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CAPÍTULO 1

Construcción

¿Quién le dijo que él y yo éramos rivales?

Más bien amantes.

Correteamos por los valles,

incesantes [...]

Permanecer unidos nos haría inmortales

y así vivir un amor de eternidades.

«Buen viaje»

fémina

Comencemos por una historia verídica.

Tan cierto es lo que voy a contar que, si no hubiese sucedido, yo no estaría aquí. Se trata de la historia de cómo se conocieron mis bisabuelos (es decir, es la historia de cómo mi abuela paterna llegó a existir, y por ende mi padre y yo mismo).

Según parece, mi bisabuelo era un hombre trabajador. Estaba de novio con una buena chica y le había pedido que se casase con él. La muchacha había aceptado y, entonces, mi bisabuelo había comenzado a trabajar aún más duro para pagar las primeras cuotas de la que sería su casa conyugal y comprar los muebles del modesto hogar, el vestido de la novia y las demás cosas del ajuar.

Sin embargo, unas semanas antes de la boda, la novia se dio a la fuga (dicen las malas lenguas que huyó con un apuesto marinero escandinavo). Mi bisabuelo lo tenía todo preparado: la casa, los muebles, el templo, el vestido... solo le faltaba la novia. Y se propuso encontrar una. ¿Qué más podía hacer? No iba a deshacer todos sus planes y echar por la borda tanto esfuerzo y dedicación. Ya estaba en edad de formar una familia.

Cuando una vecina se enteró de la situación de mi bisabuelo (lo que, como podéis imaginar, no tardó en suceder), decidió acercarse hasta su casa para comentarle que una familia que vivía allí cerca tenía siete hijas mujeres, todas casaderas. Siete: alguna tenía que gustarle.

Allí se dirigió mi bisabuelo; se presentó y habló con el padre de las muchachas para mostrar sus credenciales de hombre trabajador y de buena familia: futuro marido respetuoso y padre benévolo. Cuando el hombre estuvo convencido, se dieron la mano y el acuerdo estuvo sellado. Solo faltaba un detalle, decidir con cuál de las muchachas habría de casarse. Pasaron entonces al salón donde la madre había preparado a sus hijas: todas arregladas y maquilladas, paradas en hilera, desde la mayor hasta la menor, listas para ser contempladas. Mi bisabuelo las inspeccionó de una en una, hasta que finamente señaló a una de ellas, la que más le gustaba, y dijo:

—Tú serás mi esposa.

Pero en cuanto acabó de pronunciar la frase, reparó en algo de lo que no se había percatado antes: la muchacha era demasiado alta, mucho más que la mujer con quien había planeado casarse: el vestido no le quedaría bien. De modo que dijo:

—No, espera. Mejor tú.

Y señaló a otra de las hermanas, esta de complexión más pequeña, y a quien el vestido de novia que ya le aguardaba le sentaría perfecto.

Así fue. Mi bisabuelo se casó con aquella mujer a quien eligió por este motivo que hoy nos parece tan banal y tuvo con ella seis hijos. La segunda fue mi abuela, quien juraba no haber visto nunca un amor como el de sus padres, y ofrecía como prueba de ello el hecho de que vivieron juntos hasta que su madre murió y que su padre, devastado por su pérdida, vivió tan solo unos pocos meses más que su mujer.

ni suerte ni destino

De esta historia podemos desprender una de dos cuestiones. Podemos asombrarnos ante el inmenso poder del azar y decir:

—¡Qué increíble suerte que dos personas que encajaban tan bien se encontraran por algo tan insignificante como la talla de un vestido!

O, en cambio, podemos pensar que aquí hay algo más que la suerte.

Me inclino por esta segunda posibilidad, pero ¿qué otra cosa sucedió además del azar? ¿Cuál es el otro factor que entró en juego aquí, para que mis bisabuelos pudieran formar una pareja duradera?

Algunos sostendrían que no puede tratarse más que del destino:

—Estaba escrito —podrían decir.

Yo prefiero (y más aún: creo que es preferible) pensar que no se trata, tampoco, del destino. Explicar las cosas recurriendo a la noción de destino muchas veces puede resultar muy simplista:

—¿Cómo sabes que estaba escrito?

—Pues porque funcionó.

—¿Y si no hubiese funcionado?

—Pues estaba escrito que no debía ser.

El argumento se cierra sobre sí mismo (se conoce habitualmente como falacia de regresión) y, en consecuencia, no resulta muy válido. Esta es la misma razón por la que me desagrada esa sentencia que se esgrime, al parecer, como defensa frente a todos los males: «Si sucede, conviene». ¿Qué tiene de conveniente que yo salga hoy a la calle y un camión me pase por encima? La verdad es que muy conveniente no lo veo.

—¡Pero no seas obtuso, Demián! —me dirán algunos.

Y uno especialmente malicioso podría agregar:

—¡Me extraña en un terapeuta...! Alguien supuestamente abierto a ver más allá de lo superficial.

—Pero te lo explicaremos —diría un tercero, condescendiente—: si no te hubiese sucedido eso, habrías sufrido un mal aún mayor. O quizá la vida está intentando enseñarte algo.

—Bueno —me dan ganas de contestar—, tanto si la vida está intentando salvarme de algún otro mal como si trata de darme una lección, la verdad es que podía haber elegido modos menos bruscos que atropellarme con un camión con doble remolque.

—Pero es que no entiendes —insistirán los defensores de la sentencia—, no sirve de nada lamentarse por lo que ya pasó; de modo que más nos vale pensar que, al fin y al cabo, conviene.

—Lo entiendo —quisiera concluir yo—; pero el hecho de que sea un buen consuelo no lo convierte en verdadero.

Otra cosa es que digamos: «Todo lo que sucede tiene algo de conveniente» e intentemos entonces centrarnos en ello. Me parece fantástico que, dado que algo sucedió, tratemos de hacer con eso lo mejor que podamos; que no perdamos de vista los males que podrían haber ocurrido, pero no sucedieron; que consideremos los bienes que han venido con este mal y que extraigamos del suceso todas las enseñanzas que, sin duda, este puede dejarnos.

Con esto estoy absolutamente de acuerdo y, más aún, me parece una de las claves para llevar una vida sana y aliviarnos del sufrimiento. Pero de ahí a pensar que todo lo que ocurre es preferible a todas las otras posibilidades de lo que podía haber sucedido hay un salto demasiado grande. En la historia del mundo han sucedido, por ejemplo, una aterradora cantidad de genocidios y masacres: cientos de miles de vidas terminadas de forma absurda. No sé vosotros, pero yo no estoy preparado para aceptar que esas muertes eran convenientes...

La idea del destino trae otras complicaciones. La más peligrosa, posiblemente, es que nos desresponsabiliza: nada tenemos que ver nosotros con cómo conformamos nuestras parejas ni con lo bien o lo mal que lo pasamos mientras duran; está todo designado por entidades cuyo poder y entendimiento excede el nuestro.

Me resisto a dejar en manos ajenas algo tan importante.

Si bien no puedo más que reconocer que hay muchas (muchísimas) cosas que escapan a mi control, me niego a entregar sin más las riendas de aquellos aspectos sobre los que sí tengo algo que decir o hacer. En particular, me resisto a pensar que mis acciones no tienen influencia alguna sobre el devenir del vínculo que mantengo con otra persona. Aun cuando esta influencia sea parcial o incluso minoritaria, es lo único que tengo a mi alcance, lo único sobre lo que tengo algún poder… de modo que más me vale centrarme en ello, en lugar de andar pensando en los diseños que otros tejen para mí.

Supongo que la cuestión de si existe el destino o no será siempre discutible. Probablemente, no pueda ofrecerse evidencia definitiva en un sentido ni en otro. Sin embargo, tengo la convicción de que, aunque haya un designio superior, un libro misterioso en el que todo está ya eternamente escrito, debemos descreer de él; debemos decidir siempre como si escribiéramos nuestra historia a cada paso y actuar cada vez como si el resultado dependiera enteramente de nosotros... Confiar demasiado en el destino conlleva el peligro de volvernos un poco holgazanes.

aprender a amar

No podemos responsabilizar al azar del buen devenir de una pareja. Tampoco resulta conveniente adjudicárselo al destino. ¿Y entonces... de qué depende este devenir?

Habitualmente pensaríamos que la clave está en elegir a la persona indicada, pero la historia de mi bisabuelo apunta en otro sentido. Nos fuerza a suponer que el factor que buscamos no tiene relación alguna con la elección de aquel con quien voy a formar una pareja (puesto que la razón por la que mi bisabuela fue elegida es completamente banal). Debe ser algo que ocurre después de la elección y que tiene más que ver con el cómo nos relacionamos en pareja y no con quién. ¿Cuál es, entonces, ese otro factor que está más allá de la elección y que posibilita o impide el desarrollo saludable de un vínculo de pareja?

Para responder esta pregunta, recurriré a otra historia. Esta vez, una de ficción. Se trata de un fragmento de una película (quienes hayáis leído Mirar de nuevo sabréis que es un recurso que utilizo a menudo, pues lo considero un medio valioso para ayudarnos a ver las cosas desde una nueva perspectiva): El violinista en el tejado. La película está inspirada en un musical y es un clásico para la comunidad judía. A través de sus personajes, retrata de forma muy perspicaz los diversos rasgos y modos de entender la vida de varios arquetipos de la cultura judaica: el padre, la madre, el rabino, la casamentera, el mendigo. Pero más allá de todo esto, El violinista en el tejado habla, a mi entender, de un momento de tránsito: de los matrimonios arreglados a los matrimonios elegidos.

Para abordar esta cuestión, la película se centra en Thevie, un pobre lechero que vive en un pequeño pueblo perdido en algún lugar de Rusia llamado Anatevka. Thevie tiene cinco hijas; y eso, en un pueblo judío, a comienzos del siglo xx, es un gran problema: las mujeres no trabajan, de modo que Thevie tiene que mantenerlas a todas y, peor aún, tendrá que conseguirle marido a cada una de ellas. Tarea incierta esta última dado que, por su pobreza, Thevie no tiene dote alguna que ofrecer, con lo cual solo le queda pedir a Dios que los futuros esposos de sus hijas no sean una completa calamidad.

Dios parece escuchar sus plegarias porque envía para Tzeitel, la hija mayor de Thevie, a un gran partido. El carnicero (quien, por supuesto, es el rico del pueblo) ha pedido la mano de la muchacha. Thevie arregla el matrimonio de su hija con el carnicero y vuelve a su casa para darle la gran noticia a la futura novia. Sin embargo, al oír los planes que tienen para ella, Tzeitel rompe a llorar. Le ruega a su padre que no la obligue a casarse con el carnicero.

—Seré infeliz toda mi vida —le dice.

Ella se ha comprometido en secreto con otro hombre, Motel, el sastre (quien, por supuesto también, no tiene un centavo). Thevie se debate entre la tradición y la petición de su hija, entre un futuro asegurado y un deseo... ¿Sabe su hija lo que es mejor para ella? Finalmente acepta la petición de Tzeitel y le permite casarse con el sastre.

Más adelante, Hodel, la segunda hija de Thevie, se enamora de un judío reformista que está a punto de viajar a Moscú para tomar parte en la revolución. Cuando Thevie los ve acercarse cogidos de la mano, ya sabe de qué se trata.

—Os pensáis que, como les di permiso a Tzeitel y Motel, os lo daré a vosotros, pero no lo haré.

Hodel responde de modo terminante:

—No venimos a pedirte permiso, padre. Nosotros vamos a casarnos. Pero nos gustaría contar con tu bendición.

Esto golpea a Thevie como una bofetada. Se entiende: es una ruptura fundamental, un cambio de paradigma enorme. Entonces Thevie dice indignado:

—Al menos Tzeitel me lo rogó, imploró... pero tú vienes aquí y me dices que, me guste o no, te casarás. ¿Para qué quieres mi bendición? ¿Para hacer lo que tú quieras? —nuevamente Thevie se debate entre el viejo modelo y el nuevo; y, como antes, acaba cediendo y les da su bendición a los prometidos.

Sin embargo, a Thevie todavía le resta una tarea titánica: explicarle a su mujer, Golde, quien sí conoce las penurias de casarse con un hombre pobre, por qué ha permitido que sus hijas se casen con estos dos pelmazos.

Sin darse cuenta completamente de lo que está diciendo, Thevie se justifica:

—¿Qué podemos hacer? Ellos se aman —Thevie comprende de pronto el cambio fundamental que esto representa y dice—: Es una nueva era: la era del amor.

Entonces se le ocurre una pregunta que para todos nosotros que hemos nacido, crecido y formado parejas en esta era del amor puede ser obvia pero que, para él, en ese momento, es absolutamente novedosa:

—Golde... ¿tú me amas?

—¿Qué? —responde su mujer, a quien la pregunta le suena aún más extraña.

—Que si me amas —repite Thevie bajando la voz.

Golde se muestra molesta, tiene demasiadas cosas serias de que ocuparse como para perder tiempo con las boberías de su marido.

—Mira con lo que sales ahora —le dice, bufando un poco—. Hazme el favor de no decir estupideces y ayúdame a poner la mesa que ya es casi el Shabat.

Pero Thevie insiste, algo se ha despertado en él:

—Golde, quiero saberlo, ¿tú me amas?

—No lo sé, no lo sé —dice ella exasperada—. Con nuestras hijas casándose, con los problemas que tenemos, después de todo lo que hemos pasado, ¿por qué hablas de amor ahora?

—El primer día que te vi —explica Thevie— fue nuestro día de bodas. Yo era joven y estaba asustado...

—Yo también —dice Golde, ahora con suavidad.

—... pero mi padre y mi madre —continúa Thevie— me dijeron que aprendiéramos a amarnos el uno al otro. Y entonces ahora yo te pregunto, Golde, ¿tú me amas?

—Hace veinticinco años que duermo contigo, peleo contigo, como contigo. Hemos criado hijos juntos, hemos pasado hambre juntos. Si eso no es amor, ¿qué es?

—¡Entonces me amas! —dice Thevie, casi acusándola.

—Supongo... que sí —admite Golde.

—Y supongo que yo también a ti —concluye Thevie.

Es indudable que el tránsito de los matrimonios arreglados por las familias a los matrimonios elegidos por los futuros cónyuges ha sido un avance. Seguramente incontables vidas han sido rescatadas de una posible infelicidad conyugal. Sin embargo, creo que tal vez hayamos perdido algo en el cambio de paradigma.

¿Y qué es lo que perdimos?

Me parece que, al hacer tanto hincapié sobre la elección de la pareja, hemos dejado un poco de lado la idea de la construcción, la noción de todo el trabajo que es necesario para crear y sostener un vínculo tan amplio como el del matrimonio (o incluso el noviazgo). Al priorizar el amor como condición previa hemos olvidado aquello que los padres de Thevie insistieron en que él recordase de cara a su matrimonio: que también es posible aprender a amar.

elección y construcción

No estoy proponiendo un retorno a los matrimonios arreglados.

Dios no lo permita: ya imagino las hordas de enamorados enfurecidos, ondeando banderas con corazones entrelazados, agolpados a la puerta de mi consultorio para pedir mi escarnio en la plaza pública. Tendrían razón. Yo tampoco lo hubiera aceptado jamás. Nunca me hubiera privado de escoger a la persona que elegí para ser mi compañera.

Tampoco propongo que formemos pareja basados en las cuestiones más insignificantes o disparatadas («le pediré matrimonio a la próxima mujer que vea llevando un colgante de amatista»); ni que elijamos a cualquiera, al azar o al primero que pase, pensando que «lo mismo da, si de cualquier modo lo importante es el trabajo posterior».

Que el destino de una relación no dependa de elegir a la persona tampoco quiere decir que sea posible establecer una pareja sana con cualquier persona.

Alguna vez me crucé con un hombre que sostenía precisamente eso. Él había comenzado a salir con una mujer y yo cometí la ingenuidad de preguntarle si podía verse a sí mismo con ella en un futuro:

—Yo puedo verme con cualquiera —fue su respuesta.

—¿Cómo es eso? —le pregunté asombrado.

—Sí —continuó—, yo sé que nadie se adaptará perfectamente a mí, de modo que siempre habrá cosas que ajustar. Tengo mucha confianza en mi capacidad de generar acuerdos o de, llegado el caso, aceptar lo que no me guste del todo.

Todavía no he podido decidir si estaba un poco loco o absolutamente sano...

De cualquier modo, mi intención no es ir tan lejos. No reniego de la importancia de la elección. Me parece innegable que los rasgos, los modos habituales de conducta y vinculación, y la manera de ver el mundo en general de ambos integrantes de la pareja, tienen un rol fundamental en el rumbo que esa relación toma. Pero eso es sabido y nadie lo duda.

Por ello hago hincapié en el aprendizaje y en el trabajo que deberemos encarar una vez establecida la pareja. No porque niegue la influencia que la elección del compañero tiene, sino porque la construcción sucesiva es el aspecto que considero más descuidado.

Como suele suceder cuando uno quiere enfatizar un punto, a menudo tiende a diluir aquello que se le opone. Este es el error que señalé en el tránsito de los matrimonios arreglados a los electivos y no quisiera cometerlo aquí en sentido inverso. Por ello, con lo que diga de aquí en adelante, prestaré atención para no inclinar la balanza a favor de la importancia de la construcción por encima de la elección.

Respondo finalmente al interrogante que había dejado pendiente: lo que posibilitó que mis bisabuelos tuvieran una relación fructífera y duradera fue que hicieron un gran trabajo después de haberse casado. Aprendieron a amarse y forjaron un vínculo (me gusta la palabra forjar: me remite a la imagen de una espada, de verter el acero fundido sobre un molde y luego trabajarlo con paciencia y cuidado sobre el yunque para que luego, al enfriarse, la hoja resulte afilada y precisa; quizás el proceso de forjar un vínculo resulte similar).

Mis bisabuelos tuvieron, es cierto, el camino allanado. Puesto que la elección del otro no era parte de la ecuación inicial, difícilmente ellos pensaron, frente a los conflictos inevitables del matrimonio, que el problema radicaba en que su pareja «no era la persona para mí».

Esta idea es una de las grandes trampas en las que las parejas de nuestro tiempo caemos con facilidad. Me atreveré a opinar que es también una de las causas del alto porcentaje de divorcios que existen en la actualidad. Lo que sucede es lo siguiente: si consideramos que lo fundamental de una buena pareja está en elegir a la persona indicada, cuando surjan problemas, los adjudicaremos rápidamente a que nos hemos equivocado en la elección. Conclusión: hay que cambiar de compañero. Entonces nos separamos. Dada la premisa inicial de que lo importante es «elegirse bien», este razonamiento es inapelable.

Muchas personas se dan cuenta de que han estado viviendo bajo esta falacia cuando, en su segunda o tercera pareja, se encuentran con las mismas dificultades con las que se habían topado en la primera y que habían adjudicado, de modo algo simplista, a su compañero. No son pocas las personas que dejan a su cónyuge para formalizar una relación con su amante, con quien «todo es distinto». Pasan por alto que esas diferencias no se deben a la persona con quien tienen una relación (cuando menos, no solo a eso) sino al modo de relación que se ha establecido. Cuando el amante se transforma en la pareja «oficial», la relación comienza a adolecer de los mismos males que aquejaban al matrimonio que han abandonado...

Un hombre llegó a terapia porque tenía problemas con su tercera esposa y estaba a punto de divorciarse (por tercera vez).

Después de trabajar algún tiempo, descubrió que las dificultades que tenía con ella eran similares a las que había tenido con su primera esposa y con la segunda. Comprendió que muchas de ellas eran inherentes a cómo él concebía el matrimonio y que era eso lo que debía trabajar en lugar de seguir cambiando de partenaire. Decidió entonces no separarse. Algunas sesiones después, sin embargo, hizo una declaración dolorosa, pero que daba cuenta de que algo había cambiado en su modo de entender la pareja:

—La verdad, si hubiera sabido esto antes... ¡no me hubiera separado de la primera!

¡Qué ironía!

Pero funciona así: los «darse cuenta» siempre llegan un poco tarde. Cuando por fin vemos algo que antes pasábamos por alto, notamos también las oportunidades en las que nos hubiera ido mejor de haber comprendido lo que ahora sabemos. Para ello no hay remedio pero, por supuesto, cuando entendemos algo, evitamos continuar equivocándonos. Y eso no es poco.

Ahora que hemos establecido la importancia de la construcción del vínculo en una relación de pareja podemos pasar al siguiente punto que nos ocupará durante los próximos capítulos: ¿cómo se construye una buena pareja?

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