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INTRODUCCIÓN

I. LA OBRA Y SU CONTENIDO

El breve texto conocido desde la Antigüedad 1 con el nombre de Epitome de Tito Livio bellorum omnium annorum DCC, cuyo Prólogo equipara la vida del pueblo Romano hasta Augusto con las cuatro edades de un hombre, consta de dos libros de diferente extensión: el primero, de 47 «capítulos», con otros tantos epígrafes, incluye la infancia, época real; la adolescencia, con la progresiva conquista de Italia y las «cuatro» primeras «sediciones» (s. v); y parte de la juventud con los grandes triunfos de los ss. III-I —el último, el de la Galia—, aunque se cierra con la derrota de Craso por los partos. El segundo, de sólo 34, con algún título más (II 16 [IV 6]), se abre con otras «cuatro» seditiones, las gracano-drusianas, y acaba con las guerras de pacificación de Augusto y su tarea de restauración interior; el cierre del templo de Jano, la paz con los partos, tras la devolución de las enseñas capturadas en Carras, y la concesión al Princeps del título de Augusto son las últimas referencias cronológicas fechables, la primera, como veremos (cap. III), bastante ambigua.

Mientras esos diferentes «capítulos» pretenden organizar y encuadrar el relato, los epígrafes —debidos a notas marginales de algún comentarista 2 — apuntan su contenido, en ocasiones, con notable falta de pericia: por excesiva generalización (I 3 [9]; …); o porque la elección de un enemigo supone el olvido de otros (I 37 [III 2];…). Y tampoco hay concordancia exacta entre ellos y los que, a modo de índice, abren cada libro 3 . De su monótono enunciado, sólo escapan unos pocos 4 , los más interesantes de los cuales son las dos anacephalaeoseis (I 2 [8]; I 47 [III 12]), grecismo que indujo a considerarlos propios de un gramático del siglo IV 5 . En cualquier caso, lo peor es su propia inserción que, además de romper muchas veces la estructura interna de los propios bloques, destroza la general del relato, sólo perceptible si se prescinde de ellos y se lee el texto como la unidad cerrada, compacta e indivisible que su autor debió concebir.

Frente a esta reciente división en dos libros, debida al Bambergensis (cap. XI), los códices de la clase C , que seguían la versión de un copista probablemente influido por la división en edades del Prólogo, los ampliaban a cuatro 6 : I 1-17 / I 18-35 / I 36-II 11 / II 12 [IV 1]. Pero, como una simple ojeada permite advertir —incluso la senectud, que, como tal, no se relata, se incluye—,tal división plantea muchos problemas. En cambio, la doble, ajustada a guerras exteriores (libro I) y civiles (II), podría «responder a la convicción profunda del autor» 7 , de acuerdo con ciertos pasajes (I 34 [II 19], 5; I 47 [III 12], 14). Sin embargo, también presenta fisuras, más o menos justificables según los defensores o detractores de la idea: en el libro I, el capítulo 17 recoge las «sediciones» del siglo V ; y el bloque final del dedicado a «política interior» (II 22-33), pasa revista a las luchas de Augusto contra los pueblos extranjeros, incluida la derrota de Varo. O el autor no se atuvo rígidamente a tal idea, o la interpretación no es la más ajustada. De hecho, la desproporción entre la longitud de ambos libros es notable; y dos de las edades, con la mitad de la tercera, quedan incluidas en el primero. Además, no hay eco de tal planteamiento en el Prólogo, donde el autor define su proyecto con un in brevi quasi tabella (§ 3; cap. IV), que parece excluir a priori la división.

Lo cierto es que la elaborada configuración del texto no parece haber sido intuida por quienes lo fragmentaron. Realmente, el eje del Epítome es el crecimiento del Imperio, desde la fundación de la Ciudad hasta que, tras las convulsiones del último siglo de la República, a los setecientos años de su nacimiento, Augusto acaba la conquista del orbe y pone fin a la conflictividad interna. Es la tradicional división analística romana —hábilmente renovada eso sí (cap. VI)—, la que incardina la narración; sólo que las cuestiones interiores, cada vez más graves, acaban desembocando en las guerras civiles del último tercio de la obra hasta que Augusto acaba con ellas, como acaba por dominar el orbe, pese a la derrota de Varo. Es verdad que el epitomador distingue en la tercera edad unos primeros años «dorados», coincidentes con las grandes victorias —Cartago, Corinto y España—, y otros «férreos», abiertos con las sangrientas reformas gracanas (I 34 [II 19], 2-3). Pero esa dramática antítesis entre el «siglo de oro/siglo de hierro», cuyo punto de inflexión es la destrucción de Numancia y las primeras infamias de Roma contra sus rivales 8 , responde sólo a un hábil procedimiento retórico que anuncia la etapa de crisis éticopolítica de los últimos años de la República a la que pondrá fin la reconstrucción augustea 9 . A resaltar esa unidad contribuye la artística conjunción de diferentes esquemas que, olvidando, o relegando, la secuencia cronológica, engarzan los distintos bloques; algo que, lamentablemente, no podemos recoger aquí.

II. EL AUTOR Y SU OBRA

Del autor del relato ni siquiera sabemos si el nombre del Nazarianus que suele dársele, Lucius Annaeus Florus, es el auténtico. De hecho hay cinco «Floros» en unos años relativamente próximos 10 , que plantean la duda de su posible fusión en uno:

1.°) El Lucio Aneo o Aneo Floro, a quien la mayoría de los manuscritos adscriben el Epítome y cuyo gentilicio lo ha ligado tradicionalmente con los Séneca 11 . En el Bambergensis, tal nomen —sin praenomen — se convierte en Iulius : corrección, error de transcripción —IULI/LUCI; IVL(ibri) 12 —, o inserción posterior 13 . Un reciente intento de revitalización de una antigua hipótesis 14 lo identifica con el Julio Floro recordado por Horacio en sus Epístolas (I 3, 1-2; III 2, l) 15 , uno de los jóvenes literatos que acompañaron a Tiberio en su viaje a Asia, cuando fue enviado por Augusto para colocar a Tigranes en el trono de Armenia —en el 20 a. C., fecha aproximada de las dos Epístolas —. El tantum operum pace belloque del Prólogo (§ 1) recogería la invitación del poeta (I 3, 7-8), y la fecha de composición oscilaría entre el 14-16 d. C: el terminus ante quem, la recuperación de las águilas de Vero por Germánico; el post quem, la consecratio de Augusto. Ese ilustrado personaje podría ser el orador mencionado por Quintiliano —tío paterno de su amigo Julio Segundo 16 —, tal vez también el citado por Séneca en sus Controversias (IX 25, 258).

2.°) Como Publius —PANNIUS en los mss.— firma el autor del diálogo Vergilius orator an poeta (V.O.A.P). Descubierto por Th. Oehler en el Bruxellensis 10677 (del s. XII ; hoy 212) y publicado por primera vez por F. Ritschl, según su hipótesis habría sido la introducción de las poesías que se le atribuyen (infra) 17 . Es un fragmento de una típica producción retórico-escolástica en la que parece debatirse si Virgilio debía ser considerado representante de uno u otro género, aunque Paul Jal se preguntaba —relacionándolo con el Diálogo de los oradores de Tácito, y con todas las limitaciones que impone su brevedad—, si, en lugar de ese ejercicio, no habría que pensar en un examen en profundidad de las relaciones entre la retórica y la poesía 18 .

El pasaje recoge una conversación sostenida en Tarragona, en el pórtico de un templo, entre el autor, responsable «de un poema que no habría alcanzado el premio en los Juegos Capitolinos», y «un Bético», espectador de ellos, que, al reconocerlo, lamenta su pérdida del galardón debida a su índole africana. La discusión sobre a qué Juegos y a qué «famosísimo triunfo sobre la Dacia que había provocado el entusiamo en el Foro» (I 4 y 6) se alude, se ha resuelto con alguna coincidencia, bastante generalización y poca seguridad. Camillo Morelli, pensando que el poema de la competición lúdica debía hacer referencia a tal triunfo, apuntaba al primero de Trajano (102), a propósito del cual, dada la semejanza de circunstancias, se habría reactualizado el Carmen dacicum compuesto en el 90 19 . Jal, negando la conexión, prefería los del 94, cuando el muchacho —puer y verecundus; y receptor de subsidios paternos para viajes y supervivencia— tendría unos 16 años; durante el Diálogo, entre el 102-103, estaría entre una máxima de 37 (86-107), y una mínima de 24 (94-102), por la que él se inclinaba.

Por lo demás, sus características literarias no difieren de las de la época trajano-adriánea, ni de las del Epítome mismo, con el que coincide en la simpatía por Hispania (III 6), y el papel de la Fortuna (I 8); su emblemático giro, «pueblo vencedor de naciones» (I 7); o el omnipresente quasi (I 2) 20 , entre otros 21 .

3.°) Un tal «Floro» al que se adscriben unos epigramas —cinco hexámetros, consagrados al ciclo de la rosa, y veintiséis tetrámetros trocaicos—, agrupados en ocho piezas de dos o cuatro versos bajo el título ‘FLORI de qualitate vitae’, transmitidos por el codex Salmasianus y recogidos por A. Riese en su Anthologia Latina: el 87 y los 245-252 22 . Sin poder detenernos en los diferentes juicios de los críticos sobre ellos 23 , recogemos el uso del Epitome del término transmarinus 24 que abre el 250, Sperne mores transmarinos…; y, viceversa, el colorido poético del resumen histórico.

Y el romántico poema titulado Pervigilium Veneris 25 , que, en noventa y tres septenarios trocaicos, celebra, en honor de Venus como estimuladora de la procreación vital, el nacimiento de la primavera con la floración de las plantas y la natalidad de los animales. Descubierto por Pierre Pithou y publicado en 1577, su autoría se ha atribuido a personajes de este siglo II —Floro, Apuleyo o Julia Balbila, nieta de Antíoco IV de Comagene, acompañante de Adriano en Egipto (130)—; del III (Tiberiano) y IV (Nemesiano, Nicómaco Flaviano o Sidonio Apolinar); o del v, por el lenguaje y la métrica 26 . Pero, en los versos 13-26 aparece el tema de la rosa y su ciclo vital, objeto del poema 87 de la Antología; y Venus gozó de un clima especialmente favorable en época adriánea, atribuida al historiador. Hay, además una notable semejanza entre su fraseología y construcciones y las del V.O.A.P. y el Epítome; y se abre, incluso, con una famosa sentencia, Cras amet qui numquam amavit, quique amavit cras amet, tal vez una más en la brillante cuenta del historiador (cap. VI).

4.°) El Annius Florus con quien habría mantenido correspondencia Adriano, según Carisio: A. Florus ad divum Adrianum: «poematis delector» // Florus ad divum Hadrianum: «quasi de Arabe aut Sarmata manubias». El gentilicio, de fácil intercambio con el de Anneus, se ha puesto en relación con el de Marco Aurelio, M. Annius Verus, adoptado por Antonino Pío, justamente por orden de Adriano 27 ; el poematis delector evoca el interés del autor del V.O.A.P. por la poesía (III 8), e incluye el quasi típico del historiador, cuyas referencias a sármatas y árabes son frecuentes 28 .

5.°) Y un «Floro» al que el falso «Elio Espartiano» en su biografía de Adriano atribuye unos irónicos versos sobre los múltiples viajes del Emperador, a los que éste habría replicado con otros, cuya autenticidad ha sido también muy debatida: «A Floro, el poeta que le escribía, ‘Yo no deseo ser el César, pasearme por entre los britanos, esconderme [en fonduchas], y soportar las escarchas escitas’, le replicó ‘Yo no quiero ser Floro, pasear por las tabernas, esconderme en fonduchas, y soportar los hinchados mosquitos’» 29 .

Lo cierto es que la confluencia de datos parece apuntar a la unidad: tanto en la cronología —«No hay más que una docena de ‘Floros’ recogidos en la Prosopographia Imperii Romani; algunos no pertenecen al siglo II y muy pocos están claramente conectados con la Literatura» 30 —, como el estilo, o la métrica 31 . Pero la cuestión, dada por resuelta por unos 32 y mantenida en prudente reserva por otros 33 , también es objetada 34 . Como Baldwin concluía: «reunirlos … es una solución, pero no una solución perfecta» 35 .

De ser el historiador el autor del Diálogo, habría nacido en África, entre el 74-80, de familia acomodada (III 1); conocedor del griego, que había estudiado en Cartago 36 , habría participado en los Ludi Capitolini (86; 90; 94 37 ), con escaso éxito, puesto que el Emperador utilizó su lugar de origen como pretexto para negarle la corona (I 4), por lo cual, herido en su orgullo y abominando de la Urbe, se habría lanzado a recorrer el Mediterráneo, desde las islas hasta Egipto, para recalar, tras cruzar Alpes y Pirineos, en Tarragona (I 8), «feliz ciudad» 38 que lo acogió «fatigado» (II 1-3); ahí habría ejercido la enseñanza durante cinco años, con poco gusto al principio. Después, tras comparar su suerte con otros, su labor le habría parecido extraordinaria. Esa laudatio a la professio litterarum, que le ha permitido educar y deleitar a los niños «libres y de buena educación» con «poemas y ejemplos ro<manos>, que formen su espíritu y exciten su sensibilidad» (III 8) —probablemente, pues, relatos de tema histórico, que encajarían con el Epítome —, cierra la posible información. De hecho, el relato histórico ofrece pocas evidencias, incluso, o sobre todo, de la propia Urbe. Sí hay un claro interés por Hispania, cuya alabanza indujo a considerarlo oriundo de ella 39 ; un elogio a Campania (I 11 [16], 3-6), tal vez un simple tópico debido a la tradicional e incuestionable bonanza de la zona, o eco de Tácito (Hist. I 2, 2); y a Preneste, «delicioso lugar para el estío» (I 5 [11], 7), donde, casualmente, se retiraba M. Aurelio en tal estación; algo que se puso también en relación con la fecha de escritura de la obra.

Se ha inferido, no obstante, que en Tarragona, en el invierno del 122-3, se habría dado ese duelo poético con Adriano, que otros sitúan en Roma 40 , donde debió regresar en fecha incierta, tal vez abriendo una escuela de retórica, y moviéndose en los círculos político-literarios imperiales; con todo,del tono de la réplica de los versos de Adriano, Luigi Bessone deducía que, en esos momentos, todavía no se había distinguido notablemente por su obra, lo que contribuye a debilitar la tesis de la escritura del relato histórico en tiempos de Trajano 41 . A su juicio, compartido por Laslo Havas, el epitomador habría redactado su Epítome ya sexagenario, entre el 144-148, justo en torno a los eventos del centenario de la fundación de la Ciudad 42 , cuidadosamente preparado 43 , cuando su madurez creativa le habría permitido manejar los recursos escolásticos con la habilidad necesaria para convertir la obra en el unicum que leemos 44 .

III. EL TEMA DE LAS EDADES (PRÓL. 4-8) Y LA FECHA DE LA OBRA

El objetivo del Epítome, según su Prólogo, es referir las hazañas del pueblo romano a lo largo de sus setecientos años de historia, en una evolución pareja a las edades de la vida del hombre. La peculiar adaptación de Roma, siempre ligada a la naturaleza, de un tema como el nacimiento, decadencia y fin de los imperios —presente en las distintas culturas: desde Hesíodo (s. VIII ), en Los trabajos y los días (vv. 109-201), con los amargos sufrimientos que aguardan al hombre 45 , hasta el sueño de Nabucodonosor del Libro de Daniel (II 29-45; cap. 7)—, empieza a perfilarse en los Origines de Catón, para quien la fuerza del pueblo romano procede de una diversidad territorial y étnica que conduce a una poderosa unidad; un tópico que Floro recogerá (I 1 [3], 9), alejándose del énfasis liviano en el elemento itálico 46 . Es Livio (Pról. 9), sin embargo, quien, siguiendo los pasos de Cicerón y Salustio 47 , asigna a Roma fases o etapas atribuidas al hombre; luego, Veleyo comparará la decadencia de los Metelos a la de los pueblos (II 11, 3), observando, «sin menospreciar el cuidado de Catón», que «la ciudad de Capua crevisse, floruisse, concidisse, resurrexisse» (I 7, 4). Fue Varrón, por otra parte, según Servio, el que fraccionó la vida humana en cinco etapas: infancia, niñez, adolescencia, juventud, vejez 48 ; y uno de los Séneca, según Lactancio 49 , quien ajustó a ellas las edades de Roma. Ovidio prefirió aproximarse al ciclo anual de las estaciones (Metamorf. XV 199-229); y esa cifra del cuatro es la del Epítome y el poema 87 50 . Una división ligada al esquema de Posidonio 51 y Polibio (VI 5,4-10), que R. Häussler remitía también al De vita populi Romani del polígrafo reatino, aunque el fragmentario estado del pasaje no permita aventurar más que la hipótesis 52 . Amiano recogerá el punto de vista floriano, incluso en la oposición Virtus-Fortuna como motor del triunfo pasado (XIV 6, 3-6) 53 ; y Claudiano parece partir de ambos 54 . El pseudo Vopisco, en cambio (Hist. Aug. Vida de Caro 2-3), lo utiliza con ciertas, o notables, diferencias 55 . La tradición cristiana tenía la suya en el N. Testamento —la creación en «seis/siete» días; la aparición del Maestro en «tres» jornadas; las «cinco» de los viñadores;…—, sin desconocer la judía, ni la de sus enemigos, como demuestra Lactancio, considerando su edad como la última de la «decadencia de Roma»; o Tertuliano 56 , que, para sintetizar la historia de la humanidad redimida por Dios, regresará a la cuádruple orgánica. Floro, por su parte, responsable de la redistribución de la materia histórica, «habría roto (¿?) el punto de vista cíclico de Séneca, para quien la vuelta al gobernante único del Imperio es otra infancia» 57 .

Independientemente de esta cuestión, lo cierto es que en este pasaje los problemas parecen acumularse. En primer lugar, la duración de las edades en las cifras de los manuscritos más antiguos no coincide con las de otros parágrafos no susceptibles de error. En segundo, el ambiguo enunciado de la cuarta —«… desde César Augusto hasta nuestro siglo han transcurrido no mucho menos de doscientos años…, hasta que bajo Trajano movió sus yertos miembros y…, la senectud del Imperio comienza a reverdecer de nuevo…» (Pról. 8)—, complicado con las variantes textuales en los tiempos verbales, impide fijar con exactitud sus límites y determinar cuándo pudo escribirse el relato. De hecho, con los presentes se estaría aludiendo a la época de Trajano, al que no se aplica el adjetivo diuus —aunque tampoco a Augusto, y ya había muerto tiempo ha—. Pero, incluso de serlo, el presente histórico es un recurso muy habitual en el texto (Cap. VII). En cambio, con los perfectos del Bambergensis, o la antítesis perfecto-presente, garantía de autenticidad para Jal y Malcovati, se estaría haciendo referencia a Adriano o sus sucesores 58 .

En cuanto a la extensión de las edades según los guarismos de esos pasajes iniciales (§§ 5-7), la de la monarquía sería de cuatrocientos años (CCCC) —error excesivo dentro de las fechas tradicionales: 754/3-509=243/4—; y ciento cincuenta (CL), la de la segunda y tercera etapas. Para la adolescencia una nueva indicación añade que se extiende «… hasta el consulado de Quinto Fulvio y Apio Claudio» (§ 6), aparentemente los epónimos del 212, Q. Fulvio Flaco y A. Claudio Pulcro. Pero ello le otorgaría una duración de casi trescientos años; y la siguiente edad sólo podría tener los presuntos «ciento cincuenta» si se consideraba como punto final el año del nacimiento de Octavio (212-63=149), todo lo cual rompe los «doscientos» de la transmarina, con sus cien «de oro» y otros tantos de «hierro», y los «quinientos» que suman la monarquía y la adolescencia en los otros pasajes (I 18 [II 1], 1-2; I 34 [II 19], 2; I 47 [III 12], 2-3). Todo ello, junto a la posibilidad, muy probable, de un típico yerro en la transmisión textual, indujeron a Jal a rectificar el texto del Prólogo: Floro habría escrito, no una Q, sino una M, pensando en Marco F. Flaco, el cónsul del 264 junto con Apio Claudio Caudex; año al que el propio historiador se refiere con los «quinientos» pasados, anunciando los «doscientos» próximos (I 18 [II 1], 1-2). Estos siete siglos son los que, aproximadamente, comprende el relato (Pról. 1; II 34 [IV 12], 64). Los mismos de Livio (Pref. 4) y los que Orosio atribuye a los imperios precedentes hasta el nacimiento de Cristo (VII 2, 1-12; II 1, 4-6).

En cuanto al comienzo y fin de la cuarta edad, y la fecha de composición del relato, ese «… desde César Augusto… no mucho menos de doscientos años…» deja como punto de partida el margen de su vida: 63 a. C.-14 d. C. Pero, la primera, obviamente nunca tomada en consideración para sus dies imperii, implicaría introducir dentro de esa etapa múltiples sucesos que el mismo Floro asigna a la tercera. Además, sus celebrados triunfos exteriores (II 22-33 [IV 12]) no encajarían con la censurada inertia Caesarum (Pról. 8). En cuanto a la más baja, su muerte, plantea, entre otras objeciones 59 , la de por qué entre las dos últimas edades Floro excluyó su reinado. Por convicción o convención, esta cuarta debe comenzar con su reinado; cuál es el punto exacto de tal inicio, con la cuestión floriana al fondo, ha planteado una fina discusión que debemos obviar.

En cualquier caso, de todas las fechas barajadas, las más defendidas han sido el 31-27 y el 43. El primer bloque encajaría con la opinión de Apiano, Dión Casio, Veleyo o Tácito 60 ; en el 29, además, se produjo la primera de las tres clausuras del templo de Jano, tal vez por eso la más significativa 61 ; y Floro enlaza con ella la paz y la legislación moral de Augusto (II 34 [IV 12], 65), cuyo inicio podría fijarse en el 28, durante su consulado con Agripa; al tiempo, alude enfáticamente a la concesión del título de Augusto (§§ 65-66), que tuvo lugar el 27. Pero al 43, su primer consulado, se refiere él mismo en sus Res Gestae I 1, así como los mismos Tácito (Diálogo de Or. 17, 2) o Apiano (G. civiles III 87), Suetonio (Aug. 95) u Orosio (VII 2, 14). Estrictamente ello conduciría a la época de M. Aurelio, a la que «no muchos» 62 desean referir la obra 63 ; pero, con ciertas concesiones, opinaba Jal, podría ajustarse a la de Adriano (†138), igual que justificarse las otras objeciones: los hechos de la cuarta edad que no deberían haber sido recogidos 64 ; la inertia aplicada al Princeps 65 , etc. Y ciertamente, hacia el último decenio de tal reinado parecen inclinarse «los más» 66 .

En cambio, la época trajana, a la que apuntarían también el afecto por nuestra patria y el tono bélico de la obra —producto de la nueva fase, tras la conquista de la Dacia, pero antes de la aventura de Oriente, porque la mención del Éufrates es vaga 67 — parece olvidada. Más aún, la idea de su publicación en dos momentos distintos, bajo Trajano y Adriano, según el menor o mayor volumen pacifista de cada libro (I/II) 68 —como Baldwin resumía, «Floro es completamente contradictorio sobre los méritos de la paz y la guerra» 69 —. Y, pese al intento de Neuhausen (Cap. II), también la primera mitad del siglo I a la que apuntaban los tres famosos «anacronismos» que indujeron a F. N. Titze a suprimir las alusiones posteriores a Augusto considerándolas interpolaciones 70 :

a) La frase en que se mantiene la posesión por los germanos de dos de las águilas perdidas por Varo, la 17.a y 18.a (II 30 [IV 12], 38), tempranamente recuperadas según Dión o Tácito, y frente a cuyo testimonio Ernst Bickel defendía el del Epitome 71 . Algo que Jal explicó con una ingeniosa sugerencia, paralela a la que permite entender una extraña frase de La Farsalia: igual que aquí, años después de la conocida devolución (20 a. C.) de las enseñas arrebatadas por los partos a Craso, Lucano aseguraba que el enemigo «aún estaba pendiente de recibir el castigo debido» (VII 431), la de Floro sería una «confusión voluntaria» de corte retórico 72 . Algo que encajaría perfectamente con su estilo.

b) El silencio sobre el desastre de Herculano y Pompeya en el 79 (I 11 [16], 6), que, en realidad no es tal, puesto que Floro, al considerar al Vesubio «émulo del Etna» (I 11 [16], 5), no está sugiriendo que éstas «sigan en pie» 73 ; sólo «la actividad» del volcán.

c) El adverbio nuper aplicado a la derrota de Craso en Carras (I 5 [11], 8), que ha sido explicada de diferentes formas. Podría entenderse el «recientemente» en su sentido más genérico 74 . O considerar que con tal nombre no se aludiría al desastre crasiano, sino a una fortaleza fronteriza de la guerra pártica de Vero (165) 75 ; o la mesopotámica de Trajano (113-117) 76 . O, partiendo del otro término de la comparación, Faesulae, encontrar para ella una tragedia «similar» a la sufrida en Carras, como podría ser la de su destrucción en la guerra social (II 6 [III 18], 11) 77 .

En cualquier caso, tales anacronismos pueden siempre achacarse a una fuente, copiada sin cuidado por un «inepto compilador» 78 . Igual que el «hoy» 79 aplicado a Tívoli (I 5 [11], 7), que los defensores de la época adriánea aducen. Ciertamente, tal fecha lo explicaría con facilidad. Igual que el interés por Hispania; o el calificativo de inpia para la nación judia (I 40 [III 5], 30), que apuntaría a su rebelión del 132-135; además, justificaría el silencio de su nombre o dedicatoria en el Prólogo 80 ; o el «Vale más retener una provincia que conquistarla» (I 33 [II 17], 8), que criticaría el militarismo de Trajano, frente a su inteligente repliegue en Oriente 81 ; incluso una expresión como el aequum et bonum (II 2 [III 14], 3), cuyo paralelo sería la definición del Derecho de Publio Juvencio Celso en su reinado.

Pero, en un texto tan retórico como el Epítome, los argumentos político-militares se muestran tan insuficientes y ambiguos para decidir una cuestión tal, en un cierto margen, como los estilísticos. De ahí, entre otras razones, que ahora se defiendan los años iniciales del reinado de Antonino Pío, en el que el tono panegírico hacia Roma, la amplitud de horizontes político-literarios, o el valor del elemento geográfico como recurso estructural, con su brillante tonalidad, se hallan bien representados 82 ; y el ambiente literario de la corte adriánea habría dejado una huella indeleble en Floro, plasmada algo después. Incluso el elogio de Hispania se esclarecería a través de M. Aurelio, adoptado por él. Además, Havas añadía la teoría de István Hahn sobre el milenarismo 83 : Floro no se habría equivocado en las extrañas cifras del Prólogo; pretendería disponer los períodos de la historia de Roma en un proceso regular decreciente —400-300 (150-150)-200 [100] 84 —, apuntando al novecientos. Tal interés sólo se explicaría por el deseo de enlazar la obra con el magno aniversario de la fundación de la Ciudad. El Epítome sería un magnífico ejemplo de celebración de la magnitudo imperii de Roma 85 , a través de la evocación del pueblo-rey.

IV. EL TÍTULO DE LA OBRA: EPITOMA DE TITO LIVIO

Este título no parece genuino, pese a ser ya conocido en la Antigüedad 86 y el transmitido por la mayoría de códices —algunos no incluyen ninguno; otros, el genérico Liber, con alguna adición a veces 87 —. Tal vez lo favoreciera el carácter aparentemente próximo de ambas obras —el Epitome precede con frecuencia a las Periochae livianas, adjudicadas a Floro en cinco manuscritos 88 —, o el interés por asegurarse la atención acudiendo al prestigio del paduano. Con todo, ya Jahn y Rossbach, y luego Jal advirtieron que si el autor hubiera querido marcar tal relación lo habría citado en el Prólogo.

Las conjeturas para reconstruir el auténtico han sido múltiples, en general partiendo de los diversos giros de este pasaje inicial: de las res Romanae o res gestae, y del «setecientos» (§ 1), cifra «voluntariamente errónea», para Terzaghi, en lugar de los setecientos veinticinco a los que apunta la primera clausura del templo de Jano, y sólo explicable como un redondeo consciente en íntima relación con él 89 . Del término bella (§ 2) 90 —aunque Floro hablaba del pace belloque» (§ 1), y centrarse en un solo elemento contraría su indicación 91 —. Pero por él se inclinaba, entre otros, C. Wachsmuth 92 , basándose en el pasaje de La Ciudad de Dios (III 19, 1) que recoge el de la segunda guerra púnica floriana (I 22 [II 6], 1), y en el que se alude a Floro como laudator imperii Romani; a partir de él, en una nueva complicación, se propusieron los de Laus Romae/imperii; o Breviarium laudativum rerum populi Romani 93 .

Del in brevi quasi tabella (§ 3) partieron otros. Rossbach apuntaba el de Epitomae rerum a populo Romano gestarum libri II 94 —por considerarlo semejante al compuesto por Apuleyo, según Prisciano—, planteando el problema adicional de la identidad o diferencia de los términos Breviarium o Epitome, y el carácter de la obra 95 . De ahí, en parte, la compleja teoría de Neuhausen (cap. II), con modificaciones sucesivas en el de Rerum gestarum populi Romani brevis tabella /Breviarium… 96 . Jal, por su parte, puso el énfasis en el tabella (§ 3); aducía la presencia del término en Juvenal (X 157-8) y Jerónimo, que parecía haber copiado la frase floriana (Epíst. 60, 7), y las expresiones con que se destaca el carácter visual del proceso, luego corroborado en el relato 97 . Pero aunque éste le dé la razón —el lector del Epitome «non… deba capire: debe vedere» 98 —, como título no tiene paralelo, y Juvenal o Jerónimo —que, además, no incluye el quasi de Floro 99 — no son decisivos. Conocer el Prólogo y la obra no significa que éste usara el término como título 100 .

En cualquier caso, el Epítome no es tal, si por el término se entiende «un simple resumen» de Livio, con una mínima adición de otras fuentes, y sin elaboración propia. Ni Floro lo sigue con fidelidad, ni nadie puede negarle una originalidad extraordinaria en la selección, distribución y recreación formal de la materia histórica, como vamos a ver.

V. EL EPITOME Y SU RELACIÓN CON EL AB URBE CONDITA DE TITO LIVIO . OTRAS FUENTES

Ciertamente, la divergencia entre el AUC y el Epítome es notable, y no sólo por la extensión y calidad literaria de aquélla. Frente al rígido domi militiaeque liviano (Pref. 9), el pace belloque (Pról. 1) 101 del epitomador se concibe y modula con más amplitud: no mantiene la secuencia anual; la trabazón de muchos de sus bloques se debe más al hilo dramático particular que a su ocurrencia temporal —la guerra mitridática o el desastre de Carras se narran antes que las reformas gracanas y sus secuelas;… 102 —; y sucesos ocurridos al mismo tiempo y protagonizados por las mismas personas están separados por muchos capítulos o insertos en distinto campo, las guerras exteriores o los conflictos internos. Ciertamente, el avance de Roma es progresivo y continuo —un contagium belli o un «incendio», que se desliza serpens —, hasta lograr una paz universal sobre pueblos conquistados, o que reconocen el poder de Roma, y dejando atrás los problemas civiles. Pero la cronología no es más que un eje estructural genérico. De ahí que, en una de sus múltiples y características composiciones anulares, Floro acabe el relato en el momento en que Augusto, el nuevo y diferente Rómulo (II 34 [IV 12], 66), abre la nueva periodización. En ese plan de Floro de reagrupar panorámica, monográfica y anularmente los acontecimientos, para aumentar su potencial dramático (Pról. 3), prescindiendo del rígido ordo temporum, radica, justamente, la principal diferencia con su fuente 103 .

Evidentemente, también el Prólogo y la conclusión son diferentes. El tema de las edades es ajeno a Livio, pese al esbozo indicativo del Prefacio (§ 9), a cuya duda inicial, más o menos retórica —«No sé a ciencia cierta si vale la pena relatar la historia de Roma desde sus comienzos…» (Pref. 1)—, replica Floro con su decisión y su método (Pról. 3) 104 . También parece haber elegido su giro princeps terrarum populus (Pref. 3) para convertirlo en el eje y símbolo de su concepción imperialista y panegírica (Cap. II). Pero homenajear, replicar, aludir, incluso utilizar, la obra liviana no implica «resumirla». Además, y ello muestra sus diferentes objetivos histórico-literarios, el Prefacio de Livio no incardina su obra; el de Floro, sí 105 .

Los separan también el distinto tratamiento de figuras y sucesos: desde el escaso protagonismo que Floro concede al Senado —lo cual se ha conectado con la mala relación que sostendría con Adriano—, hasta su interés en Prisco, tras cuya laudatio, por su unión del ingenium graecum con el ars italica, se ha creído encontrar la del Graeculus (II 13 [IV 12], 24), y sus horizontes socio-culturales 106 . Tampoco hay estricto paralelismo en los pasajes 107 ; ni en el tono —por ejemplo, hacia la península Ibérica 108 —; matices 109 ; o detalles —de menor o mayor importancia: el distinto momento en que sitúan la táctica del Cunctator 110 —. Y la selección de datos de Floro es muy particular. El olvido de unos podría justificarse por su carácter de compendio y el de otros, por el deseo de sorprender al lector con su propio silencio —batallas (Pidna, Vercelas, Zela, Zama:…), o personajes (Breno), no citados en el momento debido, pero sí conocidos como muchos pasajes demuestran 111 —. Pero otros, en el caso de un «resumen», no. Además, Floro organiza sus episodios de un modo singular —siempre retórica e impresivamente—, a veces, de forma errónea en sentido estricto: hay transposiciones y textos sugeridos por otros diferentes 112 ; modificaciones 113 ; contaminaciones 114 ; adiciones 115 ; simplificaciones arriesgadas que se entienden con dificultad 116 , … De ahí que Bessone acabe recurriendo a un paso intermedio en la «tradición liviana»; no el Epítome I, sino el II —acaso debido a Plinio el Viejo, acostumbrado al uso de fuentes epigráficas y conocedor de los Elogia del Foro 117 —. A este Epítome —«fantasmal», no obstante para otros 118 — se le habrían añadido recuerdos de lecturas —incluso del mismo Livio— o recitaciones, reflexiones moralizantes y otras fuentes 119 .

Realmente, Floro mantiene su deuda con Virgilio y Horacio 120 ; Silio Itálico, Estacio, o Lucrecio 121 ; incluso con el biógrafo de Aníbal 122 . Con Plinio coincide en el comentario sobre la lucha entre Ceres y Líber en Campania (I 11 [16], 3/Hist. Nat., III 5, 60) 123 . Y con su sobrino, en el famoso tema de la inertia 124 . Con Trogo, que, como él, agrupa su materia por argumentos temáticos, tiene ciertos paralelos sobre Hispania (1. XLIV) 125 ; pero, su relación, como la de Suetonio 126 , requiere mayor análisis. También la de Veleyo, con quien comparte esa idealización del pasado republicano, el inicio de los conflictos civiles (133 a. C), y su separación de los externos (II 88-92); y a él podría deberle la información de las guerras germánicas. Pero, por el momento, por razones diversas 127 , parece preferible la fuente intermedia 128 .

En cambio, la influencia de Catón —modelo de Adriano y su prosista preferido por su matiz arcaizante— parece clara, sobre todo, en sus dos temas estrella: el populus Romanus, con su capital nacional procedente de distintos lugares y esferas, como cuerpo único y protagonista absoluto del acontecer político; y la lucha entre Virtus-Fortuna. También en reflexiones como la duda de si no habría sido mejor para Roma evitar su excesivo engrandecimiento (I 47 [III 12], 6), tras la que estaría el eco de su debate frente al Africano I; o la censura sobre la imitación que, para vencer a Aníbal, se había empezado a hacer de su astucia y perfidia púnicas 129 , remedio adecuado, quizá, para acabar con él, pero mal principio para la propia urbe. La influencia sobre el estilo pasa por Salustio, cuya consulta directa de las monografías parece «aleatoria» 130 . Pero de él ha tomado el principio de la selección e independencia de los hechos —el carptim —; su índole dramática, con la concentración, unidad, el carácter cerrado y la composición anular de sus bloques; los juegos antitéticos; el tono sentencioso; su catoniana brevitas; y muchos de sus rasgos léxico-sintáctico-estilísticos 131 .

Uno de los dos Séneca está detrás del tema estrella de las edades 132 . La balanza se inclina hacia el Rétor 133 , entre otras razones porque justificar la pérdida del pasaje dentro de la desaparición de su obra histórica es fácil 134 ; pero Jal cambió de opinión 135 . Y Malcovati subrayaba que, para Lactancio, el Séneca por excelencia, a quien cita explícitamente en diez ocasiones, aunque otros cuarenta pasajes se le deban también, es el Filósofo; el Rétor no aparece mencionado nunca 136 . De haber sido éste, concluía, aquél lo habría indicado. Por lo demás, al hijo se le atribuye el tono filosófico-sentencioso general 137 , mientras los paralelos lingüísticos, se dan con ambos 138 .

También parece percibirse la huella de Cicerón, en especial en algunos giros y motivos de las Verrinas (II 2,2-9) 139 . En cuanto a César, el uso directo de la Guerra de las Galias —con errores como la confusión de Alesia y Gergovia y Dolabela en lugar de Labieno—, la acepta Garzetti y la niega Bessone; la de la Civil es «menos probable y discontinua» 140 . Sigue prefiriéndose ese Epítome liviano, al que se habrían añadido detalles específicos de los Comentarii 141 . En cuanto a la tendencia pro o anti-cesariana del autor, ambas han sido defendidas 142 . Pero es más lógico concluir lo evidente: César es alabado en la campaña gala como dirigente que logra un triunfo para Roma; y censurado como causa, o parte decisiva, de una guerra civil. La influencia de Tácito se afirma o niega sin que sobre la comparación estilística o la pintura psicológica —ambos son muy salustianos— haya posibilidad de conclusión 143 ; algún eco, como la benignidad de Campania (cap. II), la semejanza entre Caudio y Numancia, o la situación de fuerzas al comienzo de la guerra civil cesariana 144 , puede ser simple coincidencia; y alguna oposición, cual la de las águilas perdidas en Teutoburgo (Cap. III), menos significativa de lo que se consideró.

De la presencia de Lucano se duda también —aunque, según Eugen Westerburg, Floro habría adaptado hasta sus iuncturae 145 —, sobre todo porque el tono declamatorio y el gusto por el pathos de ambos encierran el toque escolástico del momento. R. Pichon la negaba, apuntando otra fuente para ambos 146 . Víctor J. Herrero la defendía 147 . Alguna similitud, como el popular comentario de la poca disposición de Pompeyo a soportar un igual y César un superior, podría ser un doble desarrollo personal 148 . Otras parecen rotundamente buscadas, sobre todo, las trasladadas a otros pasajes 149 , el error al confundir Filipos y Farsalia, o el paralelismo sobre el sitio de Marsella —los dos hablan de «una» sola batalla naval, y ninguno alude a Domicio, etc.

El uso directo de fuentes griegas parece poco probable 150 ; sus referencias a nombres de tal origen no dejan de carecer, cuando menos, de imprecisiones, aunque la mayoría debían de ser de dominio general en la escolástica. Y cuando Polibio discrepa de Livio, se inclina por la tradición latina, convirtiendo el scutum Romae, como Plutarco —tras Posidonio— designaba a Cunctator, en scutum imperii 151 .

En cualquier caso, lo importante es advertir cómo Floro selecciona su información, integrándola para trazar las líneas del imperialismo romano hasta la nueva época, en un fin que ellas contribuyen a realzar. Desde esa pluralidad es más fácil comprender —incluso justificar, en parte—, los desajustes históricos del relato. Como Jal advertía, no se puede criticar al historiador partiendo de su condición de rétor 152 .

VI. HISTORIOGRAFÍA Y RETÓRICA EN FLORO . LA ESTRUCTURA DEL EPITOME

De hecho, a Floro se le ha considerado un perfecto exponente, muy original además 153 , del arsenal creativo de la escolástica retórica de la época 154 —también el producto de un simple cronista que no tiene nada nuevo que expresar 155 —, a cuyas armas era lógico acudir si pretendía componer un panegírico a la Urbs.

A tal enseñanza debe su destreza técnica y el dominio de los recursos. Su capacidad para crear y combinar estructuras narrativas; dosificar el interés y tensión dramática; resumir o concentrar la información y expresión, y articularla en densas y cerradas unidades, con resoluciones distintas, y finales siempre impactantes; y su habilidad para sugerir ambientes o realidades no expresadas, y componer frases rotundas de bella factura y sentencioso tono. Pero también es la responsable de sus tópicos, su ideología, o reflexiones moralizantes; y sobre todo, de los comentarios y exageraciones con que pretende destacar la importancia de cada hecho y que, en realidad, agotan al lector y restan la fuerza que pretendían imponer.

De su misoginia —perceptible, igualmente, en algunos de los poemas que se le han atribuido 156 —, sólo escapan algunas mujeres bárbaras cuyos valerosos gestos se usan como contrapunto de la debilidad masculina 157 . También responde al acervo tradicional, el disgusto por esclavos y gladiadores 158 ; los reproches a César o M. Antonio 159 , y la descripción de los adversarios orientales — con su lujo, riqueza o molicie: Perseo, Antíoco,…—; o los «bárbaros», cuyas salvajes costumbres 160 y actitud fiera, necia, violenta, cobarde 161 , sin respeto por el orden, la ley y la justicia 162 , quebradiza y mudable 163 , contrasta con la de Roma. Hacia ésta, en cambio, apenas hay crítica 164 ; subraya sus virtudes, en especial su capacidad de recuperación ante los desastres —simple prueba para acrisolar su valor 165 —; y destaca sus éxitos y su rápida y fácil obtención 166 , ligada con frecuencia a su rapidez de acción 167 , junto a su generosa y presta ayuda a otros pueblos 168 .

De acuerdo con el carácter artístico de su historia, redondea las cifras —combatientes y muertos 169 , o años 170 —; jamás da una fecha exacta 171 , salvo al registrar analísticamente los consulados 172 ; y cae en múltiples exageraciones e imprecisiones histórico-geográficas 173 . No obstante, en alguna ocasión el anacronismo es instintivo 174 , o la simplificación, lógica 175 . Lo más problemático, sin embargo, es que, frente a detalles innecesarios o poco relevantes 176 , suprime eventos sustanciales o se concentra sólo en los episodios más atractivos de los conflictos 177 , margina a un protagonista en beneficio de otro 178 , y, en aras de su disposición dramática, modifica el orden de acontecimientos o concentra dos o varios en uno 179 . Con todo, es en esa perspectiva retórica en la que hay que juzgar la obra 180 y muchos de sus «errores», algunos no tan graves como se ha apuntado 181 .

Las sentencias, y el tono didáctico-moralizante, impregnan el relato. Las dos más famosas y discutidas plantean el tema de la conquista de una provincia (I 33 [II 17], 8; II 30 [IV 12], 29). Otras caracterizan personajes 182 , o definen situaciones o sucesos 183 . Son múltiples los dicta, situados de acuerdo con la práctica salustiana, en el momento más ajustado a las exigencias dramáticas 184 . Y muchas también las anécdotas y los exempla, por su fuerza impresiva y capacidad para inducir a la acción y por sus posibilidades literarias. Son más frecuentes en las primeras etapas, donde destacan la subordinación a Roma, con la disciplina y el sacrificio por la patria por encima de los intereses particulares 185 .

No hay digresiones o discursos ni retratos. Sólo esbozos caracterizadores, algunos muy notables 186 —su toque impresionista en Aníbal, Mario o César ha pasado a la posteridad 187 —; y algunas efectistas semblanzas antitéticas de corte salustiano 188 . En otros casos menos señalados acaba recurriendo a clichés: unos clásicos o compartidos con otros autores; otros propios, repetidos, incluso, en pasajes próximos 189 . Intencionadamente a veces, para insistir en una caracterización análoga 190 ; o en el triunfo de Roma, como el populus gentium victor orbisque possessor 191 . Otras, por simple hábito escolástico 192 o recurso mecánico en situaciones semejantes 193 . En el de la «libertad», por tradición (infra), o convicción (Hispania ) 194 .

Indudablemente, aunque prescinde de hechos que le habrían permitido un impacto fácil, rinde tributo a la historiografía trágica en todas sus facetas: asedios y destrucción de ciudades; hambre, batallas, derrotas y masacres; generosos o modélicos suicidios; la acción determinante de los elementos atmosféricos; … Pero, más que en ello todavía, su oficio se advierte en la variedad y conjunción de recursos con que potencia la impresión deseada. De hecho, lo que confiere al relato su carácter tenso e intensivo y lo dota de la atmósfera densa y barroca que es su característica más notable es la doble antítesis entre la acción enérgica y letal de la rápida conquista militar, con la destrucción y muerte del vencido frente al triunfalismo del vencedor, y la forma en que se expone. La oposición constante entre la elipsis casi críptica de sucesos y nombres (cap. VII), con el ritmo vertiginoso de la acción, y la amplificación generosa del ornato, con todas las referencias sonoras y coloristas que lo acentúan o las notas curiosas, susceptibles de interesar al lector: los fabulosos monstruos; los cognomina ligados a heroicas gestas 195 ; o las antítesis, irónicamente trágicas, de algunos eventos 196 . En definitiva, con palabras suyas, «la guerra convertida en espectáculo» (I 13 [18], 8).

Por lo que a la estructura se refiere, aunque las divisiones de gramáticos y copistan impidan advertirlo con facilidad y nosotros no podamos detenernos a recogerla, el relato superpone y combina el esquema de las edades (Pról. 4-8) con la dualidad analística domi forisque, pero concediendo a los problemas internos la importancia y el espacio proporcionales a la mayor o menor proximidad de los acontecimientos y a la dureza gradual de los conflictos internos, con la lucha entre Virtus-Fortuna como leitmotiv (Pról. 2). Pero, además, en cada etapa acude a diferentes procedimientos para marcar el dramatismo creciente de la acción y a distintas líneas para encuadrarla mejor: en la monarquía, a los variados personajes que la Urbe necesitaba (I 2 [8]) 197 . En la adolescencia, a la libertas, su obtención y defensa, que conduce al progresivo dominio de Italia tras vencer a unos enemigos de poderío cada vez mayor, luego coaligados y, finalmente, ayudados por el extranjero Pirro. En la «juventud» 198 , donde la evolución histórica es más intrincada por los grandes éxitos y los problemas cada vez más graves de la República, los métodos y recursos son más numerosos, variados y, muchas veces, combinados. Aunque el más destacado es el de los años dorados y de hierro, Floro recurre a temas más concretos para agrupar los conjuntos y dar variedad y originalidad a la secuencia: el famoso de la eversio urbium —Cartago, Corinto, Numancia—; la distribución geográfica con los puntos cardinales; el juego antitético de personalidades con la poderosa Fortuna por encima —Oriente para el Magno; Occidente para César—; y la línea biográfico-dramática, que, a través de éstos, llegará hasta Augusto, en quien se volcará esa Týchē dominadora. En él confluirán todas las líneas: acabará con los problemas de la política exterior —pese a la derrota de Varo—, y tras la muerte de Antonio, como nuevo protagonista de la obra, rematará la conquista del mundo e iniciará la restauración moral de la Urbe. El cierre del templo de Jano, tras «setecientos» años de lucha, y la concesión del título de Augusto como nuevo «Rómulo» (II 34 [IV 12], 66), anudan la conclusión al inicio de la obra y de la historia.

Esa perspectiva, y la habilidad con que la define, indica que el relato responde más al deseo de captar la atención de un público ilustrado, conocedor de la temática y, por ende, capaz de disfrutar de las novedades literarias, que a una finalidad puramente escolástica, aunque la continua segmentación y distribución de la materia, con la cerrada configuración de las distintas unidades temáticas —cuya realización busca la unidad e independencia del conjunto al que, por lo demás, sirven, como los eslabones de una cadena—, faciliten su empleo pedagógico: por su propia brevedad; por la simplificación de motivos y causas de los acontecimientos, casi siempre reducidos a la idea del «contagio» o el destino, al castigo del enemigo por sus ofensas o por haber ayudado a otro, a la necesidad de responder a los requerimientos de otros pueblos, la excesiva prosperidad, que abate personas y pueblos 199 , o a la acción o culpa de ciertas figuras. Y por la destreza para resumir los grandes temas en rápidos y sucesivos cuadros de sencilla planificación, pero cuidada factura, permitiendo su comprensión unitaria y su comentario autónomo. Hay, además, un evidente gusto por la precisión; y un claro esfuerzo, coronado por el éxito, por seleccionar lo más edificante e impresionante para el lector. Pero ello no implica que fuera concebido como simple breviario divulgativo 200 . Floro no es un investigador, ni pretende serlo, aunque no carece del sentido de la Historia que algunos le atribuían 201 . Su propósito no es recoger una información temporal o espacialmente exacta, ni lanzarse a la clásica y nostálgica defensa —obsoleta ya, pese a los esfuerzos de Tácito—, de esa independencia senatorial perdida, sino buscar en la progresiva elaboración del Imperio un hilo umbilical más acorde con el presente y el gusto de su audiencia.

En esa línea, ligándolas a realidades más o menos contemporáneas, podrían entenderse algunas de sus más llamativas aseveraciones: su exaltación por la derrota de cimbrios, teutones y tigurinos, como un eco de la expedición dácica de Trajano; o su acre censura al trofeo de F. Máximo y D. Enobarbo en el 121, en relación con el alzado en Adamclisi por el Optimus Princeps 202 . Un elogio hacia la Roma imperialista, como Plinio, Tácito o E. Arístides 203 ; o a la que ha impuesto al orbe su orden justo y bienhechor. La tradición cristiana vio en su emocional exaltación de Roma a un enemigo más pernicioso que Livio. Pero es cierto que también lamenta las guerras emprendidas sin causa razonable (II 20 [IV 10], 2); valora la obtención, sin lucha, de Pérgamo (I 35 [II 20], 3); y asegura que la gloria verdadera la obtuvo Metelo al conquistar sin sangre Nertóbriga (I 33 [II 17], 10), apreciando la devolución de las enseñas por los partos y el reconocimiento del poder romano por pueblos exóticos (II 34 [IV 12], 63). Además, sus alabanzas al respeto por la ley de Roma, en cualquiera de sus facetas, son tan frecuentes como la crítica hacia los desafueros de los bárbaros ,como veíamos antes. Una política de pax aut pactio (§ 64) que podría reflejar el pacifismo adriáneo. El panegírico del pueblo romano —«… piadoso, íntegro, excelso» (I 34 [19], 1)—, tiene su contrapunto en la reprobación por la bárbara destrucción de Corinto y Numancia (I 32-34- [II 16-18]); la injusta tercera guerra púnica (I 31 [II 15]); o las conquistas de Creta o Chipre (I 42-44 [III 7-9]). Tal vez el fin último de Floro fuera mostrar los problemas del expansionismo de Roma, considerado como causa de su inminente ruina 204 , sin dejar de calmar a los furibundos partidarios de Trajano que habrían advertido en el retorno a las antiguas fronteras del Éufrates el abandono de su esencia tradicional. Pero la objeción de Luigi Bessone sobre si «esa sutileza» no sería excesiva, si lo que se pretendía era que fuera percibida por el público de entonces, sigue siendo válida 205 .

VII. ESTILO DEL EPITOME

La prosa de Floro, a veces de una claridad meridiana y otras oscura, casi críptica, sugestivamente barroca y figurada, es el resultado de un aprendizaje casi profesional cuya expresión artificial y artificiosa, notablemente alejada del habla cotidiana, destaca por su colorido y la riqueza de matices y efectos literarios 206 .

Sus períodos, algunos lapidarios, sin argumentación histórico-filosófica, están dominados por el hipérbaton 207 , las estructuras narrativas de tipo histórico —muchos presentes históricos también—, y la radical elipsis, en información —a veces, incluso, por juego retórico (cap. V)— y expresión, prescindiendo de forma habitual de todos aquéllos elementos sintácticos que la lengua y el conocimiento de sus oyentes le permiten: desde el sujeto principal del relato, el Populus Romanus 208 , y luego Augusto, con frecuencia elididos, hasta conjunciones y verbos 209 . De ahí, también, el frecuente asíndeton o, como variatio y para enriquecer el enunciado, el polisíndeton, ambos casi siempre acompañados de otras figuras.

En esa línea amplificativa hay que encuadrar la duda retórica 210 o la rectificación de un aserto para intensificar el inmediato 211 , en especial dentro de las múltiples interrogaciones retóricas que llegan a convertirse en marca de estilo 212 . Estas y otras elaboradas reflexiones e interpelaciones prosopopéyicas —también realzadas por múltiples imágenes 213 —, le permiten mostrar su habilidad técnica, magnificar los hechos, incrementar el cuerpo del enunciado, o favorecer el dramatismo; algo a lo que contribuyen también elementos de difícil traslado a otras lenguas, como los golpes de ruptura, cambios verbales, o el uso de una forma temporal inesperada o inadecuada en sentido estricto 214 .

Sin embargo, tal vez habría que considerar marca de estilo propia las infinitas paradojas y antítesis, utilizadas, sobre todo para cerrar, en composiciones anulares, sus episodios más notables 215 . Y esa variatio, superior incluso a la de Tácito 216 , que utiliza hasta en fórmulas tradicionales o respecto a las de otros autores 217 . También en el léxico 218 —lo que tampoco le impide el juego de repeticiones intencionadas 219 —; en él destaca su riqueza y precisión 220 ; sus poetismos 221 , neologismos y términos únicos o atestiguados por primera vez en él 222 , sin olvidar zeugmas y litotes 223 ; tampoco su eficacia para encadenar y separar sus grandes unidades temáticas 224 ; su recurrencia al elemento morfológico para subrayar una idea, o las aliteraciones, a veces múltiples 225 . En otros casos prefiere llamar la atención con términos o giros que sorprenden por su aparente falta de ajuste al contexto 226 .

A potenciar el colorido poético contribuyen las sinécdoques 227 , la metonimia 228 , las metáforas, artificiales o tópicas —tempestad; antorcha; rayo…—, o tomadas de otros autores, o muy originales 229 ; y las personificaciones, como la inicial de Virtus-Fortuna 230 . También los múltiples recursos fonéticos, que, como las cláusulas rítmicas —se mantiene dentro de la tónica ciceroniana y evita la heróica 231 — y los quiasmos, por razones obvias, renunciamos a indicar. Hay, además, muchas hipérboles, pleonasmos 232 , y juegos de palabras 233 ; y múltiples exclamaciones para acentuar lo increíble e ingente, indigno o trágico de un hecho 234 . Excepcionalmente, acude a su propia opinión como forma de énfasis; en cambio, su inclusión en el populus R. es habitual. Pero, todo ese deseo de variedad, sorpresa y dramatismo —incluso, en casos poco relevantes—, conduce a veces al efecto contrario, y sus múltiples superlativos, exclamaciones o sucesivas atenuaciones, en especial con quasi 235 , cansan. En ciertos casos parece faltar una lectura detenida que impida un desajuste o una repetición sin valor literario 236 .

Por otra parte, incorpora algunas peculiaridades que lo distancian del latín clásico 237 —aunque no destaca por esos arcaísmos, tan caros a Frontón, Apuleyo, Gelio y Arnobio 238 —; y alguna más en la que se habría detectado ese «color africano», como esos giros del tipo hebraico-semítico, con el uso del genitivo idéntico al sustantivo del que depende para expresar la superioridad (el «Cantar de los Cantares») 239 —, rasgo que se intensificó para conectar más estrechamente al historiador con el rétor (V.O.A.P.); hoy se encaja en un fenómeno de expresividad popular 240 , muy en consonancia con el tono de la obra, con su predilección por las figuras de técnica depurada y las frases rítmicas y cuidadas. No es difícil entender el éxito que este estilo, vivo y rápido, «preciosista y efectista, lleno de colorido y matices, y, por eso mismo, no exento de precisión» 241 , tuvo en el barroco.

VIII. FORTUNA ET VIRTUS POPULI ROMANI

Una de las primeras afirmaciones programáticas del Epítome (§ 3) es que los avatares en que se vio zarandeada Roma para obtener su Imperio parecían responder a una lucha entre la Virtus —la cualidad viril que, siempre al servicio del estado, conduce a la gloria y concita el favor divino 242 —; y la Fortuna, sea la «suerte» romana que acompaña a aquélla 243 y se ve modificada por el cambio de costumbres 244 ; o la Týchē helenística, inconstante pero activa en el ejercicio del poder 245 . Una cuidada frase programática que introduce el carácter triunfalista del relato —el término imperium es destacado retóricamente 246 —, y cuya dinámica incorpora.

El doblete, en una relación complementaria 247 o excluyente 248 , es un tópico de la literatura romana, usado especialmente por los historiadores 249 . Pero la antítesis referida a la creación del Imperio parece limitada a Floro y su órbita —Amiano y el pasaje de las edades (cap. III)— o Plutarco, que, en su, probablemente inacabado, De Fortuna Romanorum concluye, también, que el triunfo de la Urbe se debió a la conjunción de ambas (cap. 1-2) 250 . Sin embargo, sólo en Floro el tema alcanza su plenitud al incardinar la obra en todas sus facetas —sobre todo su estructura— y como recurso dramático. Pero la síntesis de los estudios realizados sobre ella —incluso el de Bessone, que reproduce el texto casi línea a línea 251 —, apenas difiere de lo que se deduce de las palabras florianas: es un proceso que va desde el Fatum providente de la infancia, a través del poder de la Virtus que extiende por el orbe la autoridad de Roma, hasta el dominio de una Fortuna que, tras abocarla a la guerra civil, la conduce a una paz universal; una pax, añadiríamos, que, paradójicamente —una composición anular antitética más—, supone una vuelta al punto de partida, porque, pese al relieve que el epitomador concede al tema de la libertas, aquélla se logra gracias al retorno del gobernante único —ese, al parecer, mal inevitable—.

La dinámica entre ambas fuerzas podría detallarse algo más: durante la época de los reyes la Fortuna —no siempre diferente del azar u otros matices—, desempeña un papel determinante —el pueblo, todavía infans, no podía desarrollar la Virtus —, seleccionando de forma providencial a los reyes justos en el momento justo, (I 2 [8], 1). La Virtus se despliega en la adolescencia, cuando se conquista Italia; es la invidia deum o el fatum los que ponen a prueba el incipiente imperio, en la invasión gala del 387, para que se advierta si Roma merece el dominio del orbe (I 7 [13], 1-3); la derrota de aquéllos la deja preparada para el salto simbólico: la lucha contra todos sus enemigos unidos y su aliado, el primero exterior, Pirro, cuya capitulación marca el paso de la profecía a su realidad. Floro atribuye a la acción combinada de todos los elementos, Virtus-Fortuna y la Providentia deorum, los éxitos de los «años dorados», aun habiendo sido insuficientes contra Aníbal 252 . A partir de Pidna, aquélla es sustituida por la Fortuna y el Fatum omnipotente 253 . De ahí que, al hacer el balance de la tercera edad, surja la pregunta de si no habría sido mejor contentarse con Sicilia o África, o sin ambas, limitarse a Italia, a verse obligada a destruirse por su propia grandeza (I 47 [III 12], 6). Una retórica interrogación, interpretada con acentos muy diferentes: «…lieve e quasi impercettibile incrinatura…» que casi preanunciaría la renuncia adriánea a la política bélica de su antecesor (Zancan) 254 ; un simple desarrollo del prefacio liviano (§ 3; Garzetti) 255 ; o percepción del triste cambio de la conducta romana, el inicio de su decadencia con el recurso a la fraus punica, la calliditas del enemigo (Brizzi) 256 . Luego, los ejemplos de valor se ralentizan y matizan; y tras la tormentosa reforma gracana los notables de Roma, «magnos» por su virtus , son pésimos por su comportamiento 257 . La Fortuna, «envidiosa» 258 , suscita las guerras civiles. Se añade, no obstante, una esperanza: igual que fue necesaria una cierta benevolencia para los errores de su «feroz adolescencia» (I 17 [2], 1), dada su gran capacidad de reacción 259 , la secuela necesaria de esa lucha fratricida es la una atque continua totius generis humani pax (II 34 [IV 12], 64).

En otros importantes matices no podemos entrar ahora. Queda sin concluir si todo responde a un simple efecto dramático o si encubre con habilidad una peculiar filosofía de la Historia. Aparentemente, como Zancan subrayaba, Floro no analiza la lucha; sólo la describe 260 .

IX. FLORO E HISPANIA Y FLORO EN ESPAÑA

Que el tema de Hispania adquiere una relevancia especial en el Epítome es algo evidente. Se ha destacado, con frecuencia, el neologismo creado para ella, eruditrix, y el bellatrix (I 22 [II 6], 38) 261 , sólo aplicado, además, a Roma (I 1 [1] 7); el énfasis puesto sobre la nobleza de sus varones y armas en la segunda guerra púnica; o el calificativo de Hispaniae Romulus para Viriato. Sin embargo, además de ello, de la apasionada revisión de Alba o de su uso como fuente histórica, apenas se ha abordado un análisis literario que advierta toda la gama de posibilidades del tema.

Mientras se lleva a cabo, resumiremos la cuestión indicando que, desde el punto de vista de su estructura, la primera etapa de la ocupación romana es, en realidad, el preludio de la acción principal que, como en otras muchas ocasiones, Floro divide en una triple fase: la lucha contra celtíberos, cuya resistencia quedó abortada por la muerte de su líder Olónico; la lusitana, con Viriato; y la numantina, sin más figura identificada que la de un oscuro Megavárico, inmerso prácticamente en el valor del conjunto ciudadano (I 34 [II 18], 4). Mientras éste ha recibido poca atención y la personalidad de Viriato parece claramente definida para las fuentes, la de Olónico ha planteado en estos últimos años un cierto debate por los detalles con que Floro lo presenta 262 : un iluminado que vaticina blandiendo una lanza, lo que lo convertiría en un lider religioso, ejemplo de una Hispania conocedora y practicante de la religión druida, como algunos especialistas españoles han apuntado 263 ; o un guerrero valeroso, que, apoyado justamente en el símbolo de esa lanza de plata llegada del cielo —pareja en su simbología al escudo de Numa o el omen imperii de Galba (SUET ., 8, 3), con las doce secures halladas tras la caída del rayo en Cantabria—, lo utilizó, con su propio carisma, para guiar a unos hombres crédulos contra el invasor. La noticia de la Períoca liviana que habla de dos cabezas arrojadas al campo celtíbero 264 , cuya vista había provocado el terror pánico de sus espectadores, podría encubrir a este héroe que, junto a su ignoto compañero, había decidido asesinar al pretor romano, como Escévola al rey etrusco. La imposibilidad de culminar con éxito el golpe de mano —una gesta pareja a la homérica, también dual, de Ulises y Diomedes contra el tracio Reso—, permitió al enemigo enterrar sin problema la resistencia celtíbera, eje de la fuerza hispana (I 33 [II 17], 9). La protección divina, personificada en esa lanza —cuyo metal podría conectarse con el suelo hispano (con el Argantonius tartésico como ejemplo)—, y en ese poder de adivinación que se atribuía para ganar con más facilidad la voluntad de sus súbditos —como Euno o Atenión (II 7 [III 19], 4; 10)—, más el tópico del ataque nocturno contra la tienda de un enemigo, ejemplifican la índole heroica del elegido del que sólo Floro —y quizá, Livio— nos da cuenta.

Además de esta perspectiva, la conquista se ha enfocado desde tres ángulos. El puramente político, y de ámbito más universal, de la relación existente entre una zona de posible y paulatino dominio, como este suelo hispano, y la potencia conquistadora y civilizadora que era Roma, fue abordado por Johannes Straub 265 , como antítesis a la oposición germánica del episodio de Varo, dentro de un ámbito que conocía bien. Su análisis pone de relieve esa dualidad —por lo demás, casi eterna— de que cualquier intento de reafirmación de una independencia propia y una liberación, ligada a la oposición al elemento fuerte, aquí Roma, acaba llevando aparejado el deseo de crear otro imperio nuevo. De ahí, la rebellio, con Olíndico y Viriato (I 33 [II 17], 13; 15-17); y Numancia (I 34 [II 18]); y, como alternativa necesaria, la de los conquistadores de dominar totalmente el área hispana (II 34 [IV 12]. Algo que Floro parece aceptar en razón de la superioridad de la Urbe, cuyo origen divino garantiza y justifica su dominio del mundo; y con una ventaja adicional implícita: la capacidad de los propios afectados de admitirlo, si éste se ajusta a la norma básica de la justicia y del propio beneficium 266 .

En segundo lugar, el de una coyuntura histórica determinada, como la de Viriato. Y, aunque ciertamente, el resumen floriano de los acontecimientos es excesivamente sintético —tal vez, «disparatado» 267 —, la simplificación y los errores no invalidan la semblanza general de un jefe, el Hispaniae Romulus, que parecía a punto de consolidar un regnum —algo que Floro no predicará de Sertorio, que estuvo más cerca de lograrlo—. Por más que su sucinto testimonio deje planteadas muchas dudas, parece que la situación político-económico-militar suponía para los romanos el control del sur del Betis, con las ciudades y tierras de una zona por la que los lusitanos suspiraban como zona de expansión; que los latrones utilizaban Sierra Morena como base de operaciones, como luego los bandoleros generosos del s. XIX ; y que, durante cierto momento, coincidieron los intereses de las ciudades sometidas por Roma y las ansias expansionistas de los lusitanos, cómodamente refugiados en sus escarpadas defensas, libres de represalias romanas. El problema pudo plantearse por la complejidad de los elementos que actuaban junto a Viriato, y por las propias circunstancias: Roma, amenazada en sus intereses, podía recurrir a las probables disensiones internas del bando indígena donde los de lusitanos y turdetanos no siempre coincidían; y el caudillo tenía su talón de Aquiles en esa misma diversidad étnico-política que sólo contaba con él como factor de unión y control. Su desaparición daba el triunfo al oponente.

Y, finalmente, su carácter de simple referencia para comprobar una realidad socio-económica que parece no haber sido perfectamente absorbida, o conocida, por el epitomador, lo que permite replantear la idea de si tuvo, desde su romanizada residencia tarraconense o Roma, una idea vaga de tal realidad, o la ignoraba en absoluto. De hecho, la diferencia de planteamiento del último bloque (II 34 [IV 12]) es evidente. El reducto hispano no sólo se rebela sino que, además, ataca a sus vecinos (§ 47), convirtiéndose así en una amenaza para la paz, excusa lógica y necesaria para su sumisión y un dominio que, para el epitomador, acaba siendo ventajoso. Lo importante es la dualidad de elementos que se apunta: por una parte, la alteración de la propia organización social y política indígena —en la distribución de población e intensificación de la romanización en ese noroeste hispano (la zona galaica occidental; la astúrica central; y la oriental cántabra) Floro apenas puede servir de guía—; por otra, la transformación, no innovación, que en sus recursos patrios, especialmente la minería —la explotación aurífera y de otros ricos metales—, supuso el uso de técnicas romanas 268 . En ese sentido, el panegírico floriano hacia Augusto es injusto, aunque lógico dentro de su bosquejo literario, porque recoge una realidad que sólo se justificaría cincuenta años después.

Una última cuestión, que aguarda un nuevo análisis 269 , es el vínculo tan estrecho que Floro establece entre Hispania y el proceso vital del pueblo Romano puesto que la destrucción de Numancia, primero, y la ocupación de la península, después, son decisivas en su línea filosófico-argumental. Alba tenía razón cuando aducía que el hispanismo de Floro no radicaba en el elogio de «España», sino en haberla tratado en íntima conexión con el destino de Roma 270 .

Sin embargo, a ese perceptible interés del epitomador por Hispania, España ha respondido con una notable frialdad. Dentro de nuestra posible ignorancia, y con la honrosa excepción de las palabras de Díaz Jiménez y Alba, de los que somos agradecidos deudores 271 , falta un estudio sobre la tradición del Epítome en nuestra producción literaria, como el de Igancy Lewndowski de Polonia —donde gozó de una fortuna excepcional—, o el de Havas sobre Hungría 272 . Y frente al elevado número de ediciones y traducciones de otros países (cap. X), aquí apenas cabe reseñar unas pocas. Menéndez Pelayo 273 hablaba de tres códices: el de la Librería del Rey Alfonso de Nápoles, el del Duque de Calabria, de sucinta referencia —L. Ann. Flori breviarium Hist. Romanae — que en 1830 existía en Valencia entre los libros procedentes del Monasterio de S. Miguel de los Reyes; y el del Príncipe de Viana, del s. XV . De la edición de Barcelona de 1557, corregida por el Maestro Francisco Escobar, según indicación de Torres Amat en sus Memorias; y de dos traducciones, un Anónimo del s. xv de la Biblioteca de José E. Serrano Morales de Valencia, con este interesante comentario: «Abreviación de L. Floro en los cinco libros de la quinta Década y en las nueve Décadas que no se hallan escritas en estos nuestros tiempos, mas podrán breuemente saber las cosas que nella escreuio el noble istoriador Tito Liuio de los hechos de los Romanos por los sumarios siguientes». Y la de la ciudad Imperial de Argentina de 1550, con el título «Compendio de las catorce Décadas de T. L., príncipe de la Historia Romana, escrito en latín por L. Floro y al presente traducido en lengua castellana», de Francisco de Enzinas, cuyo colofón añade que se imprimió en casa de Agustín Frisio, y que, aunque puede considerarse libro aparte, es, en realidad, un suplemento al Tito Livio publicado en Colonia por el librero Byrcman 274 . A ello cabe añadir que la primera traducción castellana, anónima, se hizo en Maguncia (1540). En 1563 apareció en Valencia una edición con el título de Gestorum Romanorum Epitome, mientras la que se guarda en la Universidad salmanticense, de 1562, presenta el de Rerum a Romanis gestarum. Más reciente ya es la barroca versión de J. Eloy Díaz Jiménez, poco acorde quizá con el espíritu actual por su tono épico, pero el más ajustado, sin duda, al encendido panegírico floriano; y la más próxima de J. Icart (1980), al catalán, con breve introducción y pocas notas.

En cuanto a su tradición hispana, prácticamente desconocida, como decíamos, nada más ajustado a este capítulo que advertir que Cervantes lo utilizó para su Numancia, según recogía Cobarelo Valledor y de lo que se hace eco Alba, probablemente sólo para el tono y la laudatio. Y Luis Vives, en su De tradendis disciplinis, hablaba de un «Compendio de la Historia de Roma» escrito por Floro, que debía utilizarse como manual, «en comparación con el cual nada puede escribirse en su género, ni más sutil, ni más elegantemente» (acutius lepidius). Sin embargo, hasta el s. XVIII el Epítome suscitó poca curiosidad, y menos su autor. Las referencias del estudioso hispano se centran en Cabrera de Córdoba; Juan Andrés, que lo comparaba con ventaja a Justino (Madrid, 1794); y el importante testimonio del Floro hispano, tratado de la monarquía española, Epítome de la Historia de España, escrito por Alfonso Lanzaina en torno a 1665. La última referencia, antes de la última etapa, son las páginas que le dedicó Rodríguez de Castro, en su t. II de la Biblioteca española, «Escritores gentiles españoles y cristianos hasta fines del s. XIII », Madrid, 1786, páginas 151-161 275 .

X. EL EPITOME , DESDE LA ANTIGÜEDAD HASTA NUESTROS DÍAS

La fortuna de Floro ha sido muy diversa, desde su influencia en autores tardíos y el interés, casi extraordinario, que mereció hasta el s. XVIII —como lo prueban sus numerosas ediciones, especialmente en Alemania, Países Bajos y Francia 276 —, hasta la reciente atención de notables investigadores.

Ya nos hemos referido a su huella en Tertuliano y Amiano en el tema de las edades (cap. III); y, a vuela pluma, a su eco en Jerónimo y el Breviario de Festo (cap. IV); y la relación con el De viris illustribus (cap. VI). Con el Liber Memoralis de Ampelio, conservado gracias a una afortunada casualidad por Salmasio, editor también del Epítome (cap. XI), comparte, además de coincidencias puntuales 277 , la disposición estructural: la «división en guerras», que él amplía a cuatro, añadiendo a las internas y externas florianas, las serviles y la social 278 .

Son muy interesantes los paralelos con los también africanos Minucio Félix, cuyo diálogo Octavio presenta a un cristiano venido de ultramar —igual que el joven Floro—, que habla en un lugar, igualmente amoenus, con un hispano Cecilio Natal, parejo, a su vez, al ignoto Bético floriano. Y Macrobio, que en sus Saturnales (1. IV) hace discutir a un tal Eusebio, del mismo modo que su posible modelo en el VOAP, sobre la habilidad retórica de Virgilio. Lo más significativo, como Havas subrayaba 279 , es que en el s. XIII un corrector confundió sus libros IV-VI con la continuación del diálogo floriano. En Orosio, que escribió su historia cristiana allí en África, la huella se advierte en numerosos pasajes y en su adaptación de los pasajes programáticos, especialmente las anacephalaeoseis, a sus propios prólogos, convertidos así en marcos doctrinales que encuadran el acontecer histórico 280 ; otra influencia podría dividirse en un triple aspecto: el juicio moral sobre el devenir humano —una voluntad trascendente para la Historia—, que en el caso de Floro puede integrarse en su estoicismo y en el del cristiano en su visión religiosa; la organicidad del proceso histórico, uno de los elementos más analizados hoy en la filosofía de la Historia; y la doctrina del sujeto supraindividual que rige la progresión de esa historia; esa evolución que cada uno percibe en su sujeto histórico, Roma o el cristianismo, como base de un estado universal necesario para el orden y la paz del orbe. También su maestro Agustín acudió al Epítome, hasta tal punto que, como la Historia romana de Jordanes y el Breviario de Festo, se ha utilizado, para reconstruir el texto floriano (cap. IV).

El Epítome fue probablemente traducido al griego y debió ejercer influencia notable sobre Bizancio como se deduce de la cita de Malala (n. 1). Lo elogiaron los humanistas 281 —a Petrarca, que desconocía a Tácito, le era tan familiar el Epitome como las obras de César, Suetonio o la Historia Augusta 282 —; pero, en general, el Renacimiento concentró su interés en los aspectos más literarios del relato, olvidando el fondo. Lipsio, en cambio, elogiaba su método, la organiciad de la periodización, y su capacidad para encadenar juicios, además de sus sentencias, breves y brillantes, cual gemas 283 .

En Francia fue muy valorado. Racine utilizó para su Mitrídates el concentrado y elaborado capítulo, sin duda uno de los mejores del Epítome (140 [III 5]), frente al discursivo y menos vibrante texto de Plutarco. Su influencia se deja sentir también en Montesquieu, en su Grandeur et décadence des Romains, tanto en el planteamiento filosófico-histórico —la grandeza del Imperio perdió a la República—, como en comentarios menos trascendentales —Chipre, codiciada por la Urbs —, donde hasta la terminología es la misma. Fue uno de sus mas fervientes admiradores (Essai sur le goût, 1757), alabando su concisión y capacidad de penetración; su hábil manejo de la antítesis y el contraste; su sutileza en el pensamiento; y su capacidad expresiva. Con dificultad puede encontrarse mejor forma de valorar el Epitome que con los tres rasgos que él eligió: ese tono sentencioso, denso y contundente como un latigazo; su dicción, conceptuosa y sobria; y su pensamiento estoico 284 .

Leopardi, por su parte, destacó en sus Pensieri su sobriedad y sencillez; su carácter poético y el impacto de sus máximas, como si en él la Historia participase del rigor del razonamiento filosófico y el brillo de la creación literaria.

Ciertamente, además de esa inédita y curiosa estructura y su plástica orquestación retórica, la originalidad del proceso histórico —con una cierta objetividad y un punto de indefinible pesimismo frente a la fe en su destino final por la confianza en sus propios méritos—, su periodización, utilizada hasta hace poco, con no demasiadas variantes, y la teoría del estado universal esbozada con claridad, son un buen legado, a veces no suficientemente valorado.

XI. LA TRADICIÓN MANUSCRITA Y LAS PRINCIPALES EDICIONES

El mejor y más antiguo de los manuscritos 285 (comienzos del s. IX ) es el Bambergensis (B, E III 22). Descubierto a principios del XIX en la Biblioteca municipal de Bamberg, procedente de su catedral, permaneció abandonado hasta que Jahn, aconsejado por Lachman, volvió a él con lo cual, según Malcovati, ofreció la que iure meritoque editio princeps appellari potuit. Aunque sin final y no debido todo a la misma mano, cubrió una importante laguna (II 18 [IV 12], 2-6), permite comprender ciertos pasajes, y a él se debe la división en dos libros. De provenir del norte de Italia, como creía Bischoff, no puede descartarse la idea de su dependencia del texto de Jordanes —que copió y corrigió uno de la clase a, el mismo tipo utilizado por Orosio y Agustín, aunque, a su vez, debieron añadir variantes del C 286 —; o de una de sus copias.

De la segunda mitad del mismo IX es el Nazarianus (N), el Codex Palatinus Lat. Heidelbergensis 894, del convento de San Nazario en Lorsch. Aunque sin Prólogo, fue la base del Epitome, junto con L, hasta el descubrimiento del anterior. Revisado en dos ocasiones (N 1 y N 2 ), con dos lagunas, es el primero en presentar transposiciones. Tras él se encuentran las Periochae de Livio.

Son del s. XI el Palatinus de Heidelberg (H; 1568): sin transposiciones —es el primero que pertenece a una familia diferente de la clase C, que tiene cuatro—, sí incluye el Prólogo, que aparece por primera vez en los manuscritos. El Parisinus (G; 1767), que comienza en I 11 [16], 12, y parece haber sido desconocido por Rossbach y por Malcovati en su primera edición. El Leidensis Vossianus 14 (L), también sin Prefacio, que constituyó con N la base textual hasta la aparición del Bambergensis y presenta algunas lecturas preferibles a él. Y el Bernensis Lat. 249 (U), con numerosas glosas, sin los títulos del libro II y sin Prefacio.

Del XI-XII es el Monacensis Lat. 6392, antes Frisingensis 192 (M), con dos grandes lagunas (I 27 [II 11], 3-1 34; y II 6 [III 18]-11 [III 23]). Sin transposiciones ni Prólogo, Jal lamenta su olvido, dado que, en ocasiones, la buena lectura es la suya 287 .

Al XII pertenecen el Parisinus Lat. 7701 (P), sin Prefacio y próximo al N, con quien comparte errores, y el Parisinus Lat. 5802 (Q). Revisado y corregido, como el anterior (P 1 y P 2 ; Q 1 y Q 2 ), fue el que manejó Petrarca en Pavía. De fecha discutida, entre X-XIII , el Harleianus (Harl. , 2620; antes Cusanus) carece del Proemio y posee adiciones múltiples; coincide bastante con M, Z y, en menor escala, con el Vossianus.

Del XIII son el Parisinus Lat. 18273 (J), con una laguna importante —desde el I 13 [18], 24 hasta I 34 [II 18], 12—, y notables transposiciones: el Prefacio aparece al final y el bloque I 27 [II 11], 3-34 [II 18], 3, tras el II 9, 21. Y el Leidensis Vossianus 77 (Voss.), sin Prefacio. El Nostradamensis (Parisinus Lat. 18104; Y) reúne otros textos junto a pasajes de Floro, con el Prefacio, abreviados o íntegros.

Entre los siglos XIII-XIV se fecha el K, Parisinus Lat., nov. adq. 3070, sin transposiciones y con el Prólogo. Y ya del XIV son el Vallicellianus (F; B 2), que coincide con B en la mejor lectura de algunos pasajes; el Parisinus Lat. 5789 (O); y el Ticinensis Aldinius 228 (T), con interesantes correcciones de un humanista y algún que otro grave error; ambos sin transposiciones ni Prólogo. También el Parisinus Lat. 17566 (Z) está incompleto: acaba en el II 21, 9.

Posterior (s. XIV-XV ) es el Vallicellianus (V), colacionado por primera vez por Malcovati, el que mejor conserva la lectura del arquetipo con B y NP, aunque con errores comunes a los de estos últimos.

Al XV pertenecen el Rotomagensis. Bibl. mun. 1130 U (11; α), sin transposiciones y con Prefacio, a diferencia del Durocortorensis Bibl. mun. 1327 (β), que no lo incluye; el Vesontiensis. Bibl. mun. 840, γ); y el Atrebatensis. Bibl. mun. 902 (507; δ), utilizado por el primer editor de Floro, R. Gaguin (infra), sin la división en libros y con una original redacción del Prefacio distinta a los manuscritos más antiguos.

La división de Jal sobre sus clases se limita a dos: a una, A, pertenecerían el Bambergensis (B) y el texto de Jahn (I); a la C, todos los demás; el consenso entre GLJZ, está notado con l ; k es el de TOKβ y δ; y e el de la mayoría restante: FHOKQSTY, α, δ y γ. Su exhaustivo trabajo —a los del Prólogo les dedica apartado independiente— es imposible de resumir aquí.

Su editio princeps de París en 1471, contemporánea de los Discursos de Cicerón, y siguiente a la Tácito 288 , habría sido realizada por los germanos U. Gering, M. Grantz y M. Freyburger, que acababan de publicar las Epístolas de Gasparino Barzizza, cuya presencia había sido requerida en la Sorbona 289 . Así lo recogía también Jal, de acuerdo con el comentario de N. E. Lemaire (1827), para luego referirse a «la que tiene en su última página los ocho versos en los que R. Gaguin, el primero, o uno de los primeros, editores, presentaba el Epitome a sus lectores» 290 ; y de hecho, ésta es la que parece citarse como tal. A partir de ella entresacamos, sólo, la de Venecia, con el Epitome de Justino, de Felipe Pincio Mantuano; la primera de Alemania (Leipzig, 1480); Viena (1511) y Suiza (1515). La anotada y con índice de Juan Ricucio Vellino, más conocido como Carmers (1518 291 ), que trató, no siempre con fortuna, de restaurar el texto, pero cuyas notas y comparación con otros autores facilitaron su comprensión; tras él, las de Elías Vineto (1554) y Juan Estadio (1567), con más conocimientos y acierto. Del conjunto de principales editores destacan Juan Grutero (Heidelberg, 1597); J. G. Vosio y Justo Lipsio (1547-1606); Claudio Salmasio (1588-1653), que, con el Nazariensis y los dos Palatinos, contribuyó notablemente a repararlo en la de Heidelberg de 1609; y J. Freinsehmio (Estrassburgo, 1632), que lo enmendó atinadamente, aun sin consultar nuevos códices, y del que derivan los parágrafos 292 . En cambio, Juan Jorge Grevio (1680 y 1702) fue uno de sus más severos críticos 293 . Carlos Andrés Duckero (Leiden, 1722), más respetuoso con la tradición, incorporó las aportaciones de los precedentes 294 . Algo más adelante, la edición a cargo de Samuel Luchtmas (1744) —con el Liber memorialis de Ampelio—, apareció completada con un índice, una carta geográfica y un extracto cronológico, ambos sin duda muy útiles para los lectores. A la de Titze (1819) ya nos referimos (cap. III).

De las traducciones cabe destacar las primeras al francés, de S. Cramois (1618); la anónima de Roma (1546); al inglés, de M. Casaubon y la alemana de J. Bruckner, en Gotha (1679). De las más recientes hemos dado cuenta en la bibliografía donde recogemos también los muy amplios y detallados artículos dedicados a la cuestión textual por Havas y, antes, Reeve.

XII. TRADUCCIÓN Y NOTAS

Para la traducción del retórico Floro —tarea árdua, como Jal advirtiera, e imperfecta por definición, en la que agradecemos a la Prof. C. Codoñer su labor de árbitro autorizado y al corrector su revisión atenta, que ha evitado más de un lapsus—, hemos elegido el texto de Malcovati por su reconocido valor —es la segunda edición, corregida y actualizada—, y sus pocas concesiones a la sencillez. En cualquier caso, anotaremos a continuación los pasajes, muy pocos, en que, por las razones aducidas en cada caso, hemos considerado preferible los de Halm, Forster o Jal. Dentro de la obligada brevedad, hemos añadido aquellas conjeturas que contribuyen a aclarar algún pasaje que confiamos en ver pronto adaptadas en una nueva edición.

En las notas hemos reducido la información a la mínima posible —pese a que para los editores, cuya concesión agradecemos, ha sido sin duda excesiva—, prescindiendo, prácticamente del todo, de las referencias a las fuentes clásicas. Esperamos que permitan entender algo mejor un texto tan sintético, que prescinde habitualmente del orden cronológico, cuyo substrato histórico general se da por conocido y cuyas figuras, no siempre identificables con facilidad, actúan en distintos escenarios sin que se establezca ninguna relación entre ellos. Para las referencias al mismo libro se utiliza el número correspondiente sin más indicación; en caso de ser del otro, se indica (1. I/II). Algo semejante ocurre con las fechas; puesto que la mayoría de los eventos relatados transcurren antes de nuestra era sólo añadimos el d. C, además de cuando lo es obviamente, si podía existir cierta duda. En los Índices, con la versalita se remite al nombre bajo el cual se encuentran los parágrafos correspondientes.

En la Introducción hemos tratado de apuntar los principales problemas del Epítome. Procuraremos analizar la cuestión con el detalle necesario en un futuro próximo, especialmente en el tema hispano, apenas esbozado. En las citas del texto, nos limitamos al parágrafo si el pasaje ha sido ya mencionado y puede identificarse claramente. Es importante subrayar que en éstas hemos utilizado la doble y completa en lugar de cualquiera de las simples —la antigua en cuatro libros es inadecuada ya en estos momentos, aunque algunos investigadores todavía la utilicen; y la actual es demasiado ambigua a veces, y suprime una parte de la información tradicional—, sobre todo porque contribuye a evitar errores.


Epítome de la historia de Tito Livio

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