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Aprendiste

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Hubo un texto emocionante acerca de un tacho de basura. ¿Les parece increíble? Esta mujer llegaba los miércoles al taller con una camperita que me encantaba, era una campera deportiva de fondo negro con flores. Un motivo medio ruso, o medio ruso para mi percepción de ahora, en que escucho sin parar música rusa que no va tan bien con escribir algo alegre como pretendo. Yo le alababa la camperita y ella, con su look de Martha Argerich de pelo gris salvaje, revoleaba la mano sin darle importancia. Se sentaba con toda su potencia de científica y formulaba opiniones con una voz de contralto que nos hacía creerle enseguida, nos hipnotizaba. Una de esas mañanas leyó la consigna que yo le había dado, que no era esta, “Aprendiste”, sino probablemente “Retrato del abuelo”. Entonces, con su punto de vista de cuatro años, contaba cómo se embelesaba ante su nonno, que todos los sábados a la mañana forraba el tachito de basura; en esa época no existían las bolsas de plástico. No recuerdo la explicación del procedimiento, pero sí puedo ver a su abuelo desarmando diarios viejos para llevar a cabo con paciencia su trabajo artesanal. Lo veo igual que la nena que era entonces la científica de campera de flores y canas libres, cuando se acercaba al hombre que dedicaba su mañana de sábado, como una cita de amor, a renovar el lugar adonde van las cosas viejas, las cosas que siguen viaje al remolino del olvido, salvo que alguien se ponga a escribirlas.

Y si nuestra Martha después usó bolsas de nylon –un polietileno que podría explicarnos desde el punto de vista químico con su envolvente voz de contralto–, ¿qué habrá sido lo que aprendió mirando al abuelo, que por un rato tenía su misma altura, arrodillado para dar los toques finales a su humilde y práctica creación? Cómo nos emocionamos todos con ella cuando el texto se acercaba al final y le tembló la voz. Cuánto amor en esa tarea que nadie pondría en un ranking de labores afectivas…

Es tiempo de volver al tiempo de aprender, cuando el mundo estaba fresco y, si lo tocabas, tus dedos se manchaban de pintura. No es necesariamente el tiempo de la infancia, sí el de la sintonía. ¿A quién veías en su labor y absorbías? ¿Cómo fue aprender algo que ahora te habita? ¿Qué entró en tus manos o en tu manera de hacer sin que tuvieras que esforzarte? Labores y esfuerzos… Cuando empecé a escribir este texto recordé a otra mujer, la directora del Belgrano Hillocks, un colegio primario del barrio de Belgrano que no existe más. Fue ella quien me enseñó una gran frase: change the activity. Era mi primera vez como docente. Al frente de un aula con veinticinco niños de diez años, yo gritaba intentando en vano imponer orden y silencio, aunque mi vida era un caos. Un día, vino a decirme que había reunión de padres a la hora de mis clases, y me pidió que por favor no se escucharan gritos. Pero no se refería a los veinticinco, sino a mí. Con paciencia me explicó cómo traer la autoridad a mi propio cuerpo que era todo bullicio. Cuando algo no funciona, no intentes golpearte contra todo para seguir con tus planes que no cuajan. Si el presente se te planta con un “No”, change the activity. Y así es escribir. Esta mañana me dije: una consigna más, vamos, tenés que escribir. Me puse la musiquita que ya saben y pude cuando me acordé de nuestra Martha y de su camperita. Por esa rendija entré al mundo de escribir para que escriban. No podremos entrar a los golpes, sino abriendo tan grandes los ojos que reconozcamos la rendija luminosa que nos da curiosidad, que despierta apetito, deseo de aventura. Labores y esfuerzos. Con liviandad entramos a hacer, bailando somos ágiles, el movimiento auténtico despliega nuestra destreza y afila nuestra precisión para que las palabras sean una bajadita en bici. Ya vendrán las cuestas arriba, cuando el calor nos haya vigorizado con fuerzas suficientes para adentrarnos en los párrafos y los retoques y al fin tengamos el aliento con que dar un paso de baile fuera del texto. Entonces, habremos aprendido.

El libro de escribir

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