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INTRODUCCIÓN

LOS ESTUDIOS

Se recogen en este libro diversos estudios sobre la primera transición del feudalismo al capitalismo. Se refieren pues a la dinámica feudal, es decir, a la transformación de las relaciones de producción y del régimen político de Europa occidental en el período que abarca entre 1250 y 1520. Si bien se consideran situaciones de Francia, Inglaterra o Italia, la observación se concentra en Castilla. La propuesta no debería extrañar. Nada justifica concebir una excepcionalidad hispánica medieval, como creían en otros tiempos los historiadores institucionales. El feudalismo ha comprendido plenamente a la Península Ibérica, y en tanto este sistema posee una lógica unitaria, la parte expresa la racionalidad general.

La serie comienza con los caballeros villanos. Este capítulo surge de un artículo previo, «Caracterización económica de los caballeros villanos de la Extremadura Histórica», Anales de Historia Antigua y Medieval, 27, 1994, Universidad de Buenos Aires, pp. 11-83, que ahora he modificado. El problema lo volví a tratar en «Classe, statut et pouvoir de la caballería villana de Castille. A propos d’un article récent», Le Moyen Age. Revue d’Histoire et de Philologie, 2, t. CV, 1999, pp. 415-437, trabajo que realicé en polémica con Armand Arriaza, que había objetado mis tesis. La relación entre estatus y clase, considerado en este último artículo, se retoma de manera parcial y balanceada en los capítulos 1 y 3.

Con este estudio nos introducimos en el área medular de estas investigaciones, la Extremadura Histórica castellano-leonesa, entre el Duero y el Sistema Central, donde predominaban municipios rurales, los concejos, nacidos de la Reconquista. Mediante el examen sociológico de la aristocracia concejil, el lector tendrá la oportunidad de familiarizarse con dos estructuras en coexistencia. Por un lado, una producción rural con explotación de mano de obra asalariada, que implementaban los caballeros villanos, y por otro, campesinos sujetos al señor de la villa (en muchas ocasiones el rey) obligados al pago de rentas. Era ésta la forma como se daba el sistema feudal en el área, y cuyos rasgos evolutivos traté en monografías específicas (Astarita, 1982, 1993). En este análisis enfrentamos problemas relacionados que se despliegan en los capítulos subsiguientes: la imposibilidad de transformación capitalista de un régimen mercantil simple, la potencialidad de esa transformación en las bases aldeanas, la instrumentación de un poder feudal basado en una clase no feudal, el nexo entre esta estructura y la lucha de clases, y, por último, la inserción del área en los flujos económicos interregionales.

El capítulo 2 es un ensayo destinado a develar la relación entre las categorías del estado moderno y las categorías del estado feudal centralizado. Avanzamos ahora en una tesis histórica y sociológica. El capitalismo, con su vértice político separado de su base económica y la acción mediadora de la sociedad civil, forma peculiar considerada en referencia comparativa con otras sociedades, sólo puede explicarse como una estructura devenida, como una modificación revolucionaria del Antiguo Régimen. Accedemos, así, al tercer capítulo. Se origina éste de una reformulación de un artículo ya publicado, «El estado feudal centralizado. Una revisión de la tesis de Perry Anderson a la luz del caso castellano», Anales de Historia Antigua y Medieval, 30, Universidad de Buenos Aires, 1997, pp. 123-166. Como se desprende del título, la difundida tesis de Anderson, que ha tenido una entusiasmada adhesión entre los científicos sociales, es sometida a crítica a partir de las determinaciones que surgen de nuestra área. Se concluye con un recorrido por la observación comparativa.

Los mecanismos de génesis y de reproducción del estado feudal nos transportan al papel que cumplieron los campesinos ricos en la recaudación fiscal y en la lucha de clases. Es el tema del cuarto capítulo, una versión modificada de «Representación política de los tributarios y lucha de clases en los concejos medievales de Castilla», Studia Historica. Historia Medieval, 15, Universidad de Salamanca, 1997, pp. 139-169. Los cambios introducidos se deben a que ahora me he formado un criterio más preciso, según creo, sobre el papel que jugó la elite de aldea en la zona. Mientras que originalmente concebía que la adhesión a la revolución de los comuneros de 1520-1521 por parte de muchos representantes de la comunidad tributaria se debió a la dualidad de su función política, en tanto domesticaban el conflicto social al mismo tiempo que lo expresaban, ahora tengo la convicción de que la actitud tuvo un basamento socioeconómico. Como acumulador capitalista, el representante de los campesinos estaba dispuesto a transgredir los límites que le imponía su acción de agente señorial.

Estos análisis sobre el estado moderno por un lado, y sobre el estado feudal con sus ramificaciones en las aldeas, por otro, fueron previamente desarrollados en seminarios que dicté en las universidades de Buenos Aires y de la Plata, donde tuve la oportunidad de discutir provechosamente estos temas.

El capítulo 5 es una reelaboración de «Dinámica del sistema feudal, marginalidad y transición al capitalismo», publicado en S. Carrillo et al.: Disidentes, heterodoxos y marginados en la historia, Salamanca, 1997, pp. 21-49, versión escrita y fundamentada con referencias de la que expuse en las Novenas Jornadas de Estudios Históricos, en marzo de 1997, en la Universidad de Salamanca. Proponía entonces una visión de la génesis de las relaciones capitalistas que difería tanto de la que dio Marx en el famoso capítulo 24 de El Capital como de las concepciones maltusianas o de protoindustria. En el presente artículo las modificaciones comprenden tres aspectos con respecto a la versión original: a) Formalmente, introduje precisiones y cambios sobre los antecedentes historiográficos. b) En el estudio previo sólo analicé el fenómeno de proletarización. Ahora amplío el tratamiento a la polarización social de la comunidad como un todo, y de ello deriva que atributos del problema, como la dinámica del feudalismo y la subordinación del trabajo por el capital, puedan contemplarse desde una perspectiva diferente. c) En el plano conceptual, y en relación con la ampliación temática, introduje ahora modificaciones de fondo con respecto a la metamorfosis de la racionalidad campesina en un estadio de acumulación monetaria. En esa primera aproximación, el paso de la producción de valores de uso a la producción de valores de cambio estaba representado de manera abrupta, desconociendo situaciones intermedias. Creo haber superado este defecto.

Esta nueva versión la expuse en seminarios de doctorado que dicté en 1998 en las universidades de Salamanca y de Cádiz, y en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, París, donde fui director de estudios asociado. Mi estadía en la Maison des Sciences de l’Homme, que me permitió gozar de sus maravillosas comodidades, facilitó la preparación de este trabajo. Agradezco a su director, el profesor Maurice Aymard, que hizo posible esa estancia. Expreso también mi reconocimiento a la enriquecedora discusión que he mantenido con Guy Bois sobre el problema. Su disposición a participar en el seminario en el que expuse mi visión parcialmente diferente con respecto a la que él mantiene habla de su civilizado espíritu científico.

Establecida una serie de determinaciones estructurales, la acción de las clases se impone al examen. Es el tema del sexto capítulo. Mediante una mezcla de informaciones documentales y desarrollo teórico (inspirado en gran medida en Georg Lukács) discuto el enfoque de la escuela de historiadores marxistas ingleses, representado en el medievalismo por Rodney Hilton.

El trabajo surgió de una invitación a publicar que me formuló el profesor Julio Valdeón Baruque, de la Universidad de Valladolid, para la revista que dirige. No juzgué necesario introducir modificaciones a esa primera versión: «¿Tuvo conciencia de clase el campesinado medieval?», Edad Media. Revista de Historia, 3, Universidad de Valladolid, 2000, pp. 89-113. Fue reproducido en Razón y Revolución, 8, Buenos Aires, primavera de 2001, pp. 137-159.

Ensayé las elaboraciones de este análisis en un seminario en la Universidad Nacional de La Plata, donde asistieron, además de medievalistas, estudiosos de sociedades modernas y contemporáneas. Constaté entonces los beneficios de un comercio intelectual no limitado por la especialidad. También me beneficié en este estudio con los aportes de mi hermano, Rolando Astarita.

En el capítulo 7 expongo un esquema del comercio en el feudalismo y en la primera transición al capitalismo, en oposición a la teoría del factor mercado (Braudel o Wallerstein) y a la visión endógena (representada por Brenner). Fue publicado en inglés: «Asymmetrical Trade in the Feudal System and in the Early Transition to Capitalism», New Left Review, 226, 1997, pp. 109

119. Es conocido que la NLR, consagrada a estudios teóricos, no requiere citas a pie de página, y en este sentido se sitúa en las antípodas de los anteriores trabajos, en los que respeté el culto de los historiadores por permitir que se vislumbre la erudición. Se asemeja al capítulo, «Sicilia, Italia y Castilla». Surgido de conferencias que dicté en las universidades de Florencia y de Siena, fue publicado en la serie Lezioni / Strumenti 8, dipartimento di Storia de la Università degli Studi di Firenze, 1999, conservando el modo coloquial. Agradezco a mis colegas italianos, Giovanni Cherubini y Duccio Ballestracci, la oportunidad que me brindaron para esa primera exposición, y a Franco Franceschi su empeño en publicarla. La base empírica de estos dos últimos estudios se encuentra en mi tesis de doctorado (Astarita, 1992) y, en menor medida, en los capítulos anteriores.

Comparo en este último capítulo los resultados que obtuve de mis exploraciones sobre Castilla medieval con las investigaciones de Stephan Epstein sobre Italia. Epstein nos comunica con una isla neoclásica, que encontró en Sicilia en los siglos XIV y XV. En esta edición amplié consideraciones sobre Italia con el agregado de alguna precisión historiográfica. Para concretar este estudio gocé de la condición de investigador invitado de la Universidad de Salamanca en 1997. Expreso desde ya mi agradecimiento a mis amigos salmantinos, los profesores Salustiano Moreta, Ángel Vaca, José María Monsalvo, Guillermo Mira, Gregorio del Ser y Felipe Maíllo. Agrego especialmente el recuerdo conmovido de Ángel Barrios García, cuya temprana desaparición representa una sensible pérdida para el medievalismo.

En este estudio abordo de manera crítica el último modelo sobre historia económica medieval y transición, modelo que se contrapone al eje analítico marxista que defiendo. Necesariamente, por la amplitud de cuestiones que la comparación crítica implica, tuve que recorrer temas ya tratados en capítulos anteriores, aunque de manera más concisa. Dudé en incluir este capítulo en el que reiteraba ciertos conceptos, hasta que advertí las ventajas de una síntesis general.

DEL FEUDALISMO AL CAPITALISMO

Desde la década de 1950, cuando se abrió un debate internacional ahora famoso (el debate Dobb-Sweezy, ver Hilton (ed.), 1982), el problema del tránsito de un régimen de producción de valores de consumo a otro de valores de cambio se ha incorporado a la agenda de los historiadores socioeconómicos y sociopolíticos. Es el interrogante que se replantea aquí.

Este derrotero implica, necesariamente, tener una concepción de capitalismo. La idea que expusieron historiadores como Braudel (1984) y Wallerstein (1979a, 1979b), idea que se resume en la fórmula de «capitalismo es comercio», ha recobrado actualidad, en el cambio de milenio, con la «colonización neoclásica» (Fine, 1977). Una vez más reaparece el eterno hombre de mercado. El paralelismo con el actual discurso de los economistas no tiene nada de asombroso cuando la ciencia se adapta a las necesidades del capital. El análisis de Marx, recordémoslo, se sitúa en otra dirección.

Para Marx el capitalismo es una relación social de producción, y éste es el resultado en el que se inicia nuestra indagación del pasado. Nos disponemos a ver el momento histórico en que el poseedor de dinero comienza a comprar fuerza de trabajo, esa mercancía cuyo valor de uso posee la cualidad de ser fuente de valor, cuyo consumo efectivo es al propio tiempo materialización de trabajo y por consiguiente creación de valor. Trataremos de establecer cómo surge esa nueva forma de producción que, lejos de extinguirse, se proyecta a nuevos rincones del mundo. No es necesario leer a Hobsbawm para saber que nuevos países son sometidos al dominio del capital, en una marcha que se aceleró desde la segunda posguerra, y que formas patriarcales tributarias con base campesina desaparecen o se baten en retirada. La proletarización del intelectual, la desaparición del patrono independiente o del profesional, y la transformación de ambos en trabajadores que proporcionan plusvalía, el crecimiento, en fin, del trabajo productivo y de la acumulación capitalista, son fenómenos que se desarrollan ante nuestros ojos.

El capitalismo es una relación social, aunque no se reduce a una esencia relacional. Es también su automovimiento. Esta aclaración importa para el problema que deseamos abordar. La relación capitalista apareció en ciudades de Europa desde el siglo XII, cuando el maestro artesano perdía, por deudas, la propiedad de sus medios de producción que pasaban al mercader. Pero no surgió en esas ciudades el modo de producción capitalista.[1] El régimen corporativo impidió entonces que el beneficio pudiera reinvertirse en la producción. Buscaremos pues el origen del sistema fuera de ese brillante ámbito urbano; lo buscaremos en el espacio rural, donde no regía la restricción del gremio para la inversión. Surgió allí la industria a domicilio, y si bien esta forma tuvo un dilatado período de crecimiento extensivo, combinando modalidades de manufacturas centralizadas y dispersas, creaba también las condiciones para la mutación técnica.[2]

Si el capitalismo no se define sólo por el mercado, el mercado es, sin embargo, un problema central de su dinámica. Los ensayos sobre el tema que aquí se incluyen derivan, como expresé, de mi tesis de doctorado sobre el intercambio desigual entre Castilla y otras áreas europeas desde mediados del siglo XIII a principios del XVI. En 1992, cuando la tesis fue publicada, acababa de inaugurarse el estadio más puro del libre cambio. Replantear la asimetría del flujo comercial en términos no cuantitativos (como establece el binomio desarrollo-subdesarrollo) sino en términos de valor mercantil y de reproducción de sistemas vinculados por el intercambio, parecía una curiosidad de anticuario. En esos momentos Menem era el mejor alumno del Fondo Monetario Internacional, a pesar de un sesgo heterodoxo que se plasmó en una relación monetaria fija.

Un década más tarde la crisis cuestionaba de manera práctica la teoría. Argentina, al igual que otros países de los llamados mercados emergentes, había cumplido los deberes exigidos, desde la reducción del gasto público, hasta un presidente tan inculto como los que suministra la familia Bush. Todo fue hecho según los expertos.

La débâcle revelaba, con inexorable crueldad, que el mercado no funcionaba en plenitud. Sin los subsidios que el capitalismo más desarrollado aplica a sus productos agrarios, es muy posible que la catástrofe argentina no se hubiera desencadenado, o por lo menos hubiera sido atenuada. Obviamente, era necesario salvar la ortodoxia de mercado encontrando a los culpables en los alumnos brillantes de años anteriores. Se olvida en esa acusación que el expendio de políticos corruptos es sólo una parte del problema. Si no nos dejamos impresionar por fuegos artificiales, no cuesta comprobar que el problema histórico del intercambio asimétrico ha vuelto a obtener vigencia. Su actualidad no presupone desconocer la marcha hacia la disciplina de los precios a escala mundial, hecho que traduce el vigor de la ley del valor mercantil. Implica, por el contrario, reconocer antiguos lastres políticos, opuestos a la lógica del mercado, que siguen actuando en la economía contemporánea. Son factores asociados a formas socioeconómicas y sociopolíticas tan diversas como los intereses gremiales de los empresarios o las románticas protestas populares por una restauración del aislamiento comunitario.

De la misma manera que el concepto de modo de producción capitalista condiciona el estudio de su formación, el concepto de estado moderno condiciona el estudio del estado absolutista. También es postulable la afirmación inversa y complementaria: el estado moderno se explica por el estado absolutista. Pero aquí las cuestiones están menos claras. Tenemos una larga tradición de estudios sobre el modo de producción capitalista en perspectiva histórica, desde las primeras manufacturas rurales. Se encuentra en Smith (1987), Marx (1976-1977), Dobb (1975), e incluso en Weber (1961), aunque fue un tema secundario para él. Gracias a estos autores podemos apreciar la ligazón histórica entre manufacturas e industria con la pervivencia modificada de categorías específicas.

El problema del estado moderno, como estructura devenida, en su relación dialéctica con sus precedentes institucionales, se encuentra en un grado muy inferior de elaboración. Se lamenta la ausencia de un tratamiento clásico. Marx no tiene una teoría histórica y sociológica sistemática del estado.[3]

Weber (1987) utiliza la historia sobre el tema para validar su formalista sistema clasificatorio universal.[4] Gramsci (1962, 1963) proporcionó indicaciones muy sugerentes acerca de las diferencias estatales entre Oriente y Occidente sin una verdadera exploración. Si la morfología del vértice político moderno en su nexo con las categorías precedentes es un prerrequisito para la comprensión de su propia historia, y estamos ante un vacío de interpretaciones, el tratamiento merece un capítulo especial. En el capítulo 2 se intenta organizar críticamente las interpretaciones heredadas, revisión que nos franquea el camino a las categorías vinculadas entre estado moderno y estado feudal. Con esto nos introducimos en el análisis del proceso constitutivo del vértice político castellano, que es, a su vez, indiscernible de la formación socioeconómica. Éste puede ser el momento para justificar la cronología inicial de estos estudios.

Hacia el año 1250 el cuadro histórico de Castilla ofrece rasgos relativamente estables, estimados en la larga duración, no muy distintos, además, de los de otras áreas de Europa occidental: consolidación del sistema feudal y de patriciados urbanos, circulación mercantil y monetaria en niveles considerables (para los marcos del feudalismo), vínculo de esa circulación con flujos externos, y apertura de lo que podría denominarse la fase decisiva de construcción del estado absolutista.

En la dinámica del feudalismo trataremos de captar la génesis del régimen capitalista de producción y los fundamentos del estado moderno como dos cuestiones interconectadas, dependientes de diversas y jerarquizadas cualidades sociopolíticas y socioeconómicas. Esa conexión entre génesis capitalista y centralización política no implica, sin embargo, relación causal. Dicho de otra manera, si bien el modo de producción capitalista y el estado moderno se originan en el mismo tipo de fenómeno, y necesariamente interaccionan, la producción capitalista no fue engendrada por el estado absolutista ni este último fue creado por el primitivo empresario de manufacturas. Así mismo, una vez que se logra observar el oscuro parto del capitalismo, surge la posibilidad de pensar en el sujeto de la transición. La lucha de clases es, hasta cierto punto, y a costa de una simplificación excesiva pero inevitable, un desprendimiento de este movimiento de la estructura. Cuando el nuevo empresario se impone transformar los elementos que rodearon su nacimiento (y que le permitieron su constitución como agente económico), se ve también la variedad de resoluciones no preestablecidas que hacen a la riqueza del análisis particular.

Este accionar del individuo establece el límite cronológico final del libro, hacia 1520-1521, con la sublevación de las comunidades de Castilla. En ese movimiento asoman fenómenos nuevos, como el potencial revolucionario del parlamento, la vigilancia de sospechosos, los juramentos de fidelidad a la comunidad, el terror en busca de unanimidad, la consigna de gobierno de los «medianos», la dialéctica entre represión y radicalidad, la reacción externa (de Portugal), el poder dual, la prefiguración programática de acciones, el deslinde entre extremistas y moderados en el seno de los revolucionarios, la dicotomía sectorial en la burguesía (la comercial de Burgos y la manufacturera del interior), la apelación jacobina a la «comunidad» contra la elite, el desconocimiento del rey como cabeza del cuerpo político y las oposiciones de clase con fronteras muy nítidas (ver Pérez, 1977). Estas cualidades, que enlazan el suceso con la Francia de 1789, justifican el corte. Surgía con los comuneros el sujeto de la revolución burguesa, aunque no apareciera como burgués.

En el plano comercial, 1520 también marca un corte. Después de esa fecha, comienza la incidencia de la conquista americana sobre el espacio europeo.

Esta demarcación temporal no comporta que los fenómenos aquí observados hayan caducado en los inicios de la modernidad. Por el contrario, desde el siglo XVI se consolidaban los estados feudales (Anderson, 1979), el capital mercantil (Braudel, 1984), el papel de los códigos de prestigio en la interacción social (Elias, 1993), la casa proto-industrial (Laslett, 1987) y otras cualidades inherentes a la época de estos estudios.

ACERCA DEL MÉTODO

En estos estudios la teoría no interesa menos que la descripción, aunque esa teoría no se formula apriorísticamente sino desde bases empíricas y herencias interpretativas. Los exámenes historiográficos, documentales y teóricos están aquí entreverados. Con la literatura histórica recibimos, además de información, problemas que impulsan nuevas lecturas de documentos, y llegamos muchas veces a reflexiones distanciadas de los puntos de partida. En ese momento de llegada no sólo nos es dado descifrar lógicas particulares que los textos encerraban; en este caso ha quedado al descubierto una lógica general que subyace en teorías examinadas. El epílogo del trabajo preside entonces la exposición: me esforzaré por mostrar en este prólogo esa lógica general compartida, que establece una diferencia esencial entre los estudios que aquí se ofrecen al lector, y los sistemas considerados.

En una porción importante de las tesis que se discuten, la idea kantiana, según la cual sólo podemos explicar la realidad si aplicamos a los datos una forma conceptual preconcebida, es el supuesto metódico, y se traduce en la construcción de modelos. Este procedimiento, característico de la sociología histórica, se aparta del oficio tradicional de historiador que se expresa en este libro. No se trata de instaurar un encono entre disciplinas y, ante todo, habría que reconocer en muchos practicantes de la sociología histórica el estímulo que da su pensamiento creativo. Pero el agradecimiento no disimula que con el modelo instituyen una diferencia epistemológica con la historia que se elabora desde el dato. En esta separación entre sociología histórica e historia nos abstenemos de apreciar los regímenes conceptuales, un asunto ahora secundario. El aspecto sustancial, que la práctica profesional del historiador rechaza, puede sintetizarse diciendo que, con el modelo, el movimiento conceptual deja de captar el movimiento real, aun cuando ese modelo se constituya con un montaje de elementos reales. Concentremos la observación en un representante prototípico de ese proceder de la sociología retrospectiva, Perry Anderson.

Anderson (1979) busca las causas del estado absolutista en la caída de ingresos señoriales y la lucha de clases, factores que decidieron, según su opinión, que la clase feudal compusiera una organización burocrática. Estos atributos se constatan. Pero el problema es que esa relación causal entre dificultades de la clase dominante y estado, establecida con abstracción de la cronología, del devenir histórico, no da cuenta del proceso formativo concreto del estado, cuestión que se fundamenta en el capítulo 3, y que ahora nos limitamos a contemplar desde el punto de vista metodológico.

En suma, Anderson ofrece un modelo compuesto por una integración de elementos históricos que no dan cuenta de la historia. Se acerca al plano real sin manifestarlo verdaderamente. Es en este punto donde la construcción modélica se aleja de los historiadores de oficio (y también de la epistemología de Marx), en la misma medida en que se acerca al tipo ideal de Weber.

Esta diferencia epistemológica entre dos padres fundadores de las ciencias sociales ha obtenido hoy un significado trascendental, aunque poco reconocido. Lejos de ser una diferencia diáfana, reina aquí la mayor de las confusiones, en buena medida debido a la simbiosis de categorías analíticas usadas por autores que se adhieren a uno u otro principio. El problema se traduce en un rechazo tácito, que se refleja en la indiferencia que sufren eximios representantes de la sociología histórica por parte de muchos historiadores, y no en un reconocimiento de las cuestiones gnoseológicas de fondo. Suele interpretarse ese desinterés por la falta de vocación teórica de los historiadores adiestrados en el positivismo, pero esa impronta positivista de origen no agota de ninguna manera la explicación. Veamos las bases del desencuentro.

La noción de tipo ideal se comprende si recordamos el regreso que intelectuales alemanes emprendieron, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, desde Hegel a Kant.[5] Kant tuvo un peso concluyente en la formación teorética de Weber.[6] El criterio filosófico liminar que hereda es que sólo podemos explicar en términos de leyes si aplicamos a los datos una forma conceptual preconcebida, por la imposibilidad de captar la realidad en sí misma; ésta sólo podrá captarse como es para nosotros. En el idealismo trascendental kantiano, el entendimiento es una facultad de conocer no sensible, y las cosas no pueden ser percibidas como son en sí. El entendimiento es una facultad discursiva que conoce por conceptos. Es ésta una idea ya presente en Descartes, Hobbes, Spinoza y otros, sobre que el objeto del conocimiento puede ser conocido por nosotros en la medida en que ha sido producido por nosotros.

Con estas bases, Weber emprende la construcción de sus síntesis conceptuales, específicamente destinadas a objetos delimitados.[7] Como se desprende de su propio enunciado, cada modelo está constituido por un alto grado de subjetividad, que el mismo Weber aceptó francamente. Es explicable. Si el problema consiste en observar el fenómeno, y seleccionar factores que se ponen en relación, la estimación de lo que se toma en cuenta y de lo que se deja fuera es, forzosamente, una elección. Con esto se suprimen los asuntos contradictorios, las impurezas que perturban una lógica unívoca, y el resultado es entonces percibido como pasible de aprehensión racional.

La subjetividad cognitiva se reproduce en el objeto construido, destinado a dilucidar el sentido de la acción social. Esto constituyó el desvelo de Weber, paradigmáticamente manifestado en su estudio sobre el empresario que, guiado por un deber ético, se consagra al ejercicio metódico de una profesión lucrativa (Weber, 1977). La preocupación se reencuentra, en su forma descarnada, en una diversidad de autores. Puede ser la acción de la nobleza organizando su estado (Anderson), la del individuo evaluando beneficios comerciales que determinarán su modo de producción (Wallerstein) o el campesino superando la falta de medios de subsistencia con la organización de su capitalismo agrario (Brenner, 1986a; 1986b). Todos evocan al hombre económico de Weber, que éste imaginaba puntual, diligente, moderado, y que, en la búsqueda de ganancia legítima, originaba su capitalismo moderno.

El énfasis en el pronombre posesivo manifiesta el carácter de la objetivación. Es un desprendimiento natural de la sociología interpretativa de Weber, y de la escuela kantiana de Heidelberg, que, rechazando las generalizaciones objetivas del positivismo, encuentra en la comprensión (Verstehen) de los comportamientos humanos el origen y la explicación causal de los fenómenos sociales. Aunque Weber fue una autoridad influyente, la densidad de sus escritos, incrementada con el tiempo hasta opacar su contenido, permite pensar que en la transmisión del criterio participaron otros autores como Durkheim, Parsons o Malinowski, sin descartar a figuras políticas de la socialdemocracia como Bernstein. Con estas diferentes versiones kantianas se explicaría satisfactoriamente la influencia, tan extendida, del sistema hasta la actualidad.

Weber ignora, con estos presupuestos, el problema de la objetivación.[8] Para los seguidores del paradigma, la objetivación es, a lo sumo, el resultado inmediato de una acción típica ideal. En Anderson, por ejemplo, la esencia está afectada por una doble subjetividad, en tanto modelo construido y en tanto ese modelo expresa inmediatamente la intencionalidad del agente. Wallerstein comparte el mismo principio epistemológico. Su economía-mundo es la sumatoria de la racionalidad de cada homo economicus que evalúa, a partir de costes y beneficios, las opciones más convenientes. Para Brenner, nada llevaba a romper la lógica cerrada de reproducción del feudalismo; se necesitó la elección racional de determinados agentes no feudales, compelidos a resolver su existencia económica, para organizar un sistema competitivo y especializado de reinversión y crecimiento. Esto fue un logro exclusivo de los yeomen ingleses que anularon la antigua lógica «chayanoviana» de subsistencia (con ello arrastraron a la gentry, que pasaba a obtener parte de la plusvalía como renta del suelo, a su transformación en empresarios capitalistas). En el polo opuesto, los campesinos franceses, casi propietarios, y no sometidos a las mismas presiones, permanecieron en una cómoda y pobre inmovilidad.

En su identidad con la teoría general que describimos, Brenner introduce un matiz diferente con relación a Weber, en lo que se refiere a la formación del capitalismo agrario, aunque no en lo que hace a la formación del estado, que brota, igual que para Anderson, directamente de la acción intencionada (ver, además de lo citado, Brenner, 1996). En el nivel económico, los individuos que deben enfrentar dificultades, y que por ello racionalizan su actividad, ponen en marcha de manera involuntaria una lógica capitalista de crecimiento autosostenido. El capitalismo, en consecuencia, se origina por la acción racional como situación dada, no como situación racionalmente buscada, como una consecuencia no intencionada de la acción de actores individuales precapitalistas (Brenner, 2001). Es por ello que el origen del capitalismo tiene, para Brenner, una dimensión contingente que explica la singularidad inglesa de su esquema. En ese rasgo accidental se inhibe captar el doble movimiento de reproducción y transformación de la estructura.

El modelo del sentido de la acción social nunca se confunde con la realidad; más bien mide el grado de desviación que tiene la realidad con respecto al modelo. Y la desviación puede ser absoluta.[9] Por ejemplo, la economía-mundo de Wallerstein se fundamenta en el desarrollo de los países que exportan manufacturas y el subdesarrollo de los exportadores de materias primas. De acuerdo con el esquema, que establece la taxonomía económica universal, las naciones escandinavas, Canadá o Australia, productores «desarrollados» de bienes primarios, sólo pueden ser entendidos como anomalías. Es el problema de la anomalía lo que justamente interesa, pero antes de considerarlo, veamos un aspecto adicional sobre estas posiciones.

Esta elaboración posiblemente sorprenda al lector que ha retenido una clasificación convencional del conocido debate entre Thompson (que defiende la perspectiva de la subjetividad) y Anderson (supuestamente estructuralista, en el sentido de que reduciría al individuo a mero portador de la estructura).[10] Al respecto, notemos que si bien Anderson rehuye tratar experiencias culturales, como sí lo hizo Thompson, sólo ocasionalmente incurrió en un estructuralismo rígido, y ante el surgimiento del estado absolutista privilegia la acción social (y esto no excluye al determinismo): las coacciones socioeconómicas y sociopolíticas a las que era sometida la nobleza motivaron, según su criterio, la elección racional por el estado. Para que esta maniobra se manifieste en su integridad, sin interferencias, prescinde de un desenvolvimiento social que se había efectivizado desde mediados del siglo XII, y se intensificó durante el XIII, como se trata de exponer en el citado capítulo sobre el tema, con referencia a situaciones específicas.

Este reparo, sobre la insuficiencia analítica de la objetividad que exhiben los autores considerados, no implica negar la eficacia de la conciencia o de la actividad social en la creación de nuevas condiciones.[11] Significa, sí, tener en cuenta que la evolución estructural no es ni un resultado inmediato de la acción (racional o reactiva en términos de Weber; buscada o no intencionada, en términos de Brenner) ni constituye tampoco un mero contexto de la acción. Es, por el contrario, condicionante de prácticas que, en su resultado, dan nuevos estadios de objetividad, que no se desprenden exactamente de los proyectos, a su vez alterados por condiciones heredadas, y ante esos nuevos estadios de objetividad los individuos se imponen renovadas estrategias para operar. Esta dialéctica presupone que la acción, sometida a innumerables mediaciones, sólo es estructurante de manera contradictoria; el resultado nunca refleja plenamente un sentido prefijado. La acción social misma no tolera más que una definición plural, y la racionalidad del todo sólo puede intuirse como efecto de la interconexión de racionalidades sectoriales actuando sobre condiciones imperantes. La magnitud del problema manifiesta la limitación más evidente que la ortodoxia liberal nunca superó: el salto de la lógica individual a la lógica de la totalidad.

En suma, ese demiurgo sociológico, que es la conducta en distintos rangos de individualidad, desconoce una objetivación en devenir autónoma, es decir, que obtuvo un movimiento propio e independiente de la voluntad. Su aprehensión racional excluye tanto el esquema como la mezcla caótica de datos.

De lo expuesto, se desprende que en la tradición kantiana el modelo rige la representación, al mismo tiempo que determina toda su arquitectura. Constituye el sujeto (que en general se retiene en la lectura) del cual la diversidad es sólo su predicado, y en esto se sitúa la verdadera diferencia de Anderson con respecto a Thompson, que enhebra su representación como una cadena de situaciones reales culturalmente reveladoras. Thompson, al igual que Hilton o Hobsbawm, comparte el punto de partida de Marx.

Para Marx, el objeto no se deduce del pensamiento; por el contrario, es el pensamiento el que se deduce del objeto. Su rechazo a toda abstracción separada de la historia real, otorgándole al esquema el modesto papel de ordenamiento provisorio de los datos, su aversión a la filosofía de la historia y a las recetas generales, su convencimiento de que la observación debía mostrar, sin especulación, el nexo existente entre organización social y producción, y, finalmente, su concepto del concreto pensado como síntesis de múltiples determinaciones, son cuestiones conocidas. El conocimiento era, para Marx, aprehender el desarrollo contradictorio del ser, y por lo tanto, en antítesis con la dialéctica trascendental de Kant, la dialéctica del pensamiento era captar la dialéctica del ser. Ningún sistema conceptual apriorístico debería interponerse entre el investigador y el objeto, que debe ser captado, como diría Lukács, en su misma facticidad. Marx, confesando polémicamente su método, es taxativo:

... Ante todo, yo no parto de «conceptos», ni por lo tanto del «concepto de valor»... De donde yo parto es de la forma social más simple en que se presenta el producto del trabajo en la sociedad actual, y esta forma es la «mercancía»... (Marx, 1981, p. 176).

Sigue así el camino indicado por Hegel para sortear el abismo que entre sujeto y objeto dejaba abierto la filosofía de Kant (ver Marcuse, 1983). Pero también, Marx descubre que las formas sociales no se originan en la evolución general del espíritu, como creía Hegel, sino en las condiciones materiales de existencia humana. La proposición se complementa, entonces, con la inversión materialista del objeto y el confesado distanciamiento de Hegel. En el prólogo a la segunda edición de El Capital, afirma que su método dialéctico no sólo difiere en su base del método hegeliano, sino que es su contrario directo (ihr direktes Gegenteil). Para Hegel, el proceso del pensamiento es el demiurgo de la realidad, siendo la realidad una mera forma fenoménica de la idea. En cambio, para Marx, la idea es el movimiento material transpuesto en el cerebro humano (Bei mir ist umgekehrt das Ideelle nichts andres als das im Menschenkopf umgesetzte und überstezte Materielle) (Marx, 1976, p. 27).

En este preciso momento, Marx se encuentra con la tradición erudita de los historiadores, que el positivismo recoge. La fórmula de Leopold von Ranke, de «comprender cómo han sucedido verdaderamente las cosas» (Wie es eigentlich gewesen), ha sido muy mal usada, pero está lejos de ser una aspiración equivocada, aun cuando jamás se concrete. No dejaremos de agradecer el aporte que los humanistas hicieron al conocimiento de la realidad histórica. Con su crítica textual, desarrollada por los estudios de ortografía, gramática, retórica latina, mitología o inscripciones, inauguraban la prehistoria de la historia científica. En su ausencia, la misma imagen ideológica de la materia que aquí tratamos, ya sea la bucólica Edad Media del Romanticismo o la Edad Media oscura del Iluminismo, seguiría reinando imperturbable. El largo itinerario de la erudición para establecer los hechos debe ser rehabilitado sin turbaciones. Esto rememora algunas de las dificultades que presupone la observación misma, sin hablar de establecer correlaciones racionales entre distintos fenómenos.

En todo esto, consideramos la mejor de las opciones para acceder a los hechos, que es el contacto directo con las fuentes. Otra forma de llegar a los datos es el uso de estudios secundarios. Si bien esta segunda forma transforma al historiador en dependiente de la perspicacia de otro, la prioridad del nivel fáctico no tiene por qué perderse. Maurice Dobb, economista que tanta influencia ha ejercido en el tema de este libro, se aprovechó de este recurso para sus estudios sobre el desarrollo del capitalismo (Dobb 1975). La superioridad que, no obstante, en la interpretación puede adquirirse gracias a un control de fuentes primarias, se muestra en su plenitud cuando el conocimiento así obtenido condiciona toda una elaboración. Por ejemplo, los documentos de ciertas aldeas europeas, entre 1300 y 1600, aproximadamente, exhiben los momentos iniciales de la producción de valores de cambio. La imagen del nacimiento del capitalismo, anclada en los vagabundos, tal como Marx veía el proceso a través de la documentación general inglesa, debe ser permutada entonces por otra que conduce a la polarización social de las comunidades campesinas y excluye al marginado absoluto. Es éste el problema que se trata en el capítulo 5.

Esta última referencia nos recuerda que El Capital, una obra proverbialmente considerada como excesivamente abstracta, se apoya en plurales informaciones históricas y sociológicas obtenidas directamente de informes múltiples. Este hecho transforma la visión media sobre una supuesta naturaleza invariablemente especulativa de la práctica teórica. Para Marx, la elaboración de teoría tuvo como un supuesto estudios empíricos, tal como se nos revela cuando nos asomamos a su laboratorio de trabajo. Honró su convicción acerca de que no existía otra ciencia más que la historia con anotaciones de datos cronológicamente ordenados con severo detallismo (esto recuerda, de paso, que el fundamento para establecer el tiempo no continuo de la historia está en determinar su tiempo continuo) (ver Rubel, 1970).

En estos aspectos se dirimen paralelismos y oposiciones metodológicas. Los hechos, lejos de ser el camposanto donde el positivista entierra su inteligencia, eran, para Marx, el abono natural de su desenvolvimiento.

Avanzar más allá del positivismo es un asunto delicado. Debería ponerse todo el esmero en comprender la necesidad de «superar» sus limitaciones en el alcance que Hegel daba a la palabra aufhebet, es decir, mediante la negación relativa, o la preservación relativa de las cualidades que se superan. Incluso, la negación categórica del positivismo puede constituir un formalismo que lleve a la inopinada reposición de sus premisas. La virulenta reacción de la escuela de Heildelberg contra el objetivismo, plasmada en metas programáticas, sin mediaciones, como denegación absoluta, no se sobrepuso al empirismo sociológico. En este sentido, es un matiz muy distinto lo que separa a Marx del positivismo, cuando resguarda su base positiva mediante un análisis circunscrito destinado a resolver el enigma del funcionamiento social. El procedimiento abstractivo es la herramienta de ese examen, estableciéndose en este punto una separación profunda con respecto a los sistemas que consideramos. Para el positivismo, la teoría es la oportunidad de la especulación incontrolada y liberada de todo control fáctico. De manera inevitable, la crítica más rigurosa se diluye en conjeturas sin crítica; se evidencia esta carencia en nociones como el ser nacional. La abstracción paulatina aspira a resolver el paso que el positivismo nunca logró dar para llegar a la esencia. En suma, Marx plantea una diferencia pronunciada con respecto al positivismo, al esencialismo kantiano y a la teoría por generalización de casos de Weber.[12]

En la medida en que el estudio se concentre sobre el funcionamiento de una sociedad sin interposiciones preconcebidas, es decir, desestimando una generalización construida por la reunión de elementos comunes, la singularidad del objeto, la «anomalía», que el tipo ideal descarta, pasa a ocupar el centro del escenario.

Las consecuencias de ese desarrollo problemático son incalculables de manera apriorística, y establecen las condiciones para reformular cualquier esquema. Esto se contempla con claridad meridiana en el ejemplo citado sobre las irregularidades de la economía mundo: si se despliegan las consecuencias teóricas que nos brindan los países desarrollados productores de materias primas, surgen de manera encadenada conceptos que, esclareciendo la producción capitalista (disciplina de los precios, ley del valor mercantil a escala mundial, tendencia a la igualación de la tasa de ganancia entre diferentes ramas de la producción, etc.), imponen la crítica al esquema recibido en la teoría de la dependencia. El exclusivo recaudo para estimar la singularidad de manera indubitable estriba en la sujeción al objeto real; la construcción del modelo, en cambio, ofrece, con sus imprecisas y caprichosas alternativas de elección, la posibilidad cierta de anularla. La búsqueda de esa peculiaridad es un criterio que se desprende de estas consideraciones y rige el tratamiento de los temas de este libro, desde los caballeros villanos hasta la inserción de Castilla en los flujos económicos externos.

Advertirá ahora el lector que no fue ocioso recorrer la cuestión epistemológica que sigue dividiendo el estudio del pasado, y que incluso aísla a los investigadores en reductos sin comunicación mutua. De alguna manera, los estudios que aquí se ofrecen pueden ser contemplados, desde esta perspectiva, como un diálogo medievalista entre los padres fundadores de las ciencias sociales. Si, como creo que ha quedado explícito, mis inclinaciones son definidas hacia Marx, el aporte de Weber no ha dejado de admitirse en muchos aspectos particulares de los estudios de este libro, desde el concepto de estamento hasta el de expropiación política de la nobleza por la burguesía. La distancia crítica no impide la recepción de proposiciones, y este aspecto atañe a cuestiones expositivas.

ACERCA DE LA EXPOSICIÓN

El franco compromiso con la interpretación y el método presupone una representación combinada de análisis histórico y análisis de teorías recibidas. No se toman estos dos abordajes como momentos separados de la investigación sino como una práctica única y complementaria. Dilucidar el problema que esconde la obra examinada es, también, resolver el problema que esconde el objeto que atrajo nuestra atención.

En estas condiciones, la controversia se torna inevitable. No es un desprendimiento secundario, o accidental, del examen fáctico sino la sustancia de un pensamiento que se desenvuelve, como un diálogo platónico, por oposiciones. Cuando en la antinomia se halla la riqueza de un contenido, la disidencia enriquece. Cada quaestio es, pues, una potencial disputatio.

Con la refutación aparece el peligro de confundir crítica con descalificación. Esta última, la descalificación, sólo se disculpa cuando la indigencia del juicio se recubre de soberbia. No es el caso de este libro. Aquí sólo se disputan cuestiones con investigadores cuya labor infunde respeto, y, como hicieron los escolásticos, las soluciones se encuentran en el exclusivo plano argumental.

No creo que los estudios que aquí se presentan estén destinados a un ateneo de iniciados. La experiencia que realicé como docente en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo de Buenos Aires me reveló que la historia de la Edad Media está al alcance de todo el que desea comprender el presente. Y con deseos de transformarlo. Cada intervención en las ciencias sociales tiene una inevitable carga política.

ACERCA DEL PASADO Y DEL PRESENTE

Mis orientaciones son definidas: trato de afrontar una compresión crítica, que no es sinónimo de retórica condenatoria. Ese entendimiento está contenido en el estudio de cuestiones sustanciales del proceso histórico, el único abordaje que permite disolver la forma aparencial inmutable del marco de nuestra existencia. Es el procedimiento que también revela la posibilidad de transformación implícita en la estructura, con lo cual la crítica adquiere una connotación revulsiva para el estado de cosas. Incluye no detenerse ante ningún corolario que surge de la indagación, lo que es en general molesto para los que militan preservando el sistema. Pero también suele inquietar a quienes lo enfrentan cuando ese comportamiento intelectual afecta a alguna ortodoxia.

La investigación, guiada por este principio, adquiere un movimiento propio que, en estos estudios, condujo a revisar ciertos postulados de Marx con referencia a la génesis del capitalismo. El sistema teórico que apoya los presentes trabajos ha pasado, entonces, a ser objetado en cuestiones que se incorporaron a la tradición del materialismo histórico. En este procedimiento está el presupuesto para construir el pensamiento marxista (una construcción permanente, como dijera ese extraordinario historiador que fue Pierre Vilar). Es a su vez una condición para reformular un proyecto de acción que incluya no sólo socializar los medios de producción (lo que se llevó a cabo en el socialismo real), sino también la disolución del estado burocrático policial para conquistar el reino de la libertad (la tarea que raras veces se intentó). Esta confesión, que mezcla el trabajo con aspiraciones políticas, se justifica en el nexo orgánico que une la inquietud práctica de un ciudadano con la práctica cotidiana del historiador.

Ese vínculo rigió, con prescindencia de posiciones específicas, las existencias de Claudio Sánchez Albornoz, José Luis Romero y Reyna Pastor. Estos nombres, que un medievalista argentino menciona con gratitud, evocan también una ética que se desarrolló, para decirlo en sentido kantiano, con independencia del deseo o de la necesidad. El coste fueron exilios o largas proscripciones académicas. Cuando el utilitarismo nos invade, rescatar ese criterio es una exigencia de la vida moral que sólo obedece a la más pura convicción.

[1] Los historiadores se han concentrado en el estudio del textil y en este libro se recoge esta herencia. Si bien esta atención se justifica por la importancia de esta actividad en la evolución económica, ello no significa que haya sido el único ámbito en el que se encuentran anticipaciones capitalistas. Por ejemplo, la producción de manuscritos fue organizada en la Baja Edad Media por empresarios que pagaban por pieza a sus copistas. Lo mismo pasó cuando las obras de arte comenzaron a reproducirse en serie para obtener ganancias monetarias (ver Burke, 1993).

[2] Si se enfoca el problema en términos exclusivamente cuantitativos se omite que sin ese estadio de manufacturas rurales hubiera sido inexplicable, por ejemplo, la máquina de tejido de punto que apareció a mediados del siglo XVII, compuesta por unas 2.000 piezas hechas por herreros, y que proporcionaba entre 1.000 y 1.500 lanzadas por minuto. Esta última cifra, comparada con las 100 del trabajador manual, da cuenta de la magnitud del cambio. No es menos importante denotar que la organización de los capitalistas propietarios del instrumento, en 1657, sólo se explica por el proceso previo de acumulación de capital (ver Dobb, 1975, pp. 179 y ss.), Esto no niega que la producción fabril de artículos textiles fue excepcional hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

[3] Esto no significa ignorar que desde 1843 a 1871, por lo menos, Marx realizó penetrantes consideraciones sobre el estado, en referencia a la filosofía de Hegel, a la génesis del capitalismo o a la guerra civil en Francia.

[4] Por ejemplo, homologa al burócrata del antiguo Egipto con el de su época o el carisma del franciscano con el de un líder moderno. Esta carencia se dio a pesar de que, para Weber, la clase burguesa nacional surgió de la coalición del estado con el capital.

[5]La base de estas consideraciones está en primer lugar en la obra fundamental de Weber, Economía y Sociedad, en especial en su primera parte, donde explicita el procedimiento que lo lleva a elaborar sus tipos ideales (Weber, 1987). Se corrobora en la totalidad del trabajo. De la mucha bibliografía sobre este tema, destaco los aportes de Lewis, 1981; Lukács, 1969; Marcuse, 1983. Sigo estas elaboraciones en lo que respecta a la epistemología kantiana.

[6] Para el ambiente intelectual de Weber, ver Honigsheim, 1977. Sobre su precoz conocimiento de Kant, el testimonio de Marianne Weber (Weber, 1995, pp. 145 y 287).

[7] Giddens, 1971, afirma que el método de Weber «... presumes abstraction from the unending complexity of empirical reality. Weber accepts the neo-Kantianism of Rickert and Windelband in holding that there cannot conceivably be any complete scientific description of reality. Reality consists of an infinitely divisible profusion. Even if we should focus upon one particular element of reality, we find it partakes of this infinity. Any form of scientific analysis, any corpus of scientific knowledge whatsoever, whether in the natural or the social sciences, involves selection from the infinitude of reality» (p. 138).

[8] Adorno, 1996, pp. 140 y ss., dice que gran parte del análisis social se refiere a formas cosificadas, problema que Weber no vio; «... el estudio de las instituciones no consiste en un estudio de acciones, aun cuando, obviamente, está conectado con la acción social y con la teoría de la acción social» (p. 141).

[9] Marianne Weber dice «Weber rastrea por todo el globo terráqueo las regularidades de la acción social y las encierra en conceptos mediante los cuales se piensan los transcursos de la acción como si tuvieran lugar sin ser perturbados por influencias irracionales, es decir, imprevisibles, lo cual nunca sucede en la realidad» (Weber, 1995, p. 909).

[10] Los argumentos teóricos se condensan en Anderson, 1985.

[11] Esta dimensión está presente en alguno de los autores aquí criticados. Por ejemplo, el importante estudio de Brenner, 1993, sobre estrategias enfrentadas entre los comerciantes tradicionales, por una parte, y los ligados a las explotaciones coloniales, por la otra, durante la revolución inglesa del siglo XVII, aspirando los últimos a influir sobre la política externa de la Corona. La caracterización de esta revolución, que según Brenner fue un conflicto entre burgueses, es una consecuencia de sus estudios anteriores en los que postulaba el triunfo del capitalismo agrario desde principios de la modernidad.

[12] Therborn, 1980, p. 290, indica que cuando Weber juzgaba el materialismo histórico como la más importante construcción típico ideal, demostraba lo poco que sabía del marxismo; Marx y Engels nunca se propusieron tal construcción; no trabajaron observando la distinción entre la media y el ideal. Agrega que «... la construcción de conceptos del materialismo histórico queda fuera de la problemática empirista de Weber, en la que los conceptos se abstraen de la realidad, como ideales acentuados o como medias, en vez de ser producidos por el trabajo teórico» (pp. 290-291).

Del feudalismo al capitalismo

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