Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 37

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Capítulo XXXVI

Pocos días después de esta reunión, los periódicos anunciaron al mundo que la esposa de Thomas Palmer, había dado a luz sin contratiempos a un hijo y heredero; un párrafo muy interesante y satisfactorio, al menos para todos los conocidos cercanos que ya estaban enterados del evento.

Este suceso, de gran trascendencia para la felicidad de la señora Jennings, produjo una alteración pasajera en la distribución de su tiempo y afectó en forma parecida los compromisos de sus jóvenes amigas; pues, como deseaba estar lo más posible con Charlotte, iba a verla todas las mañanas apenas se vestía, y no volvía hasta el atardecer; y las señoritas Dashwood, por pedido especial de los Middleton, pasaban todo el día en Conduit Street. Si hubiera sido por su propia comodidad, habrían preferido permanecer, al menos durante las mañanas, en la casa de la señora Jennings; pero no era esto algo que se pudiera imponer en contra de los deseos de todo el mundo. Sus horas fueron traspasadas entonces a lady Middleton y a las dos señoritas Steele, para quienes el valor de su compañía era tan menguado como grande era la porfía con que aparentaban buscarla.

Las Dashwood eran demasiado lúcidas para ser buena compañía para la primera; y para las últimas eran motivo de envidia, pues las consideraban intrusas en sus territorios, partícipes de la amabilidad que ellas deseaban monopolizar. Aunque nada había más amable que el trato de lady Middleton hacia Elinor y Marianne, en realidad no le gustaban ni pizca. Como no la adulaban ni a ella ni a sus niños, no podía creer que fueran de buen natural; y como eran aficionadas a la lectura, las imaginaba satíricas: quizá no sabía exactamente qué era ser satírico, pero eso tanto le daba. En el lenguaje común traía consigo una censura, y la aplicaba sin mayor cuidado.

Su presencia coartaba tanto a lady Middleton como a Lucy. Restringían el ocio de una y la ocupación de la otra. Lady Middleton se sentía cohibida frente a ellas por no hacer nada; y Lucy temía que la despreciaran por ofrecer las lisonjas que en otros momentos se enorgullecía de idear y administrar. La señorita Steele era la menos afectada de las tres por la presencia de Elinor y Marianne, y solo dependía de estas que la aceptara por completo. Habría bastado con que una de las dos le hiciera un relato completo y detallado de todo lo acontecido entre Marianne y el señor Willoughby, para que se hubiera sentido totalmente recompensada por el sacrificio de cederles el mejor lugar junto a la chimenea después de la cena, gesto que la llegada de las jóvenes demandaba. Pero esta oferta conciliatoria no le era concedida, pues aunque con frecuencia lanzaba ante Elinor expresiones de piedad por su hermana, y más de una vez dejó caer frente a Marianne una reflexión sobre la inconstancia de los galanes, no producía ningún efecto más allá de una mirada de indiferencia de la primera o de disgusto en la segunda. Con un esfuerzo menor todavía, se habrían ganado su amistad. ¡Si tan solo le hubieran hecho burlas a causa del reverendo Davies! Pero estaban tan poco dispuestas, igual que las demás, a complacerla, que si sir John cenaba fuera de casa podía pasar el día completo sin escuchar ninguna otra burla al respecto sino las que ella misma tenía la gentileza de administrarse.

Todos estos celos y pesares, sin embargo, pasaban tan totalmente inadvertidos para la señora Jennings, que pensaba que estar juntas era algo que encantaba a las muchachas; y así, cada noche felicitaba a sus jóvenes amigas por haberse librado de la compañía de una anciana estúpida durante tanto rato. Algunas veces se les unía en casa de sir John y otras en su propia casa; pero dondequiera que fuese, siempre llegaba de excelente humor, llena de júbilo e importancia, atribuyendo el bienestar de Charlotte a los cuidados que ella le había prodigado y lista para darles un informe tan exacto y detallado de la situación de su hija, que solo la curiosidad de la señorita Steele podía desear. Había una cosa que la desazonaba, y sobre ella se quejaba a diario. El señor Palmer persistía en la opinión tan extendida entre su sexo, pero tan poco paternal, de que todos los recién nacidos eran iguales; y aunque ella percibía con toda claridad en distintos momentos la más asombrosa semejanza entre este niño y cada uno de sus parientes por ambos lados, no había forma de convencer de ello a su padre, ni de hacerlo reconocer que no era exactamente como cualquier otra criatura de la misma edad; ni siquiera se lo podía llevar a admitir la simple afirmación de que era el niño más guapo del mundo.

Llego entonces al relato de una mala pasada que por esta época sobrevino a la señora de John Dashwood. Aconteció que durante la primera visita que le hicieron sus dos cuñadas junto a la señora Jennings en Harley Street, otra de sus conocidas llegó de súbito, circunstancia que, en sí misma, aparentemente no podía causarle ningún mal. Pero mientras la gente se deje llevar por su imaginación para formarse juicios equivocados sobre nuestra conducta y la califique basándose en meras apariencias, nuestra felicidad estará siempre, en una cierta medida, a merced de la suerte. En esta ocasión, la dama que había llegado últimamente dejó que su fantasía excediera de tal manera la verdad y la probabilidad, que el solo escuchar el nombre de las señoritas Dashwood y entender que eran hermanas del señor Dashwood, la llevó a concluir de inmediato que se estaban alojando en Harley Street; Y esta errónea interpretación produjo como resultado, uno o dos días después, tarjetas de invitación para ellas, al igual que para su hermano y cuñada, a una pequeña velada musical en su casa. La consecuencia de esto fue que la señora de John Dashwood debió someterse no solo a la enorme incomodidad de enviar su carruaje a buscar a las señoritas Dashwood, sino que, peor aún, debió soportar todo el desagrado de parecer hacerles alguna atención: ¿quién podría asegurarle que no iban a esperar salir con ella una segunda vez? Es verdad que siempre tendría en sus manos el poder para frustrar sus expectativas. Pero ello no era suficiente, porque cuando las personas se empeñan en una forma de conducta que saben errada, se sienten agraviadas cuando se espera algo mejor de ellas.

Marianne, entretanto, se vio llevada de manera tan paulatina a aceptar salir todos los días, que había llegado a serle lo mismo ir a algún lugar o no hacerlo; se preparaba callada y maquinalmente para cada uno de los compromisos vespertinos, aunque sin aguardar de ellos diversión alguna, y con frecuencia sin saber hasta el último momento adónde la llevarían.

Se había vuelto tan indiferente a su vestimenta y apariencia, que en todo el tiempo que dedicaba a su arreglo no les prestaba ni la mitad de la atención que recibían de la señorita Steele en los primeros cinco minutos que estaban juntas, después de estar lista. Nada escapaba a su minuciosa impertinencia y amplia curiosidad; veía todo y preguntaba todo; no quedaba satisfecha hasta saber el precio de cada parte del vestido de Marianne; podría haber calculado cuántos trajes tenía mejor que la misma Marianne; y no perdía las esperanzas de descubrir antes de que se dejaran de ver, cuánto gastaba semanalmente en lavado y de cuánto disponía al año para sus gastos propios. Más aún, la insistencia de este tipo de escrutinios se veía coronada por lo general con un cumplido que, aunque pretendía ir de añadidura al resto de los halagos, era recibido por Marianne como la mayor indelicadeza de todas; pues, tras ser sometida a un examen que cubría el valor y hechura de su vestido, el color de sus zapatos y su peinado, estaba casi segura de escuchar que “según su opinión se veía de lo más elegante, y apostaría que iba a hacer muchísimas conquistas”.

Con estas enardecidas palabras fue despedida Marianne en la actual ocasión mientras se dirigía al carruaje de su hermano, el cual estaba preparado para abordar cinco minutos después de tenerlo ante su puerta, puntualidad no muy grata a su cuñada, que las había precedido a la casa de su amiga y esperaba allí alguna demora de parte de las jóvenes que pudiera incomodarla a ella o a su cochero.

Los acontecimientos de esa noche no tuvieron nada de extraordinario. La reunión, como todas las veladas musicales, incluía a una buena cantidad de personas que encontraba inmenso placer en el espectáculo, y muchas más que no conseguían ninguno; y, como siempre, los ejecutantes eran, en su propia opinión y en la de sus amigos íntimos, los mejores concertistas privados de Inglaterra.

Como Elinor no tenía talentos musicales, ni deseaba tenerlos, sin grandes escrúpulos desviaba la mirada del gran piano cada vez que deseaba hacerlo, y sin que ni la presencia de un arpa y un violoncelo se le impidieran, contemplaba con placer cualquier otro objeto de la estancia. En una de estas miradas errabundas, vio en el grupo de jóvenes al mismísimo de quien habían escuchado toda una conferencia sobre estuches de mondadientes en la joyería del señor Gray. Poco después lo vio mirándola a ella, y hablándole a su hermano con toda familiaridad; y acababa de decidir que averiguaría su nombre con este último, cuando ambos se le acercaron y el señor Dashwood se lo presentó como el señor Robert Ferrars.

Se dirigió a ella con desenvuelta cortesía y torció su cabeza en una inclinación que le hizo ver tan claramente como lo habrían hecho las palabras, que era exactamente el fanfarrón que le había descrito Lucy. Habría sido una suerte para ella si su afecto por Edward dependiera menos de sus propios méritos que del mérito de sus parientes más cercanos. Pues en tales circunstancias la inclinación de cabeza de su hermano le habría dado la puntilla final a lo que el mal humor de su madre y hermana habrían iniciado. Pero mientras reflexionaba con extrañeza sobre la diferencia entre los dos jóvenes, no le ocurrió que el vacío y orgullo de uno le quitara toda benevolencia de juicio hacia la modestia y valía del otro. Por supuesto que eran diferentes, le explicó Robert al describirse a sí mismo en el transcurso del cuarto de hora de conversación que mantuvieron; refiriéndose a su hermano, lamentó la extremada radicalización que, según él, le impedía alternar en la buena sociedad, atribuyéndola imparcial y generosamente mucho menos a una forma de ser innata que a la desgracia de haber sido educado por un preceptor particular; mientras que en su caso, aunque probablemente sin ninguna superioridad natural o material en especial, por la sencilla razón de haber gozado de las ventajas de la educación privada, estaba tan bien equipado como el que más para conquistar en el mundo.

—A fe mía —añadió—, creo que de eso se trata todo, y así se lo digo con frecuencia a mi madre cuando se lamenta por ello. “Mi querida señora”, le digo siempre, “no debe seguir preocupándose. El daño ya es irreparable, y ha sido por completo obra suya. ¿Por qué se dejó persuadir por mi tío, sir Robert, en contra de su propio juicio, de colocar a Edward en manos de un preceptor particular en el momento más crítico de su vida? Si tan solo lo hubiera enviado a Westminster como lo hizo conmigo, en vez de enviarlo al establecimiento del señor Pratt, todo esto se habría evitado”. Así es como siempre considero todo este asunto, y mi madre está completamente convencida de su equivocación.

Elinor no contradijo su opinión, puesto que, más allá de lo que creyera sobre las ventajas de la educación privada, no podía mirar con ningún tipo de satisfacción la estada de Edward en la familia del señor Pratt.

—Creo que ustedes viven en Devonshire —fue su siguiente observación—, en una casita de campo cerca de Dawlish.

Elinor lo corrigió en cuanto al emplazamiento, y a él pareció sorprenderle que alguien pudiera vivir en Devonshire sin vivir cerca de Dawlish. Le otorgó, sin embargo, su más cálida aprobación al tipo de casa de que se trataba.

—Por mi parte —dijo—, me apasionan las casas de campo; tienen siempre tanto confort, tanta elegancia. Y, lo prometo, si tuviera algún dinero de sobra, compraría un pequeño terreno y me construiría una próxima a Londres, adonde pudiera ir en cualquier instante, reunir a unos pocos amigos en torno mío y pasármelo bien. A todo el que piensa edificar algo, le aconsejo que construya una pequeña casa de campo. Un amigo, lord Courtland, se me acercó hace algunos días con el deseo de solicitar mi consejo, y me presentó tres proyectos de Bonomi6. Yo debía elegir el mejor de ellos. “Mi querido Courtland”, le dije enseguida, arrojando los tres al fuego, “no aceptes ninguno de ellos, pero sea como fuere constrúyete una casita de campo”. Y creo que con eso se lo dije todo. Algunos piensan que allí no habría comodidades, no habría espacio, pero están totalmente equivocados. El mes pasado estuve en casa de mi amigo Elliott, cerca de Dartford. Lady Elliott deseaba ofrecer un baile. “Pero, ¿cómo hacerlo?”, me dijo. “Mi querido Ferrars, por favor dígame cómo organizarlo. No hay ni una sola pieza en esta casita donde quepan diez parejas, ¿y dónde puede servirse la cena?”. Yo advertí pronto que no habría ninguna dificultad para ello, así que le dije: “Mi querida lady Elliott, no pase cuidado. En el comedor caben dieciocho parejas con holgura; se pueden colocar mesas para naipes en la salita; puede abrirse la biblioteca para servir té y otros refrescos; y haga servir la cena en el salón”. A lady Elliott le gustó la idea. Medimos el comedor y vimos que daba cabida justo a dieciocho parejas, y todo se dispuso precisamente según mi proyecto. De hecho, entonces, puede ver que basta saber arreglárselas para disfrutar de las mismas comodidades en una casita de campo o en la mansión más amplia.

Elinor estuvo de acuerdo con todo ello, porque no creía que él mereciera el cumplido de una oposición racional.

Como John Dashwood disfrutaba tan poco con la música como la mayor de sus hermanas, también había dejado a su mente en libertad de pensar; y fue así que esa noche se le ocurrió una idea que, al volver a casa, sometió a la aprobación de su esposa. La reflexión sobre el error de la señora Dennison al suponer que sus hermanas estaban hospedadas con ellos le había sugerido lo apropiado que sería tenerlas realmente como huéspedes mientras los compromisos de la señora Jennings la mantenían alejada del hogar. El gasto sería mínimo, y no mucho más los inconvenientes; y era, en definitiva, una atención que la delicadeza de su conciencia le señalaba como requisito para liberarse por completo de la promesa hecha a su padre. Fanny se asustó ante esta propuesta.

—No veo cómo podría llevarse a cabo —dijo—, sin ofender a lady Middleton, puesto que pasan todos los días con ella; de no ser así, me complacería mucho hacerlo. Sabes bien que siempre estoy dispuesta a brindarles todas las atenciones que me son posibles, y así lo demuestra el hecho de haberlas llevado conmigo esta noche. Pero son invitadas de lady Middleton. ¿Cómo puedo pedirles que la dejen?

Su esposo, aunque con gran humildad, no veía que sus peros fueran apabullantes.

—Ya ha pasado una semana de esta forma en Conduit Street, y a lady Middleton no le disgustaría que ellas les dieran la misma cantidad de días a parientes tan próximos.

Fanny hizo una breve pausa y luego, con renovado ímpetu, dijo:

—Amor mío, se lo pediría de todo corazón, si estuviera en mi poder hacerlo. Pero acababa de decidir para mí misma pedir a las señoritas Steele que pasaran unos pocos días conmigo. Son unas jovencitas muy educadas y buenas; y pienso que les debemos esta deferencia, considerando lo bien que se portó su tío con Edward. Verás que podemos invitar a tus hermanas algún otro año; pero puede que las señoritas Steele ya no vuelvan a venir a la ciudad. Estoy segura de que te gustarán; de hecho, ya sabes que sí te gustan, y mucho, y lo mismo a mi madre; ¡y a Harry le gustan tanto!

El señor Dashwood se dio por vencido. Entendió la necesidad de invitar a las señoritas Steele de inmediato, mientras la decisión de invitar a sus hermanas algún otro año tranquilizaba su conciencia; al mismo tiempo, sin embargo, tenía la perspicaz sospecha de que otro año haría innecesaria la invitación, ya que traería a Elinor a la ciudad como esposa del coronel Brandon, y a Marianne como huésped de ellos.

Fanny, regocijándose por su forma de escurrir el bulto y orgullosa del rápido ingenio que se le había facilitado, le escribió a Lucy la mañana siguiente, rogándole su compañía y la de su hermana durante algunos días en Harley Street apenas lady Middleton pudiera prescindir de ellas. Ello fue suficiente para hacer a Lucy verdadera y razonablemente feliz. ¡La señora Dashwood parecía estar personalmente disponiendo las cosas en su favor, alimentando sus esperanzas, favoreciendo sus intenciones! Una ocasión tal de estar con Edward y su familia era, por sobre todas las cosas, de importancia decisiva para sus intereses; y la invitación, lo más grato que podía haber para sus sentimientos. Era una ocasión frente a la cual todo agradecimiento parecía mísero, e insuficiente la velocidad con que se la aprovechara; y respecto de la visita a lady Middleton, que hasta ese momento había tenido límites difusos, de súbito se descubrió que siempre había estado pensada para terminar en dos días más.

Cuando a los diez minutos de haberla recibido le mostraron a Elinor la nota, debió compartir por primera vez parte de las expectativas de Lucy; tal muestra de desacostumbrada cortesía, dispensada a tan poco tiempo de conocerse, parecía anunciar que la buena voluntad hacia Lucy se originaba en algo más que una mera rabia hacia ella, y que el tiempo y la cercanía podrían llegar a favorecer a Lucy en todos sus deseos. Sus adulaciones ya habían subyugado el orgullo de lady Middleton y encontrado el camino hacia el frío corazón de la señora de John Dashwood; y tales resultados ampliaban las probabilidades de otros mayores aún.

Las señoritas Steele se mudaron a Harley Street, y todo cuanto llegaba a Elinor sobre su influencia allí la hacía estar más en guardia del evento. Sir John, que las visitó más de una vez, trajo noticias asombrosas para todos sobre el favor en que se las tenía. La señora Dashwood nunca en toda su vida había encontrado a ninguna joven tan simpática como a ellas; le había regalado a cada una un acerico, hecho por algún emigrado; llamaba a Lucy por su nombre de pila, y no sabía si alguna vez iba a poder separarse de ellas.

Joseph Bonomi (1739—1808), arquitecto, miembro de la Royal Academy.

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