decir, lo que le da validez— a la teoría de sistemas que el autor propone.
En segundo lugar, este problema de la complejidad de la sociedad se concretiza, en el ámbito de los sujetos individuales, en el problema de la «doble contingencia» (Soto Navarro, 2003, pp. 8-9). Este problema alude a la situación de dos individuos en una situación originaria, en el contexto de la complejidad y el caos del mundo exterior —es decir, de la sociedad antes de concebirse como sistema social—. Si estos dos individuos pretenden entrar en contacto mutuamente, no podrán orientar su conducta de acuerdo con el comportamiento del otro, dado que, en ambos casos, sus posibilidades de acción o las posibilidades de sucesos son innumerables e imprevisibles. Es decir, no existe o no es posible la comunicación entre ambos sujetos. En esa relación, todo sería posible (García Amado, 1997, p. 106-107)5. El germen del orden social radicaría en el rompimiento de esa doble contingencia y en la posibilidad del establecimiento de un contexto de comunicación. Esto se logra a través de un mecanismo de selección (Soto Navarro, 2003, p. 8) entre las distintas posibilidades de sucesos o de acción. Este acotamiento de las distintas posibilidades de acción permite que las acciones que decida uno de los sujetos sean previsibles para el otro sujeto y viceversa; es decir, se generan estructuras de expectativas compartidas6. Dice García Amado, explicando la tesis de Luhmann, que esta primera estructuración de lo previsible es el resultado de un código binario (aceptar o no aceptar, legal o ilegal, bueno o malo, lo correcto o incorrecto, etcétera) que el sistema o los subsistemas irán forjando, según su especialidad, con el fin de contribuir a ese proceso de selección de posibilidades que se contienen en un entorno y, de esta manera, reducir la complejidad y permitir un sistema de comunicaciones.
Un tercer aspecto es que la sociedad, entonces, para la teoría de Luhmann, es un sistema de comunicaciones. No se trata de un conjunto de acciones comunicativas, sino de un sistema de comunicaciones en sí misma. Es decir, «la comunicación no es entendida como una acción humana —en el sentido de la existencia de un emisor y un receptor—, sino como un proceso autorreferencial» (Pont Vidal, 2015, p. 30). Efectivamente, la comunicación estructura el orden social, esto es, el sistema social. Mediante su dinámica de selección bajo un código binario, permite la diferenciación de ese sistema de comunicaciones respecto de lo que constituye o va quedando como «entorno». Entonces, la sociedad es, para Luhmann, un sistema de comunicaciones (García Amado, 1997, pp. 110-111) —no de individuos que se comunican—. Por ello, es posible afirmar que este autor se concentra más en el contexto y en el proceso de comunicación que en los individuos que forman parte de estos.
Esta diferencia entre sistema (social) y entorno es una de las características de la teoría de sistemas de Luhmann y revela la situación de autoafirmación del sistema respecto de su entorno. En palabras del propio Luhmann, el sistema social se «constituye y se mantiene a través de la producción y el mantenimiento de una diferencia con el entorno, y utiliza sus límites para regular esta diferencia» (1990, pp. 50 y ss.). De esta manera, no puede existir un sistema sin un entorno; y es esa diferenciación de este entorno lo que permite afirmar un sistema autorreferenciado. La comunicación solo es posible en el sistema, no en el entorno.
Luhmann explica que, luego de que el sistema social aparece en su función primigenia de reducir la complejidad del sinnúmero de posibilidades de acción en una sociedad, termina constituyéndose y desarrollándose por sí mismo. Es decir, como señala García Amado, una vez que el sistema adquiere impulso del entorno o medio, «alimenta por sí mismo el fuego de su propia existencia, de supervivencia» (1997, p. 131). La identidad de este sistema se afirma en cuanto acota como propio un conjunto de comunicaciones, gobierna la propia sucesión de estas comunicaciones y establece en ella un orden susceptible de desarrollarse (p. 132). De esta manera evita su propia desintegración y garantiza su continuidad. Para Luhmann, no se trata de que alguien —desde fuera— le marque al sistema sus objetivos o su finalidad7. Es el sistema mismo el que lo hace en su proceso de desarrollo y evolución.
Entonces, el subsistema de comunicaciones del derecho penal se legitima en tanto evita la desintegración del sistema social y garantiza su continuidad y desarrollo. Sin embargo, debe advertirse que por continuidad no debe entenderse la mera reproducción de los mismos elementos del sistema, sino la recreación constante de nuevos elementos, relacionándolos con los anteriores en un contexto de unidad8.
Finalmente, y ahora puede entenderse mejor lo dicho anteriormente, en la posición de Luhmann el individuo es un elemento del entorno, no del sistema. El sistema selecciona algunos aspectos del individuo y, bajo determinados procesos de selectividad binaria, determina su valor en el sistema en tanto configura una comunicación (Luhmann, 2006, pp. 257-266). Entonces, como el mismo Luhmann expresa de manera directa, no estamos ante una perspectiva antropológica de la sociedad (el sistema social no está compuesto por seres humanos concretos), sino frente a una perspectiva sistémica claramente antihumanista (Luhmann, 2006, p. 20). Esta posición lleva a Luhmann a una concepción de la sociedad (o sistema social) no orientada normativamente (Miranda Rebeco, 2012, p. 278) y, además, a una negación del consenso o el contrato social como instrumento de configuración de la sociedad (Luhmann, 2006, pp. 14 y ss.).
Nuestras discrepancias con la concepción de Luhmann no se deben solamente a la perspectiva profundamente pesimista de este autor respecto del ser humano —un ser determinado por el sistema, sin posibilidad de una acción mínimamente transformadora9—, sino también a las dificultades de compatibilizar sus concepciones con el marco epistemológico del derecho actual derivado del modelo de Estado constitucional y democrático que nuestra Constitución reconoce10. Este modelo de Estado, como podrá apreciarse posteriormente, exige una valoración del ordenamiento jurídico legal desde una perspectiva orientada normativamente por los principios que se reconocen en la Constitución. En la concepción de Luhmann, si bien el derecho recobra autonomía al ser concebido como un sistema cerrado y autorreferencial (autopoiético) que cumple esencialmente el rol de estabilizar las expectativas del comportamiento dentro del sistema social, se separa sustancialmente de otros subsistemas esenciales que constituyen, para el primero, un entorno (Habermas, 2010, p. 114)11. Como dice Habermas, en la perspectiva asumida por Luhmann, el sistema jurídico «no puede mantener un vínculo directo con otros entornos [u otros sistemas que son entorno para el derecho] internos de la sociedad, ni tampoco obrar regulativamente sobre ellos» (p. 112)12. Es decir, el derecho no solo pierde su capacidad regulativa sobre elementos del entorno u otros subsistemas, sino que se elimina «toda dimensión deontológica de la validez de las normas jurídicas» (p. 113).
Existe entonces —en la propuesta de Luhmann— una ceguera frente al problema de la validez del derecho, especialmente referida a las condiciones de validez material derivadas del marco axiológico principialista del Estado constitucional y democrático. Esto explica que la única dimensión relevante del derecho en la concepción luhmanniana sea su aplicación (Habermas, 2010, p. 113) y no su legitimidad material o teleológica. De esta manera, la perspectiva estructural funcionalista de Luhmann no es adecuada, al menos en lo referente al discurso de legitimación del derecho penal que pretendemos presentar en este volumen.
2. LA PERSPECTIVA NEOCONTRACTUALISTA FUNDADA EN EL PRINCIPIO DEL DISCURSO DE JÜRGEN HABERMAS: POSICIÓN SOBRE EL ESTADO Y EL DERECHO
2.1. Antecedentes contractualistas y los primeros fundamentos de la potestad de punir
Como indica Seelmann, desde el siglo XVIII se tornó insostenible fundamentar el poder del Estado o sus instituciones en fuentes divinas o trascendentes, por lo que resultó recurrente apelar a la metáfora del contrato social (2013, p. 85). Koller señala que la «idea de la que parten todas las concepciones del contrato social […] es manifiestamente la siguiente: cuando alguien realiza un acuerdo contractual con otro, otorga su aprobación a los derechos y deberes que para él resultan de ese acuerdo […], y no puede quejarse de los derechos y deberes que resultan del acuerdo y tiene que aceptarlos como obligatorios» (1992, p. 23). Pues bien, esta idea de fundamentación de derechos y deberes contractuales es trasladada a toda la sociedad. A partir de ello, se asume que toda la organización social y sus instituciones (entidades públicas, normas, sanciones, etcétera) se originan en una suerte de acuerdo entre todos los ciudadanos, libres e iguales en derechos, sobre la organización de su convivencia (Koller, 1992, p. 24)13.
A partir de la idea general presentada en el párrafo anterior, Seelmann (2013, pp. 86-92) nos indica que pueden encontrarse hasta cuatro construcciones diferenciadas de la idea de contrato social: i) por el contrato social, el individuo ha transferido al Estado un poder público para punir y ejercer el derecho de defensa que le corresponde en su condición natural; ii) por el contrato social, el individuo se obligó a futuro a soportar, en caso de cometer un delito, el castigo; iii) por el contrato social, todos ceden de manera condicionada y recíproca determinados derechos: así, el individuo que comete un delito pierde la protección del derecho y la pena queda liberada para imponerse al infractor; y, iv) en esta posición no se trata de un acuerdo previo, sino que, en cada situación de infracción de la norma (por ejemplo, la comisión de un delito), el individuo que sabía que tal conducta estaba amenazada con pena consiente de forma concluyente en la imposición de la pena prevista.
Sin embargo, desde sus primeras versiones, estas teorías del contrato social sufrieron algunos cuestionamientos u observaciones que motivaron la aparición de explicaciones complementarias. Dichas explicaciones permitieron justificar el orden social vigente en ese momento, especialmente los aspectos relacionados con las duras normas y sanciones previstas para algunos delitos. Señala Seelmann (2013, p. 87) que algunas de estas teorías tuvieron problemas con determinados tipos de penas segregativas (penas de larga duración) o letales (pena de muerte). Es decir, resultaba inaceptable postular un acuerdo o una aceptación de todos con respecto a este tipo de penas —especialmente la pena de muerte, en un contexto histórico en el que la vida resultaba indisponible—. En otras palabras, los sujetos que reciben la imposición de este tipo de penas, evidentemente, no están consintiendo en tales penas, por lo que «el castigo no se legitima frente a él» (Seelmann, 2013, p. 87).
Estas dificultades motivaron, en varias oportunidades, la aparición de tesis defensistas de la sociedad que buscaban prevenir comportamientos dañosos. Muchas de estas tesis se construyeron desligadas de toda concepción contractualista (Seelmann, 2013, p. 97).
Es pertinente hacer una mención especial, antes de introducirnos en la tesis habermasiana, de la posición neocontractualista de John Rawls, un filósofo político contemporáneo de Habermas. El interés de hacer una descripción básica de la posición rawlsiana estriba en que su posición será retomada posteriormente, al momento de presentar nuestra posición en el capítulo 3.
John Rawls nos propone una fundamentación racional de las bases de sociedades políticamente organizadas, especialmente sociedades complejas y democráticas como las actuales. Para tal efecto, nuestro autor apela a una teoría del contrato social, pero reformulada. Efectivamente, Rawls no concibe el contrato social como el consenso de los individuos presentes en una sociedad en torno a lo que resulta deseable en el nivel de los arreglos políticos. En su lugar, el procedimiento contractual de Rawls (Kukathas y Pettit, 2004, pp. 32-33) nos lleva a considerar que una sociedad políticamente organizada (sus instituciones, sus principios de distribución de derechos y deberes, así como los elementos de la estructura básica de la referida sociedad) resulta legitimada en la medida en que cualquiera de los partícipes en dicha sociedad, colocado en una posición original contractual (es decir, bajo el velo de la ignorancia que oculta lo referido a los aspectos de su autointerés), elegiría dicha sociedad políticamente organizada como el más deseable de los arreglos políticos. Además, los partícipes podrían identificar dicha sociedad como el arreglo política y genuinamente más viable —a la luz de la información general que poseemos como sujetos en la posición original— (Kukathas y Pettit, 2004, pp. 32-33; sobre los deseable y lo viable de los arreglos políticos elegidos). Se trata, entonces, de un concepto (el contrato social) utilitario o funcional para evaluar la legitimidad y viabilidad de una sociedad políticamente organizada.
Pero ¿qué se elige bajo los criterios de lo viable y deseable? Hemos referido que se trata de las instituciones básicas de la sociedad y de los principios que determinan la distribución de derechos y deberes en ella. En síntesis, lo elegible bajo los criterios de deseabilidad y viabilidad no deberían ser más que los principios que estructuran las bases de una sociedad justa (Kukathas y Pettit, 2004, p. 47). Y, ¿cuáles son esos principios que definen las bases de una sociedad políticamente organizada de manera justa? Rawls, luego de descartar una serie de alternativas14, en razón de no considerarlas deseables o viables, afirma que esos principios de justicia son dos: el de aseguramiento de las libertades individuales para todos y el de aseguramiento de la equidad —es decir, el aseguramiento de que, en el caso de las desigualdades sociales y económicas existentes, se articulen decisiones que ofrezcan el mayor beneficio posible a los menos favorecidos por la sociedad, manteniendo la igualdad equitativa de oportunidades de los mismos (Kukathas y Pettit, 2004, p. 47).
Rawls llega a elegir como viable y deseable la alternativa de una sociedad orientada a la justicia, expresada en los principios de libertad e igualdad de oportunidades, apelando a la regla del maximin (maximización del mínimo) —esto es, la minimización del perjuicio derivado de encontrarse en la situación más desfavorable (Vallespín Oña, 2000, p. 593)—. A fin de cuentas, como señala Vallespín Oña sobre nuestro filósofo político, «lo que Rawls viene a decir es, pura y simplemente, que cualquier sistema político que acepte las libertades contenidas en el primer principio y aplique una política socioeconómica dirigida a propiciar la igualdad de oportunidades y la preservación de un mínimo vital para todos los sectores sociales podría encajar en sus criterios de la justicia» (2000, p. 595). Es evidente, entonces, que el principio de justicia que asume Rawls está impregnado de la interacción de dos principios: el de la libertad y el de la básica solidaridad.
La pena, entonces, para Rawls, a pesar de que se ha referido escuetamente al tema (sobre la posición del propio Rawls, y citando a Scheffler, véase Gallego Saade, 2012, p. 142), cumpliría una función de protección de las condiciones de justicia antes indicadas —esto es, de protección de las libertades y de la igualdad de oportunidades para todos.
2.2. Habermas y el neocontractualismo fundado en el principio del discurso
Jürgen Habermas, filósofo contemporáneo, viene desarrollando y profundizando, desde los años setenta del siglo XX, su teoría central de la acción comunicativa. Sobre la base de esta idea central, Habermas ha reconstruido el fundamento de una serie de problemas de carácter político, jurídico, moral y filosófico. Con respecto a lo que resulta relevante para este texto, nos interesa conocer los aportes de Habermas al tema del fundamento de las sociedades democráticas (complejas) y la validez del derecho.
Para entender estas elaboraciones, es importante familiarizarse con dos conceptos básicos y fundamentales del autor alemán: a saber, el concepto de acción comunicativa y el de procedimiento discursivo. Por acción comunicativa entiende el propio Habermas aquella «clase de interacciones, en que todos los participantes armonizan entre sí sus planes individuales de acción y persiguen, por ende, sin reserva alguna sus fines ilocucionarios» (1987, I, pp. 376-377). Ello supone actos de habla con fines de motivación sobre el oyente y con «pretensiones de validez susceptibles de crítica» (p. 391).
La acción comunicativa constituye, para Habermas, el fundamento de la sociedad humana15. Efectivamente, el lenguaje humano, poseedor de determinadas características intrínsecas, hace posible el intercambio comunicativo entre las personas y, en esa perspectiva, hace posible la intersubjetividad. En este sentido, el lenguaje humano actúa, como señala Margarita Boladeras, «como mediación necesaria en los procesos de aprendizaje, en la coordinación de la acción, en la diversificación de los discursos» (1996, p. 43). Desarrollados en la historia, estos procesos han permitido la objetivación de los diversos procesos de la realidad y han abierto la posibilidad de construir una ética discursiva, bosquejar los rasgos de un Estado democrático y vertebrar la conciencia humana colectiva. El lenguaje es, entonces, un instrumento que de manera interactiva permite construir entendimiento e integración social.
Por procedimiento discursivo entendemos, entonces, aquel procedimiento que utilizan los individuos (sujetos con capacidad de acción comunicativa) a través del lenguaje no solo para lograr entenderse sino también para alcanzar acuerdos normativos racionales. Es decir, a través de acciones comunicativas, que inherentemente se orientan al entendimiento, se constituye la base sobre la cual se puede obtener un acuerdo normativo que legitime el orden social general. Como afirma Durango (2008) «este postulado le sirve a Habermas para introducir el principio discursivo de forma reflexiva, en cuanto los destinatarios de las normas pueden sentirse coautores de estas, convenciéndose unos a otros argumentativamente de que las normas y principios jurídicos y democráticos logrados por la institucionalidad democrática logradas por medios democráticos merecen ser reconocidas por todos los participantes» (p. 37).
La ética discursiva16 —esto es, la construcción de pautas normativas a través de un proceso de interacción argumentativa racional— es la expresión de la sexta etapa en el desarrollo de la conciencia moral de las personas y las culturas (Habermas, 1996, p. 148; véase el resumen de las etapas del desarrollo moral propuesto por Lawrence Kohlberg en pp. 145 y ss.; véase también más abajo la nota 19). Habermas adapta este principio del discurso a la explicación y legitimación crítica de las sociedades modernas y complejas, especialmente caracterizadas por su pluralidad y por el aumento de la autonomización de los sistemas económico y administrativo que amenaza el mundo de la vida17. Para tal efecto, el derecho, legitimado discursivamente, es el único que puede otorgarle legitimidad a la sociedad como un todo. Ello es posible en la medida en que el principio del discurso exige que «sólo son válidas aquellas normas en las que todos los afectados puedan consentir como participantes en un discurso racional» (Habermas, 2010, p. 140). No debemos olvidar que, para Habermas, la racionalidad del discurso se asienta, como hemos mencionado, en premisas básicas que operan como presupuestos necesarios: autonomía y ausencia de coerción, imparcialidad, igualdad posicional de todos los participantes, revisabilidad crítica de los consensos alcanzados y apertura a todos (universalidad).
En consecuencia, la legitimidad de los consensos a los que se llega en una sociedad democrática no radicaría en el valor intrínseco e inmutable de algunos principios de justicia sobre los que se consensua, sino en el procedimiento discursivo racional seguido para tales fines. Sin embargo, esa naturaleza procedimental de la racionalidad comunicativa no significa, como ya hemos evidenciado, que no haya un contenido valorativo en la base del procedimiento discursivo (autonomía, ausencia de coerción, imparcialidad, etcétera)18, ni que no sea posible aceptar derechos o principios con pretensión universalizable que permitan evaluar la fundamentación de las normas jurídicas, entendidas específicamente como reglas jurídicas19.
En efecto, la ética discursiva, como señala Adela Cortina, «reconoce como personas a todos los interlocutores virtuales de los discursos prácticos. Los derechos que corresponden a tales interlocutores (todo ser humano) podrían caracterizarse por determinadas cualidades». Dichas cualidades resultan equivalentes a los derechos humanos recogidos en los instrumentos internacionales más importantes de protección de los humanos. Se trata, asimismo, de derechos que han sido adoptados por los Estados constitucionales y democráticos de Derecho, en sus cartas constitucionales, como derechos fundamentales (Cortina, 2000, p. 572; Boladeras, 1996, pp. 144-145). Los derechos humanos o los derechos fundamentales deben ser entendidos como el resultado del desarrollo de una construcción ética intersubjetiva, tal como lo ha explicado Habermas a partir de los descubrimientos de Kohlberg en el ámbito del desarrollo moral de las personas y las culturas20. Según la ética discursiva de Habermas21, siguiendo especialmente el sexto nivel del desarrollo moral de Kohlberg (Habermas, 1996), la ética posconvencional de la conciencia moral explica la universalidad de los derechos humanos en sociedades complejas como las nuestras, al igual que, como hemos mencionado, su concretización en los derechos fundamentales reconocidos por las constituciones de nuestros países.
Por otro lado, la propuesta de Habermas tampoco supone un pacto social a la manera de los clásicos ilustrados —es decir, un producto de procesos de aceptación voluntaria (expresa o tácita) de miembros egoístamente autónomos y libres—, sino la posibilidad de que todos los afectados en una colectividad, en condiciones de interacción comunicativa óptima (sin barreras), acuerden la aceptación de las medidas normativas o decisiones políticas básicas emitidas por la sociedad (Soto Navarro, 2003, p. 35). Como dice Adela Cortina, frente al liberalismo contractualista que entiende la justicia desde un pacto de individuos egoístas, la ética del discurso, al partir de la pragmática del lenguaje, entiende la justicia como el resultado de la interacción comunicativa entre seres dotados de esa competencia, dado que el telos del lenguaje apunta al consenso evolutivo, universal y revisable. De ahí la importancia de que los mecanismos institucionales reales de una democracia se aproximen a esas condiciones óptimas de comunicación para todos sus miembros: ello implica, actualmente, a los derechos humanos (con relación a los fundamentos de los derechos humanos a partir de la ética del discurso, véase Cortina, 2000, pp. 571-574).
Efectivamente, esta base justificativa de la racionalidad moral es aplicable a las normas iusfundamentales22 (derechos fundamentales e intereses constitucionales reconocidos) que integran una Constitución23. En Habermas, el derecho, como otros tantos ámbitos de la vida en sociedad, ha experimentado un proceso de desarrollo hasta alcanzar un alto grado de formalización, tecnificación y burocratización: todo ello configura un sistema jurídico que tiene su propia dinámica y recursos específicos. Para Habermas, quedarnos en esta dimensión del derecho —a la manera del funcionalismo sistémico de Luhmann— es insuficiente. Efectivamente, dado que el derecho regula diversos ámbitos del mundo de la vida —esto es, establece regulaciones de las relaciones entre las personas, la cultura, la política y la sociedad misma— y que estos ámbitos están en una situación de constante complejización, diversificación y pluralidad, se requiere una justificación y legitimación rigurosa que permita dar cuenta, precisamente, de las realidades que regula. La mera autonomización y autorreferencialidad del derecho no puede dar cuenta de este propósito de legitimación. El derecho, como señala Soto Navarro, sería portador de una doble naturaleza: «como subsistema funcionalmente especificado (basado en la coerción fáctica y la validez formal de su emisión) y como elemento en el que se reproduce la concepción de justicia de una sociedad (en lo que reside su validez o legitimidad material)» (2003, p. 39).
Teniendo en cuenta esta doble naturaleza del derecho, corresponde detenernos brevemente en la perspectiva de legitimación del derecho que, desde la teoría del discurso, desarrolla Habermas (2010). De acuerdo con su perspectiva, la validez de las normas jurídicas se determina «en base a una tensión entre facticidad o validez social y legitimidad o validez racional o comunicativa» (García Amado, 1997, p. 18). Efectivamente, como explica García Amado, las normas jurídicas, según Habermas, poseen una dimensión fáctica (validez del derecho), la cual está determinada tanto por su cumplimiento habitual o generalizado (que Habermas denomina «legalidad»)24 como por la coercibilidad que respalda su cumplimiento. Sin embargo, esta mera dimensión no les permitiría cumplir a cabalidad su función de integración social en sociedades complejas y plurales como las actuales. Para que ello pueda ser alcanzado se requiere de una dimensión de legitimación. Esta dimensión se define por el modo en que las normas jurídicas son creadas. Como señala Habermas, «la legitimidad de las reglas se mide por la desempeñabilidad o resolubilidad discursiva de su pretensión de validez normativa» (2010, p. 92). Es decir, en palabras de García Amado, las reglas «son legítimas cuando sus destinatarios “pueden al mismo tiempo sentirse en su conjunto como autores racionales de esas normas”, es decir, cuando el procedimiento de creación de las normas reproduce el procedimiento argumentativo y consensual de la razón comunicativa» (1997, p. 19). Ello supone haber seguido, en términos reales, el procedimiento democrático institucional óptimo de creación de normas.
En consecuencia, la validez de una norma jurídica no solo radica en la legalidad o habitualidad de su cumplimiento, sino también en la legitimidad de su creación —asentada en un proceso discursivo democrático y en la fundamentación imparcial de su aplicación—. Y. aunque Habermas no termine por definir claramente cuál es el estatus de una norma que solo cumpla con su dimensión de facticidad y de legalidad, no nos queda duda de que se trata de normas inválidas. Efectivamente, aunque el procedimiento discursivo incide en el procedimiento de producción de las normas jurídicas, este procedimiento, como hemos mencionado anteriormente, está cargado de contenido valorativo. Habermas centra este aspecto en dos postulados: los derechos humanos y la soberanía popular (García Amado, 1997, p. 92). Para tal efecto, las constituciones de un país democrático reconocen una serie de aquellos derechos que —a diferencia de lo que Habermas considera (a saber, que son solo presupuestos procedimentales)—, a nuestro juicio, también configuran un orden axiológico material alcanzado en el estado actual posconvencional, tal como el propio Habermas lo sostiene, siguiendo las etapas de desarrollo del juicio moral de Kohlberg25.
Este entendimiento de la teoría propuesta por Habermas en torno al fundamento de una organización social democrática y de los derechos humanos resulta de gran ayuda para la comprensión del derecho (por ende, también del derecho penal) en la etapa del constitucionalismo normativo o constitucionalismo pospositivista que se modela en nuestros Estados modernos desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días26.
3. EL DERECHO PENAL EN LA ERA DEL CONSTITUCIONALISMO POSPOSITIVISTA
Desde la segunda mitad del siglo XX, los ordenamientos jurídicos de Europa continental y, posteriormente, de América Latina han experimentado un proceso de constitucionalización27 que ha determinado, para muchos teóricos del derecho, un nuevo paradigma de entendimiento del fenómeno jurídico —es decir, un nuevo paradigma del concepto de derecho diferente al predominante hasta mediados del siglo XX, el positivismo jurídico—. Efectivamente, como señala Atienza, el positivismo jurídico resulta ahora una «concepción demasiado pobre del Derecho, que no consigue dar cuenta de la complejidad de la experiencia jurídica, ni ofrece tampoco el instrumental teórico adecuado para que el jurista pueda desarrollar la que tendría que ser su tarea distintiva en el marco del Estado constitucional: la protección y el desarrollo de los derechos fundamentales» (Atienza, 2014, p. 13). Explica Atienza que el positivismo no puede explicar el complejo panorama del fenómeno jurídico actual, debido a una perspectiva reduccionista del derecho. Este concepto de derecho define su validez sobre la base de una dimensión exclusivamente formal y autoritativa de las normas jurídicas, dejando fuera (o explicado insuficientemente) el componente sustancial o de valor28.
Creo —como lo sostienen Zagrebelsky (2003), Atienza (2014, p. 13), Aguiló Regla (2007, p. 668), Alexy (1998, p. 143) y muchos otros teóricos del derecho— que el fenómeno de constitucionalización del ordenamiento jurídico exige un nuevo paradigma teórico del derecho. Este paradigma teórico es el del «constitucionalismo pospositivista» —denominación acuñada por Atienza (2014)—. Las notas más características de este nuevo paradigma teórico son explicadas por Aguiló Regla de una manera bastante clara. Las líneas que siguen adoptan, en gran medida, la posición del mencionado autor y añaden algunas reflexiones y matizaciones con relación a la repercusión de ese nuevo paradigma en el derecho penal.
El constitucionalismo pospositivista incorpora en el sistema jurídico un nuevo tipo de normas, diferentes a las denominadas reglas (las únicas reconocidas en el positivismo clásico). Se trata de las normas denominadas principio. Las primeras (reglas) son descripciones de supuestos de hecho. Son abstractas, aunque tendencialmente cerradas: no exigen ni suponen, en principio, márgenes amplios de valoración o de deliberación práctica para su aplicación, sino tendencialmente juicios de subsunción. En cambio, los principios son descripciones abstractas, pero de textura mucho más abierta o dúctil —es decir, definen lo que debe ser, pero no con respecto a qué tipo de caso concreto—. Están diseñados para proteger determinados bienes o valores considerados esenciales para el libre desarrollo de la personalidad y la convivencia democrática. Se aplican ponderando, precisamente, los principios o derechos en juego frente a un caso concreto. Sobre este tema, nuestra posición no se enmarca dentro de la diferenciación fuerte, sino dentro de una diferenciación débil entre normas-principio y normas-regla (esta es la posición de Alexy, 1998, p. 143). Esto último implica, como señala Pozzolo, que la distinción entre estos dos tipos de normas es cuestión de grado (2011, pp. 85-86). Siguiendo a Alexy, los principios son mandatos de optimización: normas que se realizan en el mayor grado posible. Por su parte, las reglas se pueden obedecer o no obedecer —es decir, no se acepta una gradualidad en su cumplimiento—. Sin embargo, el alcance de lo que se puede obedecer (en las reglas) —es decir, el alcance de lo prohibido o lo mandado— también está condicionado por la interacción (o tensión) entre los principios que informaron la razón de su configuración como regla y los principios que la limitaron.
Esta característica del constitucionalismo pospositivista ha motivado que el concepto de derecho penal, en su dimensión objetiva, ya no se limite a considerar a este como «el conjunto de las reglas jurídicas establecidas por el Estado, que asocian el crimen, como hecho, a la pena, como legítima consecuencia» (Mir Puig, 2015, p. 45). Más bien, el derecho penal se concibe desde esta perspectiva como «el conjunto de normas, valoraciones y principios jurídicos que desvaloran y prohíben la comisión de delitos y asocian a estos, como presupuesto, penas y/o medidas de seguridad, como consecuencia jurídica» (Mir Puig, 2015, p. 48)29. Como puede apreciarse, pensadores emblemáticos del derecho penal vienen reconociendo que el derecho penal, en el contexto actual, no solo está compuesto de las normas-regla, sino también de los principios y valoraciones explícitos o implícitos contenidos en la Constitución del Estado.
La incorporación de normas-principio en el constitucionalismo pospositivista no solo demanda un tipo de razonamiento ponderativo diferente al propio de la subsunción, sino que —de ahora en adelante— las normas-regla no pueden entenderse solo como una expresión de la autoridad legislativa, sino también como el resultado de una ponderación de los principios iusfundamentales pertinentes que lleva a cabo la propia autoridad (Atienza, 2014). Es decir, la dimensión valorativa y justificativa de las normas jurídicas adquiere una relevancia esencial. Interpretar un enunciado penal, entonces, no solo implica lealtad a su texto, sino también a sus razones subyacentes —es decir, al balance de principios o derechos fundamentales que los enunciados pretenden reflejar—. En parte, cercano a esta posición se encuentra el profesor Meini Méndez (p. 33), cuando reconoce que el objeto de protección penal es el resultado de la ponderación de una serie de valoraciones que se tomen en cuenta.
Esta característica del constitucionalismo pospositivista se refleja claramente en el derecho penal actual no solo en el momento en el que el legislador procesa la aprobación de una nueva tipificación penal o la modificación de una tipificación ya existente —momento en el cual se deben efectuar las ponderaciones entre principios que están en juego—, sino también en el momento de aplicación de los tipos penales en los casos concretos. Esto último es lo que ha ocurrido desde hace ya un cierto tiempo con el tipo del injusto del delito de difamación, en el que los jueces —antes de proceder al proceso de subsunción— ponderan entre dos de los derechos fundamentales más importantes, los cuales han influido en la configuración del tipo y del bien jurídico protegido: el derecho al honor y los derechos comunicativos de libertad de información o expresión. Igualmente, tampoco es extraño que la determinación última de los límites del riesgo permitido como criterio de imputación objetiva sea el resultado de una ponderación de intereses (Paredes Castañón, 1995, pp. 487 y ss.), que se basan en los principios o derechos fundamentales.
En el constitucionalismo pospositivista, la oposición entre el proceso de creación del derecho y el proceso de aplicación del derecho no es una oposición cualitativa, sino el resultado de un proceso de continuidad. Así, el razonamiento político del legislador se juridifica, pues la ley no es una creación ex novo, sino el desarrollo o la concreción de principios constitucionales o de su ponderación30. De igual manera, el razonamiento jurídico (por parte del operador judicial) se moraliza, pues incorpora un compromiso con los principios y derechos constitucionales. Esto es lo que permite sostener la obligación de todos los operadores jurídicos, tanto legislativos como judiciales, de mantenerse vinculados normativamente a los principios constitucionales.
En el constitucionalismo pospositivista, la validez de las normas jurídicas —y, por ende, la validez del derecho— no se limita a la constatación de una validez formal —esto es, basada simplemente en la competencia de la autoridad y en el seguimiento del procedimiento preestablecido para su emisión—, sino que, además, se requiere que la referida norma jurídica cumpla con condiciones de validez material —esto es, que sea coherente con los principios y el contenido axiológico derivado de los derechos fundamentales—. Esta situación ha determinado que la tradicional separación entre el derecho y la moral, que postulaba el positivismo clásico, sea replanteada en el marco de un constitucionalismo pospositivista, el cual asume una relación necesaria entre el derecho y la moral —entendiendo por moral no las pautas morales particulares (por ejemplo, religiosas), sino una moral reconstruida discursivamente en el contexto de un Estado constitucional y democrático y plasmada, posconvencionalmente, en el marco del derecho internacional de los derechos humanos y los derechos y principios constitucionales.
Estas dos últimas características del constitucionalismo pospositivista se evidencian, en el derecho penal, no solo en las condiciones de validez material que, como cualquier norma jurídica, se exige ahora al conjunto de las normas jurídico-penales, sino también en las exigencias planteadas al resultado interpretativo de cualquier operador judicial. El primer supuesto se manifiesta en el hecho de que una norma penal no es válida solo por cumplir con sus condiciones de validez formal (órgano competente, procedimiento de dación de la norma, etcétera), sino que debe, además, cumplir con condiciones de validez material —esto es, su conformidad con los compromisos principialistas o derechos iusfundamentales que subyacen a la norma penal31—. A su vez, el segundo supuesto se evidencia en la necesidad de que cualquier interpretación de los enunciados jurídico-penales que realiza el operador judicial debe ser conforme con el marco axiológico que se encuentra dentro de los principios y derechos recogidos en la Constitución. De hecho, como se verá en el siguiente volumen, los nuevos estándares de respeto al principio constitucional de tipicidad penal incluyen no solo una dimensión semántica o metodológica, sino también una dimensión axiológica de compatibilidad con los principios y derechos reconocidos en la Constitución.
El lenguaje sobre el derecho o la ciencia del derecho en el constitucionalismo pospositivista no puede mantener una perspectiva meramente descriptiva del ordenamiento jurídico —en nuestro caso, del ordenamiento jurídico penal—. Como señala Aguiló Regla, «la buena ciencia jurídica no gira en torno a la pretensión de describir con verdad un sector del ordenamiento jurídico, sino que juega un papel más bien comprensivo y reconstructivo, práctico y justificativo (2008, p. 24). Ello supone que, en el constitucionalismo pospositivista, el científico del derecho penal no puede limitarse a describir el rol del derecho penal en el sistema social, sino que debe, además, proponer un discurso justificativo acorde con la dimensión axiológica impregnada en los principios y derechos fundamentales y en el marco del modelo del Estado constitucional y democrático de Derecho.
Lo anteriormente mencionado explica la razón por la cual no resulta coherente con el nuevo paradigma del derecho —vigente en el constitucionalismo pospositivista— la pretensión descriptiva que postula Luhmann. Asimismo, tampoco resulta compatible con dicho paradigma la pretensión descriptiva del derecho penal que postula Jakobs, al menos en lo pertinente al discurso de legitimación (o justificación) del derecho penal. Volveremos sobre esta última perspectiva en un acápite posterior de este trabajo.
De acuerdo con lo mencionado hasta este punto, es posible sostener que, en el contexto del constitucionalismo pospositivista, todo el derecho penal está compuesto no solo por las normas jurídicas contenidas, en estricto, en los enunciados penales, sino también por los elementos axiológicos o valorativos que justifican o legitiman dichas normas y que resultan de una concreción de los principios o derechos constitucionales o de su ponderación. No resulta difícil advertir, entonces, que los fines de ese derecho penal no pueden ser ajenos al marco axiológico o de justificación que diseña el programa penal de la Constitución (Arroyo Zapatero, 1987, pp. 97, 112).
2 Los textos de Niklas Luhmann trabajados en este texto son los siguientes: Sociedad y sistema: la ambición de la teoría (1990), El derecho de la sociedad (2006), «Dos caras del Estado de Derecho» (2014a) y «La paradoja de los derechos humanos y tres formhhh
3 Las obras de Jürgen Habermas trabajadas en este texto han sido las siguientes: Teoría de la acción comunicativa (1987), Facticidad y validez (2010), «Reconciliación mediante el uso público de la razón» (2016a) y «“Razonable” versus “verdadero”, o la moral de las concepciones del mundo» (2016b). Otro neocontractualista muy importante —cuya propuesta, sin embargo, discutiremos posteriormente, tanto al momento de hacer algunas comparaciones con la obra de Habermas, como al esbozar nuestra posición sobre la justificación de la pena y el derecho penal— es John Rawls (1993).
4 Según Izuzquiza, la tradición europea clásica, seguida al menos desde la Ilustración, se asienta en tres conceptos fundamentales. En primer lugar, tenemos el concepto de sujeto, antropológicamente entendido. Junto con él, resulta fundamental el concepto de acción humana —según este concepto, el sujeto se caracteriza por ser el punto de referencia y de partida concreto, consciente de todas las construcciones filosóficas que pretendan fundamentar la sociedad—. Y, en tercer lugar, es también central el concepto de finalidad teleológica —esto es, de orientación de la acción humana sobre la base de una racionalidad estratégica—. Un ejemplo claro y expreso del alejamiento del primer concepto lo ofrece la siguiente frase de Luhmann, en la que se muestra su oposición al concepto de sujeto defendido por Kant: «La teoría de sistemas rompe con el punto de partida y, por lo tanto, no deja lugar para el concepto de sujeto» (1990, p. 77). Evidentemente, los detalles de la teoría de Luhmann permiten precisar que, en realidad, no deja de tomarse en cuenta al sujeto —sin embargo, este ya no constituye la centralidad, sino solo el entorno de un sistema—. Confróntese Chernillo, quien señala que «la pretensión universalista de la teoría de Luhmann, lejos de representar un quiebre, es una característica permanente de la gran tradición sociológica» (2011, p. 234).
5 Un ejemplo de esta situación de ausencia de contexto de comunicación o de sistema sería, según el autor indicado, el caso de un sujeto que, pretendiendo comer un plato de comida en el restaurante de otro sujeto, puede ingresar y realizar una pluralidad imprevisible de acciones: tomar la comida y retirarse; comer y no pagar en el mismo restaurante; asaltar el restaurante y sustraer la comida; anunciarse y pedir la comida sin pagar; ingresar, solicitar la comida y pagar; etcétera.
6 En el ejemplo indicado en la nota previa, el contexto de comunicación habría determinado que la acción correcta es la última de las indicadas. El pago por la comida servida es una situación previsible y esperada por el sujeto dueño del restaurante, mientras que el hecho de que la comida sea servida es la acción esperada y previsible por parte de aquel sujeto que paga por ella. Esta comunicación es posible solo por el contexto de expectativas construidas por el sistema social en el cual se encuentran los dos sujetos. Los otros comportamientos, unos más que otros, son desaprobados y considerados incorrectos o ilegales.
7 Luhmann señala que «con el concepto de autorreferencia se designa la unidad, que representa para sí misma un elemento, un proceso, un sistema. “Para sí misma”, esto significa: independiente del modo de observación de otros» (1990, p. 89).
8 En ese sentido, el carácter autopoiético (término acuñado por los biólogos chilenos Maturana y Varela) de un sistema social vendría a ser la capacidad de un sistema de crear una estructura propia y sus elementos constitutivos (Introducción de Izuzquiza a Luhmann, 1990, p. 19).
9 Como señala Miranda Rebeco, quien sostiene que la posición de Luhmann solo reconoce un tipo de hombre «sin cualidad». Y «el hombre sin atributos es, por encima de cualquier consideración, un ejercicio de pesimismo» (2012, p. 273).
10 Sobre el particular, nos detendremos ampliamente en el acápite 3.1 de este texto.
11 Habermas señala que se evidencia, en la perspectiva luhmanniana, una recíproca indiferencia entre el derecho y el resto de los subsistemas sociales, a pesar de que empíricamente se evidencia lo contrario —como puede notarse en la recíproca interdependencia entre el ordenamiento legal-penal y el marco axiológico-normativo contenido en la Constitución política del Estado.
12 Como el propio Luhmann ha mencionado, los contactos entre un sistema autopoiético y su entorno solo implican impulsos que, en su momento, pueden ser procesados autorreferencialmente por el sistema.
13 Koller ilustra las distintas matizaciones entre las posiciones contractualistas de Hobbes, Locke y Rousseau. Todos estos pensadores parten de determinadas hipótesis o supuestos que, consideran, les permiten afirmar que el poder del Estado es aceptado por todos.
14 Kukathas y Pettit señalan que Rawls descarta una serie de criterios alternativos basados, por ejemplo, en el utilitarismo, así como en posiciones intuicionistas, mixtas, egoístas, entre otras (2004, p. 48).
15 Soto Navarro señala que Habermas, en el marco de su pretensión de legitimación de las sociedades, parte de la distinción entre dos niveles de coordinación de las acciones sociales que nos llevan a dos dimensiones de la sociedad: entendida como «mundo de la vida» y entendida como «sistema» (2003, p. 36).
16 De acuerdo con Adela Cortina, la ética discursiva de Habermas se diferencia del imperativo categórico kantiano en que este último se basa en una idea de persona-individuo que, por sí misma, evalúa la capacidad universalizadora de sus máximas; por su parte, para Habermas la persona es un ser dotado de competencia comunicadora a quien nadie puede privar de su derecho a defender sus pretensiones racionales mediante el diálogo (2000, p. 536).
17 Habermas explica que el mundo de la vida consiste en aquel «acervo de patrones de interpretación transmitidos culturalmente y organizados lingüísticamente» que «fijan las formas de intersubjetividad del entendimiento posible» (1987, II, pp. 176, 179).
18 Así, por ejemplo, se sostiene que las condiciones ideales del habla o del discurso —los presupuestos de la acción comunicativa de Habermas (autonomía, imparcialidad, igualdad posicional, tendencia intrínseca al acuerdo de mínimos, etcétera)— ya implican criterios deontológicos o valores mínimos. Sobre este aspecto, véase la posición de Cortina (2000, pp. 547, 543ss).
19 De manera contradictoria, si bien Habermas reconoce la posibilidad de fundamentar racionalmente los juicios morales y las reglas jurídicas, no parece aceptar la posibilidad de una fundamentación racional de los valores o principios, así como tampoco reconoce la racionalidad del procedimiento ponderativo que estos suponen. En nuestra opinión, sí es posible fundamentar racionalmente los principios y valores, así como es posible sostener la racionalidad del procedimiento ponderativo, tal como lo ha reafirmado recientemente Atienza (2017, pp. 193ss).
20 En una de las últimas versiones de su teoría, Kohlberg establece que la evolución del juicio moral de todo ser humano atraviesa (regular y universalmente) tres niveles, en cada uno de los cuales distingue dos estadios. Estos niveles son, en resumen, los siguientes:
Nivel A: el nivel preconvencional, caracterizado por la adopción por parte del niño de una actitud individualista, sea para evitar el castigo o porque tiene que priorizar sus intereses para diferenciarlos de los intereses de los otros.
Nivel B: el nivel convencional, caracterizado porque se considera como correctos aquellos comportamientos que uno supone que los otros (los padres, allegados o afines) esperan de nosotros o simplemente aquellos comportamientos que se siguen de obligaciones que uno ha aceptado (las leyes, por ejemplo, salvo excepciones extremas). Aquí el sujeto es consciente de que, por encima de sus propios intereses, hay aspectos sobre los cuales el sistema social tiene su propio punto de vista.
Nivel C: el nivel posconvencional y de principios universales Este último nivel, sin perjuicio de un estadio transicional entre el nivel B y el nivel C, se caracteriza porque el comportamiento se orienta a partir de derechos, valores o principios que son o pueden ser aceptables por todos los participantes en cualquier sociedad. En este último caso, el individuo prioriza estos derechos o principios universales sobre las leyes concretas o pactos concretos de un grupo determinado. El motivo para comportarse de acuerdo con estas pautas universales es la capacidad racional de reconocer la validez de esos principios (Kohlberg, citado en Rubio Carracedo, 2000, pp. 501-504).
21 De acuerdo con Cortina, «la ética discursiva constituye la construcción filosófica de la etapa sexta en el desarrollo de la conciencia moral, tal como Kohlberg lo expone, en la medida en que se basa en principios éticos universales y adopta una perspectiva procedimental» (2000, p. 535).
22 De acuerdo con Alexy, «una norma fundamental es una norma que fundamenta la validez de todas las normas [incluidas las penales] de un sistema jurídico» (1996, p. 96).
23 Evidentemente, la legitimidad de una Constitución y sus principios y normas puede analizarse en términos exclusivamente positivistas, como en las propuestas de Hans Kelsen (se trata de una Constitución dada con validez y eficacia social y ello es suficiente). Sin embargo, como sostiene Alexy, si bien la norma fundamental contenida en una Constitución histórica es la norma fundamental de derecho y, como tal, no puede ser fundamentada en otra norma de derecho, ello no excluye fundamentarla en normas o puntos de vista normativos de otro tipo. En ese sentido, las garantías y los principios constitucionales pueden ser fundamentados en términos estrictamente funcionalistas sistémicos, al describirlos como estructuras generadas por el propio sistema (1996, p. 113). Sin embargo, también resulta posible buscar fundamentarlos como el reflejo de normas consensuadas, contingentes y construidas racionalmente a raíz de un proceso de interacción comunicativa —como ha sido el propósito de esta obra.
24 Manuel Jiménez Redondo explica que la forma jurídica o legalidad de la norma, por sí misma, prescinde de un fundamento —es decir, de la motivación del agente a la hora de atenerse o no a la norma—. Se trata, explica el autor, de un aspecto de la norma que explica la dimensión funcional, tal como hemos mencionado anteriormente (en Introducción a Habermas, 2010, p. 9).
25 Ya hemos mencionado lo que parecería una incongruencia de Habermas, relacionada con la negativa de aceptar la posibilidad de una fundamentación racional de los valores y principios cuando, a la vez, toda su teoría se despliega para plantear una justificación racional de los juicios morales. Véase al respecto la nota 18.
26 Con ello, no estamos afirmando que Habermas se encuentre dentro del grupo de filósofos pospositivistas del derecho. De hecho, algunos de sus postulados no coinciden con los de estos filósofos del derecho.
27 De acuerdo con Ricardo Guastini, este proceso de constitucionalización viene configurado sobre la base de la combinación de una serie de factores (citado en Aguiló Regla, 2007, p. 666). Entre ellos destacamos principalmente tres: i) la existencia de constituciones rígidas (difíciles de modificar) y la jerarquización de las normas que coloca a las normas de la Constitución por encima de la ley; ii) la aparición de la fuerza vinculante de las normas de la Constitución y su aplicación directa por los jueces; y iii) la generación de formas de interpretación complejas, amplias y conformes a la Constitución, lo cual tiene como resultado un juez con mayor poder de control y de discreción en el ejercicio de sus funciones.
28 Incluimos dentro del grupo de positivistas, aunque no de los paleopositivistas, a Luigi Ferrajoli, dado que —a pesar de que reconoce la importancia normativa de la Constitución y su superior jerarquía— sigue concibiendo los principios y los derechos fundamentales de manera formal y avalorativa, prácticamente de manera similar a las normas-regla que caracterizan a la ley. Al respecto, véase Ferrajoli, 2010, p. 66: en ese contexto, se representa el fenómeno de la constitucionalización del ordenamiento jurídico como una versión más completa del positivismo clásico.
29 Manuel Atienza llama la atención sobre este cambio, así como sobre la transformación acaecida en el pensamiento de Tomás Salvador Vives Antón.
30 Como sostiene Prieto Sanchís, «[l]a Constitución ya no solo limita al legislador al establecer el modo de producir el Derecho y a lo sumo algunas barreras infranqueables, sino que lo limita también al predeterminar amplias esferas de regulación jurídica, en ocasiones, por cierto, de forma no suficientemente unívoca ni concluyente» (2003b, p. 130).
31 Esto ha ocurrido, por ejemplo, en el muy recordado caso de las leyes de amnistía (26479 y 26492) para los militares y policías que habían incurrido en violaciones de derechos humanos. Estas leyes, si bien cumplían con las condiciones de validez formal respectiva (habían sido aprobadas por el parlamento bajo el procedimiento de votación regular), no cumplían con las condiciones de validez material.