Читать книгу Corazones heridos - Un hombre inocente - Diana Palmer - Страница 8

Cuatro

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–Todavía no me conoces bien –le dijo Cash quedamente–, pero espero que sepas que haría cualquier cosa que esté en mi mano por Rory y por ti. Lo único que tenéis que hacer es llamarme y pedírmelo.

Tippy lo miró preocupada.

–No sería justo involucrarte –comenzó.

–No tengo familia –respondió él en un tono inexpresivo–. No tengo a nadie en el mundo.

–Eso no es cierto –replicó ella–. Quiero decir… tú mismo me contaste que tenías varios hermanos, y que tu padre aún vive…

Las facciones de Cash se endurecieron.

–A excepción de Garon, el mayor de mis hermanos, hace años que no veo a los otros ni a mi padre –contestó–, y mi padre y yo no nos hablamos.

–¿Y con tus hermanos tampoco tienes relación? –insistió ella.

Una expresión atormentada se asomó a los ojos de Cash.

–Sólo con Garon –repitió–. Vino a verme hace unas semanas. Me dijo que los otros querían que enterráramos el hacha de guerra.

–Entonces no todo está perdido.

–Tal vez. No sé.

Tippy frunció sus finas cejas.

–Eres incapaz de perdonar a nadie, ¿no es así?

Cash parecía no querer mirarla a los ojos, y también parecía reacio a contestar. Volvió el rostro hacia el esqueleto de dinosaurio que tenían enfrente.

–Tu madre debió de ser una mujer muy especial –murmuró Tippy.

–Era una persona amable y callada, tímida con los extraños –contestó Cash. Daba la impresión de que las palabras estuviesen siendo arrancadas una a una de su alma–. No era hermosa, ni tenía una personalidad chispeante. Un año, en la feria del ganado, mi padre conoció a una joven modelo que estaba haciendo una sesión de fotos allí. Se encaprichó de ella, y mi madre no podía competir con esa chica. Mi padre comenzó a tratarla con crueldad, porque lo irritaba estar atado a ella. Al poco tiempo le diagnosticaron un cáncer a mi madre, pero no se lo dijo a nadie. Sencillamente se dejó morir sin presentar batalla a la enfermedad –cerró los ojos–. En sus últimos días, cuando ya estaba en fase terminal en el hospital, me iba allí con ella cada día. Me negaba a ir al colegio, y mi padre había renunciado a intentar obligarme. Sostuve su mano cuando murió. Yo tenía nueve años.

Olvidándose de las gente que había a su alrededor, Tippy lo abrazó y se apretó contra él.

–Continúa –le susurró–. Te escucho.

Cash detestaba mostrarse vulnerable ante ella, ¡lo detestaba!, pero a pesar de todo la estrechó entre sus brazos. ¡Necesitaba tanto aquel consuelo…! Se había guardado todo aquel dolor dentro durante demasiado tiempo.

Suspiró junto a la oreja de Tippy, exhalando sobre ella su cálido aliento.

–Llevó a su amante al entierro, al entierro de mi madre –dijo en un tono gélido–. Aquella mujer me odiaba tanto como yo a ella. Se había camelado a dos de mis hermanos, y ellos estaban encantados con ella… y furiosos conmigo porque me negaba a darle una oportunidad. Yo la había calado desde el primer momento; sabía que sólo iba detrás del dinero de mi padre y de nuestras tierras. Para vengarse de mí, se deshizo de todas las cosas de mi madre, y le dijo a mi padre que la había llamado cosas horribles, y que lo único que buscaba era separarlos –inspiró profundamente–. El resultado era predecible, supongo, pero yo entonces no habría podido imaginarlo. Mi padre me envió a una academia militar, y se negaba incluso a dejarme volver a casa en vacaciones a menos que me disculpara por haber sido tan grosero con ella –añadió riendo con amargura. Sus brazos apretaron en ese momento la cintura de Tippy con tanta fuerza que le hizo daño, pero ella no se quejó–. El día en que me fui de casa le dije que lo odiaría hasta el día en que muriera, y no he vuelto a poner un pie allí.

–Pero… con el tiempo él debió de darse cuenta del juego de esa mujer, ¿no es así? –inquirió Tippy.

Los brazos de Cash se relajaron un poco.

–Cuando yo tenía doce años la pilló en la cama con uno de sus amigos, y la echó a patadas –contestó Cash–. Ella presentó una demanda de divorcio con la que pretendía sacarle hasta el último centavo, y le dijo que le había mentido sobre mí para quitarme de en medio. Se reía cuando se lo dijo, jactándose de ello. Perdió el pleito, pero había conseguido enfrentarlo conmigo, y se aseguró de restregárselo por las narices.

–¿Cómo te enteraste?

–Me negaba a contestar sus llamadas, así que mi padre me escribió una carta contándomelo todo. Me decía que lo sentía, que quería que volviese a casa, y que me echaba de menos.

–Pero tú no quisiste volver –adivinó Tippy.

–No, no quise. Le respondí que jamás le perdonaría lo que le había hecho a mi madre, y que no volviera a intentar ponerse en contacto conmigo. Le dije que si no quería seguir pagándome la academia me pondría a trabajar para acabar mis estudios, pero que no pensaba volver a casa –cerró los ojos, recordando lo dolido y furioso que se había sentido aquel día–. Así que seguí en la academia, saqué buenas notas, fui subiendo de rango… Me dijeron que en la ceremonia de graduación estuvo allí, pero yo no lo vi. Después ingresé en el ejército, y pasé de una misión a otra. De vez en cuando también intervenía en misiones coordinadas con gobiernos de otros países, y cuando dejé el ejército fui por libre, me convertí en un mercenario. No tenía nada por lo que vivir y nada que perder, así que… Ganaba mucho dinero –se puso tenso–. Pensaba que no necesitaba a nadie, que era duro como una roca. Es curioso, ¿sabes?, hay cosas con las que crees que podrás vivir… hasta que las has hecho.

Tippy subió una mano a la curtida mejilla de Cash, marcada por varias cicatrices, y la acarició con ternura.

–Tienes que liberarte de esas cadenas –le dijo quedamente, mirándolo a los ojos–. Te has quedado atrapado en el pasado, y no puedes salir porque te niegas a perdonar, a dejar atrás el dolor, el odio, y la amargura que te corroe.

–¿Acaso lo has hecho tú? –le espetó él–. ¿Has perdonado al hombre que te violó?

Tippy exhaló un suspiro.

–Todavía no –admitió–, pero lo he intentado, y al menos he aprendido a apartar esos recuerdos de mi mente. Durante mucho tiempo odié a todo el mundo, pero cuando me hice cargo de Rory me di cuenta de que lo primero era él, y que tenía que dejar atrás el pasado. No he podido hacerlo del todo, pero ya no es para mí una losa tan pesada como solía serlo hace unos años.

Cash siguió con el índice el arco de las cejas de la joven.

–No había hablado de esto con nadie… nunca.

–Tus secretos están a salvo conmigo –le aseguró Tippy suavemente–. En el trabajo soy la confidente de todo el mundo.

–También yo –confesó él con una leve sonrisa–. Siempre les digo que los gobiernos de muchos países se vendrían abajo si contara lo que sé. Y quizá sería así…

–Mis secretos no son tan importantes –dijo ella sonriendo también–. ¿Te sientes mejor ahora?

Cash suspiró.

–La verdad es que sí –respondió sorprendido, riéndose suavemente–. Quizá seas una bruja –murmuró–, y me hayas hecho un sortilegio.

–Tenía un tío que decía que nuestra familia descendía de los druidas de la antigua Irlanda. Claro que también me contó que entre nuestros antepasados había sacerdotes, y otro que había sido un ladrón de caballos –dijo ella riéndose–. Odiaba a mi madre, e intentó conseguir mi custodia cuando tenía diez años, pero ese mismo año murió de un ataque al corazón.

–Qué mala suerte.

–Mi vida ha estado marcada por la mala suerte –contestó ella–, como la tuya, pero los dos hemos luchado y hemos sobrevivido.

–Aunque quisieras no podrías hacerte una idea de las cosas tan horribles por las que he pasado –respondió él quedamente.

–Podrías intentar pensar en los malos recuerdos como granos –le propuso ella con mucha guasa–. Si no los revientas se ponen peor.

–Los míos no, cariño.

Tippy enarcó las cejas. Aquel término afectuoso, y el tono aterciopelado en que Cash lo había pronunciado, la hizo sonrojarse un poco. Resultaba curioso. Hasta ese instante era una palabra que siempre había detestado, por los cientos de veces que la había oído de labios de los engreídos machistas que la habían pretendido.

Cash enarcó una ceja y la miró divertido.

–Te ha gustado lo de «cariño», ¿eh? –le dijo arrogante–. Espero que sepas que no suelo usar esa clase de lenguaje por norma general.

Tippy asintió.

–Sé muchas cosas de ti que no debería saber.

Cash le alzó la barbilla y la miró.

–Cuando te conocí en Jacobsville me pareció que podías ser peligrosa. Ahora sé que lo eres.

Tippy sonrió traviesa.

–Me alegra que te hayas dado cuenta.

Cash se echó a reír y la soltó.

–Vamos. Acabaremos atrayendo la atención de la gente si seguimos aquí parados –le dijo tendiéndole la mano.

Tippy ladeó la cabeza.

–¿Es ésa la única parte de tu cuerpo que vas a ofrecerme? –le preguntó, poniéndose roja como una amapola cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir.

Cash prorrumpió en carcajadas y entrelazó sus dedos con los de ella.

–No seas impaciente –la reprendió–. Antes de llegar a lo interesante tenemos que pasar por unas cuantas fases previas. No hemos tenido todavía ni esas sesiones ardientes de caricias y besos que practican los adolescentes en los autocines.

Tippy carraspeó.

–No te hagas ilusiones. Soy una chica muy pudorosa.

–Tranquila, yo te quitaré la vergüenza.

–Eres un poco presuntuoso, ¿no?

–No dirás lo mismo cuando me veas en acción –la provocó Cash, apretándole suavemente los dedos. Se inclinó hacia ella y le dijo en voz baja–: conozco al menos una docena de posturas que te encantarán, y me gusta ir despacio, muy despacio… De hecho, si no fuera por lo modesto que soy te podría dar incluso referencias. Te haré experimentar sensaciones que jamás olvidarás.

–Oh, sí; muy modesto, ya lo veo… –dijo Tippy con sorna.

–Un hombre con tanta pericia en las artes amatorias como yo puede prescindir de la modestia –murmuró él provocador.

Tippy jamás lo habría admitido, pero sólo imaginarse esa pericia de la que hacía alarde hizo que se le cortara el aliento. Cash lo leyó en su rostro, y la sonrisa que había en sus labios se volvió aún más amplia.

Almorzaron en un restaurante japonés, y Tippy y Rory se quedaron fascinados al oír a Cash mantener una conversación fluida con el camarero.

–¡No tenía ni idea de que hablaras japonés! –exclamó Tippy–. ¿Has estado en Japón?

–Varias veces –contestó él, llevándose un trozo de pollo a la boca con los palillos. Parecía que llevase toda la vida usándolos por la destreza con que los manejaba–. Me encanta Japón.

–¿Y hablas más idiomas, Cash? –quiso saber Rory.

–Unos seis, creo –contestó Cash, como si aquello no tuviese ningún mérito. Sonrió al ver la expresión admirada del chico ante su respuesta–. Cuando trabajas para los servicios secretos los idiomas te ayudan más que una licenciatura en Derecho.

–Ah, no, ni hablar –se apresuró a decirle Tippy a Rory, que había abierto la boca para decir algo–. Tú te buscarás un trabajo normal, como técnico informático, te casarás, y formarás una familia.

Rory le lanzó una mirada irritada.

–Me casaré cuando lo hagas tú.

Cash se rió.

–O mejor –añadió Rory–: me casaré cuando él lo haga–dijo señalando a Cash.

–Yo no aceptaría esa apuesta –le advirtió Cash a Tippy.

–Tampoco yo –contestó ella.

Cash la miró curioso, pero no sonrió. Nunca había sentido nada parecido a lo que sentía cuando estaba con Tippy, y eso estaba empezando a preocuparlo de verdad. Aquella mujer estaba generando en él deseos y necesidades que le causaban más temor que las balas.

Ansiaba hacerle el amor, y era evidente que ella se lo permitiría. El sólo pensamiento hacía que le diera vueltas la cabeza. Casi podía imaginar el perfecto cuerpo de la joven debajo del suyo, entre sábanas blancas, sus largas piernas rodeándole la cintura, sus carnosos labios devorando los suyos… Tippy le había dicho que no sabía prácticamente nada de sexo, pero eso no suponía necesariamente un problema; él le enseñaría. Tenía sobrada experiencia, pericia, y podía mostrarle todo un mundo de placeres que ni imaginaba. De hecho, lo cierto era que se moría por hacerlo. ¿Se daba cuenta ella de hasta qué punto la deseaba? ¿Lo sospecharía siquiera?

Cuando estaban juntos le brillaban los ojos, y aunque en cierto modo fuese aún virgen, no podía ser tan ingenua como para no advertir el deseo en la mirada de un hombre y no leer las señales que emitía su cuerpo. Más aún, estaba seguro de que sabía que la deseaba. De pronto se sintió como un conejo atrapado.

Se obligó a apartar la vista de ella mientras intentaba decidir qué hacer. Ir a Nueva York no había sido una buena idea, se dijo enfadado. Tenía que marcharse mientras todavía estaba a tiempo.

A Tippy, que estaba aprendiendo a interpretar las emociones de Cash por los leves matices expresivos de su rostro, no le pasó desapercibido su cambio de actitud, y se retrajo como él. De regreso a su piso, siguió mostrándose educada y alegre, pero adoptó la misma actitud de distanciamiento que Cash.

Cuando llegaron, en la puerta había un chico que tendría más o menos la edad de Rory, llamando al timbre con impaciencia. Al oírlos acercarse se volvió.

–¡Eh, Rory! ¡Mi madre dice que nos lleva a ver esa película que acaban de estrenar, y que puedes quedarte a dormir! –miró a Tippy y a Cash y contrajo el rostro decepcionado–. Aunque si tenéis visita supongo que no querrás venir…

–Cash no es una visita, Don, es como de la familia –le dijo Rory, perdiéndose la expresión emocionada del rostro de Cash–. Me encantaría ir. ¿Puedo, Tip?

Don Hartley y su familia vivían junto a ellos, y sabían los problemas que Rory y ella habían tenido con su madre; nunca perderían al chico de vista.

–Bueno… –comenzó su hermana vacilante.

–Seguro que Cash se muere por llevarte a algún sitio elegante –la instó Rory–. ¡Y ni siquiera tendréis que sobornarme para que os deje a solas!

Cash se echó a reír.

–Podríamos ir al ballet –le propuso a Tippy–. Tengo… um… tengo entradas, pero no sabía si querrías ir…

–Me encanta el ballet –contestó ella ilusionada–. De niña soñaba con ser bailarina, pero… nunca tuve la oportunidad de aprender –giró la cabeza hacia Don–. De acuerdo, puede ir, pero mañana después del desayuno iré a recogerlo. No voy a poder pasar mucho tiempo con él, porque el día después de Año Nuevo volvemos al rodaje.

–¿No lo dirás en serio? –exclamó Cash.

–Me temo que sí. El productor nos dijo que el director tiene que empezar otra película en marzo… en Europa, así que quiere tener ésta lista lo antes posible –respondió ella con un suspiro.

–Acabarás otra vez llena de cardenales –gimió Rory.

Tippy se encogió de hombros.

–¿Qué le vamos a hacer?, son gajes del oficio –contestó, y añadió con una sonrisa–: ¡Soy una estrella!

Rory guardó un pijama, una muda de ropa y sus objetos de aseo en una mochila, y se marchó con los vecinos; Cash regresó a su hotel para cambiarse; y Tippy… Tippy se tiró una eternidad buscando en el armario el vestido adecuado.

Justo acababa de encontrarlo cuando Cash llamó a la puerta. Cuando abrió, Tippy se quedó sin habla. Llevaba una inmaculada camisa blanca y una corbata negra, unos pantalones muy bien planchados, y unos zapatos que relucían de tal modo que se reflejaba en ellos el techo. Se había quitado la coleta para la ocasión, y el cabello, negro y ligeramente ondulado, le caía sobre la nuca. Estaba increíblemente guapo.

–¿Vas a ir en bata? –le preguntó Cash, señalándola con la cabeza.

Tippy se la cerró, y se ató el cinturón.

–No, es que… estaba buscando qué ponerme.

Cash miró su reloj de pulsera.

–Pues tienes cinco minutos para encontrarlo –le dijo–. He reservado mesa en el Bull and Bear a las seis.

Tippy lo miró boquiabierta.

–¡Ése es uno de los restaurantes más selectos de la ciudad; y está en…!

–Y está en el hotel Waldorf-Astoria, lo sé –acabó él por ella–. El ballet empieza a las ocho, así que si no piensas ir con eso… –le dijo señalando la bata azul, que le llegaba a los tobillos–, … será mejor que te des prisa.

Tippy corrió como un rayo a su dormitorio. Se dejó el cabello suelto, se aplicó un ligero toque de maquillaje, y se puso un conjunto de pendientes, collar y pulsera de diamantes. Luego se enfundó el vestido que había escogido: terciopelo blanco con escote palabra de honor y un lazo negro en la cintura, y encima se colocó un abrigo de terciopelo negro con forro blanco por dentro. Sin volver a mirarse al espejo, salió de su habitación para reunirse con Cash.

Éste, que estaba echando un vistazo a los libros que tenía en la estantería, se volvió al oír abrirse la puerta… y se quedó de piedra.

Tippy se sintió repentinamente insegura.

–¿Debería ponerme otra cosa? –inquirió, hecha un manojo de nervios.

Cash siguió mirándola en silencio, con los ojos entornados.

–Una vez vi un cuadro en una pinacoteca… –murmuró, dirigiéndose lentamente hacia ella–, … de un hada bailando y riendo a la luz de la luna. Me recuerdas a ella.

–¿También llevaba un abrigo de terciopelo negro? –le preguntó Tippy traviesa.

–No bromeo –le dijo Cash, tomando su rostro entre sus grandes manos–. Estaba convencido de que esa mujer del cuadro era la criatura más seductora que había visto jamás… pero en este preciso instante acabo de darme cuenta de que estaba equivocado –añadió bajando la vista a la boca de Tippy–. ¡Me has dejado sin aliento…!

Despacio, para no asustarla, posó su boca sobre la de ella, y la atrajo hacia sí con suavidad, no a la fuerza, mientras la besaba con sensualidad hasta que sintió que su cuerpo empezaba relajarse y que sus labios se distendían. Tippy inspiró temblorosa, y se recostó contra su pecho, rodeándole el fuerte cuello con ambas manos. Cash las sintió frías sobre su piel, y levantó la cabeza para mirarla a los ojos. Estaba asustada, pero no parecía querer apartarse de él. Sí, en sus ojos había temor, pero también brillaban de deseo.

–No voy a hacerte daño –le susurró.

–Lo sé. No me das miedo –contestó ella sin aliento.

–¿Estás segura? –murmuró Cash.

Atacó su boca en una sucesión de suaves pero ardientes besos que tuvieron un efecto explosivo en ambos. Luego, sin previo aviso, la asió por las caderas y la atrajo hacia las suyas. Tippy emitió un gemido ahogado, y se estremeció ante aquel contacto tan íntimo, sintiendo que una ráfaga de placer se disparaba por sus venas.

–Oh, sí… sabes lo que está ocurriendo ahí abajo, ¿no es verdad, nena? –jadeó Cash contra sus labios. Sus manos apretaron las caderas de Tippy, y su boca se volvió más insistente–. ¿Quieres sentirlo dentro de ti? –le susurró al oído.

–¡Cash! –exclamó ella, revolviéndose en su abrazo y asustándose al ver que no podía soltarse.

Aquello sacó a Cash del estado de trance en el que lo había sumido el deseo, y aflojó inmediatamente la presión sobre sus caderas.

–Lo siento –farfulló.

Tippy no se apartó de él.

–Yo también –murmuró, escrutando sus ojos–. Olvidé que los hombres… pierden el control.

–Yo no –replicó él con brusquedad–. Esto no me había pasado nunca. No me había pasado hasta hoy.

Tippy estaba observándolo con los ojos muy abiertos, fascinada. Aquella confesión debería haberla asustado aún más, pero tuvo el efecto contrario, porque lo hizo más vulnerable a sus ojos, y disipó su temor. La joven exhaló un largo suspiro.

–Está bien –susurró, logrando esbozar una leve sonrisa–. Ya no tengo miedo.

Los dedos de Cash le acariciaron la barbilla y después sus tiernos labios, recorriéndolos con las yemas como el pincel de un artista, trazando su contorno… atormentándola.

Tippy se estremeció cuando Cash la atrajo hacia sí con un brazo, pero alzó la barbilla y cerró los ojos en muda invitación.

–Sabes a algodón de azúcar, Tippy –susurró Cash mientras su boca descendía sobre los labios entreabiertos de ella–. Te comería a besos…

Tippy sintió cómo los labios de Cash rozaban los suyos, cómo apenas los tocaban para retirarse luego, como sondeando. Se dejó llevar, saboreando cada segundo en su amoroso abrazo. Cash no la intimidaba, y tampoco la asustaba. Le encantaba sentir el calor de su cuerpo, y aspirar el aroma fresco de su aftershave; le encantaba el modo en que la tenía estrechada entre sus brazos: con ternura, pero también con fuerza y confianza.

Empezó a notarse de pronto unos ligeros temblores subiéndole por las piernas y por la espalda que no había sentido jamás, y se apretó vacilante contra Cash.

Sus manos, aún tras el cuello de Cash, se entrelazaron, como si tuvieran vida propia, y su cuerpo se arqueó involuntariamente para pegarse todavía más a él. Lo deseaba tanto…

Cash, al notar que la joven empezaba a responderle, despegó sus labios de los de ella, y miró a sus confundidos ojos.

–Me deseas, lo sé, pero no voy a aprovecharme. Conmigo puedes estar tranquila –le susurró–. Déjate llevar. No voy a hacerte daño, ni voy a forzarte, ¿de acuerdo?

Tippy todavía se sentía algo insegura, pero asintió levemente y cerró los ojos, esperando a que él diera el siguiente paso.

Que demostrara esa confianza en él hizo que a Cash le temblaran las rodillas. Sabía lo difícil que tenía que ser aquello para ella después de lo que le había ocurrido siendo sólo una niña, el ceder el control de su cuerpo a un hombre. Reprimió con decisión el creciente deseo que lo estaba invadiendo. Quería ser tierno con ella; quería darle tanto placer que nunca mirase a otro hombre mientras viviese.

Sus labios rozaron los de ella, primero con suavidad, luego con más insistencia. Dejó que las reacciones de Tippy lo guiaran, apartándose un poco cuando la notaba tensarse, siendo un poco más audaz cuando ella se apretaba contra él… Los segundos fueron pasando en un ardiente compás de placer que iba en aumento.

Tippy gimió suavemente cuando los besos de Cash se volvieron todavía más intensos, y de nuevo su cuerpo se arqueó hacia él desesperado por satisfacer el ansia que la consumía. Cash sintió la espiral de deseo que se elevaba dentro de ella, alimentada por la misma necesidad abrasadora que él sentía.

Sí, pensó febril, Tippy lo deseaba… aunque ella todavía no lo supiera. Bajó las manos a la cintura de la joven y la levantó del suelo sin dejar de besar apasionadamente sus dulces labios.

Tippy tembló al sentir la palpitante excitación de Cash. Sus labios estaban atacando los de ella con fiereza, y pronto todo su cuerpo empezó a ponerse rígido de nuevo. Tippy lo oyó gemir dentro de su boca al tiempo que sus brazos la estrechaban aún con más fuerza.

Debería estar asustada. Quizá Cash no hubiese perdido nunca el control con otra mujer, pero con ella lo estaba perdiendo en cuestión de segundos. Aquel deseo arrollador la halagaba.

Recordó entonces lo que le había dicho, sobre el tiempo que hacía que no tenía relaciones. Estaba muy excitado, y ella, aun de un modo involuntario, se estaba mostrando dispuesta. ¿Qué haría si Cash no quisiese parar? ¿Y si no podía parar?

Al notar que el entusiasmo de la joven disminuía, Cash la bajó al suelo y se apartó de ella al instante. Levantó la cabeza, y la miró. En su rostro, carente de expresión, sólo sus brillantes ojos negros parecían vivos.

Tippy tragó saliva.

–Sólo quería… comprobar algo –musitó.

–¿Si de verdad sería capaz de parar? –murmuró él con una sonrisa.

Tippy asintió azorada, y Cash acarició con el índice sus labios hinchados.

–Estaba equivocado contigo.

–Y yo contigo –respondió ella.

Dio un paso hacia él y ocultó el rostro en su pecho un momento, mientras recordaba la descarada pregunta que él le había hecho un momento antes. Se excitó sólo de pensar en ello, imaginándolo dentro de su cuerpo, muy adentro, y el placer exquisito que la invadió la hizo estremecer. Sin embargo, cuando iba a decirle algo igualmente atrevido, Cash se apartó de ella.

–Deberíamos irnos ya –le dijo inclinándose hacia delante, y besándola en la punta de la nariz–; si no no llegaremos a tiempo ni a un sitio ni al otro.

Vacilante, Tippy alzó el rostro hacia él. Se sentía acalorada, tensa, ansiosa…, y en sus ojos se reflejaba el deseo insatisfecho.

–Si te pidiera…

–¿El qué? –la instó él.

Tippy tragó saliva y se obligó a continuar.

–Si te pidiera que me hicieras el amor…

Los ojos de Cash llameaban cuando la interrumpió, poniendo el pulgar sobre sus labios hinchados.

–¡Quiero hacerlo! –le dijo–. No te imaginas hasta qué punto, pero no tengo por costumbre empezar cosas que no puedo llevar hasta el final.

–Pero esto sí podríamos llevarlo hasta el final –replicó ella–; ¡sé que contigo podría!

Cash se estremeció visiblemente y se apartó de ella. No se atrevía a aceptar ese ofrecimiento. De hecho, ya había ido demasiado lejos con lo que había hecho y dicho.

–Bueno, pues no vamos a hacerlo. Esta noche no –respondió Cash bruscamente, yendo hacia la puerta–. Te he invitado a cenar y al ballet; sólo a eso –abrió la puerta y se volvió para mirarla–. ¿Vienes o no?

Tippy se avergonzó de haber hecho un ofrecimiento semejante de manera tan precipitada, y precisamente a Cash Grier, de entre todos los hombres del planeta. Sin embargo, el azoramiento pronto dio paso a una profunda irritación. Al fin y al cabo era él quien había empezado aquello, atormentándola con aquel cuerpo perfecto, y luego apartándola de él, como quien tienta con un caramelo a un niño y luego se lo vuelve a guardar en el bolsillo. ¿Serían todos los hombres así?

–Es verdad, sólo me has invitado a cenar y al ballet –repitió con aspereza, arrebujándose en su abrigo y abrochándolo hasta arriba–. ¡Y no te preocupes, no intentaré seducirte en el coche!

Cash la miró irritado.

–Gracias. Te confieso que la idea me tenía preocupado.

Tippy pasó por delante de él con altivez, y salió por la puerta.

Molestos como estaban, cenaron sin saborear apenas la comida, y a Tippy la invadió un sentimiento de culpa, porque lo cierto era que estaba todo delicioso. Del elegante restaurante se fueron al ballet, y se sentó junto a Cash sin prestar tampoco atención al espectáculo que se estaba desarrollando sobre el escenario. Por un lado estaba enfadada, y por otro se sentía eufórica. Se notaba ardiendo por dentro, consumida por un ansia que jamás había experimentado. El deseo que sentía por Cash la tenía enajenada. Quería saltar sobre él, allí mismo, y arrancarle la ropa. Sin embargo, esas ansias que no podía evitar la mortificaban y la enojaban, y lo ignoró durante toda la representación.

Como si comprendiese cómo se sentía, Cash no le dijo una palabra ni la tocó hasta que la función hubo terminado y hubieron salido del teatro.

Cuando fueron a cruzar la calle para regresar al aparcamiento público donde habían dejado el coche, la tomó del brazo, y la notó tensa como las cuerdas de un violín.

Ya en el aparcamiento, Cash abrió el coche, y Tippy entró y se abrochó el cinturón de seguridad sin mirarlo. Cash se sentó al volante, y la miró de reojo mientras ponía el motor en marcha. Se sentía mal por haberla rechazado con tanta brusquedad, pero lo había hecho con la mejor intención. No tenía nada que ofrecerle, nada en absoluto. Además, no sería justo que se aprovechase de algo que ella no podía evitar. Lo halagaba que se sintiese tan atraída por él, pero no se fiaba de ella.

De hecho, todavía no podía comprender cómo había podido confiar sus secretos a una mujer que, después de todo, era poco más que una extraña. Y aun así… lo curioso era que cuando estaba con ella no se sentía como si estuviese con una extraña. Se sentía cómodo, relajado, como si se conociesen de toda la vida. Eso lo preocupaba aún más.

Sacó el vehículo del aparcamiento con un volantazo, y a Tippy no le pasó desapercibida la irritación implícita en ese gesto.

Le dio la vuelta a su bolso sobre el regazo, y giró la cabeza hacia la ventanilla, observando las calles llenas de gente por las que pasaban, y los anuncios de neón en los edificios.

–No deberías ser tan presuntuoso, Grier –le dijo con aspereza–. Estoy segura de que debe de haber al menos otros cinco o seis hombres en el mundo capaces de hacerme arder en deseos de abalanzarme sobre ellos.

De la garganta de Cash escapó un sonido ronco, pero Tippy no quiso volverse para ver si había sido una risa desdeñosa o algo distinto.

–Además, siempre puedo solucionarlo con una ducha fría, o apuntándome a algún deporte de equipo…

Cash apretó el volante entre sus manos en un intento por controlarse.

–¿Te importaría dejar el tema? –le pidió pasado un minuto–. Los dos sabemos que en cuanto te tocase… y no me refiero a caricias inocentes… empezarías a chillar.

Tippy se volvió hacia él sorprendida.

–¿Es eso lo que crees?

–Mira, Tippy, llevo la mayor parte de mi vida sirviendo en el ejército y en la policía –contestó Cash, aminorando la velocidad para hacer un giro–. Sé más sobre víctimas de violaciones que tú.

Ella no dijo nada, pero se quedó mirándolo, esperando.

Cash volvió el rostro hacia ella mientras hacía el giro.

–Puede que creas que has dejado atrás lo que te sucedió, que estás preparada para hacerlo, pero no te va a resultar sencillo… aunque sea con un hombre al que piensas que deseas. Uno de los peores casos de violación en los que he testificado sucedió en circunstancias similares a éstas. Una chica joven que había sufrido una violación quiso hacer el amor con su novio; se asustó y le pidió que parara, pero él no podía hacerlo.

–¿Y qué pasó?

–Empezó a gritar. Sus padres llegaron a casa en ese momento. Llamaron a la policía y detuvieron al chico. Ella intentó retirar los cargos, pero ya era demasiado tarde. Lo soltaron en libertad condicional, porque era su primer «delito», pero no volvió a hablar a la chica. Ella lo quería; sencillamente era incapaz de tener relaciones después de lo que le había pasado.

Tippy cruzó los brazos sobre el pecho y se estremeció.

–¿Te haces una idea? –le dijo Cash.

Tippy asintió, y giró la cabeza de nuevo hacia la ventanilla, hacia los escaparates y las luces de neón. Cash apretó los labios.

–Si hubiera perdido el control y te hubiera forzado… no habría podido vivir con ello –añadió.

Tippy emitió un gemido ahogado.

–Pero fui yo quien te ofrecí… –murmuró.

Cash la miró enfadado.

–¿Y qué hubiera importado eso si te hubiese dejado más secuelas de las que ya tienes?

La irritación de Tippy se desvaneció, y lo miró en silencio.

–Desde que me ocurrió aquello, nunca había sentido lo que siento estando contigo –le confesó–. Me sentía atraída por Cullen, pero no le gustaban las mujeres. Y ni siquiera lo que sentía por él es comparable a esto. Estoy… estoy ardiendo por dentro –le dijo con una risita vergonzosa–; siento un ansia punzante… casi es dolor. Y lo único en lo que puedo pensar es qué sentiría compartiendo la cama contigo toda una noche.

Mientras Cash intentaba convencerse de que aquello podía convertirse en un desastre anunciado si seguía escuchándola, sus manos apretaron el volante de tal modo que se le pusieron los nudillos blancos.

–Claro que si no estás interesado, no estás interesado –continuó Tippy–. Supongo que te preocupa lo de acabar atado de por vida y todo eso, pero puedo asegurarte que no tengo intención alguna de proponerte matrimonio por muy bueno que seas en la cama… si es que cambias de opinión.

Cash no pudo evitar echarse a reír.

–No lo entiendes, ¿verdad?

–¿No me digas que eres impotente? –murmuró Tippy.

Él le lanzó una mirada irritada.

–Por supuesto que no.

–Oh, entonces es que estás reservándote para alguien de quien no me has hablado –insistió ella.

–Sí, claro, eso es –farfulló Cash–. ¡Tippy, por amor de Dios…!

–Bueno, lo único que intento decirte es que necesito tu colaboración para un proyecto científico –prosiguió ella, imperturbable.

–¿Un qué?

–Un proyecto científico; de anatomía –contestó ella sonriendo traviesa.

Cash contrajo el rostro. Estaba perdiendo terreno, y aquello no iba por buen camino. Tenía que mantener la cabeza fría, porque a la vista estaba que ella estaba perdiendo la suya.

–Ni siquiera te pediría que dejásemos la luz encendida… –dijo Tippy.

Cash frunció el ceño.

–¿Y por qué iba a querer que la apagaras?

–Bueno, un hombre de tu edad… –murmuró ella malévola, mirándose las uñas esmaltadas–; en fin, ya sabes lo que quiero decir: quizá tengas ciertas inhibiciones por tu cuerpo… –le dijo, pestañeando con falsa coquetería.

Cash notó cómo se le tensaba cada músculo, y se preguntó si Tippy tendría idea de lo mucho que estaba excitándolo esa conversación.

–Agradezco tu consideración, pero tengo un cuerpo estupendo.

–En ese caso podremos dejar la luz encendida.

Cash suspiró exasperado. Giró para entrar en la calle de Tippy, y detuvo el vehículo frente a la casa de pisos donde vivía sin apagar el motor. La calle, iluminada por la luz de las farolas, estaba desierta y en silencio. Cash se volvió en el asiento hacia Tippy, y la miró ceñudo.

–¿Quieres hacerlo aquí, con el motor encendido? –exclamó ella, fingiéndose escandalizada, mirando a un lado y a otro.

–¡No, no quiero! –masculló él.

–Entonces… ¿no sería mejor que subiéramos? –lo instó Tippy–. No puedo saber cuál sería la reacción de cada uno, claro, pero estoy segura de que mis vecinos pondrían el grito en el cielo si nos pillaran aquí haciéndolo.

Cash la miró fijamente y trató de recordarse una vez más las consecuencias que aquello podría tener, pero su cerebro no parecía dispuesto a cooperar con él. De hecho, las reacciones de su cuerpo estaban haciéndole imposible pensar. El sólo verla allí, delante de él, con ese vestido blanco, y la turgencia de sus senos insinuándose debajo lo estaba volviendo loco. Hacía tanto tiempo desde la última vez que le había hecho el amor a una mujer…; demasiado tiempo. Se sentía más que dispuesto para una noche salvaje, pero no con una mujer que había sido violada y que, obviando ese horrible detalle, era virgen a todos los efectos.

–Última oportunidad –le dijo Tippy sin aliento, clavando las uñas en el bolso para combatir su natural timidez.

Cash suspiró irritado.

–Escucha…

Tippy levantó una mano para interrumpirlo.

–¿Cuántas más excusas vas a darme? –le dijo–. Lo siento, pero no sirven de nada. No quieres hacerlo conmigo y ya está. No pasa nada; lo entiendo. Gracias por la cena y la invitación al ballet. Ya sé que por mi actitud te habrá dado otra impresión, pero lo he pasado muy bien.

Abrió la puerta del coche y se bajó. Se volvió y se inclinó sobre la ventanilla con una sonrisa forzada.

–¿Contaremos contigo mañana? Es Nochebuena.

Cash frunció el entrecejo.

–No lo sé.

–Bueno, pues, si te animas, tendremos pavo con su guarnición y salsa de arándanos –dijo Tippy.

Cash estaba irritado y estaba hecho un lío. Nunca se había encontrado tan dividido entre lo que quería y lo que creía que debía hacer. No había deseado jamás a ninguna mujer como deseaba a Tippy, pero por cómo había reaccionado con él estaba seguro de que no había superado completamente lo que le había ocurrido. Tenía que hacerle ver que estaba siendo demasiado optimista.

–¿Te ha visto algún psicólogo? –le preguntó abruptamente.

–¿Crees que necesito ir a un psicólogo sólo porque te he propuesto que nos acostemos? –exclamó ella.

–¿Quieres parar? –explotó Cash–. ¿Es que no puedes hablar en serio aunque sea durante un minuto?

–Me he pasado toda mi vida adulta comportándome con seriedad, y hasta la fecha no me ha llevado a ninguna parte.

–Necesitas asistencia psicológica –insistió él.

Tippy lo miró enfadada.

–No necesito asistencia psicológica. Lo único que necesito es… ¿Qué más da lo que necesite? De todos modos tú no estás interesado.

–No te has enfrentado al pasado –le dijo Cash.

–Sí lo he hecho. Y he aprendido a vivir con ello. No sé si tú puedes decir lo mismo.

Se giró sobre los talones y subió los escalones de entrada. Estaba enfadada, pero todo su ser continuaba palpitando como una herida. Aquello era algo que no podría controlar; ni eso, ni su deseo insatisfecho.

Cash pensaba que no podría tener relaciones con un hombre, pero se equivocaba. De hecho, estaba convencida de que sí podría… al menos con él. Sin embargo, de nada le serviría intentar hacerle cambiar de opinión, porque no la creería.

Se detuvo para sacar la llave del portal del bolso y se volvió. Cash seguía sentado en el coche, con las ventanillas subidas y el motor aún en marcha.

Agitó la mano en señal de despedida y entró. Aquello era lo más difícil que había hecho en mucho tiempo, porque sabía que quizá nunca volviera a verlo. Lo gracioso era que le había dicho la verdad: su cuerpo palpitaba de deseo. Lo deseaba de tal modo que casi estaba temblando.

Cualquier otro hombre la habría llevado a la cama antes incluso de que hubiese acabado de proponérselo. ¿Por qué tenía que haberse topado con uno tan preocupado por su salud mental como para rehusar?

Corazones heridos - Un hombre inocente

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