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Capítulo 1

EL CAMBIO GLOBAL

En los últimos treinta años, hemos ido tomando conciencia de la intensa degradación ambiental a la que está sometido nuestro planeta como consecuencia de nuestras actividades. Inicialmente, sólo percibíamos los problemas locales: ríos contaminados por vertidos industriales, brumas tóxicas en muchas ciudades, producidas por las emisiones de los automóviles, vertidos incontrolados de residuos peligrosos... En los países desarrollados se tomaron medidas que, rápidamente, paliaron este tipo de problemas. Sólo con el tiempo hemos ido comprendiendo que los problemas ambientales no son sólo locales, sino globales. El cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la degradación del suelo, el agua y el aire son fenómenos que se producen en todos los rincones de nuestro planeta.

Muchas personas piensan que el origen de los problemas ambientales es muy reciente, posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que éste es un período de intensa degradación ambiental. Pero, ¿es esto cierto? ¿De qué época sentimos nostalgia? Porque la verdad es que, cuando se analiza la historia de la Humanidad, es difícil encontrar una edad de oro desde el punto de vista ambiental.

UNA EXTINCIÓN NO MUY NATURAL

Los primeros humanos en los que reconocemos plenamente desarrolladas las capacidades cognitivas aparecieron en África hace 50.000 años. Desde allí comenzaron una migración en la que, con la ayuda de una incipiente tecnología y con su fuerza muscular como principal fuente de energía, se adaptaron prácticamente a todos los entornos físicos, a todos los climas del planeta, desde la tundra hasta las selvas tropicales, desarrollando pautas de comportamiento que les permitieron explotar con éxito los recursos naturales disponibles en cada uno de esos entornos. Fue también, entonces, cuando se produjo la explosión cultural: en un período de tiempo de unos 10.000 años florecieron todas las formas de arte, nacieron las religiones y se produjo un período de enorme diversificación cultural.

A lo largo del siglo XX hemos descubierto que, en los últimos

50.000 años, se han extinguido muchos animales grandes, de un peso superior a los 45 kilos. Las especies extinguidas reciben el nombre genérico de megafauna y, entre ellas, tenemos el diprodonte, un gran marsupial australiano, el mamut, el rinoceronte lanudo y el tigre de dientes de sable del norte de Eurasia y Norteamérica, y el moa y el dodo, dos especies de grandes pájaros sin alas que habitaban Nueva Zelanda y la isla Mauricio.

Este fenómeno se dio en diferentes lugares de nuestro planeta, en momentos diversos y con intensidades distintas. Las primeras extinciones se produjeron en Australia y Nueva Guinea hace 40.000 años, y representaron la desaparición del 86 % de los géneros de megafauna. En la tundra del norte de Eurasia esta extinción afectó, hace 12.000 años, al 29 % de los géneros y, en Norteamérica, en el período comprendido entre hace 12.000 y 10.000 años, se extinguió el 73 % de los géneros de grandes mamíferos. Por último, la megafauna de las islas de Madagascar y Nueva Zelanda sobrevivió hasta hace unos centenares de años.

Diversos investigadores han intentado explicar este fenómeno sugiriendo que estas extinciones tuvieron su origen en los cambios climáticos que se produjeron en este período. Hace 50.000 años, nuestro planeta estaba en un período glacial, y las temperaturas fueron disminuyendo hasta hacerse mínimas hace 17.500 años. A partir de ese momento, se produjo un aumento de temperaturas relativamente brusco, como es usual al final de todos los períodos glaciales. Este calentamiento terminó hace unos 10.500 años. Estos investigadores piensan que, en estas circunstancias, la megafauna estuvo sometida a fuertes tensiones que, en muchos lugares, no pudo soportar.

Sin embargo, esta teoría tiene algunos puntos débiles y no puede explicar muchos de los datos disponibles. Por ejemplo, ¿por qué la consecuencia de estos cambios en el clima fue la extinción de la megafauna? Las variaciones climáticas probablemente provocaron migraciones de animales, que se desplazaron tratando de mantenerse en hábitats en los que se dieran las condiciones más adecuadas para su supervivencia. Cuando se alcanzaron las temperaturas más bajas, el nivel del mar estaba unos 300 metros por debajo del actual, lo que facilitó, sin duda, estos desplazamientos. De hecho, no hemos encontrado ninguna evidencia de extinciones masivas asociadas a los finales de los más de veinte períodos glaciales que se han dado en los últimos dos millones de años, excepto en este último. Por otro lado, estas extinciones se han dado en un período de tiempo muy corto: si se hubieran producido hace 65 millones de años, la impresión que tendríamos hoy sería la de una extinción simultánea de todas estas especies, algo que es totalmente inusual.

Un aspecto interesante es que estas extinciones se produjeron en distintos lugares justo después de la llegada de nuestra especie a esas zonas. Basándose en esto, otros investigadores han propuesto una explicación alternativa al fenómeno de la extinción de la megafauna. En las tierras vírgenes de Australia, Nueva Guinea, norte de Eurasia, América, Nueva Zelanda y Madagascar, los animales evolucionaron durante millones de años sin que los humanos estuviéramos presentes. Como estos animales nunca habían estado en contacto con nosotros, no mostraron ningún miedo cuando empezamos a colonizar esas tierras, y los humanos pudimos cazarlos fácilmente, hasta provocar su extinción. De hecho, las aves y los mamíferos de las islas Galápagos y de la Antártida, zonas que han estado despobladas hasta hace relativamente poco tiempo, siempre se han mostrado muy mansos. Sin embargo, en el resto de Eurasia y África, los animales y los humanos coevolucionamos durante centenares de miles de años y, a medida que las habilidades de nuestros antepasados fueron desarrollándose, los animales fueron aprendiendo a alejarse de nosotros; por esta razón, estas extinciones no fueron muy abundantes en el sur de Eurasia y en África, pero sí lo fueron en Australia, América y en las grandes islas del Índico y el Pacífico, como en Madagascar, Nueva Zelanda, Polinesia, etc.

Aunque la controversia sobre la causa de estas extinciones prosigue y es posible que ambos factores, la llegada de nuestros antepasados y los cambios climáticos, influyeran en ellas, los episodios que se produjeron hace sólo unos centenares de años en Nueva Zelanda y Madagascar se debieron, indudablemente, a la llegada de los primeros colonos, lo que refuerza la hipótesis de un proceso provocado por el hombre.

EL NACIMIENTO DE LA AGRICULTURA

En el último período cultural de la Edad de Piedra, el Neolítico, los humanos comenzamos a dar los primeros pasos que nos llevaron a establecer una nueva relación con nuestro entorno: empezamos a modificarlo en función de nuestras necesidades. Los humanos sustituimos nuestras antiguas formas de subsistencia, basadas en la caza y la recolección, por la agricultura y la ganadería. Como consecuencia de este cambio, las comunidades se hicieron sedentarias y se establecieron en poblados, lo que condujo a formas más complejas de organización social. Este cambio de sociedades de cazadores-recolectores a sociedades productoras de alimentos no fue brusco, sino gradual, y tuvo, probablemente, distintas causas. Por un lado, esta transformación se produjo después del final del último período glacial, cuando variaron las condiciones climáticas al elevarse las temperaturas. La colonización de nuevos territorios, cuyos recursos naturales se explotaron de forma intensiva, llevó a un aumento continuado de la densidad de población. Y, bien debido al cambio climático, bien debido a las habilidades de nuestros antepasados, o bien por una combinación de ambos factores, muchas especies de grandes mamíferos se habían extinguido unos miles de años antes. Cuando la flora y la fauna se adaptaron a las nuevas condiciones, las fuentes tradicionales de alimentos fallaron y nuestros antecesores tuvieron que buscar fuentes alternativas.

En algunos lugares, el cambio climático provocó la expansión de las zonas en las que crecían cereales silvestres, de los que podían obtenerse cosechas muy grandes en poco tiempo. Fue, precisamente, en estas zonas donde las poblaciones fueron haciéndose gradualmente sedentarias, donde comenzó a cultivarse la tierra y donde se domesticaron algunos animales como la oveja, la cabra, el cerdo y la vaca. Estos animales proporcionaron carne y leche, abono y combustible en forma de estiércol, así como fuerza para tirar de los arados que permitieron cultivar más y más tierras. La lana de las ovejas, junto con el algodón y el lino, fueron los materiales con los que se confeccionaron vestidos y mantas. La tecnología de producción de alimentos se extendió desde estas zonas hasta las colindantes, bien porque fue adaptada por los cazadores-recolectores vecinos, bien debido a la sustitución de la población local por invasores procedentes de regiones en las que ya se dominaba esa nueva tecnología.

Las consecuencias ambientales de la adopción de la agricultura fueron numerosas. La agricultura implica la transformación de las tierras con el fin de crear un hábitat artificial en el que poder cultivar plantas. Nuestros antepasados pasaron, por tanto, de tener una vegetación variada, que cubría el suelo durante todo el año, a tener unos pocos cultivos, que cubrían la tierra sólo en las épocas del año en las que éstos crecían. El suelo quedó, así, muy expuesto al viento y a la lluvia, con lo que se erosionó mucho más rápido que el suelo de los ecosistemas naturales. La implantación de la agricultura implicó, también, la interrupción del reciclado interno de nutrientes que se da en los ecosistemas naturales. Estos nutrientes se extrajeron del ecosistema con las cosechas y los agricultores, con el fin de mantener la fertilidad del suelo, cerraron de nuevo el ciclo de nutrientes mediante el aporte de estiércol o de residuos humanos, animales y vegetales. Por otro lado, la implantación del regadío creó un entorno todavía más artificial que sustituyó al cultivo de secano, que depende del agua de lluvia. La aportación de grandes cantidades de agua a los suelos permitió a los agricultores cultivar plantas más productivas pero tuvo, sin embargo, efectos catastróficos a largo plazo. Por ejemplo, en Sumeria se desarrolló, hace 5.500 años, una civilización basada en el regadío, que cultivaba el trigo y la cebada. Con el tiempo, la evaporación de las aguas de riego, debida a las elevadas temperaturas estivales, provocó una acumulación progresiva de sales en el suelo; poco a poco, los rendimientos de las tierras fueron disminuyendo y el trigo, muy sensible a la presencia de sales, fue sustituido progresivamente por la cebada. Los sumerios desarrollaron la escritura hace 5.000 años y, en textos de hace unos 4.000 años, describieron cómo la tierra se iba volviendo blanca por la acumulación de sales en su superficie.

La utilización de las tierras para obtener bienes y servicios es la alteración más importante del ecosistema global causada por la actividad humana. Con el nombre de transformación de las tierras nos referimos a una serie de actividades que varían en intensidad y que tienen, también, distintas consecuencias. Por un lado, el 11 % de las tierras están ocupadas por cultivos y un 7 % han sido transformadas en pastos que, junto con los pastos naturales, ocupan el 26 % de su superficie. Las tierras transformadas en cultivos o pastos son las que han sufrido un mayor grado de transformación, junto con las dedicadas a áreas industriales y urbanas. Estas últimas ocupan, comparativamente, una superficie muy pequeña, probablemente inferior al 1 %, aunque en algunas zonas muy pobladas puedan ocupar un porcentaje mucho mayor de las tierras. En el otro extremo tenemos los ecosistemas que han permanecido prácticamente inalterados, pero que se ven afectados por el aumento de la concentración de dióxido de carbono y por la caza o por otras formas de explotación de recursos de baja intensidad. Entre estos dos extremos tenemos los ecosistemas más áridos y los pastos y bosques que han sido utilizados, y muchas veces dañados, para alimentar a los animales o para obtener madera. El resultado es que, aproximadamente, el 44 % de las tierras han sido transformadas por los seres humanos. Pero el efecto global es mucho mayor que el que indica esta cifra: en muchas ocasiones, las tierras no alteradas se han fragmentado por la intervención humana en las áreas circundantes, y esta fragmentación ha afectado tanto a la composición como al funcionamiento de estos ecosistemas dispersos, aparentemente vírgenes.

LA SEXTA EXTINCIÓN

La transformación de las tierras para obtener cultivos y pastos no hizo sino aumentar la presión a la que estaban sometidos los grandes mamíferos como consecuencia de la caza intensiva. En Egipto, a finales del Imperio Antiguo, hace unos 4.500 años, ya habían desaparecido del valle del Nilo el elefante, el rinoceronte y la jirafa. En el Mediterráneo, hace 2.200 años, ya habían desaparecido los leones y los leopardos de Grecia y las zonas costeras del Asia Menor.

A medida que se iba desarrollando la tecnología, los medios de los que dispusimos los humanos para cazar animales fueron haciéndose cada vez más eficaces. Una de las historias más conocidas de caza indiscriminada de una especie es la del bisonte. En las grandes llanuras de Norteamérica vivían, antes de la llegada de los europeos, unos 60 millones de bisontes. Los indios, con los rifles y los caballos que les habían proporcionado los europeos, cazaban unos 300.000 bisontes cada año para su sustento. Esta cifra era menor que la velocidad de crecimiento de la población, y esto aseguraba el mantenimiento de las manadas. Pero las matanzas se hicieron intensivas cuando los europeos, al lanzarse a la conquista del oeste, comenzaron a ocupar estas tierras. Primero lo cazaron por su carne y, más adelante, por su piel o, simplemente, por deporte; se llegaron a matar tres millones de bisontes cada año. Una parte importante de la hostilidad de los indios hacia los hombres blancos tenía su origen, precisamente, en la disminución de las manadas de bisontes provocada por esta caza indiscriminada ya que, para los indios, estos animales eran una fuente importante de proteínas. A finales del siglo XIX, los bisontes estaban a punto de extinguirse y sólo sobrevivieron por la presión de distintas entidades privadas, que promovieron la creación de reservas protegidas, en las que han vivido estos animales hasta nuestros días.

Los seres humanos también hemos practicado la pesca intensiva. La sobreexplotación de las pesquerías fue reconocida como un problema internacional a principios del siglo XX. Antes de 1950, los problemas se habían presentado sólo en unas pocas regiones, como el Mediterráneo o el Pacífico norte pero, con la expansión de las actividades pesqueras que se ha producido en la segunda mitad del siglo XX, la sobreexplotación de los recursos pesqueros ha ido recorriendo todos los océanos, a medida que la producción en cada región explotada iba alcanzando un máximo y comenzaba, después, a disminuir. El 73 % de las zonas pesqueras más importantes y el 70 % de las principales especies de peces están al máximo de su producción o en declive. Las capturas de especies sobreexplotadas han disminuido un 40 % entre 1985 y 1994, y estas reducciones han hecho que, en 1996, se incluyeran algunas especies comerciales de peces, como el bacalao atlántico o el eglefino, en la lista de especies amenazadas de extinción.

La caza y la pesca intensivas son actividades que provocan tensiones evidentes en muchas poblaciones. Pero una de las causas principales de graves trastornos en los ecosistemas, sobre todo en los últimos tiempos, ha sido el transporte, intencionado o no, de especies de un lugar a otro de nuestro planeta. Las invasiones biológicas eran fenómenos que se producían ocasionalmente, de forma natural, pero el transporte de especies ha aumentado la frecuencia y los efectos de las invasiones biológicas. Las consecuencias de esta reorganización de la biota, provocada al mezclar flora y fauna que estaban inicialmente aisladas geográficamente, han sido enormes: más del 20 % de las especies de plantas que existen en muchas áreas continentales no son nativas y, en muchas islas, este porcentaje se eleva a más del 50 %. Muchas invasiones biológicas son irreversibles, es decir, es muy difícil eliminar la especie foránea una vez que se ha establecido. Estas especies invasoras alteran la estructura y funcionamiento de los ecosistemas, pueden provocar la extinción de especies nativas y son responsables de pérdidas económicas muy grandes en cultivos.

El peor desastre ecológico causado por la introducción deliberada de una nueva especie se produjo, probablemente, en Australia. En el año 1859, un granjero introdujo algunos conejos en este continente para la práctica de la caza deportiva. Como este animal no tenía depredadores naturales en esas tierras, pronto la población creció desmesuradamente, extendiéndose por las zonas sur y este de Australia, devastando cultivos y pastos. A partir del año 1880, se llevaron a cabo distintas campañas de exterminio masivas, en las que se mataron unos diez millones de conejos, sin que hubiera un efecto perceptible sobre su población. Pronto, los conejos empezaron a desplazarse hacia el oeste de Australia y, para evitar su expansión, entre los años 1902 y 1907 se construyó una valla desde la costa norte a la costa sur del continente, con una longitud de unos mil seiscientos kilómetros. Pero los conejos la atravesaron en la década de 1920. Hacia 1950 había en Australia unos 500 millones de conejos y, como las campañas de aniquilación no disminuían de forma apreciable su población, los australianos decidieron utilizar técnicas de guerra biológica: ese mismo año introdujeron, de forma deliberada, la mixomatosis, una grave enfermedad viral que afecta a este animal. En un año, la tasa de mortalidad era del 99,8 %. Pero la evolución conjunta de las poblaciones de conejos y virus ha provocado una disminución de la mortandad, y la población está creciendo de nuevo rápidamente.

La agricultura y la ganadería fueron las primeras actividades que, en su expansión desde sus centros primigenios de desarrollo, provocaron un transporte intencionado de especies. En la tabla 1 se muestran los cultivos y los animales domesticados en las distintas zonas en las que se desarrolló, de forma independiente, la agricultura y la ganadería en la antigüedad.

TABLA I

Cultivos y animales domesticados en las zonas en las que se desarrolló la agricultura y la ganadería en la antigüedad

Suroeste asiático Sureste asiático América África
Trigo Arroz Maíz Sorgo
Guisantes Mijo Judías Café
Olivo Caña de azúcar Calabaza Ñame
Oveja Banano Patata
Cabra Sésamo Mandioca
Berenjena Girasol
Cerdo Pimiento
Llama

Los sistemas agrícolas de África, Europa y Asia evolucionaron de forma autónoma hasta que el desarrollo de la civilización islámica provocó un intercambio de cultivos entre estas regiones. El flujo de especies fue básicamente unidireccional: los cultivos transportados provenían del sureste asiático y de la India y, desde allí, se extendieron por el norte y el este de África, llegando algunos hasta la parte oeste de África y la península ibérica. Entre los cultivos transportados podemos mencionar la caña de azúcar, el arroz, el sorgo, las espinacas, las berenjenas y cítricos como la naranja, el limón y la lima. En el siglo XVI, con la conquista de América y la expansión de los europeos por todo el planeta, se produjo otro intercambio de especies que, esta vez, fue bidireccional. Los europeos llevaron a América sus cultivos y sus animales (trigo, caña de azúcar, ganado vacuno, ovejas y caballos) y, desde América, se introdujeron en Europa el maíz, las patatas, los tomates, las judías, los pimientos y las calabazas, cultivos que se extendieron después por Oriente Próximo, África, India y China.

La transformación de las tierras, la caza y la pesca intensivas y la introducción de especies provocaron alteraciones profundas en la composición de los ecosistemas. Una de las consecuencias más graves de estos cambios es la extinción de especies. Las velocidades de extinción son difíciles de determinar globalmente debido, entre otras cosas, a que la mayoría de las especies que existen todavía no han sido identificadas. Una estimación realista del número de especies existentes, presentada en el informe Evaluación de la Biodiversidad Global, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, es de 14 millones, de las que sólo se han descrito 1,7 millones. Los cálculos más recientes sugieren que las velocidades de extinción son, en la actualidad, entre cien y mil veces superiores a las que se daban antes del comienzo de nuestra apropiación de la biosfera, lo que ha llevado a algunos investigadores a sugerir que podríamos estar ante el sexto período de extinción masiva de la historia de la vida. Según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, el 25 % de las especies de mamíferos cuyo estado de conservación ha sido evaluado están amenazadas de extinción en la actualidad. Lo mismo puede decirse del 11 % de las especies de pájaros, el 20 % de las de reptiles, el 25 % de las de anfibios y el 34 % de las especies de peces evaluadas.

CAMBIOS EN LOS CICLOS BIOGEOQUÍMICOS

Hace medio millón de años, nuestros antepasados probablemente ya utilizaban el fuego para combatir el frío, para tener luz durante la noche y para cocinar los alimentos. Con el desarrollo de la agricultura, la existencia de excedentes alimentarios y la necesidad de conservarlos propició la búsqueda de recipientes más sólidos e impermeables que las cestas que utilizaban los pueblos cazadores-recolectores. Como respuesta a esta necesidad se desarrolló la cerámica. Se trataba de elaborar recipientes de arcilla cocidos en un horno a más de 450 °C con el fin de deshidratar el barro e inducir cambios químicos que los hacían más sólidos e impermeables. Comenzamos, así, a utilizar el fuego no sólo para proporcionar luz y calor o para cocinar los alimentos, sino también como un medio para transformar la materia. La arcilla debe trabajarse después de haberse seleccionado cuidadosamente y, entonces, se transforma por la acción del calor, que se aplica durante un tiempo determinado. Aquellos alfareros fueron, probablemente, los primeros que sintieron la experiencia demiúrgica de modificar el estado de la materia.

Los avances tecnológicos asociados a la Revolución Neolítica no acaban con el desarrollo de la cerámica. El proceso de obtención de cobre por reducción de sus menas se descubrió hace unos 5.500 años. Hasta entonces se conocían los metales que existen en estado nativo en la Naturaleza, pero hay pocos metales en esta forma, y se encuentran en pequeñas cantidades y muy dispersos, por lo que el uso que se les daba, hasta este descubrimiento, era ornamental y ligado a cultos religiosos. Hace 5.000 años se descubrieron en India, Mesopotamia y Grecia las ventajas de mezclar el cobre con el estaño para producir el bronce, más duro que el cobre. Pero las menas de cobre y estaño no eran muy abundantes, por lo que los objetos de bronce eran valiosos.

Los hititas fueron los primeros en producir hierro a partir de sus menas hace 5.000 años, aunque el hierro nativo de origen meteórico ya se conocía mil años antes. El secreto del proceso de obtención del hierro fue cuidadosamente guardado por los hititas pero, con la caída de su imperio, hace 3.200 años, este conocimiento se difundió a otras culturas y, en ese momento, comenzó la Edad del Hierro. Como las menas de hierro eran mucho más abundantes que las de cobre, los utensilios de este metal fueron mucho más asequibles. Esto tuvo una importancia fundamental en el desarrollo de la agricultura, ya que el hierro era tan abundante que pronto pudo utilizarse para la fabricación de herramientas agrícolas.

Otro material muy importante en la historia de la Humanidad es el cemento. Aunque los egipcios y los griegos utilizaron ya cementos de baja calidad, los romanos descubrieron un procedimiento para hacer un cemento de alta calidad, con el que pudieron realizar todas sus grandes construcciones, algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días: puentes, acueductos, teatros, coliseos, etc.

En lo que se refiere a la energía, la fuerza de los músculos y el calor producido en la combustión de la madera dejaron pronto de ser las únicas fuentes de energía. Los humanos empezamos a utilizar las fuerzas naturales como fuentes de energía. Un primer paso se dio con la utilización de los animales, hace 10.000 años. El viento comenzó a utilizarse para el transporte marítimo en el Mediterráneo hace 6.000 años y los molinos movidos por el viento y el agua se desarrollaron hace 3.000 años. Un gran número de civilizaciones, con sistemas de producción y comercio muy especializados, con ciudades y arquitecturas espectaculares, con un arte sofisticado y con unos sistemas sociales elaborados, nació y desapareció utilizando sólo estas fuentes de energía que son, de hecho, las que predominan en la actualidad en muchas partes del mundo.

Esta situación cambió en algunos lugares con el desarrollo de la Revolución Industrial. La invención de la máquina de vapor marcó el comienzo de la utilización intensiva de los combustibles fósiles como fuentes de energía. La combinación de la minería del carbón, que proporcionó el combustible, la industria metalúrgica del hierro, que proporcionó los materiales, y las máquinas de vapor, que facilitaron el transporte, condujo al proceso de industrialización, que se desarrolló en Europa y Norteamérica durante el siglo XIX. Los motores de combustión interna se desarrollaron a principios del siglo XX. Fue entonces cuando comenzaron a utilizarse el petróleo y el gas natural como nuevos combustibles y la electricidad como nueva forma de energía. La disponibilidad de combustibles baratos, el desarrollo de materiales más sofisticados, como las aleaciones metálicas y los plásticos creados por la industria química, y la expansión constante del transporte extendieron la industrialización en estas zonas del mundo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, las sociedades industrializadas se han hecho totalmente dependientes de los combustibles fósiles como fuentes de energía, y el desarrollo de la energía nuclear se vió frenado bruscamente el año 1986 como consecuencia del accidente de Chernobyl. A finales del siglo XX, existe una clara distinción entre los países desarrollados, que están en una fase postindustrial en la que los servicios son las actividades económicas dominantes, y los países menos desarrollados, en los que siguen utilizándose de forma predominante las fuentes de energía tradicionales: animales, madera, etc.

Desde el comienzo de la industrialización, el consumo de combustibles fósiles y la extracción, procesado y uso de metales han modificado los ciclos biogeoquímicos del carbono y de metales como el plomo. La concentración de dióxido de carbono en la atmósfera ha aumentado más de un 30 % desde comienzos de la Revolución Industrial y las cantidades de plomo depositadas en los hielos de Groenlandia llegaron a ser, a finales de los sesenta y principios de los setenta, 800 veces superiores a las que se daban hace 6.000 años, antes de que se iniciara la explotación de los metales. Por otro lado, la aplicación de las prácticas industriales a la producción agrícola se ha traducido en el desarrollo de la agricultura intensiva, basada en el aporte de cantidades importantes de fertilizantes nitrogenados artificiales, lo que ha provocado un aumento de las cantidades de especies reactivas de nitrógeno en el medio.

EL AGUJERO DE LA CAPA DE OZONO

Otra de las modificaciones químicas del medio tiene su origen en la producción y dispersión de productos químicos sintéticos, que no existían antes de su descubrimiento. Se estima que el número de este tipo de sustancias supera ya los veinte millones y que, cada 27 segundos, se sintetiza un nuevo compuesto. En la actualidad, hay entre 50.000 y 100.000 productos sintéticos comercializados, lo que nos indica que muchas de estas sustancias no llegan nunca a ser producidas industrialmente. Los clorofluorocarbonos son, probablemente, una de las familias más conocidas de estos compuestos, debido al papel que desempeñan en la destrucción de la capa de ozono.

La ozonosfera es una región de la atmósfera que se extiende entre los 20 y los 60 kilómetros, y en la que hay concentraciones apreciables, aunque pequeñas, de ozono. El ozono es una molécula constituida por tres átomos de oxígeno, O3; el oxígeno se encuentra mayoritariamente en la atmósfera en forma de una molécula integrada por dos átomos de oxígeno, O2. Esta capa de ozono se forma mediante reacciones fotoquímicas, provocadas por la interacción entre la radiación ultravioleta que nos llega del Sol y las moléculas de oxígeno. Las moléculas de ozono, una vez formadas, interaccionan también con la radiación ultravioleta, descomponiéndose.

Gracias a estos procesos de interacción de la radiación ultravioleta, tanto con las moléculas de oxígeno como con las de ozono, esta radiación no puede alcanzar la superficie de la Tierra, donde podría causar daños o, incluso, provocar la muerte de muchos seres vivos. En particular, en el caso de los seres humanos, en la década de los setenta se descubrió que pequeñas disminuciones de la concentración de ozono en la ozonosfera podían tener un impacto sobre la salud, dándose una mayor incidencia de cánceres de piel, sobre todo en personas de piel muy clara.

A mediados de los años ochenta se descubrió que todos los años, durante el mes de octubre, se producía una disminución en la concentración de ozono sobre la Antártida. Estudiando los datos tomados por satélites en años anteriores se observó que, mientras que esta disminución había sido gradual hasta mediados de los años setenta, a partir de ese momento se hizo muy pronunciada y, a mitad de los años ochenta, la disminución de la concentración media de ozono sobre la Antártida era ya del 50 % llegando, incluso, a desaparecer totalmente la capa de ozono en algunas zonas. Desde entonces, la situación no ha hecho sino empeorar.

Pronto se demostró que este agujero de la capa de ozono tenía su origen en la acumulación en la atmósfera de ciertos gases contaminantes, siendo los más importantes los clorofluorocarbonos, compuestos orgánicos constituidos por carbono, flúor y cloro. Son gases o líquidos incoloros, inodoros, no corrosivos y no inflamables, de muy baja reactividad química y muy baja toxicidad, y que se comercializan bajo el nombre de freones. Fueron desarrollados a finales de los años treinta para su aplicación como refrigerantes y, después de la Segunda Guerra Mundial, encontraron multitud de aplicaciones: han sido utilizados en aerosoles, como fluidos refrigerantes en neveras y aparatos de aire acondicionado y como disolventes en la industria electrónica. Debido a su escasa reactividad química, estos gases se concentran en la atmósfera, alcanzando la ozonosfera. Allí interaccionan con la radiación ultravioleta y, como resultado, se generan átomos de cloro que reaccionan con las moléculas de ozono, destruyéndolas.

La preocupación por las consecuencias que podría tener esta disminución de la capa de ozono condujo a la comunidad internacional a establecer restricciones en el uso de clorofluorocarbonos y a acordar un calendario de reducción de su producción. Desde 1987, año en el que se firmó el Protocolo de Montreal sobre sustancias que destruyen la capa de ozono, se han dado grandes pasos hacia la eliminación de la fabricación, comercio y uso de clorofluorocarbonos. De hecho, el consumo mundial de estas sustancias ha disminuido desde 1987 en más de un 70 %. Todos estos esfuerzos se han basado en la sustitución de estos compuestos por otros de menor impacto ambiental. La reacción de los mercados ha sido, incluso, más rápida de lo que se pensaba, dada la ubicuidad de estas sustancias hace sólo tres décadas, cuando se encontraban en todos los hogares de los países desarrollados. A pesar de este uso tan extendido, muchos países desarrollados fueron capaces de cumplir el acuerdo y dejaron de producir clorofluorocarbonos en 1996.

Las concentraciones de clorofluorocarbonos en la atmósfera están estabilizándose o incluso disminuyendo gracias a estos esfuerzos. Si se llevan a cabo los planes de eliminación de estas sustancias, de acuerdo con el calendario establecido en el Protocolo, los niveles de cloro en la estratosfera debieron alcanzar un valor máximo entre 1997 y 1999, y ahora deben de estar disminuyendo gradualmente. Se espera, en estas condiciones, que el agujero de ozono sea cada vez menor, hasta que desaparezca hacia el año 2050.

ENERGÍA, ALIMENTOS, MATERIALES...

¿De qué época sentimos nostalgia? La verdad es que no ha habido una edad de oro desde el punto de vista ambiental. Las sociedades y los ecosistemas hemos evolucionado juntos desde el mismo momento en que los primeros humanos aparecimos sobre la Tierra. Nuestra capacidad para actuar en grupo y nuestro amplio arsenal de armas nos convirtieron en los cazadores más eficientes de la historia, lo que nos llevó a provocar la extinción de la megafauna. Pero, a pesar de esto, el impacto sobre el medio de las sociedades de cazadores-recolectores fue limitado. Por un lado, la población era, entonces, muy pequeña y, por otro, como las comunidades debían estar continuamente desplazándose, sus posesiones eran muy limitadas y, por eso, utilizaban pocos recursos.

El desarrollo de la agricultura y la ganadería marcó el final del modo de vida que nuestros antepasados habían llevado durante dos millones de años. Esta nueva tecnología facilitó un aumento de la cantidad de alimentos accesibles, lo que provocó un crecimiento de la población. Además, a medida que las comunidades se hicieron sedentarias, apareció la propiedad privada y la acumulación de bienes, con lo que las cantidades de recursos naturales utilizados aumentaron. Las tensiones ambientales comenzaron a manifestarse, aunque lentamente, y tenemos los ejemplos de la salinización de las tierras de Sumeria o la degradación de los suelos de Grecia debido a la erosión, un problema que ya reflejaron Platón y Aristóteles en sus escritos.

El cambio global, cuyos componentes se muestran en la figura 1, se aceleró con la Revolución Industrial. El uso de los combustibles fósiles como fuentes de energía y la extensión de la industrialización nos han permitido disponer de muchos más alimentos y bienes que nunca. En estos últimos 250 años se ha producido un crecimiento extraordinario de la población mundial y un aumento espectacular de los recursos necesarios para mantener a esta población. Pero este proceso ha provocado la aparición de problemas ambientales mucho más complejos, interrelacionados, que se manifiestan cada vez más rápidamente.


Figura 1. Los componentes del cambio global.

Cuando se ha analizado la evolución de distintos componentes del cambio global en los últimos 10.000 años, se ha observado que, recientemente, ha habido una extraordinaria aceleración del impacto de las actividades humanas. Antes de 1700, ninguno de los componentes analizados (área deforestada; emisiones de dióxido de carbono, plomo, nitrógeno, azufre y fósforo; producción de tetracloruro de carbono) había alcanzado el 25 % de su valor en 1985, antes de 1850 ninguno había alcanzado el 50 %, y antes de 1900 el 75 %. Además, la evolución de algunos de los componentes ha sido muy rápida: las emisiones de plomo y la extracción de agua alcanzaron el 25 % de su valor en 1985, y la producción de tetracloruro de carbono y las emisiones de fósforo y nitrógeno lo alcanzaron poco después de 1950.

Energía, alimentos, materiales... La utilización de estos recursos es el origen de los problemas ambientales y, por ello, vamos a centrarnos en los cambios provocados en los ciclos biogeoquímicos del carbono, el nitrógeno y el plomo para ilustrar los efectos que nuestras actividades tienen sobre el funcionamiento de la biosfera.

BIBLIOGRAFÍA

En castellano, el libro de M. Ludevid: El cambio global en el medio ambiente, Barcelona, Marcombo Boixareu ediciones, 1997, es una buena introducción al tema, escrito en forma de manual universitario; cubre, sobre todo, los aspectos sociológicos y políticos del problema. Los aspectos científicos, expuestos desde el punto de vista biológico, se pueden encontrar en el manual universitario de B. J. Nebel y R. T. Wrigth: Ciencias ambientales: ecología y desarrollo sostenible (sexta edición), México, Prentice Hall, 1999. También es interesante el artículo de W. C. Clark: «Gestión del planeta Tierra», Investigación y Ciencia, 158, 12 (1989), que aparece en un número especial de la revista; los otros artículos de este número son también muy recomendables, aunque los datos que manejan están anticuados. Finalmente, entré en contacto con la problemática del cambio global a través de los artículos de P. M. Vitousek: «Beyond the global warming: ecology and global exchange», Ecology, 75, 1861 (1994), y de P. M. Vitousek, H. A. Mooney, J. Lubchenco y J. M. Melillo: «Human domination of Earth’s ecosystems», Science, 277, 494 (1997).

¿Un futuro sostenible?

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