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3 El gran salto Ni un continente ni dos. Julio, el mexicano. Indian Creek.

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La operación de conquista de los Estados Unidos se empezó a cocinar una década antes del extraño dueto con Nelson en el Farm Aid del que hablé en el prólogo. Julio era entonces un cantante que tenía una presencia importante en varios países europeos y latinoamericanos. Sabía, sin embargo, que para ser «un mito viviente de la canción» necesitaba triunfar a lo grande en Estados Unidos, algo que, a excepción del tenor Enrico Caruso más de medio siglo antes, ningún solista no anglosajón había conseguido. Como baladista europeo, el referente más cercano que tenía era su admirado Charles Aznavour, a quien se conocía en EE. UU. como «el Sinatra francés». Pero Iglesias no quería ser solamente un artista de culto como él, sino llegar mucho más lejos. El reto tenía un valor simbólico —se trataba del «sueño de todo artista»— pero también estratégico, ya que hacerse un nombre en la meca del espectáculo facilitaba la entrada en cualquier otro país del mundo.

El primer gran gesto consistió en organizar, a finales de 1976, un concierto en el Madison Square Garden de Nueva York, recinto que en la memoria musical de los estadounidenses estaba asociado a grandes actuaciones de Elvis Presley, los Rolling Stones, Led Zeppelin o el festival por Bangladesh de George Harrison y Ravi Shankar. Alfredo Fraile preparó el evento con esmero ayudado por los promotores de música latina más importantes de la ciudad, entre ellos el influyente Ralph Mercado. La idea era conseguir que los emigrantes centroamericanos y caribeños residentes en la Gran Manzana abarrotaran el recinto, de forma que se produjera un eco mediático lo suficientemente grande como para trascender la comunidad hispana. Con ese fin, contrataron como telonero a la leyenda de la salsa Tito Puente y realizaron una intensa campaña promocional. La estrategia funcionó, ya que las veinte mil entradas se vendieron a tal ritmo que JI se convirtió en el artista más veloz de la historia en conseguir un sold out en el Madison Square Garden.

Para sacarle el máximo jugo al evento, Fraile logró que se televisara en toda Latinoamérica. Además, se las ingenió para que asistieran al concierto los directivos de las principales multinacionales discográficas. Una vez comprobada la capacidad del cantante para seducir a la multitud congregada en el Madison Square Garden, los ejecutivos se mostraron interesados en contratarlo y se inició una ronda de encuentros. Tras largos meses de negociaciones, finalmente Julio fichó por CBS Records, la principal discográfica del mundo en aquel momento. (Es una pena que no acabara firmando por la segunda candidata, la Warner Elektra Atlantic, conocida por sus muy julitescas siglas: WEA.)

La CBS era un gigante mediático estadounidense, pionero en el negocio de la radio y la televisión. Su división discográfica, que incluía a los sellos Columbia y Epic, tenía una presencia destacada en todos los géneros musicales: al firmar su contrato, Julito pasaba a trabajar en la misma empresa que Miles Davis, Johnny Cash, Bob Dylan, Bruce Springsteen, Michael Jackson o The Clash.

Dick Asher, vicepresidente de la compañía y presidente de su división internacional, confió desde el inicio en su potencial y se implicó de forma personal en desarrollarlo. Como muchos músicos saben, formar parte de una discográfica importante no es una garantía para llegar muy lejos. Es preciso, además, que quienes dirigen el proyecto se impliquen y apuesten decididamente por él; si esto no sucede, puede resultar preferible ser cabeza de ratón en una compañía más pequeña que cola de león en una multinacional. Este no era el caso de JI, que contó con el respaldo activo de Dick Asher y, en general, de todos los responsables de las empresas con las que se asoció durante la etapa que estoy analizando. Aunque desde sus inicios fue un cantante ampliamente cuestionado dentro de la industria, Julio tuvo la suerte de recibir el apoyo leal de un puñado de personas influyentes: además de Dick Asher de CBS Internacional, tenemos a Alain Levy y Manolo Díaz de CBS Europa, Akio Morita de Sony Japón, Sandy Friedman de Rogers and Cowan o Dick Alen y Deborah Miller de William Morris. Beneficiarse de este «factor humano en los negocios», como lo llamó Fraile, es una de las razones que ayudan a entender los enormes logros profesionales de Iglesias en este periodo.

Asher, que tenía fama de ser un ejecutivo honesto y eficiente, también era conocido por no llevarse bien con los artistas. En cierta ocasión declaró: «Si no fuera el jefe de una gran discográfica, no tendrían ninguna razón para tratar con un vejestorio como yo». Pese a ello, se entendió de maravilla con Julio, que ya no era ningún crío y tenía, como él, estudios en Derecho y un fino olfato para los negocios.

El directivo tenía la vista puesta más allá del territorio americano y estaba empeñado en que Iglesias se convirtiese en un cantante de escala planetaria. A diferencia de algunos críticos que opinaban que su carrera estaba tocando techo, Asher consideraba que el políglota Julio podía crecer aún más si ampliaba los límites de una figura musical, la de crooner, que hasta entonces estaba exclusivamente asociada con la lengua inglesa. Poco después de entrar en la plantilla de CBS, Iglesias defendía abiertamente el mismo objetivo que Asher: «Pongo más alto, mucho más alto, el plinto que he de saltar. Sé que mis discos ya deben estar hechos no para un continente ni dos, sino para todo el mundo».

La estrategia de expansión mundial respondía a la gigantesca ambición personal del español, pero también obedecía a una lógica empresarial aplastante. Como explica la investigadora Leslie M. Meier, «la elaboración de discos de larga duración comportaba unos costes de producción elevados y unos costes de reproducción bajos». Obtener el primer ejemplar físico de un álbum requería una inversión importante, tanto por su contenido —los costes relacionados con la grabación, mezcla y masterización de las canciones, el diseño gráfico, etc.— como por el continente —los costes de creación del molde físico, el disco estampador, etc.—. Pero una vez las empresas discográficas recuperaban estos costes fijos asociados a la fabricación de la primera unidad de sus productos, los de las copias adicionales eran mínimos. Es lo que se conoce como economías de escala: cuanto mayor es el volumen de producción, mayores son los beneficios.

Este hecho provocó que las grandes compañías se centraran en producir álbumes de artistas que pudieran llegar al mayor público posible. Y, dado que los mercados masivos eran por definición más provechosos que los nichos de mercado, las majors desarrollaron una ventaja competitiva frente a las discográficas más pequeñas y especializadas. En particular, las principales discográficas buscaron expandirse «en los mercados internacionales, que comportaban ingresos extra con una inversión adicional proporcionalmente menor», como señala Meier. Vender discos en otros países les comportaba una rentabilidad altísima, pues a menudo los costes de logística y promoción corrían a cargo de la empresa local autorizada para distribuir el álbum.

A partir de mediados de los años ochenta, esta expansión geográfica de las discográficas se acompañó de procesos de fusiones y adquisiciones empresariales que desembocaron en la formación de una serie de conglomerados globales de la comunicación. CBS sería absorbida en 1990 por Sony, que en la actualidad forma parte del llamado Big Three junto a Universal y Warner, las tres corporaciones que se reparten el 70% de todos los ingresos mundiales relacionados con la música grabada. Como destaca Keith Negus, este proceso de globalización ha tenido un claro liderazgo angloamericano: el mercado musical a nivel mundial se ha configurado a través de decisiones tomadas en oficinas de Nueva York y Londres, y en favor de artistas norteamericanos y británicos.

Así, por un lado, el fichaje de JI por CBS a finales de los setenta anticipó una tendencia —la de apostar por artistas en virtud de su potencial internacional de ventas— que despegaría en la industria musical unos años más tarde. Por otro lado, y aunque fuera aupado desde el centro de poder discográfico estadounidense, el cantante español fue la primera persona no angloamericana en convertirse en una estrella global de la música, adelantándose en un par de décadas al surgimiento de figuras parecidas (como por ejemplo Shakira o su hijo Enrique Iglesias).

Siguiendo su estrategia de crecimiento territorial, en los años ochenta las grandes discográficas yanquis empezaron a mirar hacia el sur. Tal y como apunta Negus, fue en esa década cuando las compañías consideraron por primera vez que los países latinoamericanos eran mercados suficientemente atractivos (primero como demanda y poco a poco también como fuente de artistas con posible tirón internacional). Aunque ofrecían millones de consumidores potenciales, hasta entonces se consideraban por lo general lugares demasiado inestables y atrasados como para hacer negocios serios con ellos. De nuevo, CBS abrió camino cuando decidió fichar a Julio, pues permitió a la discográfica consolidarse en numerosos países de América Latina en los que el español ya era un ídolo de masas.

Además de mejorar su presencia en Latinoamérica, la incorporación de Iglesias permitió a CBS liderar un plan interno en los EE. UU.: romper las firmes barreras que históricamente existían entre el mercado latino y el no latino. El español haría realidad una de sus proféticas declaraciones: «Quiero construir un puente entre la música latina y Estados Unidos que otros puedan cruzar». Antes de explicar cómo lo logró, conviene desarrollar algunas ideas acerca del significado de la palabra «latino» en el contexto estadounidense.

Desde una perspectiva racial, los latinos siempre tuvieron un estatus ambiguo. Históricamente se les ha atribuido un color de piel marrón que ha sido interpretado como una mezcla impura de las categorías dominantes del blanco y el negro. En los años treinta, esta impureza quedó recogida en el censo estadounidense como «raza mexicana». Durante las siguientes décadas, la clasificación administrativa de las personas latinas dejó de depender de esta dudosa especificidad racial para basarse en ciertas características étnicas, como el tener apellidos españoles o hablar español como lengua materna («latino», de hecho, se convirtió en sinónimo de «hispano»).

En 1977 el Gobierno empezó a registrar a los latinos conforme a un criterio que ha sobrevivido hasta hoy día y que está basado de forma laxa en el «origen», es decir, en la «herencia, linaje o país de nacimiento de la persona o de sus padres o ancestros antes de su llegada a los Estados Unidos». Desde entonces, el censo estadounidense pregunta a los ciudadanos si se identifican como «hispanos, latinos o de origen español» y a continuación se debe concretar si esta ascendencia es «mexicana/americana», «mexicana/chicana», «puertorriqueña», «cubana» o de otro tipo, como por ejemplo «argentina, colombiana, dominicana, nicaragüense, salvadoreña, española y demás». La respuesta a esta pregunta es compatible con cualquiera de las razas que se ofrecen más adelante, tales como «blanca», «negra», «india americana», «china» y once categorías más.

Vemos, pues, que oficialmente la palabra «latino» es una designación no racial que se aplica a las personas que tienen sus orígenes en España o en los países del continente americano cuya lengua oficial es el español (es decir, todos los que están al sur de Estados Unidos, excepto Haití y Brasil, donde se habla francés y portugués respectivamente). Sin embargo, el término a menudo se utiliza para referirse a quienes son originarios de lugares en los que se emplean lenguas derivadas del latín (este sería el caso, por ejemplo, de la expresión latin lover, aplicable tanto a un venezolano como a un italiano). Para acabarlo de complicar, también podemos encontrarnos otro uso según el cual «latino» sería sinónimo de «iberoamericano» (pensemos por ejemplo en los Grammy Latinos, que premian artistas de América Latina y de la Península Ibérica, sin importar el idioma).

En el sentido musical, el concepto de lo latino ha funcionado de forma tanto o más vaga que en el sentido demográfico. Aunque compita en el mercado discográfico con géneros más o menos acotados como el country o el hip hop, la etiqueta de música latina (en el sentido de latinoamericana) incluye en realidad una riquísima variedad de manifestaciones artísticas que proceden de una veintena de países y presentan diferentes grados de influencia de las culturas africanas, europeas y amerindias.

El músico Xavier Cugat, cuya increíble historia le convierte en una de las figuras más importantes del show business de primera mitad del siglo XX (fue colaborador de Rodolfo Valentino y mentor de Rita Hayworth y Frank Sinatra), dijo que los estadounidenses «no tienen ni idea de música latina. Ni la conocen ni la sienten». Para hacerse un nombre en Hollywood, Cugat tuvo que ofrecer al público yanqui una música latina que en realidad era un cocktail estereotipado de estilos tan diferentes como el mambo, el vals europeo o el tango.

Este desconocimiento es especialmente triste teniendo en cuenta que la música latina es «con mucha diferencia la mayor influencia exterior en los estilos de música popular estadounidenses», como afirma el etnomusicólogo John Storm Roberts. Desde finales del siglo XIX es fácil detectar en las músicas estadounidenses la huella de ritmos, melodías, instrumentos y canciones latinas, en especial provenientes de cuatro países: Cuba, México, Argentina y Brasil. Incluso tenemos el caso de la salsa, un estilo desarrollado por músicos puertorriqueños en la ciudad de Nueva York y que puede por tanto considerarse propiamente estadounidense.

A pesar de su innegable presencia en el país, la música latina se ha considerado un fenómeno extranjero, y no una parte integral de la cultura nacional. Siguiendo los análisis de Keith Negus, esta segregación ha sido recogida y amplificada por las prácticas empresariales, que han relegado la música latina «discursivamente, geográficamente y económicamente a los márgenes de la industria musical». Un artículo del New York Times de 1977 se lamentaba de que, pese a su gran huella en el pop contemporáneo, «los ejecutivos no saben nada de música latina y la mantienen confinada en un gueto cultural».

A este respecto CBS demostró una vez más tener una astuta visión comercial. Desde sus orígenes, el gigante mediático dio mucha importancia a los estudios de mercado, los cuales a menudo le permitían detectar tendencias que pasaban inadvertidas y tomar decisiones audaces que se anticipaban a las de sus competidores. Frank Stanton, el que fuera presidente de la compañía durante varias décadas, era doctor en psicología y un referente en el análisis de los efectos de los mass media en el público. En los años cuarenta, Stanton fue pionero, junto con el sociólogo Paul Lazarsfeld y el filósofo Theodor W. Adorno, en investigar cómo el medio radiofónico afectaba a la escucha de música. El caso es que, a finales de los años setenta, un estudio de mercado llevó a CBS a ser la primera gran discográfica en abrir una oficina dedicada específicamente al nicho latino de Estados Unidos. Según este estudio, la población latina del país consumía tanto música en español como en inglés, por lo que representaba un mercado potencial muy atractivo para una major que disponía de un enorme catálogo de artistas. Poco a poco, el resto de compañías fueron imitando la iniciativa de CBS, alentadas por los informes que indicaban que la población latina crecía en número y, sobre todo, que era el grupo demográfico que se gastaba un mayor porcentaje de sus ingresos.

Además de ser la primera gran discográfica en detectar una oportunidad de negocio en la comunidad latina del país, CBS fue pionera a la hora de considerar que la música latina podía interesar también a los consumidores no latinos. En la época que estoy examinando, CBS firmó acuerdos de distribución con Fania Records, la discográfica latina más popular. En particular, apostó por el grupo Fania All Stars, que presentaba un buen potencial de ventas ya que entonces estaba fusionando la salsa con estilos indiscutiblemente estadounidenses como el jazz, el rock o el soul. El intento, sin embargo, no acabó de funcionar y la música latina continuó confinada en un cajón étnico y minoritario.

Hasta la incorporación de Iglesias, CBS no encontró a un artista capaz de vender discos a quienes, en el censo de EE. UU., marcaban la casilla de «hispanos, latinos o de origen español» y también a quienes no lo hacían. Julio supo elaborar un producto estético-musical que, al combinar de forma estilizada elementos sureuropeos y latinoamericanos, encajó con la idea difusa que tenían de lo latino los estadounidenses, en especial los denominados WASP (blancos, protestantes y de origen anglosajón).

En 2019, LeeAnne Locken, famosa por su participación en el reality televisivo The Real Housewives of Dallas, realizó unos comentarios racistas contra otra de las concursantes del programa que era de origen mexicano. Tras armarse un gran revuelo, y para demostrar que no tenía nada en contra de la gente de México, Locken se defendió diciendo que se había acostado con muchos hombres de ese país («amantes muy fogosos», para más señas). Además, argumentó que incluso se había «sentado en el regazo de Julio Iglesias». Rescato esta polémica porque contiene varios aspectos relevantes para nuestra investigación: demuestra que Julio es una figura conocida en Estados Unidos (al menos para las amas de casa texanas), que en virtud de sus rasgos físicos y su acento puede perfectamente ser identificado como mexicano y, por último, que esta identificación puede tener connotaciones peyorativas (al menos para las amas de casa texanas).

Dada la complejidad del contrato mundial que habían firmado con CBS (y que según la prensa alcanzaba los trescientos millones de pesetas, unos 13,5 millones de euros hoy), Iglesias y Fraile recurrieron a un gabinete jurídico neoyorquino que gestionaba las fortunas de clientes como Reza Pahlevi, el último emperador persa. Con objeto de pagar el mínimo de impuestos, los asesores diseñaron un entramado de sociedades offshore que la pareja no dudó en aceptar. El cantante obedeció además la recomendación de fijar su residencia en Panamá, trámite que pudo realizar con asombrosa rapidez gracias a la intervención personal del militar Torrijos, presidente del país y amante de sus canciones.

Preguntado recientemente por estas dudosas maniobras a raíz del escándalo de los Paradise papers, Fraile reconoció haber burlado unas leyes que eran perjudiciales para sus intereses; según argumentó, la falta de convenios fiscales entre España y otros países obligaba a los artistas internacionales a tributar dos veces. Sin embargo, no se arrepentía en absoluto de haberlo hecho: «Con la ética no se come, desgraciadamente», declaró.

Poco después de la firma del contrato con CBS, Isabel Preysler se hartó de las infidelidades del cantante, al que veía más en las noticias que en carne y hueso. Julio, gran aficionado al fútbol, le pidió a Fraile que organizara un tour por Argentina coincidiendo con el mundial que se iba a celebrar en el país, entonces gobernado por el dictador Videla. El cantante empezaba a construir su reputación de donjuán; en España era un padre y marido ejemplar, pero en sus viajes profesionales al extranjero era habitual verlo acompañado de otras mujeres. Durante su gira de 1978, la prensa argentina lo retrató junto a varias modelos (sus conciertos estaban precedidos por desfiles de moda) y sobre todo junto a la conocida actriz Graciela Alfano (quien por cierto mantenía una relación clandestina con Emilio Massera, miembro de la Junta Militar). Tanto Iglesias como Alfano favorecieron los rumores acerca de su supuesto y más que probable romance, sabedores de que eran beneficiosos para sus respectivas trayectorias artísticas.

El caso es que la Preysler tenía contactos en Argentina que le informaban de todo lo que publicaba la prensa del país sobre Julio. Ella llevaba tiempo acumulando indicios de sus escarceos internacionales (como cuando llamaba por teléfono a su marido a la habitación del hotel y respondía una voz femenina, o cuando, a su regreso, encontraba papelitos con números de teléfono en los bolsillos de su traje), y los rumores argentinos colmaron su paciencia. Tras aterrizar en Barajas procedente de Buenos Aires, el cantante se encontró a su esposa esperándole en la sala de equipajes. Allí, Isabel le ordenó que no se dirigiera al domicilio conyugal porque quería divorciarse.

Por mucho que su vida matrimonial fuera un simulacro, Iglesias era un hombre acostumbrado a llevar siempre la iniciativa y poco habituado al fracaso, por lo que no encajó nada bien que su esposa diera el paso firme de solicitar el divorcio sin habérselo consultado previamente. Como escapatoria a su frustración y liberado de la obligación de aparentar ser un buen marido, tras la ruptura, Julio se volcó de forma obsesiva en su carrera profesional. A partir de 1978, aceleró su cada vez más perfeccionado engranaje de producción musical, propulsado ahora por los poderosos brazos de CBS. Según confesaría él mismo, le invadió un «deseo desaforado de triunfar» que nacía de «una necesidad urgente de sorprender, de interesar más a Isabel» a través de los éxitos de su carrera profesional, por la que ella nunca había demostrado demasiado interés. Fuera por la causa psicológica que fuera, el caso es que desde el divorcio, Julio, en una actitud de «auténtico masoquismo», se dedicó a «llenar su cabeza de música» con «grabaciones, giras, estudios, idiomas, saltos de aquí para allá» .

Por aquel entonces incorporó a su equipo al compositor, arreglista y productor Ramón Arcusa, la mitad del Dúo Dinámico. Arcusa entendió a la perfección cómo sacar partido a las virtudes del cantante y fue el artífice del sonido de Julio en aquellos años de crecimiento. En cierta ocasión, Bruce Springsteen explicó las causas del fracaso de muchos cantantes en el negocio musical de los años sesenta y setenta de la siguiente manera: «El cantante dependía del compositor de la canción, de quien supiera cómo presentar su voz, de quien supiera hacer arreglos propios de un hit… Dependía de muchas cosas. Conozco a un montón de gente con una voz increíble, pero si no encuentras a alguien que entienda quién eres, por muy bien que cantes, no darás el paso definitivo. Buenas voces las hay por todos lados». Julio no era un cantante especialmente dotado, pero sí tuvo la suerte de encontrar en Ramón Arcusa a la persona que cumplía todas las funciones que describe Springsteen.

Arcusa reconocería que su «secreto» como productor fue «pensar siempre y en primer lugar en el cantante», teniendo claro que los arreglos debían «dejar espacios para su voz». En concreto, puso especial esmero en las introducciones de las canciones, que «son la antesala, el saludo amable que invita a seguir saboreando» (algo que se demuestra, por ejemplo, en las pegadizas entradillas de «Pobre diablo» o «Quijote»). A nivel estilístico, Arcusa resumió así su contribución: «Conmigo sus grabaciones fueron más modernas, más pop, y se atrevió a cantar canciones que probablemente sin los arreglos que yo le hacía no habría cantado y se habría quedado más en su faceta ya conocida de baladista». El propio Julio, tan averso a reconocer públicamente los méritos de sus colaboradores, declaró una vez que Arcusa fue el responsable del «cincuenta por ciento de su éxito internacional» en aquellos años.

Además de reclutar a Arcusa, otra decisión inteligente en términos estratégicos fue la de irse a vivir a Miami. Según el cantante, el traslado se debió a que, de cara a su próximo lanzamiento discográfico orientado al mercado yanqui (que, como veremos, al final tardaría cinco años en producirse), CBS le obligaba por contrato a pasar cuatro meses al año en suelo estadounidense. Fuera cierta o no esta cláusula, vivir en Miami le permitía estar presente en el país que aspiraba a conquistar y al mismo tiempo estar cerca de su principal mercado, Latinoamérica. Desde allí minimizaba las horas de vuelo necesarias para cumplir con sus compromisos, como ir a las oficinas de CBS en Nueva York o a dar un concierto en Río de Janeiro. Y entre tanto podía además disfrutar del espléndido sol de Florida.

En Miami tenía además los que se convertirían en sus estudios de referencia, Criteria, donde grabaría sus siguientes cuatro álbumes a las órdenes de Arcusa [FIG. 16]. Su perfeccionismo enfermizo, y el hecho de grabar diferentes versiones de cada álbum (en francés, italiano, portugués y alemán), provocaron que Julio pasara en el estudio largos periodos de tiempo. Solía tirarse seis o siete meses por disco, más del triple de lo que era normal en un cantante como él. Las sesiones tenían lugar todos los días de la semana y solían desarrollarse entre las siete y las tres de la madrugada, su horario de trabajo preferido. Esto sucedía siempre que su agenda de actuaciones y otros compromisos se lo permitiera, algo que era cada vez menos frecuente. Desde que había fichado por CBS, su ofensiva comercial abarcaba simultáneamente un mayor número de mercados y le llevaba a dar conciertos en cada vez más lugares del globo.

En 1979 se instaló definitivamente en Indian Creek, una isla privada de Miami Beach conocida como «el búnker de los multimillonarios» [FIG. 17]. Vigilada por una veintena de hombres armados que patrullan en helicópteros y lanchas las veinticuatro horas del día, el lugar cuenta con un campo de golf y una treintena de lotes con embarcadero propio. Julio compró una parcela de dos hectáreas con una vivienda de ochocientos metros cuadrados que ha sido su residencia principal desde entonces. De esta manera, se anticipó de lejos a la lista de celebrities que posteriormente fueron recalando en Indian Creek, tales como Cher, Ricky Martin, Beyoncé, Adriana Lima o Gisele Bündchen. Su visión para los negocios le llevó además a comprar a buen precio cinco parcelas más en la isla que hoy se valoran en ciento cincuenta millones de dólares. Recientemente, durante el mandato de Donald Trump, Julio le vendió a su hija Ivanka una de estas propiedades.

Antes de instalarse en Indian Creek, Julio realizó una obra faraónica dirigida por Jaime Parladé, marqués de Apezteguía, decorador habitual de la alta sociedad española. Las reformas implicaron la construcción de una piscina exterior y otra interior (para poder nadar sin ser visto por nadie), una gran bodega para su colección de vinos y un bungaló cuyo techo fue trenzado artesanalmente por indios de la tribu semínola, además del transporte de árboles gigantes en camiones de tres remolques, entre otros trasiegos.

Mención especial para la habitación personal de Julio, cuya extensión duplica la de toda la vivienda desde la que estoy escribiendo estas líneas. La suite disponía de todo lo que el divo necesitaba en su vida cotidiana: una cama king size «para una, dos o tres personas», una pantalla gigante de televisión y vídeo, una neverita siempre surtida de salmón, caviar, vino y champán, un vestidor lleno de espejos y un cuarto de baño con grifería dorada, un jacuzzi y toallas con sus iniciales.

Aunque todo apunta a una hecatombe de lo kitsch, debo confesar que la casa me gusta, a juzgar por los reportajes que he podido encontrar [FIG. 18]. Tiene un toque excesivamente colonial, pero en general creo que se hizo con buen criterio. ¿Están afectando tantos meses de investigación sobre JI a mi sensibilidad estética? El debate está abierto.

Acabadas las obras, Julio se estableció allí junto a su mamá Charo, su amigo de la infancia y ahora asistente personal Toncho Navas, el mayordomo Antonio del Valle y diversos empleados domésticos (cocinera, chófer, jardinero, etc.). La casa se convirtió en su centro de operaciones, donde realizaba a diario decenas de llamadas telefónicas internacionales (pagaba una factura mensual de varios miles de dólares) con un moderno teléfono ITT que permitía llevar un registro de toda la actividad. Allí se reunía también con sus hombres de confianza, entre los que se encontraban su hermano Carlos, encargado de los asuntos económicos, y los ya conocidos Alfredo Fraile y Ramón Arcusa. Todos ellos siguieron los pasos de su protector y se mudaron de España a Miami con sus respectivas familias, entregados a la causa de expandir el imperio Iglesias.

Julio, así, estaba «españolísimamente rodeado» de personas sin las cuales «no podría sobrevivir en un país extraño». Aunque ante la prensa se mostrara encantado con su nueva vida miamense, no era oro todo lo que relucía: «Mis primeros tiempos en Norteamérica fueron muy duros. Aleccionadores, enriquecedores, pero durísimos. Yo llegué allí demasiado mayor, a los treinta y cinco años, cuando ya tenía muy aferrado el sabor, el olor y el color de mi tierra. El choque fue muy fuerte y lo pasé fatal».

A calmar su morriña contribuía la tortilla de patatas preparada por Charo que Julio se zampaba de madrugada cuando regresaba de sus sesiones en los estudios Criteria. Al llegar a casa se encontraba también con las atenciones de Virginia Sipl, «la Flaca», que le esperaba despierta. Esta venezolana fue la novia semioficial de Julio durante esa época; de hecho, según reconocería él mismo y la gente de su entorno, fue la relación más seria que tuvo después del matrimonio con Isabel Preysler. A pesar de que el cantante confesaría que nadie le había querido tan generosamente como la Flaca («Jamás ser humano me aguantó tanto»), apenas se dejaba ver con ella en público. En aquel tiempo Julio estaba forjando su leyenda de donjuán y prefirió mantenerla, en palabras de Fraile, «como una amante secreta, siempre en segundo plano». Resignada al plano doméstico, en los ratos que pasaban en Indian Creek la Flaca se dedicaría a cuidar de las plantas de Julio y también de sus tres hijos.

El lugar también recibía las visitas de una gran cantidad de «personajes y personajillos», como diría el mayordomo Del Valle. Además de amistades famosas como Ursula Andress o Régine Zylberberg, por Indian Creek pasaron «el Orféon de Peñíscola, el director de TVE, Lola Flores, Norma Duval» y otros conciudadanos que convirtieron la casa en el «consulado de España en Miami». Julio ejercía de anfitrión a pesar de que, «cabreado y somnoliento», no siempre lo hacía de buena gana. También era habitual que le visitaran personas de su ámbito profesional (como Monique Le Marcis, de la entonces influyente Radio Luxembourg), a las que Julio hospedada durante unos días y agasajaba con paseos en barco.

Las visitas más frecuentes eran, no obstante, las de periodistas de todo el mundo que llegaban a Miami para entrevistar a Julio en su nuevo hábitat. Durante años, incontables reportajes de prensa y televisión mostraron al cantante posando en el amplio y luminoso salón de su casa, ante la piscina o junto a las palmeras y el bungaló. Estas imágenes de lujo caribeño poco tenían que ver con las exclusivas que unos años atrás lo mostraban con la Preysler en su piso de Madrid [FIG. 19]. Julio encarnaba el progreso social y exhibía sus riquezas materiales como forma de certificar y celebrar su éxito. Entre ellas se encontraban dos Rolls-Royce. Aunque los utilizara únicamente para ir de casa al estudio de grabación y de vuelta, eran, como los trajes que vestía, una herramienta para «imponer respeto» y ofrecer una «imagen de lo aristocrático». Además de estatus, esta marca de coche le permitía comunicar su origen europeo, un atributo que le interesaba remarcar en su aventura estadounidense.

Cabe destacar que, cuando abría las puertas de su casa a los periodistas, Julio sustituía el traje por modelitos más informales que acentuaban la impresión de estar mostrándose tal cual era. Excepto cuando posaba con sus hijos, en los reportajes aparecía solo o con su perro Hey. En contraste con sus lujosas propiedades, proyectaba así tres claves de su personaje: naturalidad, éxito y soledad.

Al año siguiente de instalarse en Indian Creek, Iglesias sumó a su equipo como jefe de prensa al periodista colombiano Fernán Martínez, del que ya he hablado. Los dos se habían conocido tras un concierto en Bogotá, cuando Iglesias entró en la habitación del hotel a medianoche y se encontró a Ferni, que se las había ingeniado para colarse hasta allí con la intención de entrevistarle. Poco después el cantante tenía que hacerse unas fotos para la portada de una revista y Martínez le convenció para que saliera del hotel sin guardaespaldas y se hiciera unas fotos vendiendo perritos calientes en plena calle.

Admirado por sus métodos tan poco convencionales, Julio decidió ficharle. Tras preguntarle cuánto cobraba en su puesto de entonces (Ferni era reportero del periódico El Tiempo por mil dolares al mes), el español le hizo una oferta difícil de rechazar (veinte mil dólares mensuales + apartamento en Miami + coche + ciento cincuenta dólares diarios de dietas en los viajes). Durante los siguientes diez años, Martínez fue una pieza clave en las relaciones del cantante con la prensa y tuvo siempre claro un principio: «Para vender un producto atractivo, uno se debe orientar no solo al artista, sino al periodista».

Los álbumes que Julio elaboró durante sus primeros años en Miami —Emociones (1979), Hey (1980), De niña a mujer (1981) y Momentos (1982)— fueron superventas en casi un centenar de países. El cantante atribuyó este éxito a la «perfección total» de su material. En su alucinante autobiografía dijo lo siguiente: «Puedo asegurar sin petulancia que los discos mejor acabados de los que salen al mercado en estos últimos tres años son los míos, son los nuestros, son los de Julio Iglesias. Y lo digo con fe, con la verdad, porque son el fruto de un increíble trabajo de grupo, durante cuatro, cinco, seis meses, a la búsqueda siempre de casi una enfermiza perfección técnica».

Julio omitió en su explicación las poderosas herramientas de promoción y distribución de CBS. Entre estas últimas, cabe mencionar la táctica de inundar las tiendas con varios discos del cantante simultáneamente, como demuestra el hecho de que, además de los cuatro álbumes mencionados, durante esos años se editasen en todo el planeta más de varias decenas de recopilatorios de la obra de Julio, muchos de ellos con un tracklist adaptado conceptual e idiomáticamente a los públicos de cada país.

En Música de mierda, Carl Wilson analiza cómo Céline Dion se ha convertido en una diva mundial mediante una estrategia comercial que se adecúa a las peculiaridades de cada mercado, algo que nuestro Julio lleva haciendo desde principios de los años setenta. Antes de fichar por CBS ya grababa canciones en alemán y japonés, y poco a poco adoptaría la costumbre de publicar todos sus álbumes en versión española, francesa, italiana y portuguesa, como mínimo. Julio es de hecho el artista que ha cantado en un mayor número de idiomas, concretamente catorce, incluidos el tagalog y el indonesio. El español puede considerarse la primera estrella de la música en tomarse en serio el lema de la glocalización, «piensa globalmente, actúa localmente». Antes que ningún otro artista, Julio entendió que para crecer en todo el mundo tenía que ofrecer, como McDonald’s, un menú estándar que sin embargo incorporara algunas recetas y alimentos autóctonos. Por ello en sus álbumes, además de adaptar el idioma, Julio y su equipo decidían modificar también el tipo de canciones, las letras o la portada.

A este marketing glocal ayudaba el hecho de que sus historias de amor y desamor estuvieran siempre descontextualizadas. Salvo la inclusión puntual de algún nombre propio (Gwendolyne, Manuela, Nathalie), las canciones de Julio no incluyen ningún elemento que permita situar a los protagonistas en un espacio, lugar o realidad social determinados; así se facilita que los oyentes de cualquier parte del mundo se identifiquen potencialmente con las emociones que se expresan de forma abstracta. Como destaca Peter Manuel, las canciones folclóricas de todas las culturas siempre incorporaban información contextual sobre los protagonistas de la historia; sin embargo, el avance del capitalismo y las formas burguesas de vida ha ido borrando esta información en favor del formato de canción romántica tal y como lo conocemos hoy día (un yo indeterminado le cuenta sus sentimientos a un tú indeterminado en apenas tres minutos). Desde luego, Julio no es el único en utilizar este formato narrativo (lo podemos encontrar en un bolero, en un hit de reguetón o en un tema de slowcore), pero es sin duda uno de sus máximos exponentes mundiales.

La voluntad de Julio de convertirse en un cantante «universal» venía acompañada de una «gran visión humanista». Su concepción antropológica estaba determinada por las vivencias que tuvo de adolescente en los campos de fútbol, «donde las gentes se mezclan y no hay ninguna política, ni de izquierdas ni de derechas». Además de la ideología, prescindía de cualquier condicionamiento de clase social, raza o lo que fuese: «No existen diferentes nacionalidades ni tipos de personas, todos somos lo mismo, seres humanos», declaró. A Iglesias solo le importa aquello que tenemos en común todos los homo sapiens, a saber, nuestra capacidad de emocionarnos: «En China en el fondo sienten como nosotros, ríen cuando tienen que reír, lloran cuando tienen que llorar». Por ello, al ser el artista de CBS que más discos vendía en el mundo, no se veía a sí mismo únicamente como un cantante, sino alguien que, emocionándolos por igual, unía a todos los pueblos del planeta.

Hey! Julio Iglesias y la conquista de América

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