Читать книгу La intimidad del agua - Cristina Godefroid - Страница 13

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Todavía no era de noche en la ciudad de los muertos.

Era un día de agosto y las lluvias torrenciales habían convertido las aguas del Ganges en un cementerio de escombros. Cerca del embarcadero, varios búfalos emergían entre restos de basura y lodo. De sus pechos relucientes de inmundicias, se escapaban estruendosos rugidos de león. Parecían dioses contrariados. Al principio creí que combatían las pantanosas aguas o los negros pajarracos que se posaban indiferentes y cantarines sobre sus cornudas y fornidas cabezas, pero pronto advertí que en realidad rugían de puro placer y se solazaban como niños en la deliciosa suciedad de sus juegos acuáticos.

Una niebla húmeda y sofocante se cernía sobre nosotros y, al otro lado del gaht, Varanasi desaparecía entre bailes y graznidos de cuervos.

Al fondo del embarcadero, un hombre medio desnudo amarraba su barca. Era un anciano flaco y hermoso, cubierto de una epidermis oscura, vieja y tan tersa que parecía haber sido curtida artesanalmente con cuero de nutria. Del dobladillo de su taparrabos nacían dos largas piernas como dos ramas de acacia sagrada y, en lugar de raíces, unos pies escamosos de animal anfibio sujetaban con ambigua solidez el conjunto de sus huesos.

—Namaste —saludó el hombre, y con una inclinación de cabeza nos invitó a subir a su barca.

No parecía el día más indicado para navegar. El caudal del río seguía desbordado tras el paso del monzón. Escombros y cascotes flotaban y se hundían en el cauce cenagoso como apariciones furtivas y, bajo la apariencia de una calma provisoria, algo semejante a una blasfemia se ocultaba en el vaivén de las aguas.

—Nahin, dhanyavaad, nahin —se excusaba mi marido al tiempo que señalaba las aguas, el cielo y la tierra y todo cuanto nos rodeaba a modo de excusa.

El rugido de uno de los búfalos llegó hasta nosotros. Las nieblas cubrían ya por completo sus juegos acuáticos y solo una cornamenta sobre la cual gorjeaba un pájaro negro emergió de entre las tinieblas como la aparición de un minotauro celeste.

—Nahin —repetí yo con la mirada todavía distraída en la blanca cornamenta que desaparecía lentamente engullida por la bruma.

—Nahin, nahin —volví a repetir y, negando con la cabeza, torné mis ojos hacia los del barquero.

Entonces nos vimos por primera vez.

Sus ojos se clavaron en los míos y una luz verde en ellos me transportó al origen de los tiempos, cuando todavía no había nacido el mundo. En el espacio de un instante, todos los polos de la tierra se concentraron en uno solo y todas las cosas fueron una y supe que sus ojos verdes y los míos eran un solo ojo y que formaban un bindi en la frente de una vaca sagrada suspendida de la bóveda celestial. Estaba a punto de caer arrodillada ante sus pies anfibios cuando la mano de mi marido tiró de mí hacia el otro lado del abismo y de los tiempos.

No recuerdo cómo subimos a la barca ni qué extraño sortilegio hizo que Alain, un hombre cabal y sensato, aceptase surcar la frontera del universo, entre brumas y aguas turbias, con su mujer al lado elevándose como una venada y un hindú en taparrabos tripulando aquella barquichuela carcomida y desvencijada por la erosión de la vida.

—Nom de dieu de nom de dieu —protestaba Alain entre dientes, intimidado sin duda ante el esplendor del infierno.

La ciudad de Varanasi desaparecía en el ocaso del día. Las siluetas de sus viejas casas apiñadas sobre el agua, los templos cónicos, las piras funerarias donde mueren los muertos y las largas escaleras se dejaban morir entre la bruma y solo, de vez en cuando, un minarete aparecía como la punta del tridente de Shiva acuchillando las tinieblas. Un silencio sepulcral nos envolvía y, al otro lado de la barca, la imagen del barquero se difuminaba como el rostro de Caronte franqueando el primer círculo del inframundo. Supimos más tarde que el barquero se llamaba Rajôo y que fue en otros tiempos sacerdote Brahman en el valle de Kulu donde guiaba a sus fieles hacia las reglas de la lógica, la metafísica, la epistemología y el culto a Brahmā, dios de las cuatro caras que ha nacido antes de su nacimiento y morirá después de su muerte.

—Nom de dieu de nom de dieu! —repitió Alain.

En medio del silencio sepulcral que nos envolvía, solo perturbado por el murmullo de los remos al chocar contra el eterno discurrir de las aguas, vimos entre la espesa niebla unos niños escuálidos cubiertos de pústulas al borde de un ghat. Sus risas eran amortiguadas por las bajas y densas nubes y llegaban a nosotros lejanas y arrulladoras como el murmullo de la gente en el sueño de las siestas veraniegas en playas mediterráneas muy azules. Nadaban, buceaban y jugaban como felices y grises espectros en la desolación de la ciénaga.

Un cuerpo humano flotaba distraído en dirección a la zona de juegos. No es cosa extraña en Varanasi, pues las familias pobres que no pueden pagar una cremación, lanzan los cuerpos enteros a las aguas sagradas. Uno de los chicos, ayudado por la rama de un árbol, devolvió el cadáver descompuesto y putrefacto al curso central de la corriente del río y, con un gesto de indiferencia, volvió a sus tiernos juegos de infancia.

—Nom de dieu! —Y esta vez Alain lo gritó tan alto que conjuró a los astros. Como dioses alados bajaron entonces los cuervos del cielo. Desplegaban sus alas azul cobalto y agitaban su oscuro plumaje en una danza ancestral. Sus perfiles aguileños caían en picado sobre las aguas donde yacía el difunto. En este banquete solemne, los pájaros, consejeros de todas las providencias, enseñan los caminos del alma después de la muerte del cuerpo: a las almas pequeñas las guían hacia la transmutación y a las grandes, hacia la subida a los infiernos.

—C’est magnifique —dijo esta vez Alain, ceremonioso como un pájaro blanco entre pájaros negros.

Observé a mi marido. Sus largos y espesos cabellos canos se confundían en la blancura de la niebla y su perfil sobresalía duro y pétreo como un peñasco rocoso entre los acantilados de la vieja e imperiosa Albión. Parecía un hermoso cuervo blanco.

Parecía el mismo Zeus.

Seguimos nuestra travesía con los fantasmas envolviéndonos por completo en sus trajes de niebla y supe entonces que al final de los siglos yo volvería a estar allí, en ese mismo lugar, una y otra vez rodeada de lo inmenso. Miré de soslayo a Rajôo, cuyos verdes ojos emergían de las tinieblas como piedras preciosas al otro lado de la barca.

El cielo se desplomaba lentamente sobre nuestras cabezas y las gotas de lluvia formaban destellos de colores y arcoíris bajo los pies anfibios del barquero, que parecían ahora dos enormes lagartos de agua.

Levanté la vista del suelo y me topé de nuevo con sus ojos vertiginosos. Entré en ellos descalza como quien entra en un templo. Sus pupilas se prolongaban hacia el más allá formando negros laberintos de infinitas puertas y, en las lunas de sus espejos, vi todas y cada una de las almas del mundo asomarse a ellos y, de la mano de Alain, me dejé morir para siempre en los reinos de Brahmā, creador supremo, dios de las cuatro caras que ha nacido antes de su nacimiento y morirá después de su muerte.

La intimidad del agua

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