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Capítulo 1 Cine y ensoñación a la luz del psicoanálisis

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El uso indiscriminado de la palabra “imaginario”, concepto clave en este asunto, merece, sin embargo, ser aclarado antes de aterrizar en el Perú y comentar algunos largometrajes. Al haberse convertido casi en un lugar común para designar simplemente el conjunto de significaciones de las que un individuo dispone mentalmente para comprender y valorar una realidad determinada el término ha sido alejado de su base conceptual. Así, un imaginario político incluiría creencias más o menos estereotipadas (o precisamente imaginadas), por ejemplo, sobre el ejercicio del poder y el carácter de los líderes. En esas significaciones hay al menos fragmentos de un implícito relato (corrupción o laboriosidad palaciega, mala o buena fama del líder) cuya figuración mental tiene inevitablemente elementos sensoriales de contornos más o menos borrosos, los visuales y auditivos sobre todo. Sin que nada de esto sea falso, debe precisarse que esas figuraciones mentales resultan de una elaboración muy compleja, tanto en el plano psíquico personal como en el de la cultura, lo cual es pertinente para comprender el funcionamiento social del cine en países heterogéneos como los latinoamericanos. En uno de sus ensayos tempranos, Freud afirmó que los deseos insatisfechos son las fuerzas motrices de las fantasías, las cuales a su vez “corrigen” esas insatisfacciones. En la ensoñación diurna (phantasierend) del adulto o del joven se accede imaginariamente a lo inalcanzable o a lo prohibido. Sacia los impulsos inconfesables con disimulo en el fuero íntimo, a diferencia del niño, que materializa sus fantasías inventándose un mundo propio en sus juegos, libres y abiertamente exhibidos.1 Más que imitar al adulto, el juego le permite a la niña o niño asumir momentánea pero intensamente algunos de sus roles, en particular aquellos en los que más aparecen aversiones o afectos originados en las figuras paterna o materna, y sin dejar de distinguir entre la realidad y lo lúdico, los niños virtualmente se transforman en lo que quisieran ser pero aún no son. Las ensoñaciones diurnas del adulto continúan o substituyen al juego infantil, inscribiéndose en formas comunes pautadas, por cuanto las afinidades culturales también se expresan en las fantasías. Por ello, Freud se refiere a las narrativas más populares, cuyos héroes son omnipotentes y protectores –sal vadores de los débiles en el último instante o destructores de los monstruos más amenazantes– como si mientras más enraizadas y directamente conectadas estén las narraciones en fantasías infantiles (y por cierto, en sueños nocturnos, en los que también se cumplen las fantasías reprimidas, como veremos más adelante) mayor acogida del público tendrán. En esa medida, el narrador de éxito es una especie de soñador profesional, cuyo oficio legitima sus inmersiones en la propia fantasía de la que extrae lo que sus lectores o espectadores van a disfrutar. Pero siempre y cuando no sean simples transcripciones del deseo desnudo e individual, que serían rechazadas, sino una elaboración mediada por la técnica creativa (ars poetica) que atenúe su carácter egoísta. El principio de la estetización le da a la catarsis destructora una tonalidad justiciera, o bien sublima lo doloroso para convertirlo en placentero.2 Sin embargo, y por obvia que pareciese la respuesta, ¿cómo así los destinatarios del narrador de una historia de amenazas, víctimas inocentes y héroes providenciales se sintieron ellos mismos angustiados y luego “salvados” cuando llegó el happy end, si solo se trataba de una fábula, de algo inexistente? ¿No era que el narrador requirió él mismo de esas emociones al concebir y producir la obra, de modo semejante al del niño que vive esa historia a medida que la juega, palabra que dicho sea de paso es sinónimo, en otros idiomas, de obra escénica o de desempeño acto ral?3

Turbarse con un relato sobre algo a sabiendas no acontecido no se debe a inferencias lógicas, sino al arraigo profundo de la relación afectiva del Yo con el mundo. Lejos de ser simplemente la reproducción mental de lo exterior ausente, la génesis de la actividad imaginativa radica, como señala Jacques Lacan, en “[…] establecer una relación del organismo con su realidad, o como se dice, del Innenwelt [mundo interior] al Umwelt [mundo circundante]”.4 A partir de los seis meses, el infante empieza a percibir su cuerpo como un todo; pasa de una serie de sensaciones fragmentadas a la de completud. Más allá de lo corporal, en esta fase que Lacan ha llamado “estadio del espejo”, se empieza a formar el yo. La niña o el niño se reconocen en su propia figura al otro lado del espejo (o también fuera de este, en otro infante). Se ve en ese “afuera” de la escena contemplada, haciendo suyos los atributos de este pequeño Otro que el cristal refleja de su propia imagen. La formación del Yo –de la identidad propia– es por lo tanto indisociable del Otro. La identificación primaria con una imagen exterior va a precipitar al sujeto en una matriz simbólica de mímesis más compleja, resumible en el enunciado “yo soy ése, actúo como ése y deseo lo que ése desea”. Y como el mismo Lacan señala: “[...] el punto importante es que esta forma sitúa la instancia del yo desde antes de su determinación social, en una línea de ficción [...]”.5

Construido desde afuera, el Yo hasta esa etapa de su formación se constituye relacionándose con objetos fantasmáticos –imágenes irreales– precisamente sin distinción clara entre el Yo y el Otro: (“si aquel sufre yo sufro, si aquel goza yo gozo”). Si en el estadio del espejo ocurrió la identificación narcisista primordial con el propio cuerpo –empalmando con una relación imaginaria con el mundo, compuesta de atracción, emulación, angustia, repulsión–, más adelante, hacia los cuatro años, el sujeto es introducido al registro de lo simbólico. Toda esa energía pulsional –la libido– que había estado enfocada en lo imaginario, es inscripta en el orden simbólico, en el cual el sentido de la realidad, diferenciado del imaginario, es impuesto por la palabra del padre cuando el niño se identifica con la imago paterna. Con la resolución del complejo de Edipo se sella no solo el primado de la Ley (la prohibición del incesto); es la realidad en su conjunto la que va siendo aprehendida mediante el lenguaje, que al hacerle distinguir entre lo permitido y lo prohibido, va estructurando su imaginario. En otros términos, el niño aprende a diferenciar entre sus deseos y la realidad, sin que por ello la libido deje de investirse sobre determinados objetos. En tal virtud, la necesidad de controlar los deseos no satisfechos en la realidad va a llevar la energía libidinal por otros caminos, hacia elaboraciones sublimadas, a objetos “permisibles” que dispensan placer, capaces de saciar imaginariamente los deseos no realizados. Estos son los objetos que el arte y la cultura ofrecen,6 por lo cual, más allá de hacer inteligible la realidad, el lenguaje es parte del orden simbólico, noción más amplia, que moviliza las pulsiones del inconsciente y las hace emerger como sentido. El mismo Lacan sostiene que el inconsciente está estructurado como un lenguaje a través del cual “hablan” nuestros deseos y terrores que, además de aparecer en nuestro comportamiento o en el discurso del psicoanalizado, se elaboran en el sueño mediante figuras que las enfatizan u ocultan, como la metáfora y la metonimia.7

En tal virtud, ¿cómo no encontrar equivalencias en las relaciones fantasmáticas del espectador y la película que está viendo, si la pantalla viene a ser a su modo un espejo? Christian Metz las ha destacado, sustentando que, a diferencia del infante frente al espejo primordial, el espectador está ausente en la pantalla, aunque sí permanecen vivos –gracias a su propia experiencia antigua del estadio del espejo– sus mecanismos de identificación. Estos lo sumergen en la escena del espectáculo fílmico movilizando sus deseos en lo imaginario, pese a ser consciente de ver una ficción, es decir de la brecha que separa su Yo de su no-Yo, a diferencia del infante que ve al Otro en sí mismo reflejado en el espejo. En términos lacanianos, el cine como toda creación cultural pertenece al orden de lo simbólico.8 Ahora bien, ¿por qué atrae ver una película, en qué consiste ese placer de la evasión o la distracción que tanto se invoca? Como sabemos, a diferencia de otras artes, la diégesis fílmica (o “impresión de realidad” de las imágenes en movimiento) ha marcado una revolución sin precedentes en la historia de la producción simbólica, tanto por la sofisticada reproducción de la realidad visible y audible y la eficacia del montaje para construirle tiempos y espacios narrativos, como por cierto la materialización de las fantasías lograda mediante efectos especiales. En esa medida, el cine ha devenido en un “buen” objeto para sus espectadores (entendiéndosele psicoanalíticamente como un modo de relación que “engancha” al sujeto con su mundo), verdadero fenómeno social de alcance mundial, dada la manera en que reactiva, sin discriminación de latitudes y culturas, las condiciones del estadio del espejo.

La inmersión del adulto en lo imaginario en estado de vigilia crea similitudes entre el estado fílmico y el estado onírico. Dada la densidad y organización de la narración cinematográfica, para Metz las intensas emociones inducidas en el espectador por los mecanismos de identificación y proyección no tienen parangón con ninguna otra impresión exterior. En esa medida, él encuentra que cine y sueño se asemejan y diferencian en tres aspectos. En primer lugar, la conciencia del sujeto. Si el durmiente gene-ralmente no sabe que está soñando y el espectador sí es consciente de estar viendo una película, la brecha entre uno y otro estado a menudo tiende a cerrarse según diversas circunstancias. Más allá de la integración psicológica en la ficción (o “la suspensión de la incredulidad” tomando el concepto inglés de suspension of disbelief) la extrema concentración en la pantalla puede ir acompañada de diferentes descargas de energía (crispación, sudoración, excitación sexual, etcétera), y sobre todo de la ilusión del carácter omniperceptivo del sujeto.9 Por cierto, los cambios en la exhibición cinematográfica que ha traído el avance tecnológico atenúan según el caso la fuerza identificatoria del espectáculo. No son lo mismo el placer de la sala oscura, la pantalla grande y el sonido estereofónico que la reproducción casera del mismo largometraje en una pantalla de vídeo, puesto que más allá de las diferencias de calidad técnica, las condiciones de recepción domésticas impiden el aislamiento al que se refiere Metz en un número creciente de espectadores cinematográficos en el mundo, puesto que las salas como “ventanas” de exhibición están proporcionalmente disminuyendo a favor del crecimiento del largometraje propalado por televisión abierta, de cable y digital, y por cierto el expendido en DVD. Obviamente, la diversidad de la recepción cinematográfica puede ser muy vasta, según los grados de educación, de cultura y de la edad, entre otros factores, pero sobre eso volveremos más adelante.

La segunda semejanza (y diferencia) es la presencia o ausencia de una percepción cinematográfica real en el cine o en el sueño. Mientras los sentidos del espectador son excitados por un estímulo real (el haz de luz, el sonido de los parlantes) para entregarse al relato, el sueño muestra también imágenes e incluso voces y música. En ambos casos se “vive” intensamente el relato, pero el sueño es un proceso psíquico interno en que el deseo se cumple como alucinación, sin ningún material real de base, como si fuese una película “[…] ‘rodada’ de principio a fin por el sujeto mismo del deseo, por el sujeto del miedo igualmente, filme singular por sus censuras y sus no-dichos como por su contenido expresado, cortado a la medida de su único espectador […]”.10

Al contrario, los fantasmas conscientes e inconscientes del espectador deben calzar empáticamente con la película para lograr una inmersión emocional equivalente a la del estado onírico, lo cual no ocurre si el filme no gusta, choca o los personajes (actores) no encajan con las expectativas. En otros términos, lo que el público ve es una ilusión óptica, una serie de manchas de luz (fotogramas, píxeles) cuya veloz variación simula movimiento aunque su estatuto diegético lo aporten sus propios fantasmas, provocando, en palabras de este autor, un “salto mental” “[…] de un significante objetivamente real, pero negado, a un significante imaginario pero psicológicamente real”.11

La tercera diferencia la marcan las de naturaleza “textual”. El cine es, efectivamente, un constructo textual con su sintagmática propia: su lenguaje despliega secuencias de continuidad y discontinuidad espacio-temporal: saltos, elipsis, retrocesos en el tiempo (flashbacks), traslaciones instantáneas en el espacio, utilización de símbolos, etcétera, para lograr figuras expresivas como la metáfora y la metonimia. No obstante, todo ello tiene la limitación de la calidad y verosimilitud de la puesta en escena y de la edición (de excelente a mala), siempre expuesta a mostrar su artificialidad, su simulación, esa tramoya de cartón-piedra que moviliza la fantasmática del espectador. En cambio, en el sueño la metáfora y la metonimia son las figuras “espontáneas” de la condensación y desplazamiento de los deseos y terrores y de su plasmación como significante del sueño, como si el arte (el cine que se fabrica) tendiese a imitar a la vida (el sueño radicalmente soñado, alucinado). Mientras que en el cine las elipsis, flashbacks y símbolos de valor metonímico pueden requerir de un mínimo de racionalización y la verosimilitud del relato puede colapsar si la figura no se entiende o es forzada, en el sueño se dan las situaciones más absurdas sin que se les deje de sentir auténticas: pasos súbitos e inexplicados de una época o lugar a otro, dos personas “juntas” en una al mismo tiempo, aparición disparatada “en escena” de personajes desconectados entre sí en la realidad, entre muchas otras que aparecen en la elaboración secundaria. En suma, el sueño es una “[…] una historia ‘pura’ una historia sin relato […] que no viene a formar (deformar) ninguna instancia narrativa, una historia de ninguna parte que nadie cuenta a nadie”.12

Pese a esa diferencia, Román Gubern subraya que el cine se emparenta con el sueño por la común incapacidad del durmiente y del espectador de modificar o determinar el curso de la historia, cuya precipitación alcanza paroxismos semejantes en las pesadillas y en el cine de terror cuando se ciernen grandes amenazas o peligros.13 Igualmente, el inconsciente no da parámetros a lo verosímil en el sueño como ocurre en el estado de vigilia, lo cual pone al realizador cinematográfico en la libertad de manipular imágenes y sonidos con efectos de sentido semejantes a los de los sueños. Pero lo más interesante de esta última constatación es la independencia de cualquier historia soñada con respecto a sus referentes reales, puesto que los símbolos metonímicos y metafóricos que aparecen en el estado onírico gozan de una autonomía relativa en lo “cultural”, para decir lo menos, lo que nos lleva a otro tema.

En un sueño paso súbita e inexplicablemente del Perú a Afganistán, de la calle en que hoy vivo retrocedo a como esta era hace veinticinco años, pero nada de ello me asombra, como si en el inconsciente no hubiese ni espacio ni tiempo. Claude Lévi-Strauss ha dedicado la mayor parte de su obra a explicar cómo los mitos revelan los diversos sentidos estructurados en lo profundo de una cultura.14 Estos sentidos emergerían hasta en nuestros sueños, estructuralmente determinados por nuestra experiencia cultural y nuestras condiciones de vida. ¿Pero qué ocurre cuando salimos de esas etnias relativamente aisladas que tan prolijamente estudió este antropólogo e ingresamos a las sociedades urbanas de ayer y de hoy, con toda su diversidad de referentes simbólicos, modalidades de modernización y condiciones de vida? Seguramente sus mitos no dejan de estar estructurados, aunque modificándose y admitiendo una miríada de variantes y tensiones, expresión de nuevos miedos y deseos aparecidos por el encuentro intercultural. Gubern observa un vínculo circular entre sueño, cine y mito. Así como el sueño recordado y contado (“editado”) pasa por una elaboración (el Traumarbeit de Freud), la creación del cineasta se genera desde su inconsciente y hace un recorrido de lo latente (la “inspiración”) a lo manifiesto (la obra terminada) que a su vez pasa al inconsciente de cada espectador, que lo integra emocionalmente a sí o no, y eventualmente lo sueña, cerrando el círculo).15 Por ello, la mitogenia del cine (de la ficción audiovisual en general) a menudo retoma, mezcla y difunde elementos provenientes de mitologías y narrativas anteriores (provenientes de la tradición oral, de la literatura o de expresiones iconográficas) que son reelaboradas y difundidas en ámbitos muchísimo mayores.16

Nada de esto ocurre sin conflictos. Hibridarse con lo que seduce y al mismo tiempo se detesta y en todo caso se conoce poco y mal, o identificarse con lo nuevo, que resulta ser más bien su apropiación debido al sesgo impreso por el etnocentrismo perceptivo son algunas modalidades propias de los encuentros interculturales modernos. Puede afirmarse genéricamente que la historia cultural de la humanidad –tomada en su largo desarrollo– comenzó bajo el signo de la inmensa fragmentación que acompañaba a su precariedad material, y que el desarrollo de la técnica en el curso de milenios (agricultura, condiciones, sanitarias, lecto-escritura, transportes, etcétera) disminuyó progresivamente el aislamiento entre los pueblos, cuyas particularidades fueron afirmándose, disipándose o mezclándose según la posición dominante o subordinada que ocupasen unos respecto de los otros. Así, la nutrida migración internacional y los crecientes intercambios desde los años setenta no son más que la última y más intensa etapa de un antiquísimo proceso cuya actual percepción es la de un cambio cualitativo que llamamos globalización o mundialización. No se trata simplemente, según propone Warnier, de una influencia imperialista occidental, sino de cambios más básicos en los estilos de vida inducidos por la irradiación de la industrialización en sus sucesivas etapas, directa o indirectamente, y casi siempre en condiciones de desigualdad y redistribución regresiva.17 La expresión misma “estilos de vida” estaría designando la vecindad y la mutabilidad de las prácticas simbólicas, como si las sensibilidades estuviesen interconectadas entre sí por corrientes subterráneas. Y esto último es sobremanera importante aquí por cuanto atañe al desarrollo histórico del cine, que se extendió muy rápidamente a inicios del siglo XX. Mientras en las pantallas norteamericanas triunfaban los rostros de Mary Pickford o Theda Bara, sus imágenes atraían ya al público popular de las carpas de proyección limeñas, trujillanas o arequipeñas. De modo equivalente al que en lugares tan remotos como Calcuta, San Petersburgo o Tokio llegaban las mismas películas u otras equivalentes. O bien empezaba la producción local, influida menos por la estética del filme foráneo que por sus dispositivos de producción y comercialización. Áreas culturales ajenas, con poco contacto entre sí –acaso apenas entre sus élites– y muy alejadas geográficamente unas de otras sucumbían rápidamente a la novedad absoluta de la narración visual, tanto mayor en cuanto la electricidad era una innovación relativamente reciente. Esta veloz difusión del cine es indisociable de la predisposición común de la mente humana al pensamiento mítico, debajo de la cual se halla la inmensa diver-sidad señeramente estudiada por Lévi-Strauss, debiendo agregarse, como lo observa Gubern, que “[…] el mito es un síntoma elocuente de necesidades sociales, psicológicas o científicas mal resueltas en el plano de la realidad y revela la subordinación de lo real a lo fantástico”.18

En esa medida, la constitución de las culturas populares desde inicios de la industrialización –en las que fue predominando lo urbano y semi-urbano– les dio un común tamiz que las distinguía de aquellas basadas en la tradición oral, carentes de técnicas de reproducción masiva. Esto se hace más evidente si, al margen de la nacionalidad de la producción y de los públicos, constatamos que cada cinematografía trabajaba sus propias leyendas o relatos locales, respetando (y reproduciendo) su contenido mítico, pero dándoles inevitablemente mayor inteligibilidad y comunicabilidad intercultural gracias al lenguaje de las imágenes en movimiento. Esto hacía cualquier relato ajeno más accesible al público, sin discriminación de clase o país. Por cierto, esto pudo haber ocurrido antes con el medio impreso (folletín, novela, historias sacras), pero estos soportes tenían las barreras del signo lingüístico: era necesario saber leer, y leer obras en la propia lengua o traducidas. Fuera de no requerir lectura de signos lingüísticos, las imágenes en movimiento desencadenan identificaciones y proyecciones que por su iconicidad y referencialidad alcanzan potenciales previamente desconocidos en las artes narrativas (sin que esto signifique necesariamente una mayor intensidad en el sujeto espectador).

Pero es crucial sobre todo la especularidad de las imágenes en movimiento, en su acepción lacaniana. Si el cine funciona como espejo es porque el espectador ya pasó por la identificación primaria (el “estadio del espejo”), experiencia fundante que le permitirá posteriormente identificarse sin ver su propio reflejo en el azogue. Así, el yo se construye como un (“su”) punto de vista, o en otros términos, se identifica con su propia mira-da, devenida para él en principio de intelección del mundo exterior. De ahí que el sujeto espectador sea, en palabras de Metz “[…] sujeto puro, omnividente e invisible, punto de fuga de la perspectiva monocular retomada de la pintura por el cine”.19

Si una historia soñada es autónoma con respecto a sus referentes reales y vivida como tal, tanto mayor fue –y es– la novedad del cine, al poder reproducir, más que realidades desconocidas y exóticas las propias fantasías del público. Junto con esta reflexión lacaniana, la idea de Giddens acerca del desanclaje de los referentes simbólicos respecto a las subjetividades locales como detonador de la modernidad20 se aplica rigurosamente al cine. La ensoñación y las identificaciones frente a la pantalla poseen algunas características comunes en diferentes latitudes, lo cual permite teorizar la rápida difusión mundial del cine de ficción a inicios del siglo XX. La veloz acogida dada a los géneros y tratamientos cinematográficos recién aparecidos –o en su defecto la creación de sus equivalentes locales– contrastó con la menor intercomunicación entre las diversas artes escénicas nacionales o locales –que salvo las hegemónicas– han permanecido adscritas a sus particularismos. La diégesis o impresión de realidad provocada por las imágenes vistas en la pantalla es cualitativamente diferente a la de las artes escénicas. Si ensayamos una comparación, el encanto de la escena teatral reside precisamente en su materialidad física y espacial, que no aspira a esa impresión de realidad virtual (término que precisamente radicaliza la producción diegética mediante ciertas innovaciones tecnológicas) del cine. Por naturalista que sea, la dramaturgia teatral requiere por lo menos de algún grado de ritualización que marque y separe el estatuto de quienes están de un lado y otro del escenario, no obstante en contigüidad física. Lo visto y vivido en la escena viva no simula la realidad (como el cine) sino más bien la enfatiza, o dicho en palabras del psicoanalista Octave Mannoni:

[…] el actor nunca desaparece detrás del personaje […] se va al teatro para ver actuar y […] en los espectadores hay identificación con el actor al mismo tiempo que con el personaje, en una combinación original que es propia del teatro [y en que los espectadores] bien defendidos contra sus propias tentaciones histriónicas, aplauden…21

Si la proximidad física con los actores y la escena afirman la falsedad de lo que se está representando, a la inversa del cine, la obviedad del artificio potencia la ilusión sugerida.22 Si esta distinción es válida para el teatro occidental convencional, con mayor razón lo es frente a la diversidad de expresiones teatrales de mayor densidad simbólica que rebasan ese marco, del auto sacramental al kabuki japonés, pasando por los montajes de vanguardia. Lugar equivalente ocupa la variada gama de performances públicas con narración ritualizada, puesta en “escena”, música y danzas, decorados y vestuario (folclore, fiestas patronales populares y del ciclo agrario, carnavales), en que el público, lejos de ser pasivo espectador, se fusiona con el acontecimiento. La universalidad del “trabajo” inconsciente de las pulsiones frente al anclaje cultural del significante le da una independencia relativa a la producción y consumo cinematográficos, haciéndola capaz de trascender fronteras culturales en el “trabajo” espectatorial de las identificaciones, sin que ello impida que el hecho de ver una película esté altamente institucionalizado. Metz subraya que la institución cinematográfica consta de dos “maquinarias” que hacen funcionar al medio. Por un lado, la “exterior”, es decir la industria, con sus profesionales, artistas, empresas, circuitos de distribución y exhibición, y por otro la “interior”, la mental, compuesta primordialmente por el deseo interiorizado del cine –la esencia del espectador– y por su capacidad de comprender lo que ve, que lo llevan a pagar su entrada o a comprar un DVD pirata. Una y otra deben calzar perfectamente para mantener su dinámica económica y cultural, que es al mismo tiempo parte de cada psicología individual.23

Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos

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