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La Iglesia católica en la Ciudad de México en los ochenta

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El cardenal Corripio administró la arquidiócesis primada de México entre 1977 y 1994. Fue un periodo largo y complejo, durante el cual la institución se trasformó radicalmente. Una vez que Corripio tomó el cargo, emprendió una intensa política de transformación y dio personalidad jurídica a zonas pastorales que hasta entonces no tenían un obispo encargado, sino delegados.1 El problema, efectivamente, tenía una dimensión jurídica, pues había que reglamentar, por ejemplo, el funcionamiento de los obispos auxiliares, pero la situación trascendía lo legal: había que entender el fenómeno de la gran ciudad, de la megalópolis, y los problemas pastorales que ella planteaba.

El análisis del sacerdote encargado de desarrollar tales cambios, Manuel Zubillaga,2 se basó principalmente en las ciencias sociales. Zubillaga retomó la idea sociológica de las megalópolis de los años ochenta. Con más de ocho millones de habitantes, solo había en todo el mundo veinticuatro o veinticinco ciudades como la de México. De acuerdo con el sacerdote, las megalópolis son un fenómeno del siglo XX, pues a finales del siglo XIX Londres apenas tenía un millón de habitantes. Se trataba de algo reciente en la historia de la humanidad y, por eso mismo, era un asunto nuevo también para la Iglesia. Entonces la concepción canónica de diócesis empezó a tener un sustrato sociológico diferente y por este motivo se requirió inventar una solución de gobierno pastoral adecuada a las dimensiones de la urbe.3 Gracias al trabajo realizado por el cardenal Miguel Darío Miranda y Gómez (Arzobispo de México de 1956 a 1977), en la arquidiócesis existían ya las llamadas zonas de pastoral, conocidas después como delegaciones de pastoral. Una vez que llegó Corripio, en 1977, se quiso dar un paso más y se otorgó personalidad jurídica a estas zonas.4 La arquidiócesis, desde los ochenta, revolucionó su estructura canónico-administrativa y se dividió en ochos vicarías que, a su vez, se fraccionaron en decanatos y después en parroquias. Según Zubillaga, el cardenal Corripio seguramente abordó con Juan Pablo II, durante la visita de éste a México en 1979, el tema de la posible reestructuración del gobierno pastoral.

Mons. Francisco Aguilera y el futuro cardenal Javier Lozano Barragán fueron los primeros obispos elegidos como administradores de vicaría. Una vez nombrados los obispos auxiliares en junio de 1979, había que empezar un cambio concreto en la pastoral y por esta razón, de acuerdo con Zubillaga, se realizó la Misión Guadalupana, cuyo objetivo era pasar «de la especulación y de la discusión teórica a hacer un proyecto que movilizara las comunidades cristianas».

La diócesis de México durante la administración de Corripio cambió sustancialmente su estructura: pasó de 279 parroquias a 380 en 1994; el número de sacerdotes diocesanos aumentó de 593 a casi 700; el clero regular se estabilizó en mil religiosos, mientras el número de religiosas bajó de 5 983 a 4 750. El porcentaje de católicos en la diócesis descendió del 96.5% al 85 por ciento.5

De forma paralela a su trabajo pastoral en los años ochenta, Corripio abonó también a la creación de un vínculo con el gobierno mexicano. Ciertamente, el cardenal en esta década fue uno de los protagonistas de las relaciones entre Estado e Iglesia católica. El objetivo primero que tenía el arzobispado de México, según Horacio Aguilar,6 ex apoderado legal, era definir formalmente las relaciones entre gobierno y jerarquía. Los sacerdotes cercanos a Corripio nunca estuvieron de acuerdo en llamarlas «relaciones Iglesia-Estado», pues, en su opinión, cuando éstas realmente existen, se dan de manera natural, mientras que en los ochenta la situación estaba muy deteriorada. Según el propio Aguilar: «No era únicamente un problema jerarquía-gobierno, sino que el gobierno no aplicaba la ley, éste era el problema; era un gobierno que flexibilizaba y rompía la ley y el pueblo estaba muy al margen de las diatribas entre gobierno y jerarquía. Estamos hablando en presencia de un país en el cual hay una ciudadanía que rebasa al gobierno y un pueblo que rebasa a la jerarquía».7

Para entender esta afirmación basta recordar la primera visita de Juan Pablo II a México en 1979, durante la cual se violaron muchas leyes: actos de culto públicos, hábitos talares en las calles y en las plazas, procesiones. Todo ello estaba prohibido, pero el Estado lo permitió. El pueblo desbordó la normativa y tanto el gobierno como la jerarquía, en un determinado momento, se vieron obligados a encontrar la manera de legalizar un hecho consumado.

De acuerdo con el análisis de Roberto Blancarte sobre la presidencia de Corripio en la Conferencia del Episcopado Mexicano (1980-1982), el cardenal apostó por una apertura eclesial en las cuestiones sociopolíticas.8 Dentro de su arquidiócesis, esta apertura se manifestó tanto en la construcción de las relaciones con el Estado como en la reconfiguración de su estructura territorial.

En este proceso sobresalieron algunos sacerdotes, como el jesuita Enrique González Torres9 y el diocesano Antonio Roqueñí Ornelas.10 González Torres fue el coordinador diocesano de la emergencia del sismo. Dado que la estructura que tenía Cáritas11 en México, fundada en 1960, era exclusivamente parroquial, resultaba imposible coordinar la ayuda sin un organismo centralizado. Para tal fin creó la Fundación para el Apoyo a la Comunidad (FAC), que tomó el papel de Cáritas. La FAC creó una oficina en cada una de las ocho vicarías, contrató personal y ayudó en la construcción de viviendas, refugios y comedores.

Así, el sismo de 1985 llevó a la diócesis a tomar una ruta de integración con la sociedad civil y de apertura política. Fue en este contexto, durante la etapa de reconstrucción, que la Iglesia comenzó a desempeñar un papel social más activo y, junto con diversas organizaciones, se mostró como una institución altamente confiable y capaz ante interlocutores nacionales e internacionales.

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