Читать книгу La cultura en la Universitat de València: 1985-2019 - Irene Liberia Vayá - Страница 9

Оглавление

CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN: LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA UNIVERSIDAD Y SU MISIÓN CULTURAL

Las universidades son organizaciones nacidas en la Edad Media como centros de saber, con el objetivo principal de transmitir los conocimientos propios de la época, es decir, que la conservación del saber dominante y no la búsqueda de nuevos conocimientos es lo que define a la educación superior durante los primeros tiempos. No obstante, a medida que pasan los años y la sociedad se desacraliza y se transforma, la Universidad va cambiando con ella y asumiendo nuevas funciones. Así, con el método científico surge la segunda generación de universidades, que añaden la investigación a la misión docente (en lo que se conoce como el modelo humboldtiano), siendo la función cultural la más recientemente incorporada. Esta se oficializa en la Europa de finales del siglo XIX siguiendo la fórmula de «extensión universitaria», lo cual no significa que no existiese espacio para la cultura en la educación superior en épocas anteriores, pero en ningún caso puede hablarse de esta como una competencia institucionalizada (Ariño, 2017; Cantero, 2006).1

En la actualidad, la Universidad se concibe como servicio público orientado a los intereses de toda la sociedad, de manera que, además de cumplir con su tradicional doble misión de investigación y enseñanza, busca la formación de ciudadanas y ciudadanos críticos y comprometidos con las necesidades y los desafíos propios de su tiempo. Además, especialmente en la segunda mitad del siglo XX –y en lo que concierne al Estado español, desde los últimos años de la dictadura franquista, durante la Transición política y sobre todo a lo largo de los ochenta–, la Universidad se constituye en un agente esencial de transformación social y de consolidación del modelo democrático. A lo que hay que añadir en las décadas más recientes su destacado papel en el complejo proceso de innovación, así como «… sus demás aportaciones a la competitividad de la economía y a la cohesión social, por ejemplo, su función en la vida ciudadana y en materia de desarrollo regional» (Comisión de las Comunidades Europeas, 2003: 3).

Por lo que respecta al tema medular de la presente investigación, existen experiencias muy lejanas en el tiempo que dan cuenta de la convergencia Universidad-sociedad a través de la acción cultural: es el caso, por ejemplo, de las célebres sabatinas que tenían lugar en la Universitat de València ya en el siglo XVI. Sin embargo, no será hasta finales del XIX y durante el siglo XX cuando, con la finalidad de abrir el conocimiento a los sectores sociales con menos recursos, las universidades participan activamente en la vida cultural moderna, contribuyendo así a explicar y buscar soluciones a los problemas y necesidades que atañen a la calidad de vida de la ciudadanía.

Acaba de señalarse que la primera forma oficial que toma la cultura promovida y difundida por la Universidad es la de la «extensión universitaria», que, como su propio nombre indica, trata de llevar los conocimientos que genera más allá de los límites de la institución, adaptándolos para ello a un público no culto. Aunque existen experiencias anteriores como las de Sir Thomas Gresham o William Dill en el siglo XVII, que organizaban conferencias para los comerciantes y pequeños artesanos de Londres y Cambridge, la idea de la extensión universitaria como tal surge en el último tercio del siglo XIX para tratar de corregir la profunda fractura socioeducativa. En concreto, esta incipiente democratización del conocimiento empieza en Cambridge en 1871 y se extenderá luego a Oxford y a otros centros de educación superior, ejerciéndose en Francia, con gran éxito, a través de las universidades populares. Grosso modo, este movimiento de proyección cultural desarrollaba prácticas y actividades filosóficas, artísticas, científicas, etc., en clave divulgativa para explorar y recoger los problemas y valores culturales de todos los grupos de población, procurando «estimular el desarrollo social, elevar el nivel espiritual, intelectual y técnico de la nación, proponiendo […] ante la opinión pública las soluciones fundamentales a los problemas de interés general» (Fresán Orozco, 2004: 49).

En España, la implantación oficial de la extensión universitaria llegará en 1898 a través de la Universidad de Oviedo, de la mano del humanista y pedagogo Rafael Altamira. De raíz krausista, este movimiento se practicará de manera activa durante tres décadas, traduciéndose fundamentalmente en la organización de conferencias de divulgación del conocimiento científico, excursiones artísticas y arqueológicas, y cursos y ponencias fuera de Oviedo.2 Será adoptado también por otras universidades españolas, siendo su objetivo primordial el acercamiento de la institución a los núcleos obreros y campesinos, si bien es cierto que desde el comienzo incluía iniciativas de puertas adentro (Ariño y González, 2012). En otros términos, no se trataba únicamente de salir al encuentro de quienes no eran los destinatarios originales de la acción universitaria, sino de ampliar la actividad docente dirigida a los propios estudiantes desde una perspectiva integral. Esta entendía que la educación superior no sirve solo para formar profesionales, sino que busca transmitir conocimientos y contenidos culturales regidos por una serie de normas, principios y estructuras que responden al escenario social, económico y político en el que la misma Universidad se inserta y desarrolla. Así, más allá de formar a ingenieros, médicos, juristas, historiadores, etc., esta institución social inculca valores, una determinada ética y el sentido de pertenencia a la comunidad (Malagón, 2006).

Treinta años después de los inicios de este fenómeno, en un contexto de fuertes protestas contra la reforma educativa de Primo de Rivera, que restringía la libertad y autonomía de la Universidad, Ortega y Gasset impartirá varias conferencias en Madrid y Granada invitado por la Federación Universitaria Escolar (FUE). En ellas y en su ensayo Misión de la Universidad (1930), el filósofo y ensayista focaliza su discurso en la función cultural como elemento imprescindible para compensar el excesivo profesionalismo y cientificismo que en los últimos tiempos había caracterizado al quehacer universitario. A este respecto, Ortega se refiere a la cultura como «el sistema vital de ideas sobre el mundo y el hombre correspondientes al tiempo», y como lo único que puede evitar que el profesional se convierta en el nuevo bárbaro, «más sabio que nunca, pero más inculto también». De ahí que la Universidad haya de encargarse «ante todo de enseñar la cultura» (pp. 4-6), y, por ende, que sus tres misiones fundamentales sean, por este orden: «transmisión de la cultura, enseñanza de las profesiones, e investigación científica y educación de nuevos hombres de ciencia» (Vicente y González, 2002: 141).

En resumen, Ortega reclama la vuelta a la función primigenia de la Universidad, la cultural, que en su época (años treinta) se ha convertido en mero «ornamento» –no en vano se presenta como «cultura general», expresión que tacha de absurda y filistea–. Cuando en la Edad Media se crea la enseñanza superior, la cultura representaba «el sistema de ideas sobre el mundo y la humanidad que el hombre de entonces poseía. Era, pues, el repertorio de convicciones que había de dirigir efectivamente su existencia» (Ortega y Gasset, 1930: 4). Y ese es precisamente el lugar que debería ocupar de nuevo, puesto que solo ella permite comprender y afrontar los problemas del contexto propio de cada época. Se trata nada menos que de aquello «que salva del naufragio vital» (p. 4), y en tanto que necesidad ineludible para la vida humana, ha de constituir la misión central de la Universidad.

Sin embargo, la extensión universitaria desarrollada hasta el momento había fracasado, según este planteamiento, ya que la educación superior continuaba siendo en los años treinta un «privilegio difícilmente justificable y sostenible» (p. 3). Pero por encima de no haber conseguido universalizar la Universidad, el mayor error consistía, como se ha visto, en el abandono de su función primordial en favor de la formación en exclusiva de profesionales y científicos. A todo ello hay que sumar, además, el hecho de que la cultura tiene que estar «abierta a la plena actualidad; más aún: tiene que estar en medio de ella, sumergida en ella» (p. 21); sin embargo, «la vida pública se ha entregado a la única fuerza espiritual que por oficio se ocupa de la actualidad: la Prensa». Frente al tratamiento frívolo e instantáneo que de los sucesos realizan los periodistas, para Ortega es esencial y urgente que también aquí, esto es, de puertas afuera, la Universidad desempeñe la función que le corresponde, abordando los grandes temas de su tiempo con profundidad y rigor desde su propio punto de vista (cultural, profesional o científico), imponiéndose «como un “poder espiritual” superior frente a la prensa» (pp. 21-22).

De vuelta a lo histórico, después de tres décadas de práctica continuada de extensión universitaria, las expectativas generadas por el triunfo de la Segunda República tras la deriva autoritaria que había supuesto la dictadura de Primo de Rivera quedan truncadas en 1936. Durante los cuarenta años de franquismo, la extensión universitaria permanece «guardada en el baúl como muchas otras esperanzas […] y no es hasta el retorno de la democracia cuando se recupera el nombre y la idea adaptadas a las circunstancias de ese tiempo reciente» (Ariño y González, 2012: 118). En 1983 se aprueba la Ley de Reforma Universitaria (LRU), después de las fuertes movilizaciones y debates que durante la Transición reclamaban la reforma y democratización urgente de la Universidad. La nueva norma reconocía la autonomía de una institución que era considerada un servicio público, que renovaba el procedimiento de elección de los equipos rectorales y racionalizaba las figuras del profesorado, menguando significativamente el poder de los catedráticos, entre otros cambios importantes. En cuanto a la cultura, la entrada en vigor de la LRU implicó en la mayoría de universidades la creación de vicerrectorados para ocuparse en exclusiva de esta materia.3

Casi dos décadas más tarde, en 2001, la LRU será sustituida por la Ley Orgánica de Universidades (LOU), que en 2007 experimentará una importante reforma (LOMLOU).4 En todas ellas la cultura queda claramente constituida como tercera misión o función de la Universidad, tras la docencia y la investigación, como señala de forma explícita en sus párrafos iniciales la primera de estas leyes: «el desarrollo científico, la formación profesional y la extensión de la cultura son las tres funciones básicas que de cara al siglo XXI debe cumplir esa vieja y hoy renovada institución social que es la Universidad española» (Ley Orgánica 11/1983, de 25 de agosto, de Reforma Universitaria, Exposición de Motivos).

Pero, además, entre 1983 y 2001 también se dan pasos importantes en materia de cultura y educación superior a nivel europeo, siendo buena muestra de ello la firma de declaraciones al respecto por parte de distintas universidades o la aprobación de documentos muy relevantes de la mano de la UNESCO y otros estamentos internacionales. Por orden cronológico, destaca en primer lugar la Magna Charta Universitatum de Bolonia (1988), en cuyo preámbulo se afirma que «el porvenir de la humanidad, al finalizar este milenio, depende en gran medida del desarrollo cultural, científico y técnico, que se forja en los centros de cultura, de conocimiento y de investigación en que se han convertido las auténticas universidades» (s. p.). El primer principio fundamental que debe sustentar la vocación de la Universidad queda expresado en esta Magna Charta firmada por los rectores de 388 universidades europeas –incluidos representantes españoles– como sigue: «… la universidad […] es una institución autónoma que, de manera crítica, produce y transmite la cultura por medio de la investigación y de la enseñanza» (s. p.).

Posteriormente, en la Declaración de la Sorbona (1998) y la Declaración de Bolonia (1999), entre otras cuestiones, se pondrá de relieve el papel central de las universidades en el desarrollo de la dimensión cultural europea. Y en ese mismo momento la UNESCO organiza la Primera Conferencia Mundial de Educación Superior (1998), en la que se firma la Declaración Mundial sobre la Educación Superior en el Siglo XXI: Visión y Acción (publicada en 1999), que deja constancia de la capacidad de esta para el progreso de la sociedad. En su segundo artículo (dedicado a la «función ética, autonomía, responsabilidad y prospectiva»), esta declaración señala que «los establecimientos de enseñanza superior, el personal y los estudiantes universitarios deberán […] reforzar sus funciones críticas y progresistas mediante un análisis constante de las nuevas tendencias sociales, económicas, culturales y políticas», así como «aportar su contribución a la definición y tratamiento de los problemas que afectan al bienestar de las comunidades, las naciones y la sociedad mundial» (UNESCO, 1999: 22). Unos años más tarde, la Comisión de las Comunidades Europeas presenta la comunicación titulada El papel de las universidades en la Europa del conocimiento (2003), en la que se afirma que las actividades desarrolladas por las universidades, presentes en todas las regiones de la Unión, «tienen un impacto local económico, social y cultural a menudo importante, lo cual las convierte en un instrumento de desarrollo regional y de consolidación de la cohesión europea» (p. 24).

Dos años antes de esta comunicación –de vuelta a la legislación española y como se ha señalado con anterioridad– se aprobaba la LOU. En ella, las funciones de la Universidad se concretan en:

a) La creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura.

b) La preparación para el ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la creación artística.

c) La difusión, la valorización y la transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de la vida y del desarrollo económico.

d) La difusión del conocimiento y la cultura a través de la extensión universitaria y la formación a lo largo de toda la vida.

(Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades,

Título Preliminar, Artículo 1).

Como puede comprobarse, se introduce aquí un aspecto novedoso que tendrá un amplio recorrido: el de la formación a lo largo de la vida. Más concretamente, en la exposición de motivos se afirma al respecto que la sociedad exige una formación permanente «no sólo en el orden macroeconómico y estructural sino también como modo de autorrealización personal. Una sociedad que persigue conseguir el acceso masivo a la información necesita personas capaces de convertirla en conocimiento mediante su ordenación, elaboración e interpretación». Y es que, como señala Mayordomo Pérez (2015), la educación a lo largo de la vida es fundamental porque contribuye a «consolidar una cultura de los valores democráticos, a fundamentar bien una cultura política, a articular efectivamente competencias para una cultura del ejercicio cívico» (p. 197); en otras palabras, a cumplir con las obligaciones de la Universidad en tanto que servicio público.

Otro artículo importante en relación con la cultura es el número 33, dentro del Título VI de la LOU, en el que, entre las funciones docentes de la Universidad, se incluyen «las enseñanzas para el ejercicio de profesiones que requieren conocimientos científicos, técnicos o artísticos, y la transmisión de la cultura», todas ellas «misiones esenciales de la Universidad». Asimismo, en el Título IV, modificado por la reforma de la ley de 2007, dentro del artículo 42 se añade el apartado 4, que aborda los procedimientos para el acceso a la Universidad por parte de quienes no disponen de la titulación requerida, y se especifica al respecto que dicho sistema de acceso alternativo tiene como fin «facilitar la actualización de la formación y la readaptación profesionales y la plena y efectiva participación en la vida cultural, económica y social». De igual forma, el artículo 46, sobre derechos y deberes de los estudiantes, también añade un apartado que admite el derecho a «obtener reconocimiento académico por su participación en actividades universitarias culturales, deportivas, de representación estudiantil, solidarias y de cooperación».

Pero el más explícito en el terreno que aquí nos ocupa es el artículo 93,5 que lleva por título «De la cultura universitaria» y especifica que:

Es responsabilidad de la universidad conectar al universitario con el sistema de ideas vivas de su tiempo. A tal fin, las universidades arbitrarán los medios necesarios para potenciar su compromiso con la reflexión intelectual, la creación y la difusión de la cultura. Específicamente las universidades promoverán el acercamiento de las culturas humanística y científica y se esforzarán por transmitir el conocimiento a la sociedad mediante la divulgación de la ciencia (Ley Orgánica 4/2007, del 12 de abril, por la cual se Modifica la Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades, Título XIV, Artículo 93).

Llegados a este punto, puede afirmarse que el articulado de la LOU/LOMLOU reseñado en estas páginas no deja lugar a dudas sobre la voluntad de reflejar la enorme trascendencia de la cultura en la Universidad actual. No obstante, algunas críticas apuntan a la falta de rigor y concreción en la definición de esta dimensión sociocultural, «resultado de un planteamiento inmaduro, precipitado y heredero de las inercias del pasado» (Ariño, 2007: 18); a lo que se suma la falta de consistencia en la depuración léxica. A este respecto, se habla de cultura como «misión», «función» y «responsabilidad», pero además, en términos generales, los textos revisados adolecen de una escasa claridad en el contenido de dicha misión/función, limitándose a recoger distintos tipos de actividades e iniciativas que la Universidad viene desarrollando en este marco desde hace décadas.6 Otro de los aspectos negativos de la ley estatal actual deriva de su perspectiva jerárquica y unilateral acerca de la cultura, ya que únicamente identifica como tal las acciones de divulgación –es decir, de la Universidad hacia la sociedad–, ignorando las múltiples y diversas propuestas que, cada vez con mayor frecuencia, parten de la ciudadanía y enriquecen y dinamizan la vida universitaria (Ariño y González, 2012).7

Además de las leyes estatales y de las declaraciones y comunicaciones de carácter internacional abordadas en los párrafos precedentes, la cultura universitaria en el ámbito nacional también se ve afectada por la Ley del Patrimonio Histórico Español (1985), así como por las legislaciones autonómicas en esta materia. Como se tratará con mayor detalle en el capítulo dedicado específicamente al Àrea de Patrimoni Cultural de la Universitat de València, las universidades, sobre todo las históricas, son poseedoras de edificios y de bienes muebles que conforman colecciones histórico-artísticas, científicas, bibliográficas, técnicas, etc., de gran valor. Pero, además, por su propia naturaleza, tienen la particularidad de que la inmensa mayoría de uno de estos patrimonios, el científico –así como una parte muy importante del bibliográfico y documental–, les pertenece. A la obligación de desarrollar herramientas y programas para conocer, conservar, restaurar, poner en valor y difundir este diverso y abundante patrimonio, se suma la capacidad de interlocución que las leyes les reconocen en tanto que instituciones consultivas, y también el hecho de que en sus centros de investigación se estudien e investigen todos los campos de los que se ocupa el patrimonio (Ariño, 2018, 2017).

Otra fuente normativa importante en términos de Universidad y cultura son los estatutos por los que se rigen estos organismos, donde el término cultura aparece en distintos títulos y apartados, generalmente coincidentes. De acuerdo con la ley española, la función cultural suele figurar en los primeros artículos dedicados a la naturaleza, fines, principios, misión y objetivos de la Universidad, y pese a que existe diversidad en los enfoques, esta se muestra en todas las normas estatutarias como punto nuclear de la misión universitaria. En el caso de la Universitat de València, como se verá con mayor profundidad a lo largo de esta investigación, el artículo 3 alude a su compromiso en el fomento de la acción intelectual y cultural del siguiente modo:

… amb les garanties de racionalitat i universalitat que li són pròpies, és una institució difusora de cultura en el si de la societat. La Universitat de València facilita, estimula i acull les activitats intel·lectuals i crítiques en tots els camps de la cultura i del coneixement (Decret 45/2013, de 28 de març, del Consell de la Generalitat Valenciana, pel qual es modifiquen els Estatuts de la Universitat de València-Estudi General, Títol Preliminar, Article 3).

Además, en el apartado «e» del artículo 10, se reconoce el derecho de la comunidad universitaria a participar, entre otras iniciativas, en «la promoció i realització d’activitats culturals, esportives i recreatives». A lo que se suma la responsabilidad de la Universitat en materia de patrimonio, plasmada en el artículo 12:

El patrimoni cultural de la Universitat de València està constituït pels béns mobles i immobles de valor històric, artístic, arquitectònic, arqueològic, paleontològic, etnològic, documental, bibliogràfic, científic, tècnic o de qualsevol altra naturalesa cultural existent a la Universitat de València.

La Universitat es compromet a conservar i difondre els diferents valors d’aquest patrimoni i, en particular, la seua biblioteca històrica (Decret 45/2013, de 28 de març, del Consell de la Generalitat Valenciana, pel qual es modifiquen els Estatuts de la Universitat de València-Estudi General, Títol Preliminar, Article 12).

En resumen y como señala Ruiz Brox (2014: 26), según el marco normativo propio de la Universitat, la cultura se desarrolla en tres ámbitos diferenciados en función de los destinatarios a los que se dirige y de las actividades que promueve: «1. Ámbito orientado hacia fuera: extensión/difusión cultural a la sociedad. 2. Ámbito interior de innovación/creación cultural para su comunidad universitaria. 3. Ámbito patrimonial de conservación y difusión de sus bienes».

Más allá de sus Estatuts, los distintos planes estratégicos son también documentos clave en la definición y concreción de la misión cultural de la Universitat de València. Así, el Pla Estratègic 2012-2015 recogía como líneas de trabajo prioritarias «millorar el coneixement de les demandes de la comunitat universitària i de la societat valenciana en el camp de la cultura» (p. 31), «desenvolupar una programació integrada del conjunt de l’oferta cultural de la Universitat» (p. 32) y «dissenyar un pla de participació cultural a la UV» (p. 33) (Universitat de València, 2015). Por su parte, en el Pla Estratègic 2016-2019 se concibe la cultura en sentido amplio como todas aquellas actividades culturales, editoriales, deportivas, de bibliotecas o del Pla d’Igualtat que se desarrollan en el seno de la institución, y se propone entre sus objetivos estratégicos, orientar la acción cultural a la promoción de los valores de responsabilidad social y desarrollar actividades culturales que potencien la inclusión social de colectivos desprotegidos, además de incrementar la dimensión internacional de todas estas iniciativas. A ello hay que añadir el objetivo institucional de «reorientar l’activitat cultural de la UV, d’acord amb les potencialitats de les TIC,8 per adaptar-les a les missions de la Universitat» (Universitat de València, 2016: 41).

En este sentido, al hablar hoy en día de cultura universitaria se ha de tener muy presente –y parece que la Universitat de València lo está haciendo–9 la transformación profunda que está afectando en los últimos años a los procesos de producción y transmisión de conocimiento y a la propia cultura –auténtico fenómeno multimodal–,10 especialmente debido a las inmensas posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC). Malagón Plata (2006) afirma a este respecto que dichos procesos son cada vez menos jerárquicos y dependientes, y más colaborativos e interactuantes. Por ello y de forma creciente, los saberes serán recibidos y apropiados de diferentes maneras –ya lo están siendo–, tanto dentro como fuera de la Universidad: «la creatividad, la imaginación, la reflexión y el trabajo colectivo constituyen estrategias para el trabajo cognoscitivo. El campus universitario no tendrá límites y el aprendizaje será durante toda la vida, sin restricciones de tiempo y lugar» (p. 88).

En otro orden de cosas, cabe apuntar que, además de las universidades, instancias como la administración pública, el tercer sector o el mercado poseen competencias en materia de cultura, por lo que desde la política y la gestión universitaria se debe colaborar con estos sectores, siempre y cuando compartan sus valores y se enmarquen o subordinen a su misión y objetivos (Ariño, 2017). No obstante, hay que tener en cuenta que, nuevamente en gran medida por los cambios profundos en el paradigma comunicativo, la Universidad está experimentando en este sentido una pérdida de protagonismo debido a la proliferación de otros centros de saber, que además son muy heterogéneos; a lo que se añade el hecho de que dicho saber adopta cada vez más una lógica de tipo cooperativo (la lógica de la Web 2.0). Ante esta realidad, la institución universitaria solo puede abrirse al cambio y trabajar para ser más universal y al mismo tiempo más diversa, y en este contexto, «las posibilidades para la tercera función de la universidad son inconmensurables» (Ariño, 2007: 32-33).

Si históricamente las universidades han sido organizaciones dedicadas a la producción y transmisión del saber, posteriormente convertidas también en espacios para la investigación científica y técnica –sin olvidar su misión de liderazgo y representación social, a la que ya apuntaba Ortega y Gasset–, en los últimos tiempos han aparecido nuevos ámbitos de acción que redefinen el modelo universitario tal y como era concebido hasta hace solo unas décadas. Entre ellos destaca el creciente peso de la innovación tecnológica y la transferencia del conocimiento, por un lado, y el discurso de la responsabilidad social universitaria, por otro. Respecto al primero, especialmente desde los años ochenta del siglo XX se produce un auge de la investigación que tiene su reflejo en la proliferación de institutos y parques tecnológicos y científicos, empresas emergentes, etc. Una de sus derivadas será el surgimiento de las «universidades-empresa», centradas en esta supuesta «tercera misión» (transferencia económica de conocimiento) y orientadas a la productividad, que reducen el compromiso social de la Universidad a su capacidad como agente de desarrollo de las economías locales (Ariño, 2017). En este contexto en el que innovación se entiende exclusivamente como innovación tecnológica, obviando su dimensión sociocultural, es importante recordar lo que apunta el Dictamen del Comité Económico y Social Europeo (CESE) sobre La enseñanza superior europea en el mundo (2014): las universidades deberían estar «no solo en el centro de las políticas de investigación científica y de innovación tecnológica, sino también en el centro de la investigación capaz de contribuir a la producción de políticas sociales innovadoras y de cohesión social» (p. 72).

Por otro lado, el segundo discurso más en auge sobre el compromiso social de la Universidad con su entorno es el de la responsabilidad social universitaria (RSU),11 que en España surge para compensar el énfasis de la transferencia empresarial como tercera misión. En términos generales, ha habido una proliferación de actuaciones en este sentido, especialmente en Latinoamérica,12 pero no existe un marco normativo claro, aunque ha sido incorporada en ciertas áreas de conocimiento, equipos de gobierno universitarios y en la «Estrategia Universidad 2015» del Ministerio de Educación (Ariño, 2017: 92).13 En este último caso, en el documento La Responsabilidad Social de la Universidad y el Desarrollo Sostenible (2011: 10), el Ministerio apunta lo siguiente:

La simplificación de una Tercera Misión que se limitaría a un enfoque de transferencia, comercialización y participación en procesos de innovación ha sido analizada ampliamente, y, en algunos casos, contestada, por olvidar aspectos fundamentales de la nueva Universidad.

En el contexto, la Estrategia Universidad 2015 propugna una Universidad que equilibre esta Tercera Misión en dos direcciones. Por un lado, en el sentido clásico […] y, por otro, en relación con la «Responsabilidad social de la Universidad y el desarrollo sostenible». Esta perspectiva permite reconocer el papel de la Tercera Misión en el caso de aquellas actividades universitarias que, sin conllevar una actividad económica en el proceso de relación con la sociedad o la empresa (transferencia), suponen una contribución social respecto de ámbitos como la cooperación al desarrollo, la sostenibilidad ambiental, la integración y accesibilidad, u otras.

Una vez más, las definiciones y funciones que se engloban bajo el concepto de RSU son poco claras, pero, en cualquier caso, entre ellas se encuentra la capacidad de la Universidad de intervenir en la sociedad que la acoge, y a la vez, su responsabilidad a la hora de rendir cuentas sobre la actividad que desempeña, y todo ello a través de estrategias orientadas a un desarrollo sostenible. En este sentido, François Vallaeys (2008: 203-205) destaca tres puntos esenciales que se han de tener en cuenta: 1) La responsabilidad social como acatamiento de normas éticas universales de gestión para el desarrollo humano sostenible (buenas prácticas organizacionales reconocidas internacionalmente); 2) La gestión de los impactos y efectos colaterales que genera la organización, y 3) La responsabilidad social como participación de las partes interesadas (los stakeholders) en el quehacer de la organización.

No obstante, ante los riesgos que supone aplicar a la Universidad baremos provenientes del mundo empresarial –la RSU como adaptación de la responsabilidad social corporativa (RSC) al ámbito universitario–, cabe recordar que el mayor ejercicio de responsabilidad social que le corresponde a la institución universitaria no es otro que el del desarrollo de su condición de servicio público (Ariño, 2017). En otras palabras, el papel prioritario de la Universidad en este sentido es realizar «una gestión social del conocimiento para todos los actores sociales, que tenga como finalidad la construcción de una ciudadanía informada, responsable y participativa» (Gasca-Pliego y Olvera-García, 2011: 49). En definitiva, «repensar la función social de la universidad pública requiere defender los valores propios de la educación pública» (p. 55).

Tras el recorrido realizado hasta aquí sobre la función social de la Universidad y su misión cultural, puede concluirse que, desde el proceso iniciado en la Transición a la democracia con la aprobación de la LRU, hasta la actualidad, se ha logrado la consagración de la extensión universitaria mediante su institucionalización y la creación de las estructuras organizativas necesarias para su implementación. Además, también se ha producido una formidable ampliación de las acciones que se incluyen bajo este enunciado (cuyo significado, por esta y otras razones, se ha transformado significativamente), motivada en buena medida por la generalización de las TICO (tecnologías de la información, comunicación y organización) (Ariño y González, 2012). No obstante, respecto a estas –y las tecnologías de uso general (TUG)–, «todavía no se ha aprovechado suficientemente […] para crear factorías de ideas, laboratorios de innovación sociocultural o espacios de mediación con la sociedad y sus organizaciones» (Ariño, 2017: 99), por lo que las posibilidades de desarrollo y diversificación aún por explorar en esta línea siguen siendo muy potentes.

Independientemente de las nuevas formas que la misión cultural de las universidades pueda adoptar –y que, de hecho, ya está adoptando–, esta debe seguir proporcionando –sin menoscabo de la necesaria (y obligada por ley) formación técnica y científica del estudiantado– una «formación integral que permita a la institución intervenir en el entorno con las suficiencias necesarias para generar dinámicas de cambio hacia una sociedad más justa y solidaria» (Malagón, 2006: 90). Con este fin, el compromiso social y la función cultural se hallan y ejercen, dentro de la Universidad, a través de todos sus órganos, departamentos y estructuras. Solo así es posible formar a ciudadanas y ciudadanos responsables y conscientes de las problemáticas y los retos más urgentes del mundo contemporáneo, y trabajar en la propuesta de soluciones, al tiempo que se realiza «una gestión administrativa transparente, planificada, coherente y contrastada con la realidad» (Ayala, 2015: 2). Y en el centro de todo ello se sitúa la creación de espacios de participación para el debate abierto con la ciudadanía y para la innovación sociocultural, imprescindibles para el fomento de la inserción real de la Universidad en su entorno y de la sociedad en la Universidad, verdadera expresión de la naturaleza de servicio público que define y da sentido a esta última.

Con un legado de 520 años que hacen de ella una de las universidades más antiguas de España, y con La Nau - Estudi General como el principal emblema de su historia, y a la vez de su política cultural, la Universitat de València ha logrado erigirse en una pieza fundamental de la ciencia, la cultura y el pensamiento valenciano, gracias en gran medida a su extraordinaria experiencia de extensión universitaria dentro y fuera de la institución. Esta entidad de conocimiento, investigación y creatividad, que atesora un vasto y rico patrimonio y que, muy especialmente en los últimos años, se ha convertido en lugar privilegiado de innovación científico-tecnológica, pero también sociocultural, tomó una trascendental y acertada decisión a las puertas de la celebración de su quinto centenario: convertir su sede histórica en centro cultural.

Dos décadas después, La Nau se ha consolidado como espacio de encuentro Universidad-sociedad a través de la participación de instituciones, organizaciones y colectivos culturales y cívicos que, «en la búsqueda de modelos alternativos y emergentes», promueven junto a la Universitat todo tipo de actividades e iniciativas culturales (Ruiz Brox, 2014: 3). Buena prueba de ello son los premios y reconocimientos que le han sido concedidos en los últimos años, como el otorgado en 2013 al Vicerectorat de Cultura, Igualtat i Planificació por parte de la Cartelera Turia «a la millor contribució cultural de la ciutat de València». En 2014, el Centre Cultural La Nau recibió el premio de la revista Tendencias a la mejor gestión cultural, y a través de la figura del vicerrector de Cultura i Igualtat, Antonio Ariño, la Universitat fue condecorada con la Orden de las Palmas Académicas del Ministerio de Cultura francés por el apoyo a la cultura del país vecino. Recientemente, en 2018, La Nau fue también distinguida con la Medalla al Mérito de las Bellas Artes, concedida por la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, además de recibir el Premio de la Facultat de Belles Arts de la Universitat Politècnica de València, la Medalla Sant Carles, en su XXIII edición.

A partir de este momento, las páginas que siguen no pretenden sino describir y poner en valor los hechos concretos que dan cuenta del intenso y extenso trabajo que la Universitat de València ha realizado en materia cultural desde la aprobación de los Estatuts de 1985 hasta la actualidad, y que le ha valido los reconocimientos aludidos. En el camino que ahora se inicia, como ya se indicó en la nota preliminar, no se prestará atención solo a la acción desarrollada por los sucesivos vicerrectorados de cultura y extensión universitaria, aunque su rol central obligue a otorgarles el peso más significativo. Por el contrario, se tratará de reflejar cómo lo conseguido hasta el momento –con sus luces y sombras– ha sido posible únicamente por el esfuerzo conjunto, de coordinación y creación de sinergias tanto desde los distintos centros, unidades, departamentos y servicios de la Universitat,14 como entre administraciones públicas, empresas privadas, otras universidades, colectivos y organizaciones de la sociedad civil, además, por supuesto, del propio estudiantado. Una vez más, es la vocación de servicio público traducida en el compromiso en/con/para la sociedad, y con la cultura como valor estratégico, lo que convierte a la Universitat de València en un agente de desarrollo y transformación social que trabaja insistentemente –pese a los errores y limitaciones– para lograr mayores cuotas de justicia, igualdad, bienestar y democracia.

1. Este no es el lugar para realizar un recorrido por el extenso y complejo concepto de cultura, y tampoco es objetivo de la presente investigación disertar sobre las nociones de política y gestión cultural (universitaria o no universitaria). Se remite para ello a la siguiente bibliografía básica, que incluye tanto referencias clásicas como contemporáneas: Ariño, 2019, 2017, 2007; Ariño y González, 2012; Barrera, 2013; Cantos y González, 2007; Catalán y González, 2014; Comisión de Cultura de la Asociación Mundial de Ciudades y Gobiernos Locales Unidos, 2004; Cuche, 1999; Díaz y Guzmán, 2010; Eagleton, 2001; Eliot, 2003; García Canclini, 2004; Geertz, 2003; Girard, 2006; Gombrich, 2004; González Quirós, 2003; Hawkes, 2001; Malinowski, 1984; Martinell, 2007, 2003; Martinell y López, 2008; Moreno González, 2013; Olmos, 2009; Rausell, 2007; Restrepo, 2003; Rodríguez, 2007; Thompson, 1998; UNESCO, 1998, 1997, 1982; Vidal-Beneyto, 1981.

2. Además de la Extensión Universitaria, también se impulsó desde la Universidad de Oviedo en estos momentos la Universidad Popular, creada en 1898 por el tipógrafo francés Jorge Deherme y que buscaba «promocionar una cultura obrera autóctona para formar así una “elite proletaria” que sería el núcleo vivo de la sociedad futura» (Moreno Sáez, 2004).

3. Estos recibirán nombres distintos según la universidad: Vicerrectorado de Extensión Universitaria, Extensión Cultural o Actividades Culturales (Ariño y González, 2012: 118). A partir de entonces, cada universidad organiza y desarrolla la misión cultural siguiendo su propia estrategia, aunque hay elementos comunes: pese a que distintos órganos y servicios se encargan de gestionar dicha función, normalmente existe una entidad superior (por ejemplo, un vicerrectorado), que ejerce la función representativa y engloba varias dimensiones de esta misión. No obstante, son diversas las estructuras que suelen asumir pequeñas parcelas (divulgación científica, publicaciones, deportes y actividad física, universidades de verano y universidades de personas mayores, etc.) y cuya dependencia del Vicerrectorado de Cultura (o similar) obedece más a factores discrecionales que a una coherencia funcional. Para más información, véase Ariño (2017: 95-96).

4. Ley Orgánica 4/2007, del 12 de abril, por la cual se modifica la Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades.

5. Previamente, el artículo 92 aborda la promoción de actividades e iniciativas para «la cultura de la paz, el desarrollo sostenible y el respeto al medio ambiente» (LOMLOU, Título XIV, Artículo 92).

6. Véase en este sentido la pluralidad de significados del término cultura que pueden extraerse de las diversas leyes citadas (Ariño, 2017: 88).

7. Como ejemplo en el ámbito local, la Universitat de València abre vías de participación ciudadana a través del debate (como el reciente espacio Acadèmia Pública), del arte (mediante programas como «Art Públic/Universitat Pública» o propuestas expositivas que colectivos sociales y particulares hacen llegar al Àrea d’Exposicions del Vicerectorat de Cultura i Esport), de la acogida en sus distintos centros de propuestas cívicas de todo tipo o de la colaboración en la rehabilitación social y patrimonial de los barrios que albergan edificios de la Universitat (como puede ser el Barri del Carme en el caso del Col·legi Major Rector Peset o el de Botànic-Jesuïtes respecto al histórico Jardí Botànic, que tuvo un papel clave en la lucha impulsada por Salvem el Botànic contra el urbanismo desmesurado).

8. Tecnologías de la información y la comunicación.

9. Para la Universitat de València la comunicación tiene una importancia capital, y en el caso concreto que aquí nos ocupa, existe una línea específica para trabajar la cultura a través de la comunicación (destaca la labor realizada a este respecto por el equipo de comunicación del Centre Cultural La Nau, con Magda Ruiz Brox al frente, Ignacio Agote y Juan Jordán, y más generalmente por el Gabinete de Premsa de la Universitat). Asimismo, las estrategias comunicativas se han adaptado con los años –y siguen adaptándose– a los avances de las TIC, multiplicándose los medios, recursos y esfuerzos para informar y atraer de la manera más completa y eficaz posible tanto a la comunidad universitaria como a la sociedad en su conjunto. En resumen, a pesar del largo camino que aún queda por recorrer, la Universitat está demostrando ser consciente de que una parte fundamental de su responsabilidad social se traduce en el establecimiento de alianzas duraderas con el entorno, constituyendo los medios de comunicación en este sentido agentes esenciales de transformación social.

10. Tras la revolución que supuso la perspectiva antropológica y con las aportaciones de otras ciencias sociales, hoy en día la cultura solo puede ser concebida «desde una perspectiva compleja, como un fenómeno multidimensional». Este, además, se ha visto radicalmente afectado en toda su complejidad por la introducción de las NTIC, hasta el punto de poder hablar de un cambio de paradigma cultural, que Antonio Ariño describe en forma de decálogo: 1) Expansión constante de la esfera cultural especializada; 2) Puesta en cuestión de las jerarquías artísticas, relativismo y democracia cultural; 3) Mediatización de la cultura o experiencia mediada; 4) Centralidad del consumo cultural y deriva de la cultura hacia el entretenimiento; 5) Ampliación y reorganización de los modos de interacción; 6) Globalización cultural; 7) Carácter creativo e interactivo de las audiencias; 8) Amplia diferenciación cultural y segmentación de audiencias; 9) La individualización y los derechos culturales; 10) Metamorfosis de las políticas públicas (para más información, véase Ariño, 2007: 21-31).

11. Véase Vessuri (2008).

12. En este sentido, en su artículo sobre la «pertinencia» o función social de las universidades –entendiendo por «pertinencia» la capacidad de una universidad para formar a profesionales, y al mismo tiempo, a ciudadanas y ciudadanos preparados para la vida en su dimensión personal y social–, Malagón Plata (2006) apunta que, mientras que las universidades del Norte ponen el énfasis en lo cultural, lo político y los valores, las del Sur se preocupan más por procurar un acercamiento y una articulación exitosa con los sectores productivos, dado que, a diferencia de las primeras, en estas la vinculación universidad-empresa como expresión de la relación universidad-sociedad todavía no es un hecho. Esta conclusión se basa en un estudio de Yarzábal (1999) sobre la educación superior según las conferencias regionales preparatorias de la «Conferencia Mundial sobre Educación Superior» (París, 1998).

13. En torno a la RSU también se han celebrado foros por parte de los consejos sociales de las universidades, se han creado cátedras, organizado cursos y jornadas, elaborado documentos estratégicos desde la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) y otras instancias. Asimismo, la RSU ha dado nombre a vicerrectorados de universidades españolas como las de Navarra, Girona, Cádiz, Santiago de Compostela, la Universitat Politècnica de València, etc. (Ruiz Brox, 2014: 17).

14. Cabe destacar aquí el papel crucial que juegan las áreas de Programación, Producción, Administración y Gestión en la planificación, organización y ejecución de todas las actividades que se llevan a cabo (en el caso del Centre Cultural La Nau, además de muchas otras personas que han ocupado distintos puestos a lo largo de estos veinte años, en la actualidad hay que citar a Ana Bonmatí, Cristina Rovira, Amparo Soriano, Aránzazu Torrecillas, Susana Bas, Cristina Serra, Rosa Martínez, Ana Chillarón, Antoni Esteve, Inmaculada Ramos y Vicent Zaragozá, entre otros). Sin el trabajo de dichas áreas ninguna iniciativa cultural –o de cualquier otra índole–, desde la más modesta hasta la más ambiciosa, podría pasar de mera idea o propuesta a convertirse en una realidad. Por supuesto, La Nau es viable como centro cultural igualmente por la labor que desarrolla el personal de servicios de empresas externas.

La cultura en la Universitat de València: 1985-2019

Подняться наверх