Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 38

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Capítulo XXXVII

La señora Palmer se encontraba tan bien al término de dos semanas, que su madre sintió que ya no era necesario ocuparse de ella todo el día; y contentándose con visitarla una o dos veces durante la jornada, así dio fin a esta etapa para volver a su propio hogar y a sus propios hábitos, encontrando a las señoritas Dashwood muy dispuestas a retomar la parte que habían desempeñado en ellos.

Al tercer o cuarto día tras haberse reinstalado en Berkeley Street, la señora Jennings, que acababa de regresar de su visita cotidiana a la señora Palmer, entró con un aire de tan urgente importancia en la sala donde Elinor se encontraba a solas, que esta se preparó para escuchar algo prodigioso; y tras haberle dado solo el tiempo necesario para formarse tal idea, comenzó de inmediato a fundamentarla diciendo:

—¡Cielos! ¡Mi querida señorita Dashwood! ¿Supo la noticia?

—No, señora. ¿De qué se trata?

—¡Algo tan extraño! Pero ya le contaré todo. Cuando llegué a casa del el señor Palmer, encontré a Charlotte armando todo un alboroto en torno al niño. Estaba segura de que estaba muy enfermo: lloraba y estaba incómodo, y estaba todo cubierto de granitos. Lo examiné entonces de cerca, y “¡Cielos, querida!”, le dije. “No es nada, solo un sarpullido”, y la niñera opinó lo mismo. Pero Charlotte no, ella no estaba satisfecha, así que enviaron por el señor Donovan; y por suerte acababa de llegar de Harley Street, así que fue enseguida, y apenas vio al niño dijo lo mismo que nosotras, que no era nada sino un sarpullido, y así Charlotte se tranquilizó. Y entonces, justo cuando se iba, me vino a la cabeza, y no sé cómo se me fue a ocurrir pensar en eso, pero se me vino a la cabeza preguntarle si había alguna noticia. Y entonces él puso esa sonrisita afectada y tonta, y fingió todo un aire de gravedad, como si supiera esto y lo otro, hasta que al fin susurró: “Por temor a que algún informe desagradable llegara a las jóvenes bajo su cuidado sobre la indisposición de su cuñada, creo aconsejable decir que, en mi opinión, no hay motivo de alarma; espero que la señora Dashwood se recupere totalmente”.

—¡Cómo! ¿Está enferma Fanny?

—Es lo mismo que yo le dije, querida. “¡Cielos!”, le dije. “¿Está enferma la señora Dashwood?”. Y allí salió todo a la luz; y en pocas palabras, según lo que me pude enterar, parece ser esto: el señor Edward Ferrars, el mismísimo joven con quien yo solía hacerle a usted bromas (aunque, como han resultado las cosas, ahora estoy contentísima de que ciertamente no hubiera nada de eso), el señor Edward Ferrars, al parecer, ¡ha estado comprometido desde hace más de un año con mi prima Lucy! ¡Ahí tiene, querida! ¡Y sin que nadie supiera ni una palabra del asunto, salvo Nancy! ¿Lo habría creído posible? No es en absoluto extraño que se gusten, ¡pero que las cosas avanzaran tanto entre ellos, y sin que nadie lo sospechara! ¡Eso sí que es extraño! Jamás llegué a verlos juntos, o con toda seguridad lo habría descubierto enseguida. Bueno, y entonces mantuvieron todo esto muy en secreto por temor a la señora Ferrars, y ni ella ni el hermano de usted ni su cuñada sospecharon nada de todo el asunto... hasta que esta misma mañana, la pobre Nancy, que, como usted sabe, es una criatura muy bien intencionada, pero nada en el terreno de las conspiraciones, lo soltó todo. “¡Cielos!”, pensó para sí, “le tienen tanto cariño a Lucy, que seguro no se opondrán a ello”; y así, vino y se fue a casa de su cuñada, señorita Dashwood, que estaba sola bordando su tapiz, sin imaginar lo que se le venía encima... porque acababa de decirle a su hermano, apenas hacía cinco minutos, que pensaba armarle a Edward un casamiento con la hija de algún lord, no me acuerdo cuál. Así que ya puede imaginar el golpe que fue para su vanidad y orgullo. En seguida le dio un ataque de histeria, con tales gritos que hasta llegaron a oídos de su hermano, que se encontraba en su propio gabinete abajo, pensando en escribir una carta a su mayordomo en el campo. Entonces corrió escaleras arriba y allí ocurrió una escena terrible, porque para entonces se les había unido Lucy, sin soñar siquiera lo que ocurría. ¡Pobre criatura! Lo siento por ella. Y créame, pienso que se comportaron muy duros; su cuñada la reprendió hecha un basilisco, hasta hacerla desmayar. Nancy, por su parte, cayó de rodillas y lloró amargamente; y su hermano se paseaba por la habitación diciendo que no sabía cómo obrar. La señora Dashwood dijo que las jóvenes no podrían quedarse ni un minuto más en la casa, y su hermano también tuvo que arrodillarse para convencerla de que las dejara al menos hasta que hubiesen hecho el equipaje. Y entonces ella tuvo otro ataque de histeria, y él estaba tan asustado que mandó a buscar al señor Donovan, y el señor Donovan encontró la casa toda hecha un manicomio.

El carruaje estaba listo en la puerta para llevarse a mis pobres primas, y justo estaban subiendo cuando él salió; la pobre Lucy, me contó, se encontraba en tan malas condiciones que apenas podía caminar; y Nancy estaba casi igual de mal. Déjeme decirle que no tengo paciencia con su cuñada; y espero con todo el corazón que se casen, a pesar de su oposición. ¡Dios! ¡Cómo se va a poner el pobre señor Edward cuando lo sepa! ¡Que hayan maltratado así a su amada! Porque dicen que la quiere muchísimo, con todas sus fuerzas. ¡No me extrañaría que sintiera la mayor de las pasiones! Y el señor Donovan opina lo mismo. Conversamos mucho con él sobre esto; y lo mejor de todo es que él volvió a Harley Street, para estar presente cuando se lo dijeran a la señora Ferrars, porque enviaron por ella apenas mis primas dejaron la casa y su cuñada estaba segura de que también ella se iba a poner histérica; y bien puede ponerse, por lo que a mí me importa. No le tengo compasión a ninguno de ellos. Nunca he conocido a gente que haga tanto jaleo por asuntos de dinero y de grandeza. No hay ningún motivo en el mundo por el que el señor Edward y Lucy no puedan casarse; estoy segura de que la señora Ferrars puede permitirse velar muy bien por su hijo; y aunque Lucy personalmente casi no tiene nada, sabe mejor que nadie cómo sacar el mayor provecho de cualquier cosa; y yo diría que si la señora Ferrars le asignara aunque fueran quinientas libras anuales, podría hacerlas lucir lo mismo que otra persona haría con ochocientas. ¡Cielos! ¡Qué cómodos podrían vivir en una casita como la de ustedes, o un poco más grande, con dos doncellas y dos criados; y creo que yo podría ayudarlos en lo de las doncellas, porque la mía, Betty, tiene una hermana sin trabajo que les vendría de perlas!

La señora Jennings acabó su discurso, y como Elinor tuvo el tiempo necesario para ordenar sus pensamientos, pudo responder y hacer los comentarios que se suponía debía despertar en ella el asunto en cuestión. Contenta de saber que no era sospechosa de tener ningún interés particular en él y que la señora Jennings (como últimamente varias veces le había parecido ser el caso) ya no se la imaginaba encariñada con Edward; y feliz sobre todo porque no estuviera ahí Marianne, se sintió muy capaz de hablar del asunto sin amilanarse y dar una opinión imparcial, según creía, sobre la conducta de cada uno de los interesados.

No sabía Elinor muy bien cuáles eran en verdad sus propias expectativas al respecto, aunque se esforzó empecinadamente en alejar de ella la idea de que pudiera terminar de otra forma que con el matrimonio de Edward y Lucy. Sí estaba ansiosa de saber lo que diría y como obraría la señora Ferrars, aunque no cabían muchas dudas en cuanto a su naturaleza, y más ansiosa todavía de saber cómo se comportaría Edward. Sentía bastante compasión por él; por Lucy, muy poca... e incluso le costó algo de trabajo mantener ese poco; por el resto, ninguna.

Como la señora Jennings continuaba con el tema, muy pronto Elinor se dio cuenta que sería necesario preparar a Marianne para discutirlo. Sin pérdida de tiempo había que desengañarla, ponerla al tanto de la verdad y conseguir que escuchara los comentarios de los demás sin revelar ninguna zozobra por su hermana, y tampoco ningún resentimiento hacia Edward.

Ardua era la tarea que debía cumplir Elinor. Iba a tener que destruir lo que en verdad creía ser el principal alivio de su hermana: dar detalles sobre Edward que temía lo harían desmerecer para siempre a los ojos de Marianne; y hacer que por el parecido entre sus situaciones, que ante la viva imaginación de ella parecería extraordinario, debiera revivir una vez más su propia desilusión. Pero ingrata como debía ser tal tarea, había que cumplirla y, en consecuencia, Elinor no la demoró.

Lejos estaba de desear detenerse demasiado en sus propios sentimientos o de mostrar que sufría mucho, a no ser que el dominio sobre sí misma que había practicado desde el momento en que supo del compromiso de Edward le indicara que sería útil frente a Marianne. Su relato fue claro y sencillo; y aunque no pudo estar desprovisto de emoción, no fue acompañado ni de agitación violenta ni de arrebatos de dolor. Eso correspondía más a la oyente, porque Marianne escuchó todo horrorizada y lloró sin parar. Por lo general, Elinor tenía que consolar a los demás cuando ella estaba afligida tanto como cuando ellos lo estaban; y así, confortó a Marianne al ofrecerle la certidumbre de su propia tranquilidad y una vigorosa defensa de Edward frente a todos los cargos, salvo el de imprudencia.

Pero Marianne no dio crédito durante un buen rato a ninguno de los argumentos de Elinor. Edward parecía un segundo Willoughby; y si Elinor admitía, como lo había hecho, que sí lo había amado de corazón, ¡cómo podía sentir menos que ella! En cuanto a Lucy Steele, la consideraba tan del todo despreciable, tan totalmente incapaz de atraer a ningún hombre con sentimientos, que no la iban a poder convencer primero de creer, y después de perdonar, que Edward hubiera sentido antes ningún afecto por ella. Ni siquiera admitía que hubiese sido algo normal; y Elinor abandonó sus esfuerzos, dejando que algún día la convenciera de que si así eran las cosas lo único que podía llegar a convencerla era un conocimiento más profundo del ser humano.

En su primer intento de comunicación, no había podido ir más allá de establecer el hecho del compromiso y el tiempo que tenía de existencia. Irrumpieron entonces las emociones de Marianne, poniendo fin a todo orden en la descripción de los pormenores; y durante algunos momentos, todo lo que pudo hacerse fue calmar su aflicción, tranquilizar sus temores y combatir su resentimiento. La primera pregunta que hizo, y que abrió el camino a nuevos detalles, fue:

—¿Y cuánto tiempo hace que lo sabes, Elinor? ¿Te ha escrito él?

—Lo he sabido desde hace cuatro meses. Cuando Lucy fue por primera vez a Barton Park el pasado noviembre, me habló en privado de su compromiso. Ante estas palabras, Marianne expresó con sus ojos lo que sus labios no podían formular. Tras un momento de asombrado silencio, exclamó:

—¡Cuatro meses! ¿Lo has sabido durante cuatro meses?

Elinor lo afirmó con la cabeza.

—¡Cómo! ¿Mientras cuidabas de mí cuando yo estaba sumida en el dolor, tu corazón cargaba con todo esto? ¡Y yo que te he echado en cara ser feliz!

—No era bueno que en esos momentos tú supieras cuán opuesto a eso era mi sentir.

—¡Cuatro meses! —volvió a exclamar Marianne—. ¡Y tú tan tranquila, tan alegre! ¿En qué te has sostenido?

—En sentir que estaba cumpliendo mi obligación. Mi promesa a Lucy me imponía el secreto. Le debía a ella, entonces, evitar cualquier indicio de la verdad; y le debía a mi familia y a mis amigos evitarles una preocupación por causa mía que no estaría en mis manos solucionar.

Lo anterior pareció sacudir fuertemente a Marianne.

—Con frecuencia he querido sacarte a ti y a mamá del engaño —añadió Elinor—, y una o dos veces he intentado hacerlo; pero sin traicionar la confianza que habían depositado en mí, jamás las habría convencido.

—¡Cuatro meses! ¡Y todavía lo amabas!

—Sí, pero no lo amaba solo a él; y mientras me importara tanto el bienestar de otras personas, me alegraba ahorrarles el conocimiento de lo mucho que sufría. Ahora puedo pensar y hablar de todo ello sin afectarme demasiado. No querría que sufrieras por mi causa; porque te aseguro que yo ya no sufro mucho. Tengo muchas cosas en qué sustentarme. No creo haber causado esta desilusión con ninguna imprudencia mía y la he sobrellevado, en lo que me ha sido posible, sin pregonarla a los cuatro vientos. Absuelvo a Edward de toda conducta en esencia impropia. Le deseo mucha felicidad; y estoy tan segura de que siempre cumplirá con su deber que, aunque ahora pueda abrigar algún arrepentimiento, a la larga será feliz. Lucy no carece de juicio, y ese es el pilar sobre el que se puede construir todo lo que es bueno. Y después de todo, Marianne, después de lo fascinante que puede ser la idea de un amor único y permanente y de todo cuanto pueda ponderarse una felicidad que depende por completo de una persona en especial, las cosas no son así... no es adecuado... no es posible que lo sean. Edward se casará con Lucy; se casará con una mujer superior en aspecto e inteligencia a la mitad de las personas de su sexo; y el tiempo y la costumbre le enseñarán a olvidar que alguna vez creyó a alguna otra superior a ella.

—Si es así como piensas —dijo Marianne—, si puede compensarse tan fácilmente la pérdida de lo que es más valioso, tu aplomo y tu dominio sobre ti misma son quizás un poco menos asombrosos. Se acercan más a lo que yo puedo comprender.

—Te entiendo. Crees que mis sentimientos jamás han sido muy poderosos. Durante cuatro meses, Marianne, todo esto me ha pesado en la mente sin haber podido hablar de ello a nadie en el mundo; sabiendo que, cuando lo supieran, tú y mi madre serían enormemente desgraciadas, e incluso así impedida de prepararlas para ello ni en lo más mínimo. Me lo contó... de alguna manera me fue impuesto por la misma persona cuyo más antiguo compromiso destrozó todas mis expectativas; y me lo contó, así lo pensé, con aire de triunfo. Tuve, por tanto, que vencer las sospechas de esta persona intentando parecer indiferente allí donde mi interés era más hondo. Y no ha sido solo una vez; una y otra vez he tenido que escuchar sus esperanzas y alegrías. Me he sabido separada de Edward para siempre, sin saber ni siquiera una circunstancia que me hiciera desear menos la unión. Nada hay que lo haya hecho menos digno de estima, ni nada que asegure que le soy indiferente. He tenido que luchar contra la mala voluntad de su hermana y la insolencia de su madre, y he sufrido los castigos de querer a alguien sin lucrarme de sus ventajas. Y todo esto ha estado ocurriendo en momentos en que, como tan bien lo sabes, no era el único dolor que me afligía.

Si puedes creerme capaz de sentir alguna vez... con toda seguridad podrías suponer que he sufrido ahora. La tranquila mesura con que actualmente he llegado a tomar lo ocurrido, el consuelo que he estado dispuesta a aceptar, han sido producto de un titánico esfuerzo; no llegaron por sí mismos; en un comienzo no contaba con ellos para aliviar mi espíritu... no, Marianne. Entonces, si no hubiera estado ligada al silencio, quizá nada... ni siquiera lo que le debía a mis amigos más queridos... me habría impedido mostrar abiertamente que era muy desgraciada.

Marianne estaba completamente consternada.

—¡Ay, Elinor! —exclamó—. Me has hecho odiarme para siempre. ¡Qué desalmada he sido contigo! Contigo, que has sido mi único alivio, que me has acompañado en toda mi miseria, ¡que parecías sufrir únicamente por mí! ¿Así es como te lo agradezco? ¿Es esta la única recompensa que puedo ofrecerte? Porque tu valía me aplastaba, he estado intentando desconocerla.

A esta confesión siguieron las más tiernas caricias. Dado el estado de ánimo en que se encontraba ahora, Elinor no tuvo dificultad alguna para obtener de ella todas las promesas que requería; y a pedido suyo, Marianne se comprometió a no tocar nunca el tema con la más mínima apariencia de amargura; a estar con Lucy sin dejar traslucir el menor incremento en el desagrado que sentía por ella; e incluso a ver al mismo Edward, si el azar los juntaba, sin disminuir en nada su habitual cordialidad. Todas eran grandes concesiones, pero cuando Marianne sentía que había hecho algún daño, nada que pudiera hacer para repararlo le parecía mucho.

Cumplió con creces su promesa de ser discreta. Prestó atención a todo lo que la señora Jennings tenía que decir sobre el tema sin mudar de color, no discrepó con ella en nada, y tres veces se la escuchó decir “Sí, señora”. Su única reacción al escucharla alabar a Lucy fue cambiar de asiento, y cuando la señora Jennings mencionó el cariño de Edward, tan solo se le hizo un nudo en la garganta. Tantos avances en el heroísmo de su hermana hicieron que Elinor se sintiera capaz de afrontar todo.

La mañana siguiente las puso otra vez a prueba con la visita de su hermano, que llegó con un aspecto muy serio a discutir el nefasto asunto y traerles noticias de su esposa.

—Habrán sabido, supongo —les dijo con gran solemnidad, no bien se hubo sentado—, del excepcional descubrimiento que ayer tuvo lugar bajo nuestro techo.

Todos hicieron gestos de asentimiento; parecía un momento demasiado sublime para las palabras.

—Mi esposa —continuó— ha sufrido lo indecible. También la señora Ferrars... en suma, ha sido una escena muy difícil y dolorosa; pero confío en que capearemos la tormenta sin que ninguno de nosotros resulte demasiado deprimido. ¡Pobre Fanny! Estuvo con ataques histéricos todo el día de ayer. Pero no desearía alarmarlas demasiado. Donovan dice que no hay nada demasiado importante que temer; es de buena naturaleza y capaz de enfrentarse a cualquier cosa. ¡Lo ha sobrellevado con la entereza de un ángel! Dice que no volverá a pensar bien de nadie; ¡y no es de extrañar, tras haber sido engañada en esa forma! Recibir tanta ingratitud tras mostrar tanta bondad y entregar tanta confianza. Fue obedeciendo a la generosidad de su corazón que invitó a estas jóvenes a su casa; simplemente porque pensó que se merecían algunas atenciones, que eran unas muchachas inofensivas y bien educadas y que serían una compañía agradable; porque por otra parte ambos deseábamos enormemente haberte invitado a ti y a Marianne a quedarse con nosotros, mientras la gentil amiga donde se están quedando ahora atendía a su hija. ¡Y ahora verse así recompensados! “Con todo el corazón”, dice la pobre Fanny con su modo cariñoso, “deseaba que hubiéramos invitado a tus hermanas en vez de a ellas”.

Hizo en este momento una pausa, aguardando los agradecimientos del caso; y habiéndolos conseguido, continuó.

—Lo que sufrió la pobre señora Ferrars cuando Fanny se lo contó, es indescriptible. Mientras ella, con el más sincero afecto, había estado planificando la unión más conveniente para él, ¡cómo pensar que todo el tiempo él había estado comprometido con otra persona! ¡No se le habría pasado por la mente sospechar algo así! Y si hubiera sospechado la existencia de cualquier predisposición de parte de él, no la hubiera buscado por ese lado. “Ahí, se los aseguro”, dijo, “me habría sentido a salvo”. Ha sido un verdadero calvario para ella. Conversamos entre nosotros, entonces, sobre cómo debía obrarse, y finalmente ella decidió enviar a buscar a Edward. Él acudió. Pero me es muy triste contarles lo que sucedió. Todo lo que la señora Ferrars pudo decir para inducirlo a poner fin al compromiso, reforzado, como pueden suponer, por mis argumentos y las súplicas de Fanny, resultó inútil. El deber, el cariño, todo lo despreció. Jamás había pensado que Edward fuese tan empecinado, tan insensible. Su madre le explicó los generosos proyectos que tenía para él, en caso de que se casase con la señorita Morton; le dijo que le traspasaría las propiedades de Norfolk, las cuales, descontando las contribuciones, producen sus buenas mil libras al año; incluso le ofreció, cuando las cosas se pusieron mal, subirlo a mil doscientas; y por el contrario, si persistía en esta unión tan desventajosa, le describió las inevitables penurias que acompañarían su matrimonio. Le insistió en que las dos mil libras de que personalmente dispone serían todo su haber; no lo volvería a ver nunca más; y estaría tan lejos de prestarle la menor ayuda, que si él fuera a asumir cualquier profesión con miras a obtener un mejor ingreso, haría todo lo que estuviera en su mano para impedirle progresar en ella.

Ante esto, Marianne, en un arrebato de indignación, golpeó sus manos exclamando:

—¡Dios santo! ¡Cómo es posible!

—Bien puede sorprenderte, Marianne —replicó su hermano—, la obstinación capaz de resistir argumentos como esos. Tu exclamación es absolutamente lógica.

Marianne iba a protestar, pero recordó sus promesas, y se frenó.

—Todos estos esfuerzos, sin embargo —continuó él—, fueron inútiles. Edward dijo muy poco; pero cuando habló, lo hizo de la manera más decidida. Nada podría convencerlo de renunciar a su compromiso. Cumpliría con él, costase lo que costase.

—Entonces —exclamó la señora Jennings con súbita sinceridad, incapaz de seguir guardando silencio—, ha actuado como un hombre honrado. Le ruego me perdone, señor Dashwood, pero si él hubiera hecho otra cosa, habría pensado que era un villano. En algo me incumbe este asunto, al igual que a usted, porque Lucy Steele es prima mía, y creo que no hay mejor muchacha en el mundo, ni otra más merecedora de un buen marido.

John Dashwood no cabía en sí de asombro; pero era tranquilo por naturaleza, poco dado a irritarse, y nunca tenía intenciones de ofender a nadie, en especial a nadie con dinero. Fue así que replicó, sin ningún rencor:

—Por nada del mundo hablaría yo sin respeto de algún familiar suyo, señora. La señorita Lucy Steele es, me atrevería a decir, una joven muy digna, pero en el caso actual, debe saber usted que la unión no puede llevarse a cabo. Y haberse comprometido en secreto con un joven entregado al cuidado de su tío, especialmente el hijo de una mujer de tan gran fortuna como la señora Ferrars, quizás es, considerado en conjunto, un poquito fuera de lugar. En pocas palabras, no es mi intención desacreditar la conducta de nadie a quien usted estime, señora Jennings. Todos le deseamos la mayor felicidad a su prima, y la conducta de la señora Ferrars ha sido en todo momento la que adoptaría cualquier madre buena y consciente en semejantes circunstancias. Se ha comportado con dignidad y generosidad. Edward ha echado su propia suerte, y temo que le va a salir mal.

Marianne expresó con un lamento un temor parecido; y a Elinor se le encogió el corazón al pensar en los sentimientos de Edward mientras desafiaba las amenazas de su madre por una mujer que no podía recompensarlo.

—Bien, señor —dijo la señora Jennings—, ¿y cómo acabó todo?

—Me apena decir, señora, que con la más desgraciada ruptura: Edward ha perdido para siempre la consideración de su madre. Ayer abandonó su casa, pero ignoro a dónde se ha ido o si está todavía en la ciudad; porque, ciertamente, nosotros no podemos preguntar nada.

—¡Pobre joven! ¿Y qué va a ser de él?

—Sí, por cierto, señora. Qué pena da pensarlo. ¡Nacido con la expectativa de tanta riqueza! No puedo imaginar una situación más desventurada. Los intereses de dos mil libras, ¡cómo va a vivir una persona con eso! Y cuando, además, se piensa que, de no haber sido por su propia locura en tres meses más habría recibido dos mil quinientas libras anuales (puesto que la señorita Morton posee treinta mil libras), no puedo imaginar situación más nefasta. Todos debemos lamentarlo; y más aún considerando que ayudarlo está totalmente fuera de nuestras manos.

—¡Pobre joven! —exclamó la señora Jennings—. Les aseguro que de muy buen grado le daría alojamiento y comida en mi casa; y así se lo diría, si pudiera verlo. No está bien que tenga que costearse todo solo ahora, viviendo en posadas y tabernas.

Elinor le agradeció íntimamente por su deferencia hacia Edward, aunque no podía evitar reírse ante la forma en que era expresada.

—Si tan solo hubiese hecho por sí mismo —dijo John Dashwood— lo que sus amigos estaban dispuestos a hacer por él, estaría ahora en la situación que le corresponde y nada le habría faltado. Pero tal como son las cosas, ayudarlo está fuera del alcance de nadie. Y hay algo más que se está preparando en su contra, peor que todo lo anterior: su madre ha decidido, empujada por un estado de ánimo muy comprensible, asignar de inmediato a Robert las mismas propiedades que, en las condiciones adecuadas, habrían sido de Edward. La dejé esta mañana con su abogado, hablando de la herencia.

—¡Bien! —dijo la señora Jennings—, esa es su venganza. Cada uno lo hace a su manera. Pero no creo que yo me vengaría dando independencia económica a un hijo porque el otro se me había portado mal.

Marianne se levantó y marchó de la habitación.

—¿Puede haber algo más mortificante para el espíritu de un hombre —continuó John— que ver a su hermano menor dueño de una propiedad que podría haber sido suya? ¡Pobre Edward! Lo compadezco de corazón.

Tras algunos minutos más entregado al mismo tipo de expansiones, terminó su visita; y asegurándoles repetidas veces a sus hermanas que no había ningún peligro grave en la indisposición de Fanny y que, por lo tanto no debían preocuparse por ella, se fue, dejando a las tres damas con unánimes sentimientos sobre los sucesos del momento, al menos en lo que tocaba a la conducta de la señora Ferrars, la de los Dashwood y la de Edward.

La indignación de Marianne estalló no bien su hermano dejó la habitación; y como su explosión hacía imposible la reserva de Elinor e innecesaria la de la señora Jennings, las tres se unieron en una muy animada crítica de lo acontecido.

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