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I

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Eran las dos de la tarde. El sol resplandecía vivo, centelleante, sobre el mar. La brisa apenas tenía fuerza para hinchar las velas de las lanchas pescadoras que surcaban el océano a la ventura.[5.2] Los picos salientes de la costa y las montañas de tierra adentro[5.3] se veían a lo lejos envueltas en un finísimo cendal azulado. Los pueblecillos costaneros brillaban como puntos blancos en el fondo de las ensenadas. Reinaba silencio, el silencio solemne, infinito, de la mar en calma. La mayor parte de los pescadores dormían o dormitaban en varias y caprichosas actitudes; quiénes de bruces sobre el carel,[6.1] quiénes respaldados, quiénes[6.2] tendidos boca arriba sobre los paneles o tablas del fondo. Todos conservaban en la mano derecha los hilos de los aparejos, que cortaban el agua por detrás de la lancha en líneas paralelas: la costumbre les hacía no soltarlos[6.3] ni en el sueño más profundo. Marchaban treinta o cuarenta embarcaciones a la vista unas de otras, formando a modo de escuadrilla,[6.4] y resbalaban tan despacio por la tersa y luciente superficie del agua, que a ratos parecían inmóviles. La lona tocaba a menudo en los palos, produciendo un ruido sordo que convidaba al sueño. El calor era sofocante y pegajoso, como pocas veces acontece en el mar.

El patrón de una de las lanchas abandonó la caña del timón por un instante, sacó el pañuelo y se limpió el sudor de la frente; después volvió a empuñar la caña, y paseó una mirada escrutadora por el horizonte, fijándose[6.5] en una lancha que se había alejado bastante; presto volvió a su actitud descuidada, contemplando con ojos distraídos a sus dormidos compañeros. Era joven, rubio, de ojos azules; las facciones, aunque labradas y requemadas por la intemperie, no dejaban de ser[6.6] graciosas; la barba, cerrada y abundante; el traje, semejante al de todos los marineros, calzones y chaqueta de algodón azul y boina blanca; algo más fino, no obstante, y mejor arreglado.

Uno de los marineros levantó al cabo la frente del carel, y restregándose los ojos, articuló oscuramente y con mal humor:

—¡El diablo me lleve si no vamos a estar encalmados todo el día!

—No lo creas—repuso el patrón escrutando de nuevo el horizonte,—antes de una hora ventará fresco del Oeste; el semblante viene de allá:[7.1] Tomás ya amuró[7.2] para ir al encuentro.

—¿Dónde está Tomás?—preguntó el marinero, mirando al mar con la mano puesta sobre los ojos a guisa de pantalla.

—Ya no se le ve.

—¿Pescó algo?

—No me parece...; pero pescará... y todos pescaremos. Hoy no nos vamos sin bonito[7.3] a casa.

—Allá veremos[7.4]—gruñó el marinero echándose nuevamente de bruces para dormir.

El patrón tornó a ser[7.5] el único hombre despierto en la embarcación. Cansado de mirar el semblante, el mar y las lanchas, puso los ojos en un marinero viejo que dormía boca arriba debajo de los bancos, con tal expresión de ferocidad en el rostro, que daba miedo. Mas el patrón, en vez de mostrarlo, sonrió con placer.

—Oye, Bernardo—dijo tocando en el hombro al marinero con quien acababa de hablar;—mira qué cara tan fea pone el Corsario para dormir.[7.6]

El marinero levantó otra vez la cabeza y sonrió también con expresión de burla.

—Aguarda un poco, José, vamos a darle un chasco... Dame acá esa piedra...

El patrón, comprendiendo en seguida, tomó un gran pedrusco que servía de lastre en la popa y se lo llevó en silencio a su compañero. Éste fue sacando del agua con mucha pausa y cuidado el aparejo del Corsario, y cuando hubo topado con el anzuelo, le amarró con fuerza el pedrusco y lo dejó caer muy delicadamente en el agua: y con toda presteza se echó de nuevo sobre el carel en actitud de dormir.

—¡Ay, María![8.1]—gritó despavorido el marinero al sentir la fuerte sacudida del aparejo: la prisa de levantarse le hizo dar un testerazo[8.2] contra el banco; pero no se quejó.

Los compañeros todos despertaron y se inclinaron de la banda de babor, por donde el Corsario comenzaba a tirar ufano[8.3] de su aparejo. Bernardo también levantó la cabeza, exclamando con mal humor:

—¡Ya pescó el Corsario! ¡Se necesita que no haya un pez en la mar para que este recondenado no lo aferre![8.4]

Al decir esto guiñó el ojo a un marinero, que a su vez dio un codazo a otro, y éste a otro; de suerte que en un instante casi todos se pusieron al tanto de[8.5] la broma.

—¿Es grande, Corsario?—dijo otra vez Bernardo.

—¿Grande?... Ven aquí a tener; verás cómo tira.

El marinero tomó la cuerda que el otro le tendía, y haciendo grandes muecas de asombro frente a[8.6] sus compañeros, exclamó en tono solemne:

—¡Así Dios me mate,[8.7] si no pesa treinta libras! Será el mejor animal de la costera.[8.8]

Mientras tanto[8.9] el Corsario, trémulo, sonriente, rebosando de orgullo, tiraba vigorosamente, pero con delicadeza, del aparejo, cuidando de arriar de vez en cuando[8.10] para que no se le escapara la presa. Los rostros de los pescadores se inclinaban sobre el agua, conteniendo a duras penas la risa.

—¿Pero qué imán o qué mil diablos traerá consigo[8.11] este ladrón, que hasta dormido aferra los peces?—seguía exclamando Bernardo con muecas cada vez más[9.1] grotescas.

El Corsario notó que el bonito, contra su costumbre, tiraba siempre en dirección al fondo; pero no hizo caso,[9.2] y siguió[9.3] trayendo el aparejo, hasta que se vio claramente la piedra al través del agua.

¡Allí fue Troya![9.4] Los pescadores soltaron todos a la vez el hilo de la risa,[9.5] que[9.6] harto lo necesitaban, prorrumpieron en gritos de alegría, se apretaban los ijares con los puños y se retorcían sobre los bancos sin poder sosegar el flujo de las carcajadas.

—¡Adentro con él, Corsario, que ya está cerca!

—No es bonito, pero es un pez muy estimado por lo tierno y sabroso.

—Sobre todo con aceite y vinagre y un si es no es[9.7] de pimentón.

—Apostad a que no pesa treinta libras como yo decía.

El Corsario, mohino, fruncido y de malísimo talante, metió a bordo el pedrusco, lo desamarró y soltó de nuevo el aparejo al agua: después echó una terrible mirada a sus compañeros y murmuró:

—¡Cochinos, si os hubierais visto en los apuros que yo,[9.8] no tendríais gana de bromas!

Y se tendió de nuevo, gruñendo feos juramentos. La risa de los compañeros no se calmó por eso; prosiguió viva un buen rato, reanimada, cuando estaba a punto de fenecer, por algún chistoso comentario. Al fin se calmó, no obstante, o más bien, se fue trasformando en alegre plática, y ésta a la postre en letargo y sueño.

Empezaba a refrescar la brisa: al ruido de la lona en los palos sucedió el susurro del agua en la quilla.

El patrón, con la cabeza levantada, sin perder de vista las lanchas, aspiraba con delicia este viento precursor del pescado: echó una mirada a los aparejos para cerciorarse de que no iban enredados, orzó un poco para ganar el viento, atesó cuanto pudo la escota y se dejó ir. La embarcación respondió a estas maniobras ladeándose para tomar vuelo. Los ojos de lince del timonel observaron que una lancha acababa de aferrar.

—Ya estamos sobre el bonito—dijo en voz alta; pero nadie despertó.

Al cabo de un momento, el marinero más próximo a la proa gritó reciamente:

—¡Ay, María!

El patrón largó la escota para suspender la marcha. El marinero se detuvo antes de tirar, asaltado por el recuerdo de la broma anterior, y echando una mirada recelosa a sus compañeros, preguntó:

—¿Es una piedra también?

—¡Tira, animal!—gritó José temiendo que el pescado se fuese.

El bonito había arrastrado ya casi todo el aparejo. El marinero comenzó a tirar con fuerza. A las pocas brazas de hilo que metió dentro,[10.1] lo arrió de nuevo, porque el pez lo mantenía harto vibrante, y no era difícil que lo quebrase; volvió a tirar y volvió a arriar; y de esta suerte, tirando y arriando, consiguió pronto que se distinguiese allá en el fondo un bulto oscuro que se revolvía furioso despidiendo destellos de plata: y cuanto más se le acercaba al haz del agua, mayores eran y más rabiosos sus esfuerzos por dar la vuelta[11.1] y escapar; y unas veces, cuando el pescador arriaba el cabo, parecía conseguirlo, remedando en cierto modo al hombre que, huyendo, se juzga libre de su fatal destino; y otras, rendido y exánime, se dejaba arrastrar dócilmente hacia la muerte. Al sacarlo de su nativo elemento y meterlo a bordo, con sus saltos y cabriolas salpicó de agua a toda la tripulación. Después, cuando le arrancaron el anzuelo de la boca, quedó inmóvil un instante, como si hiciese la mortecina;[11.2] mas de pronto[11.3] comenzó a sacudirse debajo de los bancos con tanto estrépito y furor, que en poco estuvo no saltase otra vez al agua.[11.4] Pero ya nadie hacía caso de él; otros dos bonitos se habían aferrado casi al mismo tiempo, y los pescadores se ocupaban en meterlos dentro.

La pesca fue abundante. En obra de[11.5] tres o cuatro horas, entraron a bordo ciento y dos bonitos.

—¿Cuántos?—preguntaron desde una lancha que pasaba cerca.

—Ciento dos. ¿Y vosotros?

—Sesenta.

—¡No os lo dije yo!—exclamó Bernardo dirigiéndose a sus compañeros.—Ya veréis como no llega a ochenta la que más lleve a casa. Cuando un hombre se quiere casar, aguza las uñas que asombra[11.6]...

Todos los rostros se entornaron sonrientes hacia el patrón, en cuyos labios también se dibujó una sonrisa, que hizo más bondadosa aún la expresión de su rostro.

—¿Cuándo te casas, José?—preguntó uno de los marineros.

—Tomás y Manuel ya amuraron para tierra—dijo él sin contestar.—Suelta esa driza, Ramón; vamos a cambiar.[12.1]

Después que se hubo efectuado la maniobra, dijo Bernardo:

—¿Preguntabais cuándo se casa José?... Pues bien claro está... En cuanto[12.2] se bote al agua la lancha.

—¿Cuándo le dan brea?

—Muy pronto: el calafate me dijo que antes de quince días quedaría[12.3] lista—repuso Bernardo.

—Habrá tocino y jamón aquel día; ¿eh, José?

—Y vino de Rueda superior—dijo otro.

—Y cigarros de la Habana—apuntó un tercero.

—Yo se lo perdonaba[12.4] todo—dijo Bernardo—con tal que el día de la boda nos llevase a ver la comedia a Sarrió.

—Es imposible; ¿no reparas que aquella noche José no puede acostarse tarde?

—Bien; pues entonces que nos dé los cuartos[12.5] para ir, y que él se quede en casa.

El patrón lo escuchaba todo sin decir palabra, con la misma sonrisa benévola en los labios.

—¡Qué mejor comedia—exclamó uno—que casarse con la hija de la maestra![12.6]

—¡Bah, bah! ten cuidado con lo que hablas—dijo José entre risueño y enfadado.[12.7]

Los compañeros celebraron la grosería como el chiste más delicado, y siguió la broma y cantaleta, mientras el viento, que comenzaba a sosegarse, los empujaba suavemente hacia tierra.

Heath's Modern Language Series: José

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