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Clara Campoamor: la fuerza visionaria

Ha pasado a la historia por defender —y ganar— el derecho al voto de las españolas en las Cortes Constituyentes de 1931. Una epopeya personal e histórica que la convirtió en un icono del sufragismo y un referente para el movimiento feminista. Nacida en el popular barrio madrileño de Maravillas, Clara Campoamor (Madrid, 1888-Lausana, 1972) fue una oradora incisiva y una diputada independiente e insobornable. Su trayectoria parlamentaria fue aún más breve que la de la República con la que se identificó, pero su estela sobrevivió a su exilio y a su muerte.

El 1 de octubre de 1931, después de varios días de feroces discusiones parlamentarias, las Cortes españolas aprobaron el sufragio universal. La diputada Campoamor había logrado arrancárselo a sus compañeros más reticentes. Ni se restringía ese derecho, como querían algunos, ni se aplazaba hasta que las españolas comprendieran el alcance de la República y estuvieran preparadas, como había pedido la diputada radical-socialista Victoria Kent. Las discrepancias habían girado en torno al artículo 34 del proyecto de Constitución, que recogía una exigencia histórica: «Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales, conformen determinen las leyes». Se había redactado de acuerdo con el sentir republicano de no discriminar a una parte de la población en función de su sexo. Pero al leerlo, algunos diputados sintieron vértigo. El diputado radical José Álvarez Buylla, compañero de Campoamor, aseguró que, aunque la mujer tenía todos sus respetos dentro del hogar cantado por Gabriel y Galán, en política era retardataria, y darle el voto equivalía a poner «en sus manos un arma política que acabaría con la República». Era un temor extendido que Campoamor logró vencer.

Pero después de la votación del 1 de octubre las reticencias seguían y hubo diputados que trataron de retrasar su aplicación para ganar tiempo. Los argumentos eran similares. Fueron desmontados uno a uno por Campoamor y, finalmente, desestimados. El 1 de diciembre de 1931, las Cortes Constituyentes confirmaron la votación del sufragio femenino y conjuraron las últimas escaramuzas. Clara Campoamor, republicana del Partido Radical, había defendido de nuevo en el hemiciclo un voto sin restricciones. Así fue. Un logro que las españolas hicieron efectivo en las elecciones municipales y generales de 1933. Parte de los perdedores, sin embargo, siguieron acusando a Campoamor de haber desafiado la pervivencia de la democracia. Así lo recordó ella con ironía en Mi pecado mortal. El voto femenino y yo.

Clara Campoamor fue su propio Pigmalión. Su trayectoria no es solo la de una pionera y una autodidacta. Su biografía es una reconstrucción personal de alguien que creía en sí misma y que veía en el porvenir oportunidades para mejorar el presente. Vino al mundo en el barrio de Maravillas (hoy Malasaña) el 12 de febrero de 1888, a una hora que ya expresa cierta diligencia, las diez de la mañana, en una familia sencilla, de clase media-baja: su madre, Pilar Rodríguez, era modista (aunque dejó de coser al casarse) y su padre, Manuel Campoamor, nacido en 1855, fue contable en el periódico La Correspondencia de España hasta su muerte, en 1898, aunque en 1891 figura como cesante. Se desconoce si había cesado en un trabajo anterior o si este paréntesis laboral se produjo en el mismo periódico, al que podría haberse reincorporado después. En su etapa de cesante fue bibliotecario del Casino Republicano Federal de Madrid —en el que ya desde un año antes figura como vocal—, lo que parece indicar que militaba en el Partido Republicano Federal o simpatizaba con sus siglas. Su inclinación a la lectura hace pensar que había notables diferencias culturales entre el marido y su esposa. Vivían en la calle que hoy se denomina Marqués de Santa Ana y, en el mismo edificio, su abuela materna, Clara Martínez, ejercía de portera, aunque vivía con su hija y su yerno.

En este pequeño universo que hace evocar el paisaje vecinal que Rosa Chacel refleja en Barrio de Maravillas, Campoamor creció feliz entre sus padres y sus hermanos. Hay indicios de que el matrimonio tuvo al menos cuatro hijos, aunque solo se conoce la trayectoria de Clara Campoamor y de otro de sus hermanos. Uno de los primeros enigmas que se cierne sobre la futura diputada, ya desde la cuna, es que fue bautizada con el nombre de Carmen Eulalia (el segundo nombre por ser el santo del día) en la parroquia de San Ildefonso el 6 de marzo, mientras que en el Registro Civil, inscrita por su padre a los dos días de nacer, figura como Clara. Esa dualidad podría significar un cambio de criterio familiar o una distinción entre el nombre que deseaban que apareciera en el mundo civil y en el parroquial, pero lo extraño es que, cuando nació la diputada, sus padres tenían ya una hija de unos dos años inscrita como Clara en el Registro Civil —Clara María de las Candelas Carolina en la partida del bautismo—. En aquellos años era frecuente que, al morir un hermano, se pusiera su nombre al siguiente, bien fuera en recuerdo de este o por el interés de los padres en que el nombre permaneciera en su descendencia. Pero repetir el nombre en dos hijos vivos, como hizo Manuel Campoamor, resulta sorprendente. La mayor de las niñas falleció por meningitis un año después de que naciera Clara Campoamor, por lo que, a no ser que estuviera muy enferma, el padre difícilmente podía aventurar su temprana muerte. Se ignora en todo caso por qué el padre apreciaba tanto el nombre de Clara y su continuidad en su estirpe, más allá de llamarse así su suegra, la abuela materna de sus hijos. Es probable que, como indica Luis Español, a la futura defensora de las mujeres, sus padres la llamaran Carmen inicialmente y, poco después, tras morir su hermana, pasara a ser Clara o utilizaran ambos nombres. Como Clara aparece en casi todos los documentos oficiales menos en el de socia del Ateneo madrileño de 1922, en el que figura como Carmen Clara.

Su hermano Ignacio tenía también dos nombres que usaba indistintamente. Ignacio en el Registro Civil e Ignacio Eduardo en el archivo parroquial; atendía por su segundo nombre en el entorno familiar. En su vida adulta, los nombres de Ignacio y Eduardo se intercalan, aún tratándose de la misma persona, en la documentación que existe de sus actividades periodísticas o políticas. Por eso, es complicado saber el número preciso de hijos que tuvieron Manuel Campoamor y Pilar Rodríguez. En la partida de defunción del padre figuraban como hijos Carmen, Eduardo, Juan Manuel y Felisa. Se cree que Juan Manuel falleció a los veinte años en un accidente, tras volver de una corrida. De Felisa apenas ha quedado rastro.

Al ser el padre liberal y republicano, los hijos crecieron en un entorno afecto a la República. Sus ideas influyeron poderosamente, al menos, en Clara y en su hermano Ignacio. Desde los primeros años el padre vio que Clara era avispada, y pensó que debía estudiar y sacar provecho de su mente despierta. A la niña le gustaba ir con él al periódico en que trabajaba y que le enseñara la redacción y los talleres. Lo pasaba mejor aún en Santoña (Santander), adonde iban los veranos por ser de allí su padre; la madre era madrileña. Aunque su abuelo Juan Antonio Campoamor era de San Bartolomé de Otur (Oviedo), su abuela paterna, Nicolasa Martínez de Rozas, también era cántabra, de Argoños. Allí habían vivido los bisabuelos paternos, María de Rozas Vega y Miguel Martínez Sainz, este originario de Marrón. Los abuelos maternos eran de Esquivias (Toledo) y Arganda del Rey (Madrid), respectivamente.

Una profesora reparó en las ganas de saber de la alumna Clara Campoamor y le regaló La mujer del porvenir, de Concepción Arenal. La maestra le dijo que a ella le había ayudado y que esperaba que a Clara también le sirviera en un futuro. Una premonición a la luz de los hechos posteriores. Fue el primer libro de los muchos que leería de trayectoria feminista.

Cuando murió su padre, de fiebres tifoideas, el mundo familiar se resquebrajó y volvió a reconstruirse en torno a la madre y a su trabajo de modista. Clara, con algo más de diez años, tendría que contribuir pronto al sustento familiar, pero la madre evitó cortar sus estudios y la llevó interna a un colegio de monjas de Madrid, en los alrededores de Atocha. Tal vez pensó que mientras la niña seguía aprendiendo, ella se podía centrar en sus hijos pequeños y en la costura. En el colegio estuvo dos años, y es posible que allí estudiara algo de francés, idioma que acabaría hablando de forma fluida. No debía de ser un colegio caro y eso se notaba en la escasa alimentación que recibían. Para paliarlo, las más decididas acordaron no desaprovechar cualquier alimento extra que pasara por delante de sus ojos durante el día en el comedor o en la cocina, y repartirse luego el botín por la noche. En una entrevista que le hicieron en Estampa en octubre de 1931, la entonces ya diputada confesó que ella era la cabecilla del grupo de colegialas hambrientas. La entrevista, firmada por Josefina Carabias, formaba parte de una serie dedicada a que personalidades relevantes evocaran su niñez.

De adolescente era una lectora febril, contó a Josefina Carabias. Al margen de los libros que pudiera haber en su casa, le encandilaban los folletines y las novelas por entregas de los periódicos que caían en sus manos, sobre todo, los que publicaba El Imparcial. Recordaba que su madre, en un momento de enfado en que entró en su cuarto y descubrió en qué ocupaba el tiempo, le rompió el periódico que leía. Quizás su fobia al novelón no era tanto un desprecio al saber como una forma de reclamar su ayuda o echarle en cara sus ensueños. Pero la dejó sin saber el final del relato y el destino de Míster Smoking, «ese pobre hombre» a punto de ser quemado vivo en el preciso instante en que su madre le arrebató el periódico, confesó a Carabias. Su cómplice en esos años era su hermano Ignacio Eduardo, un lector tan apasionado como ella. Los domingos se iban a recorrer Madrid buscando los rincones que habían vivido los protagonistas de sus cuentos. Así, a través de El cocinero de Su Majestad, «conocimos todo el Madrid pintoresco», ese barrio evocado a través de la ficción que vislumbraban pasado el Viaducto y que se apresuraron a recorrer y a inspeccionar.

Al dejar el internado abandonó o aplazó sus estudios para ayudar a su madre a hilvanar la ropa que ella cosía de día y de noche, y llevar los encargos a las clientas. Más tarde trabajó de dependienta en un comercio. Cualquier otra joven atrapada en estas circunstancias habría encadenado trabajos similares. Pero Campoamor era ambiciosa intelectual y profesionalmente, y estaba decidida a desterrar el dedal de su vida. En 1909 se presentó a unas oposiciones al cuerpo auxiliar femenino de Correos y Telégrafos, una de las pocas a la que podían acceder las mujeres. Un año después, en 1910, un real decreto eliminó las trabas que impedían a las mujeres acceder a la enseñanza superior, y el ministro Julio Burell lo amplió meses más tarde para que pudieran alcanzar cualquier puesto o profesión dependientes del Ministerio de Instrucción Pública. Tras ganar las oposiciones en junio de 1909 y ser destinada a Zaragoza, fue trasladada después a San Sebastián, ciudad en la que vivió algo más de tres años. Esta ciudad la conquistó e hizo allí amistades duraderas, e incluso tuvo algún amor que no progresó. Allí se instalaría también por largo tiempo su hermano Eduardo. Volvió a Madrid tras pasar por una nueva oposición y obtener plaza de profesora especial de mecanografía y taquigrafía en la Escuela de Adultas, tarea que compatibilizó con un segundo trabajo de secretaria en el periódico de Salvador Cánovas, La Tribuna, y en alguna otra publicación. La economía familiar había mejorado, y alquiló para ella y su madre un piso en la calle Fuencarral. Por alguna razón, quizás por estar cerca de su madre, pero también por la efervescencia cultural y política que se vivía en Madrid, le interesaba instalarse en la capital. Casi todo ocurría en Madrid; era la gran universidad de la calle a la que Campoamor no dejaba de escuchar desde niña. La huelga de 1917 y la de prensa, en 1919, le permitieron conocer el clima de agitación social y sindical. La política estaba cada vez más cerca de sus intereses. Pero no dejaba de visitar San Sebastián cuando podía. Años después, siendo ya abogada y militante de Acción Republicana, por iniciativa propia o por sugerencia del partido, defendió a unos dirigentes donostiarras procesados por su implicación en la rebelión de Jaca y volvió a frecuentar esta ciudad e incluso colegiarse allí, además de estarlo en el Colegio de Abogados de Madrid y durante un tiempo en el de Sevilla.

En La Tribuna, periódico liberal de tendencia maurista, conoció a Magda Donato seudónimo de Eva Nelken (y hermana de Margarita), que colaboraba en las páginas culturales. Ella misma empezó a publicar en Hoy, El Sol y El Tiempo sus primeros artículos feministas. Y en La Libertad tuvo una sección fija, «Mujeres de Hoy», sobre personalidades de la época. La huelga de prensa de 1919 hizo que surgieran nuevas cabeceras o se remodelaran las ya existentes. Así nació Hoy (fundado por un grupo de periodistas que provenía de Heraldo de Madrid y con una duración efímera, hasta 1921), en el que Campoamor publicó diversos artículos de forma regular en torno a 1920. La mayoría dedicados a la cuestión feminista y a la educación, pero también escribió de actrices de teatro como Margarita Xirgu, Adela Carboné o María Palou. Uno de los artículos fue escrito al hilo de la celebración de un Congreso sobre el papel de la mujer en la Sociedad de Naciones que tuvo lugar en San Sebastián. En otro, publicado a principios de 1920, alude al VIII Congreso de la Alianza Internacional para el Sufragio Femenino, que el Comité español, liderado por María Lejárraga, intentaba celebrar en Madrid y cuya candidatura peligraba por las interferencias y desavenencias de las asociaciones españolas. Así ocurrió: al final acabaría celebrándose en Ginebra. Más adelante, ya en El tiempo, un artículo del 5 de marzo de 1921, «El acoso de la hembra», tiene visos contemporáneos: en él denuncia la agresión de un señorito a una artista de varietés en Huelva por no aceptar el vaso de vino que le ofrecía como preámbulo de un acercamiento más íntimo.

Aunque fuera una actividad paralela y poco lucrativa, el periodismo le era familiar desde niña y fue algo más que una afición o una mera actividad militante. Hay datos de que Campoamor llegó a sindicarse como periodista (como quizás en algún periodo su padre). El 12 de diciembre de 1920 asistió a un banquete convocado por el sindicato de periodistas (y empleados de prensa) en el café de San Isidro de Madrid para celebrar lo bien que había ido el año. Es probable que su habitual firma en Hoy le hiciera acreedora del carné profesional, a no ser que asistiera invitada por sus labores de secretaría en algunas redacciones.

La figura de Clara Campoamor es difícil de clasificar y definir. Por su modo de pensar, escribir y actuar parece haber contado con un mayor bagaje intelectual de lo que sus trabajos de juventud y sus escasos estudios oficiales podrían señalar. Puede que se haya subestimado la influencia de la cultura popular o familiar en ella y el efecto transversal de sus primeros estudios. O que falte algún eslabón que demuestre que además de ser una lectora incansable contó con una influencia o una ayuda cercana que potenciara su formación mientras cosía con su madre o trabajaba en telégrafos. O tal vez fue más sencillo y se limitó a asimilar y hacer suyo cualquier atisbo de conocimiento que le salió al paso. Su trayectoria es un ejemplo modélico de ascenso social. Aunque no fuera lo habitual, lo que tiene mayor mérito.

Pero antes, en 1921, con 33 años, hizo algo que le cambiaría la vida: reanudar los estudios y obtener, como primer paso, el título de bachillerato. En su entorno no era algo insólito. Su amiga Benita Asas Manterola, que era maestra, inició Filosofía y Letras con 37 años. Campoamor se matriculó inicialmente en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid y, dos años después, el 21 de marzo de 1923, terminó de sacarse las asignaturas que le faltaban en Cuenca. El siguiente paso fue obtener la licenciatura de Derecho, también en dos años. Se matriculó en la Universidad de Oviedo y terminó la carrera en Murcia y Madrid, lo que indica que apostó por las universidades más favorables a sus objetivos. Alumna aventajada, dado que era ya una figura conocida, en mayo de 1923 dio una conferencia en la Universidad Central con el título de La mujer y su nuevo ambiente, en la que repitió una idea visionaria: cualquier mujer que actúe con acierto «en terrenos a los que en otro tiempo le fuera vedado el acceso, revoluciona, transforma la sociedad: es feminista». Como es natural, seguía trabajando. Además de sus tareas en La Tribuna, obtuvo un empleo oficial como administrativa en el Servicio de Construcciones Civiles del Ministerio de Instrucción Pública, a las órdenes del arquitecto Carlos Gato. Realizaba, además, traducciones de francés. La editorial Calpe le encargó, en 1922 (antes de fusionarse con Espasa), la versión castellana de Le roman de la momie, de Théophile Gautier. Hay poca información sobre sus comienzos como traductora —y su progresivo dominio del francés—, pero es probable que parte de sus contactos con el mundo editorial nacieran en el Ateneo de Madrid, en el que ingresó en 1917 con el número 9566. Asidua de las tertulias ateneístas no sería extraño que hubiera coincidido con Carmen de Burgos y su figura inspiradora: compartió reivindicaciones con ella y a su muerte pidió que se le dedicara una calle. Décadas después, en el exilio, las traducciones volverían a ser una fuente de ingresos.

Inspiración y talento

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