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1. En el año 2013


Solo hacía seis meses que el papa Francisco había accedido al cargo pontificio cuando especificó, en una conversación con el P. Antonio Spadaro, hermano jesuita y director de La Civiltà Cattolica, algunas de las preocupaciones y prioridades que lo iban a ocupar. Y así mencionó con una insistencia particular el tema de las mujeres. Era preciso, según explicó, «ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia [...] elaborar una teología más profunda de lo femenino [y además introducir a las mujeres] allí donde se ejerce la autoridad en los diferentes campos de la Iglesia» 1.

También hay que destacar que el papa ha movilizado inicialmente la atención sobre el tema con un gesto llevado a cabo en el corazón de la liturgia de los días santos, gesto que sorprendió a más de uno: es sabido que invitó a dos mujeres al lavatorio de los pies que celebró en una cárcel romana el Jueves Santo, unas semanas después de su elección. Brecha abierta en la masculinidad del rito, tal como se celebra de ordinario. Este eminente gesto confiado a la Iglesia para significar y desplegar el misterio pascual en la carne del mundo dejaba de estar confiscado a favor de los varones. Se ampliaba a toda la humanidad, incluyendo a las mujeres... Encontraba así la densidad de sentido que reviste en el evangelio, en cuanto gesto fundador, puesto que se es cristiano por la gracia de Cristo, que se hace servidor de todos hasta la muerte; como gesto de identificación, ya que les es dado a los discípulos como consigna, y como gesto por excelencia de testimonio, porque es en esta postura de servicio transmitida por la Iglesia como Cristo es anunciado del modo más meridiano. Es cierto que el término «discípulo» borra en el relato las diferencias sexuales. Pero ¿cómo no pensar que las mujeres se hallan incluidas en él? En primer lugar, porque, como recordó un día Christian de Chergé, es de una mujer de quien Jesús había recibido ese mismo gesto en Betania. Además, porque se trata de un gesto de solicitud para con la carne del otro y porque en esa materia existe una innegable maestría femenina bajo los cielos y desde siempre, y, por tanto, también en el evangelio. Sin solución de continuidad, el papa, en su anuncio de Pascua, elogió el testimonio del Resucitado dado por las mujeres. Subrayó incluso que las profesiones de fe en la resurrección no harían otra cosa que reformular lo que habría sido atestiguado al principio por el relato de las mujeres, vibrante de experiencia viva e inmediato al acontecimiento.

De este modo, gestos y palabras confluían para manifestar la manera en que este papa era cristiano e invitaba a serlo, de modo especial con su manera de ser varón en su relación con las mujeres 2. Todas estas cosas quedarían confirmadas posteriormente; la Exhortación Evangelii gaudium, como otras muchas intervenciones orales, a veces improvisadas, insiste en la manera en que en la Iglesia se trata a las mujeres y –hay que decirlo– más de una vez se las maltrata, y la exposición Amoris laetitia se destaca entre las demás por la atención especial prestada a la condición de las mujeres en las sociedades de hoy.

De hecho, las expresiones de los primeros meses de 2013 eran como para asombrar por su tono casi inaugural. Como si esta preocupación por reconocer a las mujeres en la Iglesia no hubiera acompañado a los últimos pontificados, desde el de Juan XXIII, y con una insistencia creciente en sus sucesores. Pero, como en muchos otros campos, el papa Francisco remitía a la casilla de salida del juego, si se permite designar así las urgencias del Evangelio. Ciertamente, no se trataba de que en los tiempos precedentes el magisterio hubiera carecido de fidelidad a este. Pero nada como volver a escuchar el Evangelio, ahora y siempre, para lavar la mirada y liberar la novedad de Cristo en nuestros tiempos, acechados por el cansancio y el desánimo ante tantas patadas recibidas. «Él pasa y ya nada es como antes», declara insuperablemente, hablando de Cristo, el poeta Christian Bobin. Él pasa y los órdenes establecidos quedan al descubierto en su parte de desorden, el grito de los olvidados fuerza la atención de los indiferentes y la misericordia hace estallar las estrecheces moralizantes. ¡Y las mujeres invisibles son, por fin, reconocidas en los cambios de agujas de la historia a los que Dios misteriosamente acompaña, como este tramo de vida que asegura, a pesar de todo, la solidez de un tejido de humanidad que tantos desgarrones sufre!


2. La vida de las mujeres,

una cuestión perpetua


La cuestión urge más que nunca. Incluso acucia nuestra actualidad. En primer lugar, socialmente, en un tiempo de grandes remodelaciones antropológicas que echan por tierra las representaciones tradicionales de las identidades, por cuestionar en especial los modelos de feminidad que han incorporado –y siguen incorporando en muchos sitios– los prejuicios que encasillan lo femenino en una insuperable inferioridad y en clichés despectivos que sirven de justificación a un orden masculino omnipresente en las sociedades.

De hecho, el momento es complejo. Indiscutibles evoluciones caminan en el sentido de un reconocimiento de las mujeres. Pero, a través de lo que se ha llamado «liberación de la palabra», es también el crecimiento de las violencias simbólicas y físicas lo que se revela a nivel mundial, como lo atestigua, por ejemplo, la expansión fulgurante del hashtag #MeeToo, aparecido a finales del año 2017. Al mismo tiempo, un creciente número de sociedades son presa hoy de inquietantes movimientos de opinión. Es sabido cuánto favorecen las incertidumbres y desestabilizaciones políticas la proliferación de ideologías autoritarias que, tanto en el este como en el oeste, mantienen sin tapujos discursos de desprecio y odio contra todo lo que encarne la figura del otro. En tal coyuntura, el machismo ha llegado a ser una marca registrada que tiene como escaparates tanto la Rusia de Putin como la América de Trump, sin contar todos sus émulos que existen en el espacio geográfico que hay entre ellos. En el primer caso, es una virilidad del músculo y del combate lo que se muestra en los carteles, que se hace pasar como el antídoto contra una feminización de las sociedades denunciada como el veneno de Occidente. En el otro, es una grosería propia de payaso lo que se adueña de una campaña electoral y luego de la vida política en el escenario de la mayor democracia del mundo. En otro sitio, un diputado de la Europa del Este estigmatiza públicamente una debilidad intelectual de las mujeres, que justificaría las desigualdades de su sueldo en el trabajo 3. Y en el estrato más profundo de las poblaciones, las opiniones siguen esa pendiente, aproximando dramáticamente a sociedades de tradición cristiana –por principio, abiertas al reconocimiento de la igualdad de sexos– con sociedades musulmanas, en las que solo las mujeres, por el momento, llegan a dar a conocer las insoportables opresiones que pesan sobre la condición femenina en tierras del islam.


3. También la Iglesia


La Iglesia, moradora de este mundo como «su alma» –tal como la describe la célebre Carta a Diogneto–, está también ella directamente concernida por estas realidades. Aunque a lo largo de los decenios recientes ha experimentado en su seno algunas modificaciones positivas en la relación entre varones y mujeres, no llega de modo manifiesto, en lo profundo de sus reflejos institucionales, a desprenderse de una misoginia visceral que desespera a muchas cristianas. La vida de la Iglesia continúa cargando un desprecio rampante sobre las mujeres. Como reverso de desconfianza y miedos, ese desprecio alimenta formas de violencia larvada, como esa condescendencia que, en la vida diaria, humilla a muchas mujeres en las parroquias o en la vida religiosa y que es causa de injusticias cuyo testimonio herido y púdico se empieza a recoger hoy de boca de cristianas de otros continentes, entregadas en cuerpo y alma a la obra de la caridad 4. Hasta las terribles revelaciones de comienzos del año 2019 sobre los crímenes sexuales cometidos por eclesiásticos contra religiosas, crímenes que llevan el mal al colmo de la ignominia.

Subrayémoslo: estas difíciles verdades se hallan, ciertamente, en el horizonte de las páginas que se van a leer. Pero sería caer en un error confundirlas con una carta de pésame, reivindicación obsesiva de cristianas feministas –¡una expresión sospechosa en ambientes católicos!–, inmovilizadas en la preocupación por ellas mismas, con las injusticias que sufrirían por parte de una institución eclesial de la que solo saben sospechar y a la cual denigran. Desvaríos de mujeres, en suma. Es sabido que esta expresión sirve como objeción contra la palabra de las mujeres en boca de los discípulos, incrédulos el día de la resurrección, según el relato del evangelista Lucas (en el que, por otra parte, recibe el más mordaz desmentido en un momento evidentemente decisivo). Más allá de hacer un alegato a favor de las mujeres, aquí se va a tratar de la vida de la Iglesia en su conjunto. Porque esa es la apuesta: que la novedad del Evangelio alcance y recupere esa relación fundadora de humanidad, que reúne a varones y mujeres en la misma tarea de ser realidades vivas y, en su caso, realidades vivas al servicio del Espíritu. A Paul Beauchamp, lector de las Escrituras, incomparablemente sensible a la intersección de lo antropológico y lo teológico, le gustaba decir: «El amor divino se juega en lo que ocurre entre los seres humanos en el campo de su diferencia».

Este esencial enunciado supera con mucho su aparente modestia. Si en su contexto inicial apunta a la relación de los cristianos con el misterio de Israel, vale en grado eminente para el lugar de cita del varón y la mujer, porque, al situar la diferencia en un punto de extrema sensibilidad, el cara a cara de lo masculino y lo femenino es por excelencia el lugar de la cita con Dios.

Verdad que trágicamente quiere ignorar el discurso de algunos en la Iglesia, cuando se atreven a argumentar con la idea de que la preocupación contemporánea por la promoción de las mujeres constituiría un peligro que desestabiliza tanto a la Iglesia como a las sociedades. Es, evidentemente, el modo de desear un pronto retorno a un orden más tradicional 5. Aunque, lejos de este propósito extremo e indecente, hoy se invoca con complacencia un «malestar masculino», fácilmente explotable, para poner sordina a las palabras de las mujeres. Es indudable que la ruptura de las imágenes y los papeles a los que los varones y las mujeres estaban amarrados durante los siglos precedentes afecta de modo traumático a las identidades y, en más de una ocasión, hace casi angustiosamente incómoda la condición masculina. Es indudable que este problema atañe también al mundo eclesial, en el que los varones –laicos, sacerdotes y religiosos–, privados de sus atributos tradicionales, se sienten amenazados o disminuidos por todo lo que las mujeres han ganado en autonomía. Y así, en Francia, conocen en el mundo católico un claro éxito las peregrinaciones que ofrecen a los varones la ocasión de un repliegue sobre ellos mismos. Pero sigue existiendo el problema de identificar con claridad lo que puede ser una justa recuperación de la seguridad para la masculinidad rota por la coyuntura. Harvey Mansfield, pensador del conservadurismo norteamericano, invoca una virilidad como valor en cierto modo caballeresco 6, que, en realidad, muy pronto ha buscado sus representaciones en la vuelta a una virilidad conquistadora, «indomable», según el título de una obra que se vendió muy bien en los años dos mil en Estados Unidos y otros lugares 7. ¿No llega incluso a invocar las figuras guerreras del Dios de la Biblia, conquistador y vengativo, para estimular las energías masculinas y devolver a los varones una afirmación belicosa y ofensiva de sí mismos, que los restablezca en la conciencia de sí? Desde un punto de vista cristiano, esto debería suscitar algunas verificaciones. Más allá del problema de un inquietante fundamentalismo escriturario, es difícil confirmar esta problemática alegando como razón que la persona de Jesús –varón, como es sabido– permite reconocer una justa masculinidad en ruptura con todos los tópicos de una virilidad en equipo de combate, conminada a demostrar sin cesar su capacidad de performance, en particular en la relación con las mujeres. Los evangelios, que narran a Jesús en sus gestos y palabras, en sus encuentros y sus amistades, así como en las confrontaciones con sus adversarios, deconstruyen drásticamente este juego de representaciones que pesan de hecho como un destino tiránico sobre el imaginario cultural masculino. Designan, como en un negativo, la figura de una ternura que se revela como la paradójica omnipotencia de Dios, que Paul Beauchamp –por citarlo otra vez– detecta en el origen y en el final de la historia según las Escrituras. Y a la que todos, varones y mujeres, están invitados a encontrar junto a Cristo y a encarnar en la singularidad de su carne.

En estas condiciones, es concebible el interés y la urgencia que existe en que los cristianos estén atentos a la palabra del papa Francisco, que convoca a un trabajo de fondo que permita articular una sana identidad masculina, capaz empero de conjugarse correctamente con lo femenino en un mundo en vías de recomposición.

Las páginas que siguen se estructuran en cuatro momentos. El primero lo ocupará un balance del modo en que se ha vivido la relación entre la institución eclesial y las mujeres a lo largo de los últimos decenios (capítulo 1). A continuación, se tratará de ver cómo la coyuntura actual, que le da a las mujeres una visibilidad inédita, engendra una dinámica fecunda que permite una relación muy saludable de la lectura de las Escrituras (capítulos 2 y 3). Luego, ya que nuestra investigación se lleva a cabo en el seno de la tradición católica, haremos un alto bastante largo en la cuestión del sacerdocio, y más en concreto en la relación entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común, tal como sugiere pensar la condición de mujer en la Iglesia: realidad crucial que lleva mucho más allá del debate sobre el acceso de las mujeres al sacerdocio ministerial; puesto que implica la puesta en práctica de una eclesiología vivida dentro de la amplitud de miras de Lumen gentium y, por tanto, de la gran tradición, libre de las estrecheces de las problemáticas jerárquicas, aún tan poderosas en las mentalidades (capítulo 4). Y, por último, centrando nuestra atención en algunas mujeres especiales –desde Etty Hillesum a la figura revisada de María, pasando por voces contemporáneas como la de Svetlana Alexiévitch–, haremos justicia a algunos aspectos de la vida vivida en femenino, que permiten identificar una singularidad que pretende no pensarse en clave de un «genio femenino», sino más bien retomando la idea de un «signo de la mujer», que ya había centrado nuestro interés en una obra anterior 8.

Anticipemos ya desde ahora nuestra pretensión final: a través de este recorrido, es la mujer y el varón, el varón con la mujer, y a la inversa, los que tienen que ser el objetivo de una comprensión teológica revisada que permita una auténtica renovación de las actitudes y las prácticas en el mundo eclesial.

Una Iglesia de mujeres y varones

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