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La llamada de la política

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Kent dejó la Residencia de Señoritas a comienzos de 1930, un año importante en acontecimientos políticos y personales. Se instaló en el piso donde tenía el despacho, separando la zona privada y profesional. Con ella se trasladó durante unos años su amiga Julia Iruretagoyena y su hijo, León Meabe. Julia Iruretagoyena era la subdirectora de la Residencia de Señoritas y había enviudado de Tomás Meabe, cofundador en Bilbao, junto con Indalecio Prieto, de las Juventudes Socialistas. El dolor de Julia Iruretagoyena por la pérdida de su marido coincidió con el duelo de Victoria Kent por la muerte de su madre. El hijo de Julia Meabe, Leonchu, fue para la abogada un soplo de vida y un consuelo desde que llegó a la residencia con cinco años, acompañando a su madre. Él fue la base, según Victoria Kent, de «la amistad fraternal y entrañable» que unió a los tres y que les llevó a convivir y a pasar juntos algunas vacaciones en la sierra madrileña o en Hendaya, cerca de la familia de Iruretagoyena.

Más allá del Lyceum Club, Victoria Kent creó, con Matilde Huici y Clara Campoamor, el Instituto Internacional de Uniones Intelectuales. Tentada por la política, se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y, como responsable del comité del distrito centro, organizó su rama femenina: el Ateneo Femenino Radical Socialista. Escribía artículos, además, en La Voz y en El Sol, y su reputación como jurista crecía. Pero fue su defensa de Álvaro de Albornoz lo que acrecentó su popularidad y facilitó su salto a la política. En 1931 era miembro de la Academia de Jurisprudencia y, en 1933, de la Asociación Internacional de Leyes Penales de Ginebra.

Manuel Azaña relató que Victoria Kent participó en la reunión que dio origen al Pacto de San Sebastián en agosto de 1930, un encuentro que fijó la estrategia de los partidarios de la República para dar por amortizada la monarquía de Alfonso XIII. Habría sido la única mujer presente en la reunión, pero ni firmó el pacto ni consta que acudiera en las notas de prensa. Es posible que su propia discreción le hiciera aparecer como mera acompañante u observadora de la delegación de su partido. En cualquier caso, estaba en plena sintonía con los autores del manifiesto y su apoyo al Pacto de San Sebastián era inequívoco.

Al ser acusado Álvaro de Albornoz, miembro del comité revolucionario republicano, de conspirar contra el Estado (tras la fallida rebelión de Jaca en diciembre de 1930), confió su defensa a la joven Victoria Kent. El resto de los acusados —desde Largo Caballero a Miguel Maura— contaron con abogados de prestigio y, desde luego, varones. El juicio tuvo una enorme repercusión, acrecentada por la novedad que suponía que una joven letrada actuara ante un Consejo de Guerra constituido por jueces militares de alto rango debido a la categoría de Largo Caballero, que pertenecía al Consejo de Estado. The New York Times destacó la profesionalidad de Victoria Kent rompiendo «todas las tradiciones y haciendo una serena y original defensa». Kent aseguró que su defendido no pudo firmar el manifiesto al encontrarse entonces en la cárcel, entre otros argumentos. Fue absuelto, al igual que los otros conjurados civiles.

Se había acostumbrado a ser durante años la primera mujer que protagonizaba situaciones inéditas, pero aún le quedaban nuevos escalones por recorrer. Al proclamarse la República, tras unas elecciones municipales que resultaron ser plebiscitarias, Kent se unió a la multitud que llenaba las calles madrileñas festejando la noticia hasta llegar al palacio de Comunicaciones. Entró en el edificio, donde ya ondeaba la bandera republicana y apareció en el balcón junto con los ministros del Gobierno provisional, amigos suyos la mayoría. Desde arriba pudo ver a toda aquella gente que reía, se abrazaba o aplaudía y que gritaba: «¡Viva la República!». Los de abajo divisaron a una mujer que se iba a convertir en un icono popular.

A los pocos días, el 18 de abril de 1931, Fernando de los Ríos, a propuesta de Andrés Saborit, la nombró directora general de Prisiones. Apenas hubo reticencias en un Ejecutivo que buscaba proyectar una imagen de modernidad. Niceto Alcalá-Zamora ya la había sondeado antes: «¿Quiere usted colaborar con nosotros?». «Sí claro». «La asignaremos la Dirección General de Prisiones». «Nada me podía complacer más», contestó ella. «Lo acepté con toda mi alma», declaró a Joaquín Soler, «porque me interesaban los problemas sociales. Y los problemas sociales requerían una base jurídica».

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