Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 54

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Capítulo IV

Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido reservada a la hora de elogiar al señor Bingley, confesó a su hermana lo mucho que lo admiraba.

—Es todo lo que un hombre joven debería albergar en su interior —dijo ella—, sensato, alegre, con sentido del humor; jamás había conocido modales tan desenvueltos, tanta naturalidad con una educación tan completa.

—Y también es apuesto —replicó Elizabeth—, lo cual nunca está de más en un joven. De forma que es un hombre completo.

—Me sentí muy lisonjeada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.

—¿No te lo esperabas? Yo sí. Esa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre te cogen de improviso, a mí, jamás. Era lo más normal que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo pasarle por alto que eras cinco veces más guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su galantería por eso. Bien, es cierto que es muy agradable, apruebo que te guste. Te han gustado muchas personas necias.

—¡Lizzy, querida!

—¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta predisposición a que te guste toda la gente. Nunca ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser humano.

—No quisiera ser injusta al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.

—Ya lo sé; y es eso lo que sorprende. Estar tan ciega para las locuras y tonterías de los demás, con el buen juicio que posees. Fingir inocencia es algo bastante normal, se ve en todas partes. Pero ser cándido sin alardes ni premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo más, y no decir nada de lo negativo, eso solo lo haces tú. Y también te complacen sus hermanas, ¿no es así? Sus modales no se parecen en nada a los de él.

—Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy simpáticas. La señorita Bingley va a venir a vivir con su hermano y a ocuparse de su casa. Y, o mucho me equivoco, o estoy segura de que encontraremos en ella a una vecina agradabilísima.

Elizabeth escuchaba en silencio, pero no estaba convencida. El comportamiento de las hermanas de Bingley no había sido a propósito para gustar a nadie. Mejor observadora que su hermana, con un temperamento menos dúctil y un juicio menos propenso a dejarse influir por las lisonjas, Elizabeth estaba poco dispuesta a aprobar a las Bingley. Eran, ciertamente, unas señoras muy distinguidas, bastante alegres cuando no se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy simpáticas; pero orgullosas y altaneras. Eran bastante atractivas; habían sido educadas en uno de los mejores colegios de la capital y poseían una fortuna de veinte mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de rango, por lo que se creían con el derecho de poseer una buena opinión de sí mismas y una pobre opinión de los demás. Eran oriundas de una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia que estaba más indeleblemente grabada en su memoria que la de que tanto su fortuna como la de su hermano había sido lograda en el comercio.3

El señor Bingley heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de comprar una mansión pero no vivió para realizarlo. El señor Bingley opinaba de la misma manera y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero como ahora poseía una buena casa y la libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la próxima generación.

Sus hermanas tenían ganas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque entonces no fuese más que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por eso de estar deseosa de presidir su mesa; ni la señora Hurst, que se había casado con un hombre más distinguido que rico, estaba menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya propia siempre que le interesase.

A menos de dos años escasos de haber llegado el señor Bingley a su mayoría de edad4, una casual recomendación le indujo a visitar la posesión de Netherfield. La vio por dentro y por fuera durante media hora, y se dio por satisfecho con las ponderaciones del propietario, alquilándola acto seguido.

Entre él y Darcy existía una firme amistad a pesar de tener caracteres tan contrarios. Bingley había ganado la simpatía de Darcy por su temperamento franco y dócil y por su naturalidad, aunque no hubiese una forma de ser que ofreciese mayor contraste a la suya y aunque él parecía estar orgulloso de su carácter. Bingley sabía el respeto que Darcy le profesaba, por lo que confiaba totalmente en él, así como en su buen discernimiento. Entendía a Darcy como nadie. Bingley no era nada necio, pero Darcy era mucho más agudo. Era al mismo tiempo orgulloso, reservado y cascarrabias, y aunque era muy educado, sus modales no le hacían nada atractivo. En lo que a esto atañía su amigo poseía toda la ventaja, Bingley estaba seguro de caer bien dondequiera que fuese, sin embargo Darcy era siempre antipático.

El mejor ejemplo es la forma en la que hablaron de la fiesta de Meryton. Bingley nunca había conocido a gente más agradable ni a chicas más atractivas en su vida; todo el mundo había sido de lo más cortés y atento con él, no había habido formalidades ni envaramiento, y pronto se hizo amigo de todo el salón; y por lo que respecta a la señorita Bennet, no podía concebir un ángel que fuese más bello. Por el contrario, Darcy había contemplado una colección de gente en quienes había poca belleza y ninguna elegancia, por ninguno de ellos había sentido el más mínimo interés y de ninguno había recibido atención o gusto alguno. Reconoció que la señorita Bennet era guapa, pero sonreía demasiado. La señora Hurst y su hermana lo admitieron, pero incluso así les gustaba y la admiraban, dijeron de ella que era una muchacha muy cariñosa y que no pondrían inconveniente en conocerla mejor. Quedó establecido, pues, que la señorita Bennet era una muchacha muy cariñosa y por esto el hermano se sentía con autorización para pensar en ella cómo y cuándo quisiera.

Circunstancia denigrante entonces. Las buenas fortunas debían provenir de las rentas de las fincas rurales y tierras.

Los ingleses alcanzaban su mayoría de edad a los veintiún años.

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