Читать книгу Derecho penal de principios (Volumen II) - Yvan Montoya - Страница 8
ОглавлениеPrólogo
1. Me formé como penalista en los años 80. En aquellos tiempos no tan lejanos preocupaba sobre todo afinar y hacer consistente la teoría jurídica del delito y por ello los jóvenes investigadores acudíamos cuasirreligiosamente a beber de las fuentes de la sofisticada doctrina alemana. Aprendimos mucho e hicimos mucha gimnasia mental, aunque no siempre advertimos una cierta sacralización de los elementos del delito desvinculada de su origen: no siempre advertimos que un delito no era per se una acción, típica, antijurídica y culpable, sino que debía serlo a partir de una determinada concepción de la justicia que debía a su vez ser explicitada. Todavía hoy sorprende que a algunos autores les preocupe la responsabilidad penal de las personas jurídicas porque falte en ellas la acción, la imputabilidad o el dolo, y no porque sea injusta: porque sea lesiva de los valores básicos que encarnan nuestros principios penales. No va tan desencaminada esa conocida afirmación del profesor Zugaldía de que, si la responsabilidad penal de las personas jurídicas no encaja con la teoría del delito, peor para la teoría del delito.
Creo que los tiempos han ido cambiando para bien en la formación de nuestros penalistas. Cada vez se presta más atención a la política criminal, a las bases axiológicas del ordenamiento penal, a la justicia como manera de entender y mejorar el ordenamiento penal. Esa atención, con un fruto sobresaliente, es la que encontrará usted, lector, con el excelente libro que tiene ahora en sus manos o en su pantalla.
2. “Los principios penales fundamentales” del profesor Montoya constituye una reflexión incisiva y práctica sobre tres principios fundamentales del Derecho Penal: los de legalidad, proporcionalidad y culpabilidad.
La incisividad la consigue porque parte de lo abstracto. El profesor Montoya no se permite avanzar en su camino de disección principial sin preguntarse seriamente qué es un principio fundamental, y aquí acoge la concepción alexyana del principio como mandato de optimización, y cuál es su relación con la moral, y aquí no cabe sino estar de acuerdo con su sensata conclusión de que “en tanto mandatos o prohibiciones con textura más abierta y orientada a fines (ethos), contienen una dimensión moral”. Y es que, “en una concepción pospositivista del derecho, no es posible aceptar la tesis de una separación entre derecho y moral. Al contrario, reconocemos una relación necesaria entre derecho y moral”. Dialoga al respecto y se opone en este este punto al constitucionalismo garantista de Ferrajoli. La pulcritud en la exposición de las tesis del gran filósofo del Derecho italiano no le impide nuevas controversias con sus postulados, como el temor al poder discrecional del juez a partir del razonamiento ponderativo; temor que no repararía suficientemente en la “estructura muy bien determinada” que procura el principio de proporcionalidad.
Lo que acabo de describir puede fundar el temor de que la lectura del libro va a ser una excursión por el cielo de los conceptos, aburrida para los menos amantes de lo abstracto. No es así. Hay cielo —calidad— y hay conceptos, pero un afán constante de aplicarlos a cuestiones concretas de justicia penal. Así, en la obra de Yvan Montoya encontrará reflexiones sobre la legitimación de la eutanasia pasiva, sobre el caso Montesinos y la plausabilidad del concepto de funcionario de facto, sobre la criminalización de las relaciones sexuales consentidas con adolescentes mayores de catorce años, sobre la adecuación al principio de culpabilidad de los delitos calificados por el resultado o de la autoría mediata por dominio de organización, sobre la constitucionalidad de la agravación por reincidencia o sobre la aceptabilidad de la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
Quizás no hay mayor muestra del afán de la obra de ser profunda y concreta que su recurrente atención a las infracciones administrativas y a la necesidad de que a las mismas se apliquen con plenitud los principios estudiados. Se parte así de la unidad cualitativa del fenómeno sancionador para reclamar la mejora de algunos aspectos esenciales del derecho administrativo. Por defecto normalmente en el respeto de los principios, como en la posibilidad de tipificación reglamentaria de las infracciones si se parte para ello de una habilitación legal, o como en algún vestigio de responsabilidad objetiva en la Ley de Procedimiento Administrativo General, o en la aún existente ocasional indiferenciación entre infracciones leves, graves y muy graves; por exceso de celo en algún caso, como la sorprendente prohibición de la interpretación extensiva en esta última ley o el rigor de la jurisprudencia constitucional hacia los conceptos indeterminados en los tipos administrativos.
3. Del mayor interés resulta la introducción histórica al principio de legalidad. Frente a los valores de seguridad y de democracia en los que suele anclarse el principio, destaca el profesor Montoya cómo en el derecho continental la vinculación a la ley emerge ante todo como garantía de la libertad de los ciudadanos frente al arbitrio judicial y como supremacía de la asamblea frente al poder judicial. No ocurrió tal cosa en el derecho inglés, en el “que el juez no era parte de una clase vista con desconfianza por los actores políticos (parlamento y soberano)”.
Con gran tino, en visión que se asienta cada vez más en las reflexiones de legalidad, la obra subdivide en cuatro las garantías del principio: “reserva de ley, lex praevia, lex certa o mandato de determinación y lex stricta o prohibición de analogía”. Cada una tiene su desarrollo pormenorizado y la descripción de los supuestos en los que se discute su vigencia. Así, por ejemplo, en el ámbito de la prohibición de retroactividad desfavorable, no faltan cuestiones tan candentes como los de la sucesión de leyes peyorativa cuando se está cometiendo un delito permanente o un delito continuado, la aplicación de la prohibición a la sucesión de normas a las que reenvía la norma penal o la retroactividad de las interpretaciones jurisprudenciales desfavorables, tema de moda en España a raíz de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos respecto a la denominada doctrina Parot que abre la puerta a la existencia de decisiones judiciales a la vez razonables e imprevisibles. Muy gráfica es por cierto la expresión que utiliza el profesor Montoya para referirse a la garantía de retroactividad favorable y su relación con la de irretroactividad desfavorable, pues si la primera es “retroactividad benigna de alguna de las normas penales vigentes con posterioridad a los hechos”, la segunda no es sino “la ultraactividad benigna de la norma penal derogada que estuvo vigente durante la realización del hecho delictivo”. Y muy sensata es su posición respecto a la retroactividad favorable de las normas de relleno de una norma penal en blanco: “en los casos en los que la reforma favorable de la norma (complementaria) obedece a un cambio sustancial en la valoración del hecho, será posible una aplicación retroactiva de la norma penal”.
No sin resaltar la estrecha relación que existe entre la tercera y la cuarta garantías, pues cuanto más incierta sea la norma más razonabilidad (más previsibilidad) hemos de exigir al juez en su interpretación, el libro aborda la espinosa cuestión de la vinculación del juez a la ley (¿cuándo interpreta legítimamente?; ¿cuándo crea ilegítimamente?) desde la más adecuada radicalidad: desde la filosofía del lenguaje. Este punto de partida le termina conduciendo a su acuerdo con el enfoque de la cuestión al que procede el Tribunal Constitucional español: “el principio de interpretación estricta de la ley penal contiene tres subprincipios que determinan o exigen parámetros de racionalización o criterios de enjuiciamiento al intérprete jurídico —y, especialmente, al operador judicial al momento de establecer el contenido normativo de un enunciado penal—: previsibilidad semántica, previsibilidad metodológica y previsibilidad axiológica”.
4. Afilado y profundo es el análisis del principio de proporcionalidad, que es quizás la vía prioritaria de contención de posibles impulsos irracionales punitivistas del legislador y que se ha conformado hoy, y así lo subraya el profesor Montoya, como un compendio organizado de “principios tradicionalmente conocidos por el derecho penal, como los ya mencionados principios de ultima ratio (fragmentariedad y subsidiariedad), de exclusiva protección de bienes jurídicos (y su lado opuesto, el principio de ofensividad o lesividad), entre otros principios tradicionales del derecho penal”. En esa organización del análisis de proporcionalidad opta el autor por un análisis tripartito y no cuatripartito, incluyendo la exigencia de lesividad o de fin valioso en el estudio de la idoneidad de la norma.
No faltan desde luego distinciones en su estudio, cosa nada baladí para la calidad de su trabajo. Al fin y al cabo, los juristas nos dedicamos a tratar de diferenciar lo diferente para dar la solución justa a cada conflicto. Y así, se analiza separadamente la idoneidad de la norma de conducta y la de la norma de sanción. Y en el nivel de necesidad se distingue entre la fragmentariedad y la subsidiaridad.
Pero comenzaba este apartado diciendo que el capítulo dedicado a la proporcionalidad no solo era preciso sino que también era profundo. Aconsejo al lector que repare en el fructífero esfuerzo por diseccionar los parámetros del juicio de proporcionalidad estricta y en su cómputo global de los costes valorativos de la norma penal, incluidos los que comporta la prohibición en sí. No es ajena a esa profundidad del capítulo el que, como en otros, el autor no huya de los concretos problemas de proporcionalidad, como por ejemplo los que suscitan los delitos de peligro abstracto, o que añada al estudio del control al que la proporcionalidad somete al legislador, el del control que somete al juez en el momento de interpretación y aplicación de la norma.
5. El profesor Montoya disecciona así las garantías del principio de culpabilidad: principio de imputación subjetiva, principio de reprochabilidad y principio de responsabilidad por el hecho propio, que a su vez subdivide en la prohibición del derecho penal de autor y en la garantía de autorresponsabilidad. La reflexión sobre el contenido de estas garantías viene precedida de la necesaria advertencia de “la diferencia conceptual que existe entre el principio de culpabilidad y la categoría dogmático-penal de la culpabilidad”, cuyo desconocimiento tantas veces ha llevado a una visión miope del principio. No es desde luego el caso de esta obra, que penetra con agudeza en los diversos postulados que se derivan del respeto al principio y que no necesariamente tienen que ver con la concurrencia de la culpabilidad como elemento del delito. Significativa es, por ejemplo, la reflexión sobre la relación entre imputación objetiva y responsabilidad por el hecho propio.
La personalidad de las tomas de posición de Yvan Montoya no dejan indiferente y hacen lo que deben hacer, que es movilizar la capacidad crítica de lector para adherirse a sus tesis, para refutarlas o para formular nuevas inquietudes. Este es el modo de avanzar de nuestra disciplina. De tales inquietudes quería dejar aquí constancia de dos. La primera: si para salvar la legitimidad de la responsabilidad penal de las personas jurídicas basta con constatar que lo es por un hecho propio o si, más allá, habría de afirmarse una suficiente relación en tales casos entre el sujeto individual finalmente penado y alguna conducta lesiva suya. La segunda inquietud es la de si cabe control del legislador ex principio de reprochabilidad si los supuestos de inexigibilidad se justifican solo procedimentalmente: “por el consenso alcanzado en el procedimiento discursivo democrático”.
6. Estoy distrayendo ya demasiado tiempo del lector y privándole del placer y del enriquecimiento que, como a mí me acaba de suceder, le provocará la lectura de estos “Principios penales fundamentales”. Como los buenos vinos, como las buenas piezas de música, dejan ganas de más, para otra obra o para nuevas ediciones. Me siento más sabio después de leer al profesor Montoya, pero también, y ese es el mejor elogio de su obra, pues es el fin de todo ensayo, más curioso: ¿son todos los principios mandatos de optimización?, el incisivo reproche social que genera la pena, ¿no deja margen para el cualitativismo en la comparación entre el derecho penal y el derecho administrativo sancionador?; ¿hay margen para otros principios penales fundamentales, quizás el de igualdad, quizás los referidos al contenido de la pena, como la prohibición de penas inhumanas o el mandato de resocialización?
Estas preguntas parecen el tráiler de la segunda temporada de la obra. Solo de las grandes series espera uno con ilusión una nueva temporada.
Profesor Dr. Juan Antonio Lascuraín Sánchez
Universidad Autónoma de Madrid