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Prólogo de la autora

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Mi abuelo Antonio, que aparte de físico, matemático e investigador es también historiador, filósofo y literato, ha llevado siempre consigo sus cuadernos de invenciones: unas libretas escolares en las que a lo largo de su vida ha ido anotando e ilustrando los inventos y proyectos que se le iban ocurriendo: máquinas para limpiar el pescado, dispositivos de seguridad aeronáutica, artefactos de burbujas y pompas de jabón, respiraderos de aire puro o armamento anti-mosquitos.

Cuando le preguntábamos qué pensaba hacer con todo aquello, nos respondía que, por supuesto, patentarlo.

—Ya lo patentaré un día. Siempre hay tiempo para patentar —decía.

Hoy, a sus noventa años, sigue escribiendo sus cuadernos de invenciones y sigue diciendo que ya los patentará.

Por supuesto, mi abuelo no se toma muy en serio ni sus inventos ni el derecho de patente, y ello a pesar de que alguno de ellos llegó a ver la luz. El caso más significativo es, sin lugar a dudas, el de la máquina de pelar pescado.

Cuenta la leyenda familiar que, en cierta ocasión, construyó una enorme máquina que permitía introducir el pescado con piel por uno de los extremos y sacarlo completamente limpio, sin espinas, por el otro. Cuando yo vine al mundo, la máquina ya había pasado a la Historia y se había convertido en leyenda.

Un buen día, en uno de aquellos veranos en la sierra madrileña, mi hermano y yo jugábamos a los exploradores en las tinieblas del garaje de mi abuelo: un lugar repleto de trastos, cajas, artilugios y filas interminables de estanterías polvorientas que albergaban desde tiempos inmemoriales sus colecciones de periódicos, revistas y arañas. Entre una de las esquinas de aquella vasta hemeroteca abandonada, vimos un bulto cubierto por una colcha blanca asomándose como un fantasma. De pronto mi tío apareció por detrás y, señalando el bulto, nos dijo:

—Mirad, ahí está. La máquina de pelar pescado.

Nos quedamos mudos y paralizados ante la magnitud de tal descubrimiento. No me atreví a dar ni un paso más ni tampoco a tirar de la colcha. Tal vez porque por primera vez en mi vida comprendí el valor de lo sagrado y el acto impío y sacrílego de la profanación. Así que lo único que hice fue contener la respiración durante unos minutos y salir corriendo del garaje inmediatamente después.

Otro caso de afición a los cuadernos es el de mi padre, que, a sus diecinueve años, se convirtió en el capitán más joven de la marina mercante. Durante aquellos tiempos de juventud navegó todos los mares y océanos de la Tierra y algún que otro río amazónico, al tiempo que estudiaba en su camarote la carrera de Derecho. Cuando yo fui concebida en uno de aquellos viajes, mi padre se vio obligado a cambiar los océanos por las leyes. A pesar de ello, nunca renunció a la buena costumbre de escribir sus diarios de bitácora, ni siquiera durante sus últimos años de rutina funcionarial al servicio de una administración local en un pequeño pueblo de mar, desde cuyo puerto contempla los barcos que vienen y van.

Cada día de su existencia, desde que surcó los primeros mares hasta hoy, está recogido entre esas páginas que siempre obedecen a la misma estructura narrativa: tras una descripción meteorológica sucinta y un análisis introspectivo de su estado de ánimo, cierra la narración alguna nota o anécdota de la jornada doméstica o profesional, sin entrar nunca en detalles.

Por mi parte, yo también he heredado esta costumbre familiar del cuaderno.

Durante mucho tiempo he ido anotando cosas por aquí y por allá, dibujos, frases sueltas, algún sueño que otro. A pesar de no haber heredado ni el orden ni el rigor de mis predecesores, la verdad es que con mis primeras exposiciones de pinturas nació de pronto una necesidad de hallar un vínculo narrativo entre mis imágenes y mis palabras. Así que un buen día fui en busca de esos retazos de palabras que poblaban mis cuadernos y poco a poco las fui recomponiendo.

La intimidad del agua es mi primera recopilación. Veinticuatro relatos escritos a lo largo de diez años: desde la muerte de mi abuelo paterno en enero de 2008, que dio lugar al relato La muerte del reino de los inmortales, hasta el nacimiento de mi hijo, en enero de 2018, acontecimiento que ha dado título a dos relatos: La intimidad del agua y Azul, el pequeño lestrigón. Cada uno de los relatos se acompaña de su correspondiente ilustración o pintura (algunas son mías y otras de los artistas y amigos Reginald Nowe, Alain Godefroid, Max Morton e Ilva Sînta).

Este trabajo lleva muchos años viajando en mi mochila, pero como vivo en un mundo absolutamente ajeno al de la editorial y hasta ahora he carecido de valor para desarrollar actividades emprendedoras, yo también he preferido decir eso de «Ya lo patentaré un día. Siempre hay tiempo para patentar».

La intimidad del agua

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