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El hombre es un animal didáctico

La teoría de las situaciones y los avances de la instrucción pública

Hoy en día, resulta cada vez más difícil no cuestionarse acerca del futuro de las relaciones entre la matemática y nuestras sociedades. ¿Qué relaciones son posibles en la actualidad? ¿Bajo qué condiciones?

En efecto, aparece de manera insistente una forma de negación, e incluso de rechazo de la matemática viva, la única a la que aquí me referiré (dejaré de lado, pues, la matemática cristalizada, de la que podemos decir, con fundamento, que no deja de crecer y prosperar).

El ejemplo más reciente –y uno de los más sobrecogedores– de este rechazo (Le Monde, 20 de junio de 2000) lo constituye, sin duda, el de esos alumnos economistas de la Escuela Normal Superior (ENS) de la calle de Ulm, que peticionaron en contra de la enseñanza que reciben, en parte, a raíz del uso que se hace de la matemática en esa institución. Escriben:

El uso instrumental de la matemática parece necesario. Pero recurrir a la formalización matemática, cuando esta ya no es un instrumento sino que se transforma en un fin en sí mismo, conduce a una auténtica esquizofrenia con respecto al mundo real. Lo que sí permite la formalización es construir ejercicios fácilmente, “poner en marcha” algunos modelos donde lo importante consiste en encontrar el resultado “correcto” (es decir, el resultado lógico en relación con las hipótesis de partida), para poder rendir un buen examen. Esto facilita la evaluación y la selección, so pretexto de cientificidad, pero nunca responde a las preguntas que nos formulamos sobre los debates económicos contemporáneos.

De este modo, detrás de una denuncia convencional y recurrente –que se expresa a partir de los primeros usos históricos de las matemáticas en materia económica, y adquiere su rostro casi definitivo a principios del siglo xix–, encontramos la fantasía igual de recurrente, y en este caso resurgente, relativa a los peligros a los cuales expondría un uso “inmoderado” de la matemática, fantasía a la que volveré a aludir en un momento.

A este recordatorio de ciertas formas de rechazo que renacen una y otra vez agrego que, más allá de estas formas explícitas de resistencia, existe una forma implícita pero esencial de “confinamiento” de la matemática, en la cultura y en las prácticas sociales: resistencia silenciosa, resistencia de la mayoría silenciosa, que consiste en... ignorar la matemática en los dos sentidos del término. La primera manera de ignorar –realmente no saber nada sobre esta disciplina– facilita la segunda, ya que sólo permite una relación formal y vaga con la matemática, eco de una reverencia cultural, más o menos forzada, para con ella.

Para explicitar la afirmación anterior, tomaré un único ejemplo: a pesar de que todos algún día han estudiado y, en el caso de varios, han dominado las ecuaciones de primer grado, ¿cuánta gente “culta” sabe resolver por sí misma, sin recurrir a alguna “caja negra”, o más aún –para acercarnos a la verdad de la cuestión– cuántas personas aceptarían saber resolver por sí mismas un problema como “Determine el precio sin IVA conociendo el precio con IVA”?

Ya estoy oyendo las protestas: “¡Y para qué querría usted que la gente resolviera semejantes problemas!”. Lo voy a responder en un rato. Detrás de esa polémica que imagino, en realidad, oigo más que nada una reticencia muy antigua, venida de la noche de los tiempos. Lo que conviene es estar en contacto con determinados saberes, como es el caso del saber matemático, cultivarlos durante un tiempo, no dejar de admirarlos, reverenciarlos para siempre... En el siglo xix, Saint-Marc Girardin (1801-1873), crítico literario, profesor de la Sorbona, miembro de la Academia Francesa, decía con esta crudeza: “No le pido a un hombre de bien que sepa latín; me basta con que lo haya olvidado”. Porque lo inconveniente, sospechoso, peligroso quizá es pretender utilizar esos saberes, querer darles algún uso “laico”, quiero decir “profano”, quiero decir “amateur” –las “corporaciones” de ayer y los “profesionales” de hoy son los herederos de los doctos de siempre. (Este discurso, dicho sea de paso, me ha parecido también oírlo a propósito de la didáctica: ¿Enseñar didáctica de la matemática a futuros profesores de matemática? ¡Cómo se le ocurre! ¡Nuestra ciencia no está lo suficientemente madura para eso, y la profesión aún no está preparada para ello!)

El discurso de negación frente a uno u otro empleo de la matemática, o de cualquier otro saber, fuera del ámbito sabio, siempre conlleva más o menos los mismos ingredientes. En primer lugar, se comprueba que la matemática implementada es elemental, e incluso rudimentaria, cuando no indigente: en el mejor de los casos, “no aporta nada nuevo”. Luego, se comprueba que la selección de las herramientas matemáticas resulta un tanto anticuada: se explica que podría mejorarse y que algunos errores –elementales, por supuesto– hasta deberían rectificarse. (Estos últimos se pueden citar, y aun esbozarse las correcciones del caso: todo eso produce gran efecto.) Por último, habiendo tomado nota de lo anterior, se declara, de manera modesta, pero lúcida y rigurosa, que siendo matemático uno no podría de ningún modo garantizar el valor, ni siquiera la validez, del empleo de la matemática en un campo que le es ajeno a uno mismo, ya que es ajeno a la matemática. El matemático sólo puede advertir contra el peligro de abusar de la matemática, sin ser capaz de decir si, en el caso examinado, hay o no abuso...

Semejante actitud conduce, fuera del mundo de los “doctos” –de los profesionales y los especialistas–, a interpretar los saberes como obras puras, obras sin objeto, sin razones de ser, como órganos sin funciones cuya estructura, arquitectura y “riqueza interior” agotarían el sentido: como monumentos que uno se contenta con visitar.

Un paso más y ya estamos en lo que denomino el fetichismo de los saberes. Dentro de esa problemática hoy en día vociferante, por no decir realmente dominante, no sólo un saber –matemático u otro– debe ser apreciado por sí mismo, sino que, además, cualquier otro interés para con él aparece como inadecuado, sospechoso, ¡envilecedor! (A tal punto que conocí a una profesora de inglés que, habiendo caído en la trampa del actual discurso de los “defensores de los saberes” frente a los “detentores de la pedagogía”, reconocía que esperaba que su enseñanza no tuviera por objeto permitir que sus alumnos –¡horribile dictu!– “se comunicaran” en inglés.)

Vemos pues que, después de los propios “sabios”, son los profesores, como “transmisores del saber” –sobre todo en la enseñanza secundaria y superior–, quienes pueden verse afectados por el fetichismo de los saberes, por la enfermedad fetichista. Pero esa enfermedad es contagiosa: de los profesores, pasa sin dificultad a los alumnos, muchos de los cuales aceptan con una asombrosa docilidad la patología como la normalidad de la relación a los saberes (en plural), como la única manera posible de tener trato con ellos en este mundo sublunar. Se tiende así a trabar un pacto fetichista, fundado en lo que podría llamarse el enfoque monumental de los saberes.

Ese pacto, intentaré demostrarlo, tiene una inercia y una estabilidad sorprendentes. Pero primero quisiera hacer oír otra versión de las cosas, que se opone a la orientación fetichista. Los saberes son obras. Una obra siempre tiene una o varias razones de ser, que motivaron su creación y que motivan su empleo, al menos en ciertas instituciones. Una obra que ya no tiene razón de ser es una obra muerta, o moribunda. Esas razones de ser pueden formularse en los siguientes términos: existen una o varias preguntas Q a las cuales determinado saber S permite brindar una respuesta R; S(Q) = R. Una respuesta es una praxeología, una organización praxeológica, o sea, en pocas palabras, una manera razonada, justificada de actuar o de comprender. (Añado aquí que un saber es una organización praxeológica, y que, inversamente, no sería incongruente llamar saber a toda praxeología posible. Sin embargo, reservo aquí la palabra saber a las praxeologías consideradas como productoras de praxeologías.)

Los saberes permiten, pues, responder a algunas preguntas. ¿Cómo hacer esto? ¿Por qué tenemos aquello? ¿Qué podría producirse si…? De una manera general, los saberes aportan medios de actuar y de comprender: para quien entiende sus razones de ser, los saberes son una fuente de inteligencia de las situaciones del mundo y de potencia en la acción dentro de esas situaciones. Para resumir lo dicho, y sin desconocer el carácter eminentemente relativo y variable de esta formulación, diría entonces que los saberes, todos los saberes, tienen como razón de ser última el hacernos la vida buena –no siempre a la misma gente ni en los mismos contextos institucionales, sin duda, y cada uno en relación con cuestiones específicas–.

Me parece que esta visión de las cosas debería ser compartida. Pero el punto de vista fetichista ha ganado sólidas posiciones en la cultura actual: la idea de que los saberes tienen por objeto hacernos la vida buena –lisa y llanamente, por así decirlo– puede parecer, pues, extrañamente frágil, e incluso ligero, frente al formidable espíritu de seriedad del punto de vista fetichista. Entonces, daré un ejemplo de vida buena que abordaremos teniendo en mente esta restricción. Si 3 cosas cuestan 13,80 francos, se dirá que 6 cosas, es decir, dos veces más cosas, cuestan dos veces más, o sea, 2 × 13,80 francos (o 13,80 francos × 2): ¡he aquí la vida buena! Pero esa vida deja de ser buena –en cierto estado de infradifusión del saber matemático– si, en lugar de querer conocer el precio de 6 cosas, o de 9 cosas, o de 12 cosas, uno quisiera conocer el precio de 7 cosas, o de 11, o de 217... A menos que uno disponga de ese saber que es, digamos, la teoría de las fracciones. En efecto, esta última, a costa de una audaz pero rigurosa metáfora, permite restablecer las condiciones de la vida buena: entonces, si 3 cosas cuestan 13,80 francos, 11 cosas costarán 11/3 veces más, o sea 13,80 francos x 11/3 : de este modo, estamos tratando la “fracción de enteros” a la manera de un número entero. Para salir adelante con todo eso, también tengo que saber calcular, desde luego, la expresión obtenida, saber aquí, por ejemplo, que 13,80 francos ×11/3= (13,80 francos ×11)÷ 3. Si a eso agrego una calculadora, la vida se vuelve deliciosa: al ingresar la expresión del precio obtenida, (13,80×11)÷ 3, aparece directamente el precio por pagar: 50,60 francos.

En este ejemplo se halla el paradigma de que los saberes aportan algo a la vida buena. Y me parece que no es sino bajo la influencia de la ideología monumentalista que podemos ser llevados a considerar como inadecuada semejante motivación –en el fondo tan banal, tan prosaica–, de cara a la gran cuestión de la producción y de la difusión de los saberes en nuestras sociedades. A esa causa, empero, me referiré en lo que sigue bajo el nombre de principio de la vida buena (PVB).

Debe resultar claro, supongo, que la difusión monumental de los saberes en la sociedad –no sólo a través de la Escuela– no es la que está en mayor armonía con el PVB. Su fuerza de imposición tan antigua y su aparente fortalecimiento actual están, sin lugar a duda, mucho mejor correlacionados con esa idea de que los saberes nos hacen la vida buena, desde luego, pero bajo una forma esencialmente cristalizada. Por consiguiente, el abordaje monumental, antiutilitario, de los saberes y las obras, entendido como un mero precio que pagar por las generaciones en ascenso, a fin de beneficiarse de la buena vida, sería una modalidad idónea de presentación de los saberes a los profanos y de exposición de los profanos a los saberes.

En realidad, incluso en esa visión oligárquica –apenas republicana y, en cualquier caso, muy poco democrática– del funcionamiento social, el acceso monumental a las obras (y más aún, por supuesto, el acceso fetichista, que es la forma degenerativa del primero) está muy lejos de cumplir con su cometido. En efecto, el problema es que este encuentro con los saberes (y de manera más general con las obras que “hacen” la sociedad), en el caso de la matemática en la secundaria, se ha vuelto progresivamente incapaz de hacer aparecer, ni siquiera de forma puramente narrativa, discursiva, y mucho menos, claro está, en acto, las razones de ser que motivan esas obras.

Algunos ejemplos. ¿Por qué despierta semejante interés el infatigable triángulo en los primeros años de la secundaria? Respuesta: exactamente por la misma razón que más tarde nos llevará, en el espacio, a interesarnos por el tetraedro. Pues con el primero uno “abarca” el plano y con el segundo uno abarca el espacio en su totalidad. Porque, por ejemplo, en una proyección paralela sobre un plano –digo, en una perspectiva caballera–, la perspectiva de todo punto quedará determinada a partir del momento en que se eligen las perspectivas de los 4 vértices de un tetraedro cualquiera (por lo demás, esa elección se puede hacer de manera arbitraria: ese es el teorema de Polke-Schwarz).

Asimismo, ¿por qué se interesa uno por los ángulos? La respuesta genérica es, desde luego, la misma que corresponde a las fracciones: ¡para hacernos la vida buena! Buena al menos para aquellos que no proceden sistemáticamente a eludir determinado tipo de tareas. Pues la respuesta específica varía de un contenido de saber al otro. Así, tratándose de ángulos, una razón de ser esencial –la única, acaso, para los principiantes–, consiste en que permiten, a través de la medición de una o varias distancias, calcular distancias inaccesibles para las mediciones. Auguste Comte hacía de ello un rasgo esencial, distintivo, paradigmático del aporte de la matemática a la cultura. Escribía:

Debemos mirar como suficientemente constatada la imposibilidad de determinar, midiéndolas directamente, la mayoría de las magnitudes que deseamos conocer. Es ese hecho general lo que requiere la formación de la ciencia matemática... Porque al renunciar, en casi todos los casos, a la medición inmediata de las magnitudes, la mente humana ha debido intentar determinarlas indirectamente, y es así como ha sido llevada a crear las matemáticas.

Señalaremos aquí que, en un nivel más elevado, se hará evidente una segunda razón de ser de los ángulos, estrechamente ligada con la primera: los ángulos nos hacen la vida buena cada vez que, en la perspectiva indicada, debemos entregarnos a lo que antaño se denominaba una “resolución de triángulo”. En ese caso, los ángulos permiten calcular con mayor comodidad, lo cual se verifica cada vez que se pretende calcular sólo en términos de distancia.

En este régimen, la difusión de los saberes matemáticos por parte de la Escuela pone a las jóvenes generaciones en contacto con obras no muertas o moribundas –rectifico aquí una alusión anterior–, ¡sino con las cuales ya no sabemos si están o no vivas! En contraste, admitiré ahora como una obviedad que el encuentro con un saber a través de una situación adidáctica, o, como diré, el acceso adidáctico a un saber, permite, por definición, acceder a una o varias razones de ser del saber en juego –razón o razones de ser que luego convendrá institucionalizar. Si se ha descubierto, así, que las expresiones algebraicas expresan –una expresión expresa: ¡aquí tenemos el sentido de las palabras!– expresan, pues, un cálculo o, como se diría con mayor naturalidad hoy en día, expresan un programa de cálculo, entonces se vuelve más improbable que uno dude mucho si x² = 2x o no, o más bien, como se escribía antaño, conservando un poco más de tiempo el signo que certifica el papel de las “expresiones con x”, si x² ≡ 2x o no, es decir si x² y 2x son o no el mismo programa de cálculo.

Sin embargo, cabe constatar que al acceso adidáctico a las obras se oponen resistencias multiformes, que sin duda varían según se las observe en la escuela primaria o secundaria, por ejemplo. No obstante, creo que la resistencia a la adidacticidad tiene fuertes razones de ser, que seguramente haya que analizar para esperar derribar esa resistencia a escala local. Para ello, en primer lugar hay que explicitar –al menos es lo que haré aquí– a qué se opone, o parece oponerse, el enfoque adidáctico, a saber, aquello que no dudaré en designar, antropológicamente, como el modo básico de nuestro encuentro con las obras de una sociedad; a esto denominaré acceso narrativo, más completamente, narrativo-mimético de las obras. Me explico. Lo esencial de las obras, grandes o pequeñas, desde la simple obrita que se descubre en familia hasta la obra fundadora de una sociedad que parece serle consubstancial, lo conocemos, en un principio, no “en situación”, sino totalmente in absentia, a través de un relato que nos hacen, a través de la intermediación de una narración –ocasional, que las circunstancias inspiran, o casi sagrada, que la tradición ha vertido en una forma santificada–. Así pues, durante siglos, las generaciones de jóvenes griegos se instruyeron en el arte de las armas o la navegación, y en las virtudes que las hacían posibles, por medio de la narración que de ellas se hacía en el transcurso de las lecturas públicas de esa auténtica enciclopedia de la civilización helénica que formaban la Ilíada y la Odisea.

Salvo alguna que otra excepción, así hemos oído hablar del coraje, el amor, la amistad, la ambición, la guerra, la humillación, la esperanza, la fortaleza, mucho antes de haber tenido la ocasión de sentir en nuestra propia piel la mordedura, exquisita a veces, impresionante siempre, de esas creaciones culturales. Lo mismo sucede, por lo general, pero desde luego no siempre, tratándose del teatro o de la matemática, de los idiomas extranjeros o de la navegación de recreo, de la química o de... ¡la didáctica! Tenemos así un vínculo con la mayoría de las obras de la sociedad –o más bien: comenzamos por tener un vínculo con la mayor parte de esas obras– que se funda, de manera minimalista aunque pueda resultar ensordecedora, sobre una pura evocación, sobre un encuentro ficticio –del carácter de la ficción–, por más que el relato de esas obras ausentes se vuelva invocación.

No queda excluido un encuentro efectivo. Pero, con igual generalidad, diremos que este no está programado: se lo concibe aleatorio, errático, inesperado, furtivo. En cualquier caso, si adviene, será más tarde. Así, la sociedad nos acoge en su seno para ponernos enseguida en standby. Salvo alguna que otra excepción, no se hace oficialmente responsable de nuestro encuentro con tal obra determinada. Sólo el destino, que a veces hasta puede cobrar la apariencia de nuestro deseo y encontrar los recursos de nuestra voluntad, nos otorgará, llegado el caso, los vínculos efectivos con esa obra que la cultura nos deja vislumbrar sin garantizarnos su goce. Diré en un momento que la teoría de las situaciones didácticas (TSD) puede ser leída, bajo esta óptica, como una incitación a no conformarse con este antiguo estado de cosas.

Pero antes de eso, veamos qué ocurre en la Escuela o, al menos, en cierta escuela, esa institución dedicada a organizar de manera sistemática el encuentro de las jóvenes generaciones con algunas de las obras de la sociedad. El abordaje narrativo de las obras limita de manera estricta la responsabilidad y el compromiso didácticos, tanto de la instancia enseñante como de la instancia enseñada. En ello radica su fuerza: por un lado, la promesa, por el otro, la espera, son menores, en igual medida que lo es, para ambos lados, el fracaso, ¡si es que hay fracaso! El outsider no se convierte tan fácilmente en insider: los saberes adquieren aquí una forma exotérica, la cual sólo puede dar una idea de su funcionamiento esotérico. Dicho esto, empero, en la forma escolar clásica, este arreglo básico se ve levemente enriquecido. Junto con la clase expositiva, que es el retoño escolar de la narración de formación, vemos aparecer la clase de ejercicios o trabajos dirigidos (TD)1. De manera más o menos explícita, la “clase” cuenta el mundo, describe qué hacen los matemáticos o los geógrafos o los filósofos. Por su parte, los TD proponen al alumno que mime ese proceder y que intente, pues, operar “a la manera de” –a la manera de los matemáticos o de los geógrafos o de los filósofos. “Rezad, y la fe os vendrá”, decía Pascal sobre ese modelo.

Ese es el enfoque narrativo-mimético que propone la Escuela. No exige del alumno que se haga matemático, geógrafo o filósofo: sólo que haga como si lo fuera. No se le pide que entre en la obra: sólo que se acerque a ella. Por lo tanto, la promesa hecha y el compromiso demandado, también en este caso, están claramente limitados: más allá de eso, corresponderá al alumno actuar. Desde luego, este podrá, más allá de un mimetismo convencional y escolarmente salvador, negarse a entrar en la obra, cuyas razones de ser ignorará por muchos años –“Nunca entendí por qué ax²+bx+c = 0”, puede ser que diga un día riéndose–, tranquilizando a su entorno a través de un idóneo comportamiento de “autómata”. Quisiera insistir en el interés e incluso en la prudente sabiduría de semejante “contrato”, que instituye así una tierra de nadie protectora entre la instancia enseñante y la instancia enseñada: la inercia de la forma escolar clásica, al igual que su versión moderna donde triunfa la tendencia a mimetizarlo todo y donde la narración casi ha desaparecido, constituye, creo yo, el núcleo de la resistencia al enfoque adidáctico de las obras.

Es cierto que, a la larga, el abordaje narrativo-mimético aumenta las posibilidades de un encuentro adidáctico espontáneo, que no garantiza por definición, y que, en última instancia, es un asunto que dura toda la vida. También por eso el modelo narrativo-mimético parece satisfacer a los profesionales a la hora de formar a futuros profesionales que supuestamente tienen toda la vida por delante: el enfoque narrativo-mimético se uniría asintóticamente al enfoque adidáctico. Allí se halla, sin lugar a duda, otro bastión –¡y no menor!– de la resistencia. “Aprendamos a utilizar los ángulos” es más o menos lo que dicen esos partidarios de la mimesis. “¡Tenemos toda la vida por delante para entender para qué sirven!”

El acceso narrativo a las obras sólo asegura una instrucción ficticia. El enfoque narrativo-mimético asegura, si se me permite, una instrucción fingida, potencial, que podría tornarse efectiva si... si, en particular, damos tiempo al tiempo. Esa es sin duda la limitación más fuerte de la técnica narrativo-mimética cuando se está frente a la cuestión de la escolaridad obligatoria y, a decir verdad, de toda escolaridad –ya que sólo unas pocas corporaciones disponen de un tiempo de instrucción indefinidamente prolongado... Asimismo, repitamos que, en su reciente evolución de hace algunas décadas, esta técnica clásica, prudente y perezosa a la vez, ha perdido parte de su vigor al perder mucho de su dimensión narrativa, librando así a alumnos y profesores a un mimetismo sin punto de referencia, privado de toda marca claramente establecida.

Llegado a este punto, supongo que se quiera tomar en serio el problema de la instrucción pública, que se quiera hacer el intento de cuestionarse, pues, sobre las formas y los contenidos de un pacto nacional de instrucción que deba implementarse tanto dentro de la Escuela como fuera de ella, y que no sea el pacto fetichista detallado hasta aquí. Acerca de los contenidos, primero diré lo siguiente: el pacto que se ha de establecer debe enunciar la lista de las preguntas primeras Qi, escogidas entre las cuestiones consideradas como vivas, e incluso vitales, para las jóvenes generaciones, sobre las cuales estas deberán instruirse, cuyo encuentro no puede serles vedado y que entonces deberán estudiar, a fin de construir las respuestas Ri, revisables, pero previstas en el pacto nacional de instrucción, por ser juzgadas como las más susceptibles de hacernos la vida buena. Una cosa esencial, pues, en la perspectiva de semejante refundación del pacto de instrucción, es que un saber Sn –sea este matemático– sólo verá motivado su estudio en la medida en que aporte, de manera inmediata o diferida, pero real, una contribución significativa al estudio de al menos una de las preguntas Qi y a la construcción de al menos una de las respuestas Ri. Entonces, ya no habrá más privilegio de naturaleza ni exceso de rentabilidad para ningún saber, para ninguna obra.

Contra la bipartición de los “doctos” y de los “laicos”, a la que parece conformarse muy bien la instrucción dual –efectiva para los iniciados, monumental-lúdica para los no iniciados, o sea, el resto del mundo–, el pacto nacional de instrucción debe apuntar, idealmente, a una instrucción efectiva para todos. Eso supone, desde ya, multiplicar los encuentros adidácticos: volvemos a ese tema otra vez. Para situar mejor el punto, olvidemos por un momento la Escuela, ubiquémonos “en la sociedad”. El hombre, por ser un neoteno, es un animal didáctico: para él, toda situación del mundo puede tornarse una situación didáctica. Toda situación instrumental –no didáctica– puede ser vivida por él como didáctica, e incluso como... adidáctica. Además, a toda situación que pueda representar algo de inaugural en la biografía de la cría de hombre le conviene ser vivida como didáctica, sobre todo, porque el fracaso instrumental puede adquirir entonces el rango de condición para el progreso en el aprendizaje del mundo natural o social.

Por lo demás, toda sociedad se las ingenia para hacer vivir a sus miembros como didácticas al menos algunas de las situaciones que estos tendrán que atravesar, por más “obligadas” que sean. (Hace muchos años, un poco más de un siglo, el mérito del capitán Philippe Lyautey consistió en haber planeado, en su improbable didacticidad, el servicio militar del cual el país acababa de dotarse: pero hoy podemos olvidarnos de ese asunto.) Así pues, el grado y la autenticidad de la instrucción que recibo depende, desde ya, de las dosis de adidacticidad que puedo asumir en mi acceso a las situaciones que la sociedad me propone o me impone vivir. No hay ningún milagro en relación con esto: la instrucción “espontánea”, la instrucción “de la vida”, no es ni más ni menos auténtica que aquella que nos ofrece la Escuela. O, dicho de otro modo, el arte, me refiero a la Escuela, no es menos auténtico, no es menos efectivo que la naturaleza, me refiero a la sociedad y su “escuela de la calle”. La sociedad es tan cosa de arte como lo es la Escuela.

¿Por qué cuestionarse en estos términos acerca de la “escuela fuera de la Escuela”? Porque es prácticamente imposible hacer vivir en la Escuela lo que no se planea hacer vivir más adelante en el conjunto de la sociedad, en parte por medio de la acción de esa propia Escuela. Porque no se podría pedir a la Escuela que ejerza en mayor medida, con mayor consciencia y voluntad, el abordaje adidáctico de los saberes y las obras, si no hay allí un principio de producción de la sociedad reconocido y valorado como tal. No ignoro que esta perspectiva irritará, incluso aquí, a aquellos y aquellas para quienes la producción de la sociedad constituye, según el modelo genérico de bipartición ya mencionado, un ámbito reservado, donde el especialista en didáctica, al igual que el profesor, no tendrían parte como tales, porque esta incumbiría exclusivamente a los partidos políticos, los sindicatos y los gobiernos. No creo que ese vestigio de la cultura cortesana (que hacía del entorno del Príncipe la cima de la organización social, de la cual nosotros, especialistas en didáctica, estaríamos por naturaleza excluidos), que ese reflejo curial pueda obstaculizar durante mucho tiempo las leyes de la ecología didáctica, cuyo alcance no podría limitarse por decreto.

La perspectiva aquí esbozada, siguiendo los pasos de la teoría de las situaciones didácticas, postula una exigencia de instrucción efectiva para todos, a través del enfoque adidáctico de los saberes y las obras. Hoy en día, esta exigencia aparece, si no como absolutamente inédita, al menos como radical, al permanecer tan ampliamente dominada en la historia de nuestras sociedades –las cuales, ya lo hemos dicho, no consienten que se le haga lugar sino en beneficio de unas escasas élites. Quisiera enunciar, pues, para terminar, lo que creo que son algunas de las condiciones de posibilidad para semejante ambición transformadora de cara al desarrollo de nuestras sociedades.

En primer lugar, diré sin ambages que es prácticamente imposible, más aun, es inconcebible que cada uno de nosotros alguna vez pueda vivir en primera persona todo lo que hay de vivo en la cultura donde discurrimos. En efecto, nuestro conocimiento del mundo, ya de por sí muy circunscripto, presenta indefinidamente una sobredosis de narratividad y, comparativamente, es pobre en adidacticidad. En esto, todo sucede como si, en un momento dado, existiera un “índice histórico de adidacticidad” que no pudiéramos superar, incluso si ese índice fuera variable según las culturas, los campos de conocimiento y los individuos; y, sobre todo, aun si pudiéramos esforzarnos para hacer crecer ese índice.

En segundo lugar, tratándose de la matemática en particular, quiero subrayar que, en la actualidad, el camino de la adidacticidad se ha vuelto por demás impracticable a raíz de la amnesia colectiva progresiva que ha golpeado, de modo contundente, a la cultura docente de la escuela secundaria, desde hace dos o tres décadas, la cual ha borrado de las memorias personales e institucionales las razones de ser de los mil saberes específicos que componen el currículum matemático obligatorio. Pero más que eso, lo que pareciera poder reconstruirse fácilmente es, sobre todo, el movimiento de purificación epistemológica mediante el cual “la matemática”, antaño muy abierta a lo extramatemático matematizable (durante mucho tiempo, en el último año de la secundaria, el profesor de matemática tenía que enseñar las máquinas simples: palanca, torno elevador, cabrestante, poleas, aparejo, etc.), se ha encerrado en sí misma, remitiendo a la nada, o a un universo de opereta sin consistencia, todo medio posible que no sea “puramente matemático”.

Por último, quiero decir unas palabras a propósito de las vías y los medios a través de los cuales el principio de producción de la sociedad y de su Escuela, tal como aquí la concibo, puede hallar su eficacia. Recurrir al Príncipe, según un reflejo clásico que más tiene que ver con la tradición curial que con el principio republicano, constituye un camino que dejo a otros: creo que nada alega en su favor en los tiempos que corren. Muy distinto es el caso de esta inmensa fuerza de transformación que representan los docentes, colectivamente, y uno por uno. Quiero aludir a su formación, dentro de los IUFM, como el punto de apoyo esencial para las transformaciones buscadas. En este tema, y lo digo sin rodeos, nada me resulta más vano y, a largo plazo, más culpable, que la falsa condescendencia inquieta de los “especialistas”, que vendríamos a ser nosotros, en contra de esos “profanos”, que vendrían a ser los profesores.

La teoría de las situaciones didácticas, en torno a la cual se entablarán nuestros intercambios en el transcurso de estas jornadas, ha sido pensada, se sabe, para romper al mismo tiempo con una pesada tradición dentro del fenómeno educativo en nuestras sociedades: aquella de un mundo donde la selección de los medios está regida por criterios subjetivos, por modas pasajeras, ensalzadas o burladas a gusto de cada uno; mundo sin objetividad, por carecer de procedimientos de objetivación, donde tal manera de proceder pronto será dejada de lado, no porque habrá resultado inferior a tal otra, sino porque su hora habrá pasado y habrá cesado de gustar. Contra esto, se sabe, Guy Brousseau ha lanzado la consigna cruel y, a la vez, vivificante de confrontación con la contingencia. Pero esta exigencia, que ciertamente es obvia si uno se ubica en el paradigma científico moderno, y que sí o sí debe acompañar la expansión democrática de la instrucción efectiva, aún hoy, casi no tiene cabida en una profesión donde, por ejemplo, resultaría curiosamente narcisista examinar, a la salida de clase, la performance que uno acaba de lograr –es lo contrario a la norma actual que rige todas las profesiones que se ejercen como una sucesión de “performance de riesgo” (cirujano, deportista de alto nivel, etcétera). Ahora bien, también en este caso, no creo que podamos esperar implementar una instrucción pública construida mediante la confrontación con la contingencia, si esta última exigencia sigue siendo un asunto de especialistas. Con este sencillo ejemplo, espero se pueda sopesar el esfuerzo que se debe entablar, o perseguir y desarrollar, en la formación de los profesores, para que esta exigencia rija y controle los avances de la instrucción pública, tal como la TSD nos permite hoy pensarlos y desearlos.

1 Se refiere a una forma de enseñanza utilizada en Francia, que permite aplicar los conocimientos aprendidos durante los cursos teóricos. Los alumnos trabajan individualmente, en presencia del profesor, que interviene para corregir los ejercicios [N. de T.].

La matemática en la escuela

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